Kitabı oku: «La neoinquisición», sayfa 4

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Martin Luther King Jr. cerraría su discurso «I have a Dream» enfatizando la humanidad común de todos los americanos a pesar de sus diferencias, diciendo que el día en que la libertad uniera a todos, «hombres negros y hombres blancos, judíos y gentiles, protestantes y católicos» podrían unirse y cantar «¡Al fin libre!».

Mucho antes de que Martin Luther King Jr., Frederick Douglass, afroamericano héroe del movimiento abolicionista y él mismo un esclavo emancipado, había reivindicado el proyecto liberal americano en su famoso discurso sobre el significado del 4 de julio para los esclavos dado en 1852 frente a la Rochester Ladies’ Anti-Slavery Society: «¿Qué tengo que ver yo, o los que represento, con su independencia nacional? ¿Los grandes principios de libertad política y de justicia natural, encarnados en esa Declaración de Independencia, nos son extendidos?», se preguntaba con justicia Douglass, para luego concluir: «Lo digo con un triste sentido de la disparidad entre nosotros […] su alta independencia solo revela la inconmensurable distancia entre nosotros. Las bendiciones en que ustedes, este día, se regocijan, no se disfrutan en común. La rica herencia de justicia, libertad, prosperidad e independencia, legada por sus padres, es compartida por ustedes, no por mí»100. Y más adelante, Douglass afirmaba que la Constitución americana era «¡Un documento de libertad glorioso!». «Lee su preámbulo, considera sus propósitos. ¿Está la esclavitud entre ellos? ¿Está en la entrada? ¿O está en el templo? No está ni en uno ni en el otro» concluyó.

Lo que Douglass como King defendían, entonces, era precisamente coherencia con los principios liberales fundantes del orden social liberal americano y no la idea de que esos principios y sus documentos más emblemáticos como la Declaración de Independencia y la Constitución fueran expresiones de una cultura opresiva. Todo esto se ha invertido en los tiempos actuales. Cuando la empresa Nike, con motivo de la conmemoración del 4 de julio en 2019, lanzó al mercado un par de zapatillas con la bandera original de las trece colonias, conocida como Betsy Ross Flag, bastó la queja de un atleta de la NFL, Colin Kaepernick, el mismo que causó escándalo por negarse a ponerse de pie para cantar el himno americano, para que Nike cancelara la distribución de toda la producción. De este modo, lo que siempre fue considerado con justicia un símbolo de libertad se vio transformado en uno de esclavitud y opresión a pesar de que fue precisamente gracias al espíritu libertario que inspiró la independencia americana que la esclavitud dejó de existir en Estados Unidos y en todo occidente. Con su denuncia, Kaepernick implicó que todo lo que representa Estados Unidos, especialmente en esa época, es inmoral y motivo de vergüenza.

El caso de Nike con Betsy Ross Flag, entre muchos otros, da cuenta de que el proyecto de Martin Luther King Jr., Douglass y quienes luchan por la unión de todos en torno a valores en lugar de separar por identidades ha degenerado en uno altamente tribal incompatible con el programa liberal. Y es que, como hemos dicho, lejos de unir, la doctrina de las políticas identitarias busca articular a todos los grupos que se sienten en algún sentido marginados, como dice Haidt, «en contra del hombre blanco heterosexual el que es visto como el opresor universal»101. Y el alimento de este tipo de ideología, añade Haidt, es el odio, que consigue galvanizar y movilizar a estos grupos en función de este enemigo común.

Este odio cultivado especialmente en las universidades, como hemos visto, ha infectado al resto de la sociedad americana y ciertamente, aunque en menor medida, la de otros países occidentales. En el mundo de la política, el caso del Partido Demócrata da cuenta de hasta qué punto el espíritu liberal ha sido reemplazado por el tribal. En palabras de Lilla, un liberal de izquierda preocupado por la radicalización de su sector, «no puede haber una política liberal sin un sentido del nosotros […] sin una visión de un destino común basado en algo que todos los americanos compartan»102. Según Lilla, ese fue el error estratégico de Hillary Clinton, quien por haber hablado a grupos específicos —mujeres, LGTB, afroamericanos, latinos— excluyó a la clase obrera blanca que votó masivamente por Donald Trump103. Más aún, Clinton literalmente trató de «deplorables» que podían ser arrojados a un canasto de la basura a buena parte del electorado de Trump104.

