Kitabı oku: «La puerta secreta», sayfa 4
Una fuerza superior los absorbía igual que a hojas secas.
Entonces Javier, Violeta y Mónica notaron como si les pincharan con millones de alfileres o como si sus cuerpos se deshicieran en infinidad de átomos dispersos. Violeta aferró con fuerza el medallón que llevaba en la mano, al tiempo que lanzaba un alarido de dolor, antes de perder el sentido. En un último segundo de angustia, los tres sintieron que se desintegraban y desaparecían en la negrura.
BAJO LA BÓVEDAESTRELLADA |
Al despertar, a Javier le dolía todo el cuerpo y le retumbaba la cabeza como si le hubieran metido un tambor dentro del cráneo.
Abrió los ojos con esfuerzo y lo primero que vio fue un cielo estrellado de un azul oceánico profundo, donde cada uno de los puntos brillantes refulgía como diminutas bombillas led en una guirnalda de navidad, con extraordinaria belleza.
«Estoy soñando», pensó. No podía haber anochecido, tan pronto. ¿Y dónde estaba?
Se incorporó sobre los codos e intentó enfocar mejor la vista y hacer memoria. Lo último que recordaba era la niebla que le envolvía en el descampado de Ochate.
Entonces oyó una exclamación a su espalda y supo que no estaba solo.
—¡Mi tobillo! Ya no me duele…
El chico se levantó y, al volverse, descubrió a la Bocazas sentada y mirando alrededor con la misma cara de extrañeza e intriga que él.
—¡Estoy soñando! —repitió Javier, esta vez en voz alta y con desagrado—. Tiene que ser un sueño… ¡por fuerza!
—¡Una pesadilla, dirás! Tiene que ser una pesadilla si estás tú aquí. ¿Es que vas a seguirme a todas partes, niñato?
—¡Tú me persigues a mí, bocazas!
No podían creerlo, que volvieran a coincidir los dos en una… ¿pesadilla?... Sí, sin duda tenía que ser eso, una pesadilla por culpa del porrazo que se había dado en la cabeza, pensaba el chico. No podía ser otra cosa. Aunque tampoco recordaba haberse dado ningún golpe… Solo recordaba la niebla y una luz. Quizá se habían ido a dormir después. Ya no se acordaba.
—¿Dónde estamos? —preguntó la muchacha poniéndose también de pie.
Parecía como si acabara de bajarse del autobús para emprender una excursión por el monte, con la mochila a cuestas. Vestía la misma bermuda corta de color arena y camiseta ajustada de tirantes azul celeste y en la cabeza llevaba puesta su gorra de visera, con el pelo recogido y sujeto por un coletero llamativo de goma y tela del que se escapaban unos mechones rebeldes. Exactamente igual que cuando recorrían la pista de Ochate.
Lo primero que hizo la chica nada más levantarse fue mirar en su teléfono móvil.
—¡Qué rabia! No hay cobertura… No puedo mandar ni recibir mensajes...
El chico comprobó que su móvil también estaba muerto. Después se fijó en sí mismo, reparó en sus pantalones vaqueros recortados sobre la rodilla, en su camiseta y sus deportivas de aventura, y movió la cabeza con incredulidad en un intento desesperado por despejar las telarañas. Sentía una presión enorme dentro del cráneo y un gran dolor entre los ojos, como si su cerebro hirviera.
—Me he dado un golpe o estoy dormido. ¡Esto no puede estar pasando! ¡Es imposible! —farfulló.
—Parece un sueño, sí. ¡Pero un sueño demasiado real, creo yo! —dijo una tercera voz, aguda y clara, a espaldas de los dos.
Al girarse, sus ojos se encontraron con los de Violeta, la monitora, que venía de dar una pequeña vuelta de exploración. Se la veía muy despierta y también preocupada, con el mismo gesto de incredulidad, desconcierto y asombro que se reflejaba en los rostros adolescentes.
