Kitabı oku: «El medallón misterioso», sayfa 4

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TRAS LAS HUELLASDE LOS DARKOS

Ni Miles ni Javier volvieron a cruzar una palabra entre sí y la última galopada por la orilla del torrente les llevó sin más interrupciones hasta el punto del bosque donde les habían atacado los darkos. Se habían acercado sigilosamente, adoptando precauciones por si alguien les esperaba, pero lo encontraron desierto.

Les fue fácil reconocer el lugar porque la tierra y la vegetación de la orilla estaban fuertemente pisoteadas y los cadáveres de las skrugs y duendes abatidos por el Ad-whar seguían tirados allí. Sus compañeros no se habían molestado siquiera en cubrirlos con piedras o tierra para ocultarlos a los carroñeros. El olor a muerto había empezado a extenderse por los alrededores y las moscas y buitres acudían en tropel para alimentarse de su carne.

Aparte de los cadáveres, allí no encontraron nada más. Nika y Finisterre habían desaparecido. Javier, que había esperado terminar la persecución en el mismo lugar de partida, se dejó caer sobre un asiento de piedra decepcionado. «Jamás las encontraremos», se dijo con pesimismo.

Al contrario que Javier, el guerrero no se sorprendió. Conocía el espíritu inquieto de los reptilianos y hubiera sido el colmo de la suerte que siguieran allí sentados, aguardando pacientemente a que sus compañeros de expedición regresaran. Habrían establecido otro punto de encuentro y habían partido con las prisioneras hacia ese lugar, se limitó a decir.

Los darkos eran cazadores avezados, pero, habían encontrado un rival a su altura en el errante.

Mientras el muchacho descansaba, Miles rastreó rápidamente el terreno.

Entre los restos olvidados de la lucha, halló la capa de Finisterre y el coletero con el que Nika se sujetaba el pelo, tirados por el barro y pisoteados. También su propia capa y su ballesta abandonadas y aprovechó para recuperarlas.

No le fue difícil localizar las huellas del grupo que había partido llevando consigo a las prisioneras. Las señales del suelo resultaban legibles incluso para el rastreador más inexperto, lo que demostraba la tranquilidad de los captores.

—Aquí está su pista. Los seguiremos —comentó en voz alta para que el muchacho lo oyese.

Las huellas indicaban que el grupo se había internado en las montañas, en dirección suroeste. Habían dejado tras de sí un rastro bastante elocuente. Aunque les llevaban una buena ventaja.

Después de examinar con atención las señales y explorar detenidamente los alrededores, Miles volvió a reunirse con Javier. Este se había entretenido llenando de agua su cantimplora en el riachuelo e intentaba hacer de nuevo acopio de fuerzas. No tenía buena cara. El accidentado descenso por el torrente, las carreras por el monte y el enfrentamiento con los darkos habían hecho mella en él. Su rostro reflejaba una mezcla de cansancio físico y desazón profundos, que su compañero ignoró deliberadamente. El chico necesitaba un descanso. Miles lo sabía, pero sabía también que no podían permitírselo o perderían su ventaja. Tenían que alcanzar a los darkos y sorprenderles antes de que estos echaran de menos a sus camaradas muertos.

—Han dejado un rastro claro y fresco, fácil de seguir —le informó con gravedad—. Tus amigas van a pie. He visto algunas marcas ahí… y allá… Huellas de caídas, pero no hay señales de sus manos.

—¿Eso es malo?

—Para ellas sí. Significa que las han maniatado y no pueden utilizar los brazos. Y después de la lluvia, todo el monte está embarrado y resbaladizo… ¡Puedes imaginártelo, supongo! Probablemente las encontraremos bastante magulladas, espero que con ningún hueso roto... ¡Y ruega para que no sufran nada peor! Tenemos que apresurarnos… Los darkos no suelen ser anfitriones agradables, ni siquiera para los de su sangre.