Pero los efectos de las políticas identitarias no se reducen a la radicalización de una izquierda política castigada por el electorado y a una simple pérdida de sentido común y tolerancia en los campus universitarios. El riesgo de que el discurso emanado de estas esferas lleve a una politización de la sociedad en el sentido que Carl Schmitt daría a la expresión no debe ser subestimado. Para Schmitt, quien se convertiría en el jurista predilecto del nacionalsocialismo en Alemania, así como el elemento diferenciador de la moral es la distinción entre bueno y malo, en economía lo útil y lo inútil y en la belleza lo bello y feo, la característica específica de la política es la distinción amigo-enemigo105.

Si bien Schmitt afirmó que el enemigo no tenía por qué ser necesariamente malo, pues simplemente se configuraba por un otro con el que eventualmente se entraría en conflicto violento por la negación existencial que este implica para lo propio, él mismo reconoció que psicológicamente suele presentársele como tal. En ese contexto, no es del todo exagerado decir que las políticas identitarias actuales, con su lógica tribalista, contribuyen a politizar la sociedad en un sentido schmitteano. Lo cierto es que cuando Haidt y Lukianoff observan que el tipo de políticas identitarias que se dan hoy en día en las universidades —proveniente sobre todo de la izquierda— fue el mismo que utilizaron los nazis para conseguir sus objetivos, están más en lo correcto de lo que se imaginan106. Esto es especialmente notorio al constatar que conceptos históricamente neutrales desde el punto de vista político han sido tomados por el marco discursivo de las políticas identitarias, cargándolos de contenido polémico. Según Schmitt, esto es esencial en la distinción amigo-enemigo:

Todos los conceptos, ideas y palabras políticos poseen un sentido polémico; tienen a la vista una rivalidad concreta; están ligados a una situación concreta cuya última consecuencia es un agrupamiento del tipo amigo-enemigo (que se manifiesta en la guerra o en la revolución); y se convierten en abstracciones vacías y fantasmagóricas cuando esta situación desaparece107.

En el caso de la identity politics cultivada en Estados Unidos, esta ha conducido a que conceptos como el de hombre y mujer, blanco o negro, homosexual y heterosexual, local e inmigrante, entre otros, adquieran, en el discurso público una ascendente connotación del tipo amigo-enemigo. Basta repasar el concepto «white privilege», —privilegio blanco— acuñado por la feminista de izquierda Peggy McIntosh en los 60 para entender este punto. McIntosh escribió que «a los blancos se les enseña con cuidado a no reconocer el privilegio blanco, tanto como a los hombres se les enseña a no reconocer el privilegio masculino». Luego definió el concepto de privilegio blanco como «un paquete invisible de activos no merecidos con los que puedo contar cada día, pero sobre el cual estaba ‘destinado’ a permanecer ajeno»108. Así como el hombre es por definición un opresor en la cultura occidental, el blanco, agrega McIntosh, es también un opresor de los demás, aunque se trata de una opresión «inconsciente» que también se da por parte de mujeres blancas hacia mujeres negras. Esta idea de que todos los blancos son racistas inconscientes merece un análisis más detenido por el profundo impacto que tiene hoy en Estados Unidos, donde el término «implict bias» (sesgo implícito) ha pasado a definir políticas de gobierno, empresariales y de instituciones de diverso tipo. La Universidad de Stanford define el sesgo implícito de la siguiente manera:

Sesgo implícito es un término que se refiere a características relativamente inconscientes y relativamente automáticas de juicio prejuiciado y comportamiento social […] la investigación más notable y notoria se ha centrado en las actitudes implícitas hacia los miembros de grupos socialmente estigmatizados, como afroamericanos, mujeres y la comunidad LGBTQ109.