—¡Finis, estás aquí!
Nika dio un salto de alegría hacia la monitora y la abrazó con la sensación de aferrarse a un salvavidas en mitad de un naufragio. Javier sintió el mismo alivio, pero no se atrevió a demostrarlo tan aparatosamente y se limitó a saludar a la pelirroja con su torpeza acostumbrada. De pronto se dio cuenta de lo pequeña y delgada que era ella. Javier había empezado a dar el estirón y le pasaba unos centímetros de altura por la cabeza; no había reparado en que tenía que bajar los ojos para mirarla, hasta ahora. Sin embargo, de su aparente fragilidad física emanaba una gran fuerza interior, una energía que le transmitió serenidad y confianza.
—¿Os encontráis bien? —Quiso saber la monitora.
—Sí. Bueno, no, a mí me estalla la cabeza —respondió la chica—. Aunque se me ha curado el pie, ya no me duele el tobillo…
A Javier también le dolía la cabeza y se sentía un poco mareado.
—¿Ya has averiguado dónde estamos? —preguntó Nika.
—No. La verdad, no lo sé —contestó ella sin poder disimular el desaliento—. He intentado llamar por teléfono o enviar algún mensaje, localizar dónde estamos por GPS… pero no tenemos cobertura y tampoco hay internet. ¡Nada!
Sus teléfonos móviles estaban encendidos, pero sin conectividad, se habían convertido en aparatos tontos e inútiles.
—Parece que es de noche…
—Sí, pero de noche, ¿dónde?
Lo mismo se preguntaban los tres. Se quedaron en silencio, como islas en el espacio.
Se encontraban en un lugar vacío y vasto envuelto en penumbra, bajo una bóveda azul noche cuajada de nebulosas y estrellas titilantes. Cada uno de esos puntos de luz se reflejaba sobre la superficie lisa y espejada de un piso negro perfectamente pulido, tan brillante como un cristal nuevo y donde ellos podían ver también su propio reflejo.
Javier golpeó el suelo, dos veces, con la punta del calzado para probar su solidez. Luego lo tocó con la mano. Comprobó que era firme y regular como una plancha nueva de cristal de obsidiana. Y, lo más extraño, en toda la superficie pulimentada no había ni una sola mácula, ni un arañazo, ni una junta de unión, como si lo hubieran fabricado en una sola y gigantesca pieza plana y uniforme.
El chico dio unos pasos y miró hacia sus pies con aprensión. Daba la impresión de que bajo la superficie espejada de cristal negro se movían en ondas y círculos, lentamente, unas aguas oscuras en un abismo sin fondo.
Empezaron a caminar en un sentido y en otro intentando encontrar alguna salida, pero la plataforma se extendía sin límites aparentes y el horizonte nocturno seguía siendo el mismo, lejano y difuso.
—Es inútil, ya lo he intentado antes —dijo Finisterre.
Parecían estar fuera de la tierra, sobre una plataforma abierta colgada en el espacio exterior. En algún lugar desconocido del universo, al menos para la monitora, porque el mapa de estrellas y galaxias que había en ese cielo nocturno era muy distinto al que ella conocía. Quería creer que alguien estaba proyectando en esa bóveda una película para desorientarlos, pero tampoco estaba muy convencida de eso.
Todo era muy raro.
Al moverse, probaron otra vez a captar la señal de cobertura móvil levantando y bajando los brazos en diversas direcciones, pero fue inútil. Definitivamente, estaban desconectados del resto del mundo. Aun así, Javier y Nika siguieron un rato trasteando en los aparatos, cada uno con la cabeza inclinada sobre su pantalla y aislados de los demás, sin resignarse a lo evidente.
Comenzaban a desesperarse cuando de repente se presentó ante de ellos, como por arte de magia, una mujer elegantemente vestida con una larga túnica blanca drapeada de diosa griega. Parecía una azafata o una modelo de revista. Una melena ondulada y oscura le caía en cascada sobre la espalda y los tirantes de la túnica dejaban al aire un cuello y unos hombros de curvas sedosas, así como unos brazos morenos y perfectos. Resplandecía, toda ella, con un aura irreal.