Las severas prisas con que el otro le azuzaba terminaron por desatar la irritación del muchacho, que necesitaba tiempo para mentalizarse. Comprendía las razones del guerrero y también deseaba liberar a Finisterre y a Nika de sus captores. Pero al mismo tiempo se sentía desbordado por los acontecimientos, nervioso y atemorizado por lo que pudiera ocurrir.

—¿Qué piensas hacer cuando los encuentres? ¿Los matarás por la espalda, a traición, como a los otros? —le preguntó, empujado por aquella irritación que sentía. En realidad, estaba enfadado consigo mismo por su propio miedo, aunque lo descargara en el errante. Pero necesitaba sacarse aquella opresión del pecho de algún modo—. Yo creía que los auténticos caballeros luchaban de cara y daban una oportunidad a sus enemigos para defenderse.

A Miles le dolió la pulla y, por una vez, el muchacho se lo notó en la cara. No obstante, el hombre se rehízo enseguida y respondió muy seriamente:

—Cuando un perro rabioso o una víbora te atacan, no esperas a que se acerquen y te muerdan la mano. Los matas sin contemplaciones. Esos darkos son peor que alimañas; se dedican a cazar a seres humanos y a menudo encuentran a alguien que les paga por hacerlo. No en vano los llaman cazadores de cabezas. Si yo les hubiera dado la menor oportunidad, probablemente uno de nosotros estaría muerto a estas horas. Por eso, a la primera ocasión que tenga, los detendré y no les daré cuartel en efecto. —Hizo una pausa, tras la cual añadió ceñudo—: Comprendo que eso no te guste. O que no te guste yo. Pero mientras sigas a mi lado, deberás respetar mis reglas y tendrás que aguantarte. De todos modos, ¡nunca he pretendido ser un caballero! Así pues, no te extrañe si actúo así.

La mirada oscura del guerrero cayó sobre Javier con la fuerza de un puño, cargada de reproches, y su respuesta le dejó más frío que una ducha helada. Pensó que le debía una disculpa o, siquiera, una reparación. Después de todo, intentaba ayudarles. Sin embargo, no tuvo la oportunidad porque el errante reanudó la persecución por la huella abierta en la montaña. Y Javier volvió a experimentar en su propia carne lo que significaba para Miles perseguir a alguien sin tregua.

De nuevo le condujo a un ritmo infernal, sin apiadarse de él, con la pericia del rastreador experimentado. Tuvieron que escalar taludes, cruzar por encima de un barranco haciendo equilibrios sobre un puente de troncos carcomidos, vadear arroyos de agua helada o correr como atletas a través del monte, hasta que al muchacho le faltó el aliento.

En un momento dado, el guerrero le advirtió:

—¡Apresta tu espada! Tenemos compañía… —Sin parar de correr, sacó su hacha con la mano izquierda y con la derecha desenvainó la espada por encima de su cabeza. Y añadió—: ¡Recuerda lo que te he enseñado!

Javier apenas tuvo tiempo de reaccionar. Cuatro malhechores les salieron al encuentro, saltando desde detrás de unas peñas. Debían estar emboscados allí y se abalanzaron sobre ellos blandiendo hachas y mazas.

El Ad-whar lanzó su hacha contra el más cercano con tal habilidad que la clavó en su pecho y lo derribó. Seguidamente cargó a la carrera contra los otros, sin vacilar, y ordenó a Javier con voz tonante que se colocara a su espalda y se defendiera. El chico no sabía muy bien cómo, pero, a pesar del miedo, intentó cumplir con su parte. Esgrimió su espada con más rabia que valor. La sangre se le había subido a la cabeza y el pulso se le había acelerado. Era su vida lo que estaba en juego, se repetía a sí mismo. ¿Qué había dicho Miles? «No pensar, no tendrás tiempo para pensar», solo debía actuar. Y se encontró intercambiando golpes con furia y revolviéndose, a la sombra de su compañero Ad-whar.