Como en el caso de las microagresiones, se puede ser conscientemente igualitarista moral y justo, pero según los teóricos del sesgo implícito, tenemos prejuicios tan ocultos en nuestra psiquis que, aunque queramos, no podemos evitar preferir a los blancos sobre las personas de color, a los heterosexuales sobre los homosexuales, a los hombres sobre las mujeres, etc. La industria que se ha desarrollado en torno a la ideología del sesgo implícito es multimillonaria y se encuentra plagada de asesores, teorías, reglas, cursos e incluso exámenes para combatirlo. Un caso que ilustró perfectamente el punto al que ha llegado este negocio fue el de Starbucks, que decidió cerrar por un día todas sus tiendas para someter a su personal —175 mil personas— a entrenamiento para superar sus sesgos. Esto luego de un incidente en que uno de los empleados llamó a la policía para sacar a dos afroamericanos que no habían consumido y que ocupaban una mesa hace rato. Evidentemente el anuncio de Starbucks luego del escándalo nacional que se produjo fue puramente mediático, pues si efectivamente existe algo tan arraigado como el sesgo implícito, un día de conversar el tema difícilmente va a solucionarlo. De hecho varios de los mismos trabajadores que asistieron al entrenamiento, según reportó Time Magazine, lo consideraron insuficiente110. Pero la ideología del sesgo implícito llegó también a empresas como PricewaterhouseCoopers que lanzó la campaña CEO Action for Diversity and Inclusion a la cual se sumaron empresas como Cisco, KPMG, Walmart, Morgan Stanley, Protcter & Gamble y alrededor de cuatrocientos cincuenta CEOs de otras compañías que decidieron comprometerse a crear ambientes emocionalmente seguros y libres de sesgos raciales para sus trabajadores111. Cuando estas empresas fueron consultadas, ninguna de ellas fue capaz de proveer evidencia de que el supuesto sesgo implícito haya causado perjuicio o discriminación a alguno de sus trabajadores112. En otras palabras, los cientos de empresas que se han sumado a la causa lo han hecho por contagio cultural, pues la corrección política dominante hoy en día lo hace menos costoso en el corto plazo. Eso explica que, en febrero de 2019, Mac Donald’s anunciara oficialmente que haría obligatorio el entrenamiento sobre sesgo implícito para todo el personal dedicado a reclutar trabajadores. «Sabemos que, para crear una organización diversa, necesitamos desarrollar un entorno de contratación sin sesgos. Al reconocer y mitigar nuestros sesgos inconscientes dentro del proceso de reclutamiento, crearemos una organización dinámica y resistente», dijo Melanie Steinbach, vicepresidente y director de Talentos de McDonald’s Corporate113. De este modo, millones de dólares son gastados en el negocio del sesgo implícito creado al alero de las políticas identitarias y su idea de que Estados Unidos es una sociedad inherentemente opresiva controlada por hombres blancos que, quiéranlo o no, están condenados a ser racistas. Esta noción está tan arraigada que incluso existe un test diseñado por académicos de Harvard en 1998, el Implicit Association Test (IAT), que se ha convertido en el estándar para «probar» el racismo inconsciente en la sociedad estadounidense114. En él, diversas imágenes de rostros blancos y de color o nombres árabes u otros emergen para que la persona que hace el test los asocie con distintas cosas. Según los promotores de este test, el hecho de que la gente tienda por milisegundos a asociar en mayor proporción rostros de color con cosas negativas y blancos con cosas más positivas es prueba irrefutable de racismo inconsciente y discriminación. Sin embargo, el IAT arroja resultados diametralmente opuestos para la misma persona dependiendo del día en que lo tome. En otras palabras, un día se es racista, otro no, lo que hace que el test carezca de la rigurosidad y predictibilidad mínima para ser considerado una herramienta seria. Eso concluyó el estudio más profundo publicado hasta ahora sobre el tema, el cual fue realizado por académicos de las universidades de Wisconsin y Virginia en conjunto con uno de los cocreadores del IAT en Harvard. Tras analizar cuatrocientos veintiséis estudios realizados por veinte años con más de setenta y dos mil personas que tomaron dicha prueba, concluyeron que la relación entre sesgo implícito y conducta discriminatoria es débil y que casi «no hay evidencia» de que cambios en los sesgos de una persona lleven a cambios en su conducta115. En otras palabras, toda la industria dedicada a combatir la discriminación inconsciente se funda en pura ideología.