—¡Bienvenidos, viajeros del Tiempo y del Espacio! Sed bienvenidos a la Puerta Estelar… —saludó con una voz musical, verdaderamente dulce y armoniosa.
La sorpresa ante tal aparición los dejó paralizados y no supieron qué responder.
—Os halláis en el Atrium del Nunrat, dentro de la esfera donde convergen los vórtices de los universos espejo. En el lugar único donde confluyen los puentes que parten hacia las «estrellas gemelas» —siguió diciendo la desconocida.
¿¡Atrium!?, ¿puerta estelar, estrellas gemelas? Pero ¿qué significaba todo eso?
—Es una broma, ¿verdad? ¿Estamos en uno de vuestros jueguecitos de campamento, Finis? —preguntó Nika, escamada. Pero la monitora negó con la cabeza.
Pasado el primer susto, las preguntas se agolpaban en sus cabezas y salían a borbotones sin ningún orden, atropellándose.
—¿Quién es usted? ¿Dónde estamos? ¿Por qué estamos aquí?...
Sin embargo, la azafata continuó soltando su discurso sin responder a sus preguntas. O bien las ignoraba deliberadamente o era un robot con forma humana que se limitaba a repetir un texto previamente grabado. Incluso llegaron a pensar si sería un holograma en tres dimensiones, por ese aire ingrávido en el que parecía flotar; probaron a tocar con la mano la tela de su vestido y descubrieron que su tacto era sólido, y también parecían sólidos y carnales sus brazos y su rostro. «Aunque eso —pensó Violeta intranquila—, con los avances de la robótica y las modernas tecnologías ya no era garantía de que tuviesen delante a un verdadero ser humano».
—¡Yo soy la «mayordama» de la Puerta Estelar y estoy a vuestro servicio! Os ayudaré a dar los primeros pasos en el Atrium. —Así se presentó ella—. Sabed que habéis sido elegidos para iniciar un viaje hacia el conocimiento y la sabiduría porque uno de vosotros está llamado a cumplir una importante misión.
—¿Elegidos por quién? —preguntó la monitora—. ¿Para cumplir qué misión?
—¡Por favor, seguidme! —contestó la aparición con tono de guía turística, amable y perentorio a la vez.
La mujer misteriosa se deslizó unos metros sobre el suelo. Después extendió la mano y ante ellos se materializó un gran anillo metálico de unos tres metros de altura por otros tantos de anchura. Se sostenía vertical a metro y medio del piso con el apoyo de dos juegos de piezas también metálicas en forma de cuña que hacían de base a cada lado. Una doble rampa bajaba desde el anillo hasta el suelo de obsidiana.
Observaron que, distribuidos por el borde de la rueda y cubriendo toda la circunferencia, había símbolos grabados en altorrelieve, que recordaban vagamente a los símbolos del zodiaco o a las runas celtas. Había treinta y dos símbolos diferentes, ocho por cada cuarto, dispuestos en casillas contiguas como marcas alrededor de la esfera de un reloj. En la parte exterior sobresalían ocho pestañas dispuestas a intervalos regulares, cuatro en forma de cruz y cuatro en equis; y dentro de cada una de esas pestañas poligonales había un triángulo de cristal azul.
Frente al anillo metálico se materializó también un atril flotante de diseño futurista en el que sobresalía una bola gelatinosa. Al presionar la azafata con la mano encima de la bola, el interior del anillo se iluminó. Su luz se expandió por el espacio de la bóveda igual que haría un foco desde el centro de un escenario. Y la enorme rueda metálica se transformó en una gran pantalla de cine circular dentro de la cual podía verse proyectada la tierra de un planeta extraño porque —eso era lo raro— en el azul cobalto de su cielo colgaban tres lunas, una de ellas enorme y blanca, tres o cuatro veces mayor de la que ellos conocían.