Por suerte, Miles estaba allí. Se movía en círculos, repartiendo estocadas a diestro y siniestro con la espada en una mano y el cuchillo de cazador en la otra. Todo sucedió muy deprisa. De un solo tajo de su espada, cortó la garganta del más corpulento y en el siguiente movimiento detuvo el asalto del segundo atacante sin contemplaciones, sus dos aceros chocaron y a este le lanzó una patada que le hizo perder el equilibrio. A continuación, se giró y arrojó el cuchillo contra el cuarto bandido que se había abalanzado sobre Javier y se lo clavó en el ojo antes de que derribara al chico. El bandido se desplomó, aullando de dolor.

Finalmente, Miles asestó una estocada mortal al tercero de los bandidos, que trastabilló. Una vez más, el Ad-whar no mostró compasión. Le atravesó el pecho. Luego se inclinó hacia él y preguntó:

—¿Quién te paga?

El caído negó con un barboteo ininteligible y una bocanada de sangre salió por su boca antes de desmayarse. El errante terminó la faena rematando a los que agonizaban en el suelo, evitándoles en realidad así un sufrimiento innecesario pues sus heridas eran mortales.

Tras comprobar que ellos dos seguían enteros, el guerrero envainó la espada y recuperó su hacha. Una borrachera de euforia y alivio se apoderó de Javier al ver que aún estaba vivo a pesar de todo. Miles no tardó mucho en bajarle los pies a la tierra, diciendo:

—Quizá encontremos más por el camino. ¡Larguémonos de aquí! —Y reemprendió la marcha con su infernal trote, sin mirar atrás.

Javier respiró hondo y volvió a correr tras sus pasos.

—¿Por qué…? —preguntó mientras lo seguía.

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué piensas… que habrá más…? —jadeó.

—Porque alguien nos ha señalado y ahora somos la presa a cazar.

A Javier le invadió el desánimo. El chute de adrenalina le ayudó a mantenerse en pie y correr durante otro par de kilómetros. Pero no pudo ir más lejos. Tenía las baterías muy gastadas.

A la mitad de un repecho empinado, se derrumbó. Le faltaba el aire y sus piernas se negaban a dar otro paso. Cayó con sus rodillas en la tierra y resbaló hasta un matorral que le retuvo y al que se aferró derrotado.

—¡Espera! —llamó entre jadeos. Miles, que llevaba como siempre la delantera, se detuvo pero no retrocedió. El chico explicó sin aliento—: ¡No puedo más...! Necesito... necesito parar...

—No hay tiempo. —El guerrero hablaba con determinación implacable.

—Pero es que yo… no puedo... De verdad que no... no puedo más... —repetía él con un hilo de voz.

Se desplomó de espaldas en el suelo dándose por vencido. Miles volvió a su lado.

—¡Sí que puedes! ¡Si quieres, puedes! —le recriminó, erguido ante él—. Si te lo propones, continuarás adelante. Y cuando estés tan agotado que se te nuble la vista, ¡seguirás caminando, si tu voluntad lo manda así! ¡Créeme!, yo lo sé muy bien.

—Dame unos minutos… —gimió el muchacho, sin fuerzas.

Pero esos minutos podían ser cruciales, la diferencia entre la vida o la muerte para Nika y Finisterre. El errante intentó convencerlo con ese argumento.

Aun así, el chico continuó tendido en el suelo con los ojos cerrados, incapaz de escuchar lo que le decían. Entonces, Miles tomó una decisión fría.

—Está bien. Seguiré adelante solo. Y tú, cuando tengas ánimos, ya me alcanzarás. Iré dejando señales por el camino para que sepas qué dirección he tomado.

Cogió dos palos cortos y unas piedras y los dispuso sobre el suelo. «Dos palos cruzados en aspa significaban camino cortado», dijo con seriedad. Las piedras en pequeños montones mostraban la ruta a seguir. Dos palos dispuestos en uve significaban girar en la dirección que señalaran. Tendría que estar muy atento, para no saltarse ningún hito ni desviarse de la ruta.