Esto ya había sido advertido por otros académicos el año 2009 en un paper titulado «Strong Claims and Weak Evidence: Reassessing the Predictive Validity of the IAT» (Reclamos fuertes y evidencia débil: reevaluando la validez predictiva de la IAT) en que los seis coautores concluían sin rodeos que «no hay una relación entre los resultados del IAT y la conducta discriminatoria»116.

A pesar de encontrarse totalmente refutada científicamente, la idea del sesgo implícito sigue teniendo una enorme influencia. En palabras de Heather Mac Donald:

El hecho es que la realidad no sucede. Le pregunté a Anthony Greenwald, uno de los dos cocreadores de la prueba de asociación implícita, ¿me puede dar cualquier ejemplo en cualquier lugar, no solo en la Universidad de Washington, donde enseña, sino en cualquier universidad, de una mujer o un negro candidato calificado de la facultad que no consiguió un trabajo o no fue ascendido debido a un sesgo implícito? Él se negó. Cambió el tema […] no hay ejemplos de que esto suceda. De hecho, la realidad es todo lo contrario. Cualquiera que haya observado cualquier búsqueda de profesores sabe que hay un esfuerzo desesperado para encontrar candidatos calificados competitivamente, negros o femeninos que no hayan sido contratados por instituciones mejor dotadas117.

El concepto de racismo inconsciente a la que apunta el IAT va en la misma línea de mantener el arquetipo de los privilegios que tendrían los blancos enunciado por McIntosh y esencialmente lo que busca es responsabilizar a otros por el mal desempeño económico social de los afroamericanos. De hecho, los «privilegios» blancos que según la misma McIntosh configuran la fuente de la opresión incluyen cosas como vivir en barrios con vecinos amables, poder ir de shopping «casi todo el tiempo» sin que la acosen, ver a personas de su misma raza en los diarios, casi todas cuestiones que tienen que ver más bien con precariedad social, es decir, con bajos ingresos que afectan en mayor proporción a los afroamericanos que a otros grupos118. Para las minorías raciales, esta precariedad social y bajos ingresos se explica por las menores oportunidades que supuestamente han tenido al ser marginadas. El relato de discriminación y victimismo tribal es reforzado por los mismos líderes de la comunidad afroamericana, quienes a través de él buscan beneficiarse incluso si ello deriva en mayor miseria para sus comunidades. Como ha explicado Thomas Sowell, economista afroamericano afiliado a Stanford que ha estudiado toda su vida el tema, el problema es que los líderes de las comunidades negras pasaron de ser «almas nobles a charlatanes descarados». Luego de dar una justificada lucha por derechos civiles, explica Sowell, estos se dedicaron a «ganar dinero, poder y fama al promover actitudes y acciones raciales que son contraproducentes para los intereses de quienes dirigen»119. Enseguida, Sowell advierte sobre el peligro de las políticas identitarias:

Promover la identidad de grupo es una práctica con un historial de polarización y desastre en países de todo el mundo. Los disturbios en la India, la guerra civil en Sri Lanka, las masacres en Ruanda y las atrocidades en los Balcanes son solo algunos de los antecedentes recientes de los estragos causados por la política de identidad grupal120.