—¡Esta es la «Puerta de los Mundos»! —dijo la desconocida al tiempo que señalaba el aro.
Los tres se quedaron contemplándolo con la boca abierta, incapaces de reaccionar.
La misteriosa dama, entretanto, siguió dando sus explicaciones en un tono didáctico y afable pero impersonal.
—Cada uno de esos símbolos de la rueda representa un mundo que podéis visitar. Al seleccionar un símbolo, abriréis el portal que conduce hacia esos mundos. Cada puerta que crucéis os conducirá hacia un lugar diferente del primer universo estelar.
Podrían hacer girar la rueda y pararla para seleccionar un símbolo, a voluntad. De ellos dependía la elección de su destino. Y cuando se completara el viaje, volverían al principio, dijo.
Hablaba de «destinos», lugares y mundos como si estuviera presentando una ruta turística. También explicó que ellos podían pasar todo el tiempo que quisieran dentro de cada uno de esos mundos, recorrerlo a voluntad y partir de él en el momento en que lo desearan… aunque era preciso visitarlo durante un tiempo mínimo que no llegó a precisar.
Enseguida comprendieron que la bola del atril era el mando a distancia que servía para manejar la máquina. Nika y Javier se acercaron a pesar de todo a meter la nariz para estudiar su mecanismo, que parecía sencillo y bastante intuitivo. En el fondo, les dominaba la curiosidad.
Violeta, en cambio, contemplaba hipnotizada la rueda llena de símbolos, con un miedo y una sensación de irrealidad crecientes que no la dejaban respirar. No paraba de pensar en todas esas historias y reportajes chungos que había leído alguna vez en los noticieros, sobre ovnis y abducciones de personas por parte de seres extraterrestres, y se le ponían los pelos de punta al recordarlos. Habría querido huir, escapar de allí corriendo, pero para ir… ¿¡adónde!? Intentó inspirar hondo y centrarse; lo fundamental era centrarse y averiguar dónde estaban.
A una nueva presión de la azafata en el atril, la enorme rueda metálica había comenzado a girar en la dirección opuesta a las agujas del reloj. Muy despacio. Cuando el siguiente símbolo llegó a la posición vertical de las doce, las líneas de su icono se dibujaron con luz de láser. La rueda se detuvo con el triángulo superior señalando ese símbolo y todos los triángulos se iluminaron de azul fosforescente. El interior del aro se convirtió de nuevo en una gran ventana al otro lado de la cual se veía, a tamaño natural, un lugar distinto, un jardín de ensueño con paseos y parterres llenos de flores donde reposaban aves exóticas de plumas arcoíris y colas de pavo real. Había también bancos tallados en piedra rosa a la sombra de árboles exquisitos, cuyas ramas plumosas se mecían con la brisa; miradores con balaustradas blancas y pérgolas elegantes cubiertas de enredaderas en flor. Traspasando la ventana, llegaban sonidos reales de pájaros. Y al fondo se extendía un horizonte azul turquesa que parecía ser el mar, con la luz resplandeciente de un sol mañanero realzando la belleza del conjunto.
—Eso tiene que ser un vídeo, o una película en 3D… —opinó Nika.
Javier y Nika dieron dos vueltas alrededor de la rueda. Querían cerciorarse de que se mostraba la misma imagen en movimiento a los dos lados de la pantalla y que no había nada detrás.
—Ya sé… ¡Estamos en un «escape room»! Tiene que ser eso, seguro —afirmó Nika al fin con convencimiento—. Todo esto no es más que un juego...