Javier le interrumpió, anonadado.

—¡No pensarás abandonarme aquí! —exclamó, saliendo un poco de su desmayo—. No conozco el camino. ¡Me perderé!

—No te perderás si sigues las señales. ¡Hasta un bebé encontraría el camino con solo ver estas marcas! Y tú pronto serás un hombre. —Aún añadió exasperado—: ¡Me pregunto cómo podéis sobrevivir en tu mundo!

No se doblegó a las súplicas del muchacho, ni a sus repetidas protestas.

—La vida de tus amigas puede depender de nuestra rapidez. Y yo no voy a rendirme tan fácilmente

—¡No son mis amigas! —gritó el niño con desesperación. Era una excusa infantil para acallar su conciencia.

—Tal vez no lo sean —respondió con calma el guerrero—. Pero has dicho que querías salvarlas. Si decides algo, cumple tu palabra o de lo contrario no hables.

El chico agachó la cabeza.

—Yo me marcho ahora —advirtió el otro con dureza, sin ablandarse—. Te iré dejando señales como he prometido. Lo que hagas después será cuestión tuya. Adiós.

Javier contempló con incredulidad cómo el errante le daba la espalda y echaba a andar de nuevo.

—¡Aguarda! —pidió con una exasperación cercana a las lágrimas mientras lo veía marcharse—. ¿Es que tú no te rindes nunca?

—¡Nunca! El que se rinde está muerto —fue su respuesta—. La vida no se detiene porque tú te pares, seguirá rodando. ¡Y, si te descuidas mucho, pasará por encima de ti y te aplastará!

La voz rotunda iba perdiendo volumen conforme el hombre se alejaba. Muy pronto doblaría un recodo más allá del cual su figura desaparecería tras las peñas y dejaría de verle.

Un coraje sordo se apoderó del chico. Cerró los puños y se puso de rodillas.

—¡Cabrón! ¿En serio me vas a dejar aquí?

Nunca había estado tan furioso con nadie.

El guerrero continuó alejándose como si no le escuchara.

Entonces Javier inspiró profundamente con rabia. Hizo acopio de toda la energía que pudo encontrar en su interior y la dirigió hacia sus piernas. A una orden de su cerebro, se levantó. Las piernas le temblaban, pero no permitió que se doblaran. Apretó los dientes y volcando toda su rabia en el pie derecho consiguió dar el primer paso. Después movió el otro pie. Agarró un palo de madera que encontró tirado y lo usó como bastón para apoyarse y seguir adelante.

Así empezó a caminar de nuevo con la ayuda de la improvisada muleta, sin perder al hombre de vista. Y a cada paso que daba iba rezongando una sarta de improperios contra el errante:

—¡Míralo! ¡Se larga, el muy cerdo! Y le da igual... ¡Cabrón! Y encima va cuesta arriba, buff... ¿¡Es que no hay carreteras en este pueblo!? ¡Seguro que sí! Seguro que lo hace a propósito, solo para fastidiarme. ¡Desgraciao! Que eres un desgraciao, el tipo más borde que conozco..., un... —Le arrojó a la espalda toda la retahíla de insultos que conocía y algunos más que se inventó sobre la marcha.

El rencor que sentía hacia el compañero que le abandonaba era lo que le impulsaba a seguir andando. No se daba cuenta de que el errante había refrenado el paso para dejarse alcanzar, dominando su impaciencia. Y que gracias a eso lograba mantener la distancia. Tampoco le habría consolado saberlo. Solo le consolaba despotricar a sus anchas, desahogar su furia, aunque fuese de una forma infantil y aunque de ese modo gastara aliento inútilmente.

Mecagüen la leche, ¿quién me mandaría a mí meterme en este follón? Buff, buff… ¿Sabes qué te digo? ¡Que en cuanto las encuentre, yo me largo! Y aquí os quedáis... ¿Te enteras, pedazo de mamón...?