Hasta qué punto en Estados Unidos la lógica víctima-opresor basada en diferencias raciales lleve a la máxima expresión de politización en el sentido de Carl Schmitt es una cuestión debatible. Hoy en día puede parecer totalmente irreal sugerir la posibilidad de enfrentamientos armados entre grupos irreconciliables producto de las guerras culturales que están teniendo lugar. Sin embargo, ya existen algunas voces que alertan al respecto. En un artículo titulado «El origen de nuestra segunda guerra civil» el historiador de la Hoover Institution de la Universidad de Stanford, Victor Davis Hanson, afirmó que «casi todas las instituciones culturales y sociales: las universidades, las escuelas públicas, la NFL, los Oscar, los Tonys, los Grammys, la televisión nocturna, los restaurantes públicos, las cafeterías, las películas, la televisión, la comedia, no solo se han politizado, sino que se han convertido en armas»121. Davis Hanson, un experto en historia militar, compara los tiempos que corren con 1860, poco antes de la guerra civil norteamericana. Probablemente el colega de Davis Hanson, Morris Fiorina, tiene un punto cuando, al refutarlo, afirma que según los datos la mayor parte de la población no se interesa en política y que solo un grupo minoritario del electorado está pendiente de lo que dicen The New York Times, CNN o Fox News. Ni siquiera Twitter o Facebook, sugiere Fiorina, tienen un impacto político relevante, pues la mayoría no los usa para leer contenido político122. Pero del hecho de que la mayoría no se encuentre movilizada políticamente no se sigue que las ideas que una élite logra poner de moda no influyan de diversa manera a esa mayoría. Los cientos de miles de integrantes de los movimientos socialistas del siglo XX en su mayoría no leyeron El capital de Karl Marx, ni siquiera el Manifiesto comunista y, sin embargo, gradualmente abrazaron el antagonismo de las políticas identitarias que pregonaba. Ya hace mucho Ludwig von Mises, probablemente el más grande demoledor del socialismo del siglo XX, advirtió que las masas no tienen ideas propias y por tanto siguen aquellas que se difunden desde las universidades a la prensa, el cine, la radio, las novelas, etc.123. Las ideas operan así indirectamente a través de lo que el Nobel de Economía y discípulo de von Mises, Friedrich Hayek, denominó «distribuidores de segunda mano», quienes terminan convirtiéndolas en patrimonio de una mayoría que apenas conoce su origen. Hayek notaría que, particularmente en Estados Unidos, el rol de los intelectuales en definir la opinión pública era escasamente comprendido124.

Si el socialismo, como notaron Hayek y von Mises, fue un movimiento de élite que terminó influenciando a las masas, no hay duda de que la élite estadounidense, política y especialmente académica, ve reflejadas las ideas que promueve en sectores más amplios de la población, aun cuando la mayor parte de esta sea receptora pasiva de ellas. Puede ser cierto que, como dice Fiorina, Katy Perry tiene el doble de seguidores en Twitter que Donald Trump, pero en el contexto actual las estrellas populares se encuentran politizadas a tal punto que ellas también se han transformado en armas en la disputa por el poder, tal como sugiere Davis Hanson. Que Lady Gaga, Cher, Meryl Streep, Le Bron James, Bruce Springsteen, Beyoncé, Robert de Niro y Oprah, entre muchos otros, hayan apoyado activamente, aunque sin éxito, a Hillary Clinton es prueba más que suficiente de la politización de los espacios culturales. La misma Katy Perry, que Fiorina cita como ejemplo de lo contrario, se declaró literalmente «la fan número uno de Clinton», realizando shows para apoyarla en su carrera a la Casa Blanca, llegando incluso a componer la canción de su último anuncio de campaña125. Los ataques a la marca de ropa interior femenina Victoria’s Secret por no incorporar modelos transgénero y de tallas grandes —como si el concepto «modelo» no implicara en sí mismo parámetros ideales reservados a una minoría—, la insinuación del director de la pelícuna animada Frozen de incluir en su secuela a la primera pareja lesbiana en la historia de Disney —hecha tras una campaña organizada en redes sociales126—, la polémica decisión de Netflix y BBC de hacer la serie Troya con Aquiles interpretado por un actor afroamericano —y otro como Zeus—, a pesar de que Homero lo describe rubio127, la sistemática crítica a Barbie por no representar en sus muñecas a la mujer real —hoy ya lo hace, lo que ha sido calificado en la revista Time como «una victoria feminista»128— y el escándalo de los premios Oscar en 2016 por no haber nominado a ningún actor de color son tan solo algunos de los ejemplos que confirman la politización de la cultura y del entretenimiento. En todos esos casos la presunción es que existe racismo, sexismo, machismo, o alguno de los conceptos polémicos difundidos por las políticas identitarias. En esta visión, si no hay actores afroamericanos nominados no es porque, tal vez, como sugirió arriesgadamente la actriz Charlotte Rampling, los demás eran mejores129; la explicación es que los blancos racistas que deciden la entrega simplemente no pueden superar sus prejuicios y no los nominan130. Del mismo modo, a quienes critican a Netflix y BBC por utilizar un actor de color representando a Aquiles no se les concede un punto en el sentido de reclamar apego a una de las piezas fundantes de la civilización occidental, aun cuando los mismos académicos que denuncian el racismo de los críticos finalmente concluyan que lo más probable es que Aquiles no haya sido negro131. Victoria’s Secret, en tanto, es acusada de contribuir a propagar la idea patriarcal de que la mujer debe ser sexy para el hombre, como si la belleza fuera una creación cultural opresiva del patriarcado132.