Tanto los chicos como la monitora sabían perfectamente qué era una sala de escape. En los últimos años se habían puesto de moda esos juegos de escapismo, que consistían en encerrar a un grupo de jugadores en una habitación o laberinto donde debían resolver juntos una serie de retos y enigmas. Había que ir desentrañando una historia para poder alcanzar la puerta de salida. Los jugadores tenían que conseguir las claves en un plazo de tiempo fijado. Esas salas de escape, inofensivas y sin ningún peligro, habían ido incorporando equipos digitales e instalaciones cada vez más sofisticadas, incluso gafas de realidad virtual, para hacer que la aventura pareciese más verídica. Este escenario, desde luego, era lo más perfecto que habían visto nunca, con unos efectos muy bien logrados. Como un plató de cine, pero a lo bestia.
La impresión de que estaban en un salón de juego se acentuó cuando la azafata comenzó a enumerar las reglas que deberían cumplir dentro de lo que ella denominaba «Nunrat».
El Atrium, dijo, era una estación de paso. No podrían permanecer en él indefinidamente, solo el tiempo necesario para preparar un nuevo salto al espacio. Podrían transportar objetos de un mundo a otro, a través de la rueda, pero solo objetos materiales inertes, ningún ser vivo.
No podrían seleccionar el mismo icono y visitar un mismo lugar dos veces seguidas, porque eso distorsionaría la realidad de esos mundos, repitió. Tendrían que alternar, como mínimo, dos saltos diferentes.
Y una vez dentro de los mundos, ellos se moverían como otro habitante más.
La dama alzó la mano para señalar algo. Entonces descubrieron suspendido en el aire un gigantesco reloj de arena. Los granos debían ser de oro puro, a juzgar por su brillo metalizado, e iban cayendo de una copa transparente a otra opuesta, deslizándose por un delgado y retorcido alambique. En el momento en que terminara de caer el último grano, la puerta del anillo se abriría de forma automática, si es que los viajeros no la habían abierto antes, y ellos atravesarían inevitablemente la pantalla.
El tiempo en que terminaban de pasar todos los granos brillantes era de unas dos horas terrestres, según comprobarían más tarde. Así pues, solo podrían permanecer un máximo de dos horas bajo la bóveda.
—Mi consejo es que elijáis un mundo que queráis visitar y, antes de terminar el plazo, seleccionéis su icono —dijo la dama—. De lo contrario, podríais caer en un lugar indeseado. Para atravesar la puerta lo único que debéis hacer es acercaros al anillo, alargar la mano y tocar la superficie. Entonces la puerta interestelar se abrirá y podréis pasar al otro lado.
—¿Al otro lado? Es broma, ¿verdad? No podemos meternos en una película —objetó Nika.
Pero la azafata insistió en que el aro era una puerta y que estaban viendo una imagen real. Cuando atravesaran ese portal «interdimensional», entrarían en ese jardín y podrían moverse por él libremente como si fuera su casa.
—¡Pero cuidado! —advirtió—. Hay lugares peligrosos donde una vida no vale nada… Por ello, deberéis usar estas pulseras en vuestro viaje; son el pasaporte que os permitirá entrar y salir a voluntad de cada mundo y regresar a esta plataforma espacial, donde estaréis a salvo.
En su mano abierta, les mostró tres pulseras de color platino con una pequeña pantalla digital incrustada. Les recordaron a esas pulseras electrónicas «inteligentes» que medían la actividad deportiva. Se las pusieron de forma mecánica siguiendo sus instrucciones, pero al cerrarlas sobre su muñeca el mecanismo de apertura y cierre desapareció como si lo soldaran. La pulsera se había convertido en una argolla. Ahora ya nadie podría quitárselas, dijo la dama. «Tampoco nosotros podemos quitárnoslo» pensó la monitora con un desasosiego creciente. Pese a la sonrisa de la azafata, tenía la sensación de estar prisionera y esa impresión se acentuaba más por momentos.