Su voz se iba apagando porque le faltaba el resuello. Por fin dejó de rezongar y les envolvió el silencio de la montaña. Javier necesitaba todas sus reservas de energía para avanzar, un paso detrás del otro. Andaba completamente grogui con los pies a rastras. La rabia era lo único que le sostenía. Solo tenía un pensamiento, no perder de vista al errante.

Por suerte la cuesta terminó pronto y al traspasar una loma entraron en un pequeño valle verde de laderas herbosas donde se veía pacer unos animales lanudos. El camino bajaba a través de un damero de prados cercados con setos silvestres y muretes de piedra que daban al conjunto una imagen rural ordenada y bucólica. La misma pendiente le llevaba sin necesidad de hacer grandes esfuerzos y él se dejó llevar exhausto, ni siquiera veía ya dónde pisaba.

Le faltaba poco para perder el conocimiento cuando oyó la voz de Miles decir a su lado:

—¡Hemos llegado! Descansa.

Para Javier fue una delicia tirarse en la hierba y olvidarse de todo. Ni se enteró de que el guerrero partía a explorar los alrededores, después de recomendarle silencio. En aquel momento de desmayo todo le daba igual. Lo siguiente que notó fue un líquido amargo que le entraba por la boca y le bajaba por el cuello quemándole la garganta.

—¡Traga! Te hará bien.

—¿Qué... qué es eso...? —balbuceó.

—¡Licor de raíces! Resucita a un muerto.

Le obligó a tomar otro trago.

—Cof, cof… —Tosió el chico atragantándose. Más que resucitar, abrasaba. Si no se espabilaba pronto moriría ahogado con semejante brebaje—. ¿De dónde, aggh, lo has sacado?

—No preguntes.

El Ad-whar lo había encontrado dormido y había tenido que zarandearlo para hacerle volver en sí. Le había incorporado y había vertido en su boca aquel licor vigorizante. El efecto había sido inmediato.

—¿Dónde… dónde estamos...? —preguntó el chico sentándose y mirando a su alrededor. Al principio le costó enfocar los ojos, pero la amenaza de tener que tomar otro trago de aquel licor supuestamente medicinal terminó de espabilarle.

—Los hemos encontrado —le informó el errante—. Hay dos darkos, allá abajo, y dos skrugs. Se han detenido junto a una aldea. A esperar a sus compinches, supongo. Toma, come esto.

Le tendía un puñado de frutos secos y Javier los devoró con ansia, sin preguntar esta vez de dónde los había sacado. Después bebió agua de la cantimplora y se sintió un poco mejor. Lo suficiente como para poder pensar.

—¿Y las chicas? ¿Qué hay de Finis y Nika? —preguntó acordándose al fin de ellas.

—Están vivas. Prisioneras.

Javier maldijo mentalmente su parquedad de palabras.

—¿Se encuentran bien? —insistió.

—No he podido acercarme lo suficiente para comprobarlo.

—¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó el muchacho, dejando caer los brazos indeciso.

—¡Rescatarlas!


EL RESCATE

Los pigmeos de piel verdosa y sus feroces monturas habían acampado a las afueras de una aldea pequeña y húmeda que rezumaba melancolía y pobreza por los cuatro costados.

Más bien, era un conjunto disperso de chozas levantadas en desorden cerca de un río; parecían caparazones de tortuga cubiertos de musgo, unidos por una red de senderos de barro. Ni siquiera la luz pálida del sol que asomaba entre jirones de nubes lograba dar alegría al conjunto. Separado de la aldea y en un montículo se alzaba la única excepción, un torreón cuadrado construido con sillares de piedra y rematado con tablones gruesos de madera oscura en la parte más alta. Las ventanas estrechas eran más propias de una torre de defensa, y Miles dedujo que ahí viviría el jefe de algún clan local.

La aldea parecía desierta. Toda la población estaba reunida, en un corral junto al río donde los darkos les habían encerrado. Habría una treintena de personas metidas dentro del cercado de estacas, hombres, mujeres, ancianos y niños.