El enorme escándalo que generó la empresa estadounidense de artículos de afeitar Gillette (perteneciente al grupo Procter & Gamble) a principios de 2019 al cambiar el lema de su publicidad de «lo mejor que un hombre puede obtener» a «lo mejor que un hombre puede ser» en un video que comenzaba refiriéndose al concepto feminista radical de «masculinidad tóxica» vino a confirmar esta tendencia. El video, que aludió directamente al movimiento MeToo y alcanzó más de veintidós millones de reproducciones en YouTube, tuvo también reacciones negativas de muchos quienes vieron en él una pieza más en la campaña que han llevado adelante amplios sectores de izquierda en contra del concepto de masculinidad, al que conciben como una forma de opresión133. Tan dura fue la reacción de los clientes en contra de la publicidad, que la misma empresa sacaría otro anuncio ensalzando como héroe la figura de un soldado estadounidense blanco casado con una hermosa mujer blanca y con hijos de los que se muestra como un padre comprensivo, protector y proveedor134. Lo relevante del caso, sin embargo, es constatar que en los tiempos de corrección política que corren ni siquiera una cuestión tan aparentemente inocua como la venta de una rasuradora se encuentra libre de contenido polémico. En palabras de la intelectual y feminista liberal Christina Hoff Sommers, «hasta la crema de afeitar ha sido politizada»135. La razón, según explica un profesor de marketing que se refirió al caso, es que en la cultura «postmoderna del consumo ya no compramos productos por lo que son, sino por lo que significan»136, o en otras palabras, por la ideología que representan. Acertadamente se ha dicho que estamos entrando en un «capitalismo moralista» en el que «las empresas ya no solo promueven la agilidad y el cambio, sino también toda una agenda ideológica, toda una moral o moralina» de tinte progresista137.

El ataque a la modernidad

Hasta aquí hemos visto que la nueva ideología tribal y el victimismo que cultiva la emocracia es contraria a las culturas de la dignidad en virtud de las cuales lo relevante son los derechos y la responsabilidad del individuo y no su pertenencia a un determinado grupo que se concibe en oposición a otro. Además, en las culturas de la dignidad las personas muestran mayor resistencia a sentirse ofendidas. En ese contexto, las políticas identitarias han socavado la narrativa liberal sobre la que se fundó Estados Unidos, y que ha dominado en el resto de occidente, y en su lugar ha emergido una cultura divisiva y moralmente histérica que ha creado nuevas jerarquías arbitrarias sobre la base del color de piel, orientación sexual y el género. Ahora corresponde referirse al origen intelectual de esta ideología, el cual se remonta a pensadores europeos que han alcanzado un nivel de impacto sin igual de manos de la izquierda norteamericana. Un concepto que se suele utilizar para referirse al conjunto de teorías que abren las puertas al relativismo y subjetivismo radical es el de «posmodernismo», cuyos presupuestos básicos debemos analizar para entender por qué ocurre buena parte de lo que hemos descrito hasta ahora.