Al cerrarse la pulsera, su diminuta pantalla digital se encendió y aparecieron tres grupos de rayas rojas en posiciones triangulares, que giraban sobre sí mismas. Al entrar en cada uno de los mundos, las pulseras se activarían y, pasado un plazo, cambiarían de rojo a verde, también marcarían el tiempo transcurrido en cada viaje. Cuando quisieran abandonar un lugar, bastaría con apretar un resorte y las pulseras les devolverían al lugar de origen donde estaba la puerta, es decir, donde se encontraban ahora.
—¿Cómo podemos saber qué hay en cada sitio? ¿Cómo elegir lo más conveniente?
En la pantalla del atril, con cada icono, se mostraría una breve reseña del lugar seleccionado, lo que les serviría de ayuda para hacer una buena elección, dijo la dama.
—¿Cuánto va a durar este juego? Queremos volver a casa el domingo, ¿sabes? —se quejó Nika medio en broma, pensando aún que estaba dentro de un sueño.
—Volveréis sanos y salvos pronto, si seguís las reglas. La principal regla es: usar las pulseras cuando haya un peligro inminente. Está bien que lo consideréis un juego, pues en cierto modo es así. Un juego de conocimientos y superación. En cada etapa de este viaje, recibiréis información que os ayudará para seguir avanzando y resolver el enigma. Cuando el «juego» acabe y los puentes del Nunrat se hayan plegado, volveréis al origen...
La azafata inició un movimiento de retirada diciendo que podrían llamarla a ella siempre que necesitasen ayuda. Bastaba con que dieran tres palmadas y aparecería para atender a los viajeros. Eso sonaba a despedida.
—¡Espera! No nos has dicho dónde estamos en realidad —objetó Violeta—. ¿En Vitoria, Logroño…? ¿Y cómo volveremos a casa?
La figura extendió sus manos abiertas hacia ellos y con ojos de misterio declaró:
—¡Las respuestas llegarán cuando dejéis de haceros preguntas! La sabiduría encuentra el camino a la mente cuando las mentes se abren al conocimiento.
—¡Yo tengo la mente muy abierta! —aseguró Nika, adelantándose a los demás.
Fue otro intento inútil. Estaba claro que ella no quería o no podía resolver sus dudas, solo era una mensajera.
—Deberéis olvidar todo lo conocido y abrir bien los ojos —les recomendó. Dicho esto, la vestal recogió los bajos de su larga túnica blanca e hizo una reverencia de despedida—. ¡Os deseo un feliz periplo y que la suerte os sea propicia, valientes viajeros!
Se alejó caminando hacia el horizonte y enseguida se desvaneció en el aire, igual que había llegado.
Ellos se quedaron clavados, sin saber qué decir. Nika fue la primera en reaccionar. Señaló la rueda y exclamó alucinada:
—¡Es como en Stargate!
—¿Qué es «estargueit»? —se extrañó Javier.
—Una película sobre una máquina extraterrestre que hacía de puerta a otros planetas lejanos. ¡Igual que esta! ¿Sabéis lo que creo? Que estamos en un parque temático y que todo esto no es más que un juego de realidad virtual. ¡Uno de esos nuevos «escape rooms» con efectos digitales!, donde uno se pone esas gafas y cree que está tomando el sol en una isla desierta… En Madrid se ha convertido en la última moda.
—Ninguno llevamos gafas —objetó la monitora.
Eso no pareció un obstáculo para la chica que se volvió hacia Violeta y le preguntó directamente:
—¿No será esto un juego de rol que habéis montado vosotros, los monitores del campamento? El viaje al reino prohibido de la Amilamia, ya sabes...
—Te aseguro que este tinglado no lo hemos montado nosotros —respondió ella, indignada de que lo creyese así—. ¿Cómo, dónde…?
Pero Nika seguía aferrada a su idea.