Los pigmeos con piel de lagarto se habían instalado en el prado vecino y mantenían aterrorizados a los habitantes del pueblo con sus gigantescas mantis.

Media docena de cadáveres humanos yacían sobre la hierba, desangrándose. Las skrugs estaban devorando a dos de ellos con voracidad salvaje. Sus mandíbulas triangulares producían un ruido horrible al sorber los líquidos corporales o triturar los huesos. De vez en cuando volvían sus cabezas de insecto hacia el corral y clavaban sus ojillos saltones, amenazadores, en las personas que seguían vivas. Algunas mujeres lloraban histéricas por los muertos mientras otras intentaban acallarlas, por miedo. Los demás permanecían mudos y pálidos, arremolinados contra la cerca, con los rostros sombríos e impotentes fijos en las skrugs y en sus feroces jinetes verdes.

La inesperada invasión había interrumpido una fiesta local. Eso podía deducirse por las mesas de madera que había tiradas en mitad del prado, con fuentes de comida desparramada violentamente por la hierba. Los darkos eran los únicos que disfrutaban del festín. Se comportaban igual que sus bestias con la comida. Devoraban a dentelladas todo lo que encontraban de su gusto, ante las miradas atemorizadas y rabiosas de los aldeanos.

Junto a los darkos se veía a un grupo de rehenes, chicas jóvenes, sentadas o arrodilladas en la hierba. Estaban maniatadas unas con otras con sogas en el cuello. Nika y Finisterre se encontraban entre ellas. Si alguna hacía algún movimiento raro, de inmediato caía sobre ella uno de los pigmeos para golpearla, enseñando los colmillos largos y curvos de pez abisal.

Desde el altozano que dominaba la aldea, Miles y Javier estudiaban con suma atención el escenario de lo que iba ser su próximo combate.

El errante había examinado el terreno antes y había elegido a propósito aquella atalaya. Había comprobado que la dirección del viento fuese la correcta para que las skrugs no les olfatearan. También había estudiado los caminos que conducían hasta el valle. Incluso se había deslizado hasta las primeras casas, únicamente para verificar que no había enemigos escondidos en el pueblo. En una de las chozas había encontrado el licor y los frutos secos que les habían servido de tentempié.

—¿Tú qué opinas? —preguntó el Ad-whar a su compañero. Su mente ya había pergeñado un plan. Sin embargo, antes de exponerlo, quería conocer los pensamientos del muchacho.

Este, que no esperaba ser consultado, abrió la boca con asombro.

—¿Yo? —Miró a un lado y a otro, confundido.

Los adultos rara vez pedían su opinión. O, si lo hacían, solía ser por cosas más bien banales de las que ya sabían de antemano la respuesta. Pero he aquí que aquel desconocido de talante arisco se interesaba por conocer su opinión ante un asunto de extrema gravedad. Estaba tan perplejo que repitió, incrédulo:

—¿¡YO!?

—¡Sí, tú! ¿Acaso hay alguien más aquí, aparte de nosotros? —contestó el otro, irritado.

—No, no. Es que yo… —Era difícil para Javier expresarlo, se sentía fuera de lugar. Ignoraba qué se esperaba de él en una situación semejante— no entiendo para qué necesitas mi ayuda.

—Me vendría bien. Seríamos dos. Aunque si no deseas participar en esta acción, bastará con que lo digas. No estás obligado. Si es eso lo que te hace vacilar, iré yo solo —dijo el guerrero con acritud, interpretando erróneamente sus dudas.

—¡No pienso rajarme! He llegado hasta aquí, ¿no? —le interrumpió el muchacho con aspereza, picado en su amor propio. La frase se le escapó sin pensar y al instante se arrepintió de haberla dicho. En realidad, no tenía ningunas ganas de enfrentarse otra vez con aquellos pigmeos ni con sus mantis. Ver cómo devoraban a los muertos le había puesto aún más nervioso. Quería huir.