Aunque la filosofía del posmodernismo es extensa, variada y compleja, en términos generales se la entiende como una reacción en contra del ideal moderno o ilustrado según el cual existe una verdad que puede ser descubierta. Al poner el énfasis en la razón como el instrumento para desentrañar la verdad del mundo, los modernos, a su vez, se alejaron de los premodernos, quienes creían que el conocimiento de la naturaleza provenía de la fe, la tradición y el misticismo138. Como ha explicado el profesor de Harvard Steven Pinker en un libro dedicado a defender los ideales de la Ilustración hoy amenazados, el progreso de que disfrutamos en el mundo, con los niveles de pobreza más bajos de la historia humana, la expectativa de vida más alta y las comunicaciones más avanzadas, entre muchas otras ventajas, no existiría si no hubiera tenido lugar la revolución filosófica de la Ilustración que cimentó el camino para la exploración científica y el progreso moral139. Según Karl Popper, fue Francis Bacon, a través del desarrollo del método inductivo, quien daría el chispazo inicial de la Revolución Industrial inglesa, la que en primera instancia fue una revolución filosófica y religiosa140. La promesa de Bacon, afirmó Popper, «estimula la empresa y la confianza en sí mismo. Alienta a los hombres a depender de sí mismos en la búsqueda de conocimiento y de esta manera a independizarse de la revelación divina y de antiguas tradiciones»141. Ese fue, en general, el espíritu de la Ilustración: un movimiento de renovación intelectual, cultural, ideológica y política como resultado del progreso y difusión de las nuevas ideas. En palabras de Pinker, «si hay algo que los pensadores de la Ilustración tenían en común era la insistencia en que debemos aplicar enérgicamente el estándar de la razón para entender nuestro mundo» y no caer en engaños como «la fe, el dogma, la revelación, la autoridad, el carisma, el misticismo», entre otras formas primitivas de supuesto conocimiento142. En las famosas palabras del filósofo de la Ilustración Immanuel Kant: «¡Ten el coraje de servirte de tu propia razón! He ahí el lema de la Ilustración»143.

Ahora bien, no hay duda de que la excesiva confianza en la razón, como observó Friedrich Hayek, pavimentó el camino para que ingenieros sociales de diverso tipo dieran rienda suelta a sus anhelos utópicos intentando diseñar el orden social desde arriba. El socialismo con sus devastadoras consecuencias constituye el mejor ejemplo de ese espíritu híper racionalista en el que caían los intelectuales: «Los racionalistas tienden a ser inteligentes e intelectuales y los intelectuales inteligentes tienden a ser socialistas»144, escribiría Hayek. Una buena dosis de humildad respecto a lo que somos capaces de conocer y planificar es, como enseñó el mismo Hayek, fundamental para preservar la libertad y las fuerzas complejas y espontáneas que definen la evolución social. Pero esta conclusión, lejos de formar parte de un ataque en contra del valor de la razón como instrumento para conocer la verdad al estilo de lo que postula el posmodernismo, reivindica su correcto uso, siguiendo así la sabiduría de la Ilustración escocesa. Si pensadores como Adam Smith, David Hume y Adam Ferguson, entre otros, concluyeron que debíamos ser cuidadosos en nuestras pretensiones de conocimiento, fue porque, racionalmente, es decir, en virtud de sus observaciones y análisis científicos, establecieron que la razón se encuentra lejos de ser omnipotente. En otras palabras, para ellos, como para Hayek, era objetivamente verdadero que la razón humana tiene severos límites y que cada vez que se intentan traspasar se amenaza la libertad y se paraliza el progreso humano integral145.

El posmodernismo plantea algo que no solo es distinto, sino totalmente opuesto al escepticismo epistemológico que frustraría a Fausto arrojándolo a los brazos del demonio. Su supuesto es que la verdad no existe o que no se puede conocer, que la razón es inútil en su persecución y que todo es un asunto de cómo se utiliza el lenguaje, el que, a su vez, es socialmente construido. De este modo, lo que existe son diversas narrativas compitiendo por espacios de dominación, pues es imposible llegar a conocimientos ciertos sobre las cosas, lo cual significa que nada ni nadie puede reclamar superioridad en ningún sentido. En palabras de Jean-François Lyotard, «simplificando al máximo, se tiene por ‘posmoderna’ la incredulidad con respecto a los metarrelatos»146. La Ilustración, con su búsqueda de la verdad y progreso humano, sería una metanarrativa o «gran narrativa» que para Lyotard debe ser desbancada abriendo el camino a que emerjan miles de narrativas locales sin que pueda ser posible establecer que ninguna es superior a la otra. La belleza, la moral, el arte e incluso la ciencia siguen, para esta perspectiva, una lógica autoritaria, pues todas esas categorías son creaciones lingüísticas, meras narrativas al borde de la ficción que compiten por ser aceptadas147. En otras palabras, todo es política entendida como dominación y conflicto.

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