—¡Seguro que estamos en un parque temático! ¿Qué otra cosa podría ser, si no? Alguien nos ha traído hasta aquí dormidos para darnos una sorpresa. Quizá tú no sepas nada de este montaje, Finis. Pero yo de ese Mikel, el Bandoleón Saltamontañas, no me fío un pelo. ¡Me parece un liante! Muy capaz de meternos en un rollo así. Y tanto hablar el otro día de estrellas y de ovnis… ¡Estaba preparando la broma! Seguro que los demás nos están viendo a través de una cámara, escondidos, y se están riendo de nuestras caras…
La joven pelirroja movió negativamente la cabeza intentando dominar su miedo ante esa situación tan inexplicable como imposible.
—¡No es ninguna broma, Nika! Y desde luego no lo hemos montado nosotros —insistió—. Estoy de acuerdo en que esto parece una pesadilla, pero yo al menos tengo los ojos bien abiertos. Mira a tu alrededor. ¿Qué lugar es este? Ella ha dicho que estábamos «en el Atrium de la Esfera, donde convergen los Universos Espejo»… ¿Eso qué significa?
—Universos paralelos o universos espejo son lo mismo, creo… Puede que se refiriese a eso —sugirió Javi sin dejar de mirar la rueda.
—¿Universos paralelos? —repitió la monitora, con asombro.
—Sí. Hay una teoría científica sobre el origen del universo que dice que no hay un único universo, sino muchos universos paralelos... Mi profesora de matemáticas nos lo explicó un día, en clase. —Mientras hablaba, Javier intentaba hacer memoria de la clase magistral de una modesta profesora de secundaria enamorada de la ciencia, ante unos alumnos revoltosos. En su momento, la explicación apasionada de la profesora le había fascinado y se le había quedado muy grabada tal vez porque se salía del discurso de clase normal. Ahora tenía que estrujarse el cerebro para recordar las palabras exactas—. Nos dijo que era la última teoría científica que había publicado Stephen Hawking antes de morir. Creo que tenía relación con la teoría de la relatividad y la física cuántica...
—¿Tú sabes de física cuántica? —se extrañó Nika.
—Yo solo os cuento lo que nos dijo mi profesora, ¿vale? Y bueno, sí, me gustan las ciencias y las matemáticas, ¿qué pasa? —se defendió él, molesto. En clase intentaba no destacar para que no le llamaran empollón y ahora empezaba a arrepentirse de haber hablado tan irreflexivamente. Sin embargo, Violeta recriminó a la chica por la interferencia y luego animó a Javier a que continuara con su explicación.
—Bueno. Básicamente, la idea es que tras la explosión del Big Bang, la energía se expandiría ramificándose no en uno, sino en muchos universos gemelos que se desarrollan y tienen existencia simultánea, en el mismo espacio y tiempo. Mi profesora lo llamó el multiverso. Los agujeros negros podrían ser la frontera, algo así como un túnel de comunicación entre los universos paralelos. Según eso, nosotros no tendríamos una sola vida sino muchas; podemos vivir una vida diferente en cada uno de esos mundos; en uno podemos morir jóvenes de un accidente, pero en otro ser abuelos. En nuestro mundo, los dinosaurios se extinguieron por un meteorito, pero en otro universo podrían seguir existiendo… ¡Cosas así! Es como si el multiverso fuera un multicine con muchas salas conectadas donde se proyectaran películas simultáneas diferentes, pero nosotros solo pudiéramos estar en una sala y ver una película cada vez.
Tanto Violeta como Mónica le escuchaban con atención.
—¿Qué más dicen los científicos? ¿Es posible pasar de un universo a otro? ¿Cómo? —preguntó al fin la monitora.
—No lo sé. Creo que aún lo están estudiando, en realidad no hay ninguna prueba de que existan… Todo son teorías. —Javier hizo otro esfuerzo por refrescar su memoria, pero realmente aquella clase de matemáticas no había dado para más. En los inicios, había sido un homenaje al científico Stephen Hawking que acababa de fallecer y a sus teorías científicas. De ahí había derivado todo—. Solo recuerdo que mi profesora dijo que el multiverso sería como un fractal de proporciones infinitas. Dijo que, tras el Big Bang, el universo se habría expandido como una imagen fractal, con una estructura básica que se repetiría a diversas escalas y que seguía creciendo. Algo así como una coliflor donde cada uno de los arbolitos tiene la misma forma que los demás y todos juntos forman un árbol cada vez más grande, igual a cada una de las partes...