Pero, por otro lado, la idea de salvar a sus amigas hacía que la sangre volviera a circular por sus venas con un calor y fuerza especiales. Era el efecto de la adrenalina y quizá también del licor que había tragado. Le aterraba la idea de enfrentarse con esas bestias, pero le asustaba aún más quedarse solo. ¿Y si ocurría algo malo mientras esperaba a que todo se solucionase? ¿Y si Miles ya no volvía a buscarle? Y lo peor, ¿cómo se sentiría si Nika y Finis morían porque él no había ayudado a salvarlas?

Prefería mil veces acompañar a aquel tipo y saber a qué atenerse, aunque fuera un estorbo más que una ayuda. Solo por eso repitió:

—No creas que vas a librarte de mí. ¡No voy a dejar a Finis y a Nika tiradas!

—¡Bien! Entonces, mira ahí abajo y dime qué opinas. No te preocupes por pintar el panorama demasiado negro, no me asustaré.

—Nunca antes he hecho esto. Yo no sé si…

—Tienes ojos en la cara, ¿no? Y hay un cerebro dentro de esa cabeza o al menos debería —cortó irónico el hombre—. Puesto que vas a tomar parte en esta acción, es justo que des tu parecer. Y cuatro ojos siempre ven más que dos.

A Javier le pareció que el guerrero quería examinarle de algo y también que se burlaba de él. Desde luego era un examen, pero no del tipo académico al que el chico estaba acostumbrado.

Vuelto hacia él, el hombre lo miraba fijamente.

Eso le insufló coraje y al mismo tiempo le hizo sentir una gran responsabilidad. Se propuso hacerlo bien. Todo lo mejor que pudiera, aunque no supiera qué quería exactamente el Ad-whar. Examinó con mucha atención el prado, el pueblo, el río, los grupos de prisioneros... Intentó imaginar lo que ocurriría si ellos dos irrumpían de pronto en medio de las skrugs y peleaban con los darkos.

—Ellos son cuatro y nosotros solo dos… Pero se les ve muy tranquilos, distraídos. Eso lo pone más fácil, ¿no? ¡Quiero decir, que podía haber sido peor! Vamos, que no piensan que podamos atacarlos. Eso nos da una ventaja, ¿no? Tendríamos que pillarlos por sorpresa...

Su entrenador de fútbol solía decir que los partidos se ganaban en los diez primeros minutos de cada tiempo, que el factor sorpresa era importante. Siempre les incitaba a salir al campo «arrasando» y lanzarse a muerte hacia la portería contraria. Psicológicamente, meter el primer gol era el primer paso hacia la victoria. Quizá esa misma filosofía pudiera valer también para luchar contra esos pigmeos.

Intentó pensar en el modo de llegar hasta los darkos sin que les descubrieran, ¿por el pueblo, por el río? Había muchos sitios donde podrían esconderse y llegar hasta ellos sin ser vistos. Sin embargo, estaban esas dos mantis. Sus ojos múltiples parecían verlo todo. ¿Qué pasaría si les descubrían? También le ponía nervioso que estuvieran tan cerca de Finis y de Nika ya que podrían usarlas como escudo.

—¿Por qué no han encerrado a las chicas en el cercado con los demás? —preguntó al errante, sorprendido por el detalle.

—Ellas son su botín. Por eso los darkos las guardan a buen recaudo. Los demás no importan. Si les causan problemas, darán una orden y las skrugs caerán sobre ellos como lobos en un corral de ovejas. Harán una escabechina sin deteriorar el material más valioso, ¿entiendes? Esa es su idea.

El chico tragó saliva.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque les he visto actuar antes y porque no son los únicos que pensarían así en esta situación.

—¿Tú piensas así? —Quiso saber el chico, desconfiando otra vez de él.

El errante levantó una de las comisuras de los labios con cinismo.

—No tenemos tiempo para discusiones. ¿Hay algo más que quieras decir? ¿Algo que yo deba saber sobre nuestro próximo campo de batalla?

Su tono le hizo apretar los dientes. Aquel tipo tenía la virtud de sacarle de quicio.

—¡Hay demasiada gente ahí abajo! ¿Qué haremos si los del pueblo se ponen de parte de los darkos y nos atacan? —dijo mirándole con odio.

—No se pondrán de parte de los darkos pero tampoco de la nuestra, así que habrá que andarse con ojo. ¡Bien! Como dices, tenemos que sorprenderlos. ¡Habrá que actuar deprisa, golpear duro y salir zumbando antes de que esos campesinos reaccionen!

Javier se apresuró a asentir. Por primera vez en su vida se sentía tratado como un adulto y le gustaba.

—¿Cuál es tu plan? —preguntó, muy serio.

—Atravesaremos por el pueblo, las casas nos servirán de escondite. Tú te acercarás hasta aquel establo, junto al corral de los prisioneros, y esperarás mi señal para salir. Yo me apostaré donde pueda tener más a tiro a esos diablos. A mi señal, sal corriendo y corta las cuerdas de tus amigas con el cuchillo. Hazlo deprisa, ¿me oyes? Luego salid volando hacia aquel puente y pasad al otro lado. Vigila tu espalda, que nadie os persiga. Corred hacia aquel bosque, yo os seguiré.

—De acuerdo.

Estaba dispuesto a darlo todo, como si fuese el partido de fútbol más importante de la liga.

El guerrero percibió su coraje si bien no dijo nada al respecto. Se limitó a darle las últimas instrucciones. Después sacó su cuchillo y su espada, el chico le imitó y bajaron deprisa por la cuesta siguiendo agachados una línea de setos y árboles que les ocultaba a la vista del pueblo.

En las primeras chozas, se separaron. Javier se fue por la derecha, bordeando la aldea en dirección al río, al abrigo de los cercados y cobertizos.

«Acércate sin hacer ruido. Mejor carreras cortas. Elige escondites seguros y asegúrate de que nadie te vigila antes de salir. Si crees que van a descubrirte, detente y aguarda; tenemos tiempo... No entraré en acción hasta que tú estés en tu puesto» había dicho Miles. El ataque debía ser rápido y contundente. Sin fallos. Javier no dejaba de repetírselo a sí mismo mientras se deslizaba de choza en choza y de valla en valla, con andar agazapado y silencioso, igual que los indios de las películas del Oeste americano.

Miles entretanto avanzaba en línea recta, corriendo entre las chozas, con la espada lista por si alguien pretendía cerrarle el paso. Cuando alcanzó la posición elegida, miró en todas direcciones para comprobar que estaba solo. Después trepó, con suma cautela, por el tejado de una de las chozas situada en la frontera con el campo. Una vez arriba, asomó sigiloso la cabeza por encima de la arista. Desde allí se podía ver perfectamente a los siniestros duendes con sus monturas, los tenía al alcance de su arco. No sospechaban lo que se les venía encima porque continuaban devorando su banquete. Miró despacio a su derecha y comprobó que también Javier estaba llegando sin percances hasta su meta, un cobertizo medio derruido en el extremo más alejado del pueblo, cerca del río, donde debía apostarse.

El chico acababa de esconderse detrás del cobertizo, cuando una de las mantis gigantes cambió inesperadamente de posición. Saltó sobre una de las mesas que quedaban en pie y empezó a husmear a un lado y otro sobre sus zancos, acechando el aire, con sus patas delanteras de boxeadora encogidas en actitud de alerta. Algo había llamado su atención. Tanto Miles en el tejado como el chico tras la cabaña se aplastaron y se quedaron quietos esperando a que pasara el peligro. Se oyó un ruido entre el grupo de prisioneros del cercado y automáticamente la skrug giró 180 grados la cabeza en esa dirección. De un salto regresó al suelo y se encaminó hacia el corral donde se apiñaban los aldeanos. Lo malo era que, en su trayecto, pasaba precisamente junto al cobertizo.

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