—¿¡Un fractal!? —La monitora se sobresaltó. Miró a los lados para cerciorarse de que estaban solos. Luego se acercó más a los chicos haciéndoles un gesto para que se acercaran también. Y cuando estuvieron suficientemente juntos, metió la mano en el bolsillo y sacó con cuidado un disco de metal que llevaba ahí guardado. Las tres cabezas se agacharon a mirar a la vez el curioso diseño en flor y estrella de lo que parecía ser un medallón antiguo—. ¿Algo así como esto?
—¿De dónde lo has sacado?
—Esa mujer, en Ochate, me lo ha dado hoy. Vosotros estabais delante...
La pelirroja les contó cómo había conocido a la artista en su taller de Bernedo y su encuentro después en Ochate, entre la niebla, donde le había entregado el medallón con aquellas frases misteriosas susurradas a toda prisa. Era el mismo disco que la artista tenía incrustado en aquel curioso reloj de pared de su estudio.
—¿Que lo protejas con tu vida? ¿Eso qué quiere decir? —Nika observaba alternativamente el objeto y a la monitora con ojos acuciantes—. ¿Y qué tiene que ver esto con nuestra situación?
—Quizá nada. Quizá todo —contestó ella guardándolo en su mochila.
Entretanto, el tiempo iba pasando. Tenían que moverse, tomar una decisión porque de lo contrario podía ser peor. Así que dejaron de discutir y, por fin, se acercaron al atril y a la gran rueda metálica para examinarlos.
—Si estamos en una sala de escape, cuanto antes empecemos antes acabaremos y volveremos a casa —declaró Nika, que seguía convencida de ser víctima de una broma.
Decidieron probar en la primera pantalla, solo como prueba, se dijeron. El jardín que había dentro de la circunferencia parecía un lugar agradable, muy civilizado. Y en el atril se podía leer el siguiente texto descriptivo, que realzaba el encanto y lo hacía más atractivo de visitar: «Los fabulosos jardines colgantes de Sammuramat son una de las grandes maravillas de los Doce Reinos. Los mandó construir el rey Apud para su amada esposa, la reina Merisia. Dispuestos en terrazas excavadas en acantilados blancos, rodean el templo de Shemed y están regados por las aguas del río sagrado de la fertilidad, en el Reino Prohibido de Nirari».
Subieron a la plataforma que servía de pasillo de acceso y, una vez arriba, se miraron.
—Si hay que hacerlo, hagámoslo juntos. Sobre todo, no os separéis por si acaso —dijo la monitora intentando que no se notara su nerviosismo.
Era una recomendación sensata y tanto Javier como Nika asintieron obedientes, muy nerviosos también. Después, los tres levantaron la mano y acercaron los dedos a la membrana acuosa y transparente que cubría el interior del anillo. A esa distancia tan corta, la membrana parecía tener vida, temblaba y se estremecía como la superficie del agua en un estanque. Al tocarla con los dedos notaron frío, también se formaron ondas concéntricas que se expandieron hasta el borde del anillo, igual que olas en un charco al tirar una piedra. Entonces la cortina se volvió aire, el aire se hinchó en forma de globo acuoso que los fue engullendo al crecer. Tras sus manos fueron los brazos y las piernas los que se vieron succionados dentro de la burbuja, y también el cuerpo y la cabeza. Arrastrados por una fuerza invisible, atravesaron el umbral como quien traspasa la puerta abierta de una terraza y, en pocos segundos, todos ellos se encontraron pisando el suelo arenoso de un jardín bien cuidado y exótico, en un precioso día soleado.