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ESCENA XI
Electra, Máximo, el Marqués, Mariano
Electra (aterrada). Se fue… ¿Volverá?
Marqués. ¡Qué hombre! (Principia a obscurecer.)
Máximo. Más que hombre es una montaña que quiere desplomarse sobre nosotros y aplastarnos.
Marqués. Pero no caerá… Es un monte imaginario inofensivo.
Electra (consternada, buscando refugio junto a Máximo). Ampárame, Máximo. Quítame este terror.
Máximo. Nada temas. Ven a mí. (Le coge las manos.)
Marqués. Ya obscurece. Debemos irnos ya.
Electra. Vamos… (Incrédula y medrosa.) Pero de veras, ¿voy contigo?
Máximo. Unidos en este acto, como lo estaremos toda la vida…
Electra. ¿Contigo siempre? (Aumenta la obscuridad.)
Mariano (en la puerta de la izquierda). ¡Señor, el blanco deslumbrante!
Marqués (a Mariano). La fusión está hecha. Apaga los hornos.
Máximo (con gran efusión, besándole las manos). Alma luminosa, corazón grande, contigo siempre… Voy a decir a nuestros tíos que te reclamo, que te hago mía, que serás mi compañera y la madrecita de mis hijos.
Electra (acongojada, como si la alegría la trastornase). No me engañes… ¿Viviré con tus niños, seré entre ellos la niña mayor… seré tu mujer?
Máximo (con fuerte voz). Sí, si. (Iluminada la sala del fondo, resplandece con viva claridad toda la escena.)
Marqués. Vámonos… Ya viene la noche.
Electra. Es el día… ¡Día eterno para mí! (Máximo la enlaza por la cintura y salen. El Marqués tras ellos.)
ACTO CUARTO
Jardín del palacio de García Yuste. A la derecha la entrada al palacio, con escalera de pocos peldaños. A la izquierda, haciendo juego79 con la entrada, un cuerpo de arquitectura grutesca, decorado con bajo-relieves: al pie de esta construcción un banco de piedra en ángulo, de traza elegante. Jarrones o plantas exóticas en tibores decoran esta terraza con piso de mosaico, entre el edificio y el suelo enarenado del jardín.
En segundo término y en el fondo, el jardín, con grandes árboles y macizos de flores. Del centro parten tres paseos en curvas. El de la izquierda conduce a la calle. Sillas de hierro. Es de día.
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ESCENA PRIMERA
Electra, Patros, con una cesta de flores que acaban de coger.
Electra (sacando del bolsillo una carta). Déjame aquí las flores y toma la carta.
Patros (deja las flores). Y van tres hoy.
Electra (escogiendo las flores pequeñas, forma con ellas tres ramitos). No caben en el tiempo las infinitas cosas que Máximo y yo tenemos que decirnos.
Patros. Bendito sea Dios, que de la noche a la mañana ha dado tanta felicidad a la señorita.
Electra. Anoche pidió mi mano. Hoy decidirán mis tíos la fecha de nuestra boda.
Patros. Y entre tanto, carta va, carta viene.
Electra. En estas horas de impaciencia febril, Máximo y yo no podemos privarnos de la comunicación escrita. En mi carta de las ocho y quince le decía cosas muy serias; en la de las nueve y veinticinco le decía que no se descuide en dar a Lolín la cucharadita de jarabe cada dos horas, y en ésta que ahora llevas le advierto que mi tía está en misa, que aún tardará en venir. Tienen que hablar… naturalmente…
Patros. Ya… Hasta las once no volverá de misa la señora…
Electra. Y a las once iré yo con el tío. (Atando los tres ramitos). Ea, ya están. Éste para él, y éstos para los nenes. A cada uno el suyo para que no se peleen… (Disponiéndose a componer el ramo grande.) Ahora el ramo para la Virgen de los Dolores…80 Vete y vuelve pronto para que me ayudes… Espérate por la contestación, que aunque sólo sea de dos palabras me colmará de alegría.
Patros. Voy volando. (Vase corriendo por el foro.)
Electra (eligiendo las flores más bonitas para formar el ramo). Hoy, Virgen mía, mi ofrenda será mayor: debiera ser tan grande que dejara sin una flor el jardín de mis tíos; quisiera poner hoy ante tu imagen todas las cosas bonitas que hay en la Naturaleza, las rosas, las estrellas, los corazones que saben amar… ¡Oh, Virgen santa, consuelo y esperanza nuestra, no me abandones, llévame al bien que te he pedido, al que me prometiste anoche, hablándome con la expresión de tus divinos ojos, cuando yo con mis lágrimas te decía mi ansiedad, mi gratitud…!
Patros (presurosa por el fondo). No traigo carta; pero sí un recadito que vale más.
Electra. ¿Qué?…¿Sale?
Patros. Ahora mismo, en cuanto se vayan unos señores que ya estaban despidiéndose… Que le espere usted aquí, y hablarán un ratito… Tiene que ir a una conferencia telefónica.
Electra (mirando al fondo). ¿Vendrá ya? (Siente pasos.) Me parece…
Patros. Ya viene.
Electra (dándole el ramo). Toma… Para la Virgen.
Patros. Ya, ya.
Electra (deteniéndola). Pero no se lo pongas a la Virgen del oratorio… Cuidado, Patros… A la del oratorio no, sino a la mía, a la que tengo en la cabecera de mi cama. Por Dios, no te equivoques.
Patros. ¡Ah, no…! ya sé… (Entra corriendo en la casa.)
ESCENA II
Electra, Máximo; después el Marqués.
Máximo (a distancia, abriendo un poco los brazos). ¡Niña!
Electra (lo mismo). ¡Maestro!
Máximo. Estamos avergonzados… No sabemos qué decirnos.
Electra. Avergonzadísimos. Empieza tú.
Máximo. Tú… Para que se te quite la vergüenza, dime una gran mentira: que no me quieres.
Electra. Dime tú primero una gran verdad.
Máximo. Que te adoro. (Se aproximan.)
Electra. ¡Falso, traidor! Toma esta rosa que he cogido para ti. Es pequeñita y modesta. Así quisiera ser siempre para ti tu chiquilla. (Se la pone en el ojal.)
Máximo (con admiración). ¡Corazón grande, inteligencia superior!
Electra. Aumenta corazón y rebaja inteligencia.
Máximo. No rebajo nada.
Electra. ¿Sabes? Quisiera yo ser muy bruta, muy cerril, para llegar a ti en la mayor ignorancia, y que pudieras tú enseñarme las primeras ideas. No quiero tener nada que no sea tuyo.
Máximo. Ideas hermosas y sentimientos nobles te sobran. Dios te ha dotado generosamente colmándote de preciosidades, y ahora te pone en mis manos para que este obrero cachazudo te perfile, te remate, te pulimente.
Electra. Te vas a lucir, maestro: yo te digo que te lucirás.
Máximo. Haré una mujer buena, juiciosa, amante… ¡Vaya si me luciré! (Mira su reloj.)
Electra. No te detengas por mí. Miremos ante todo a las obligaciones. ¿Tardarás mucho?
Máximo. No creo… Estaré aquí cuando Evarista vuelva de misa.
Electra. ¿Y nuestro Marqués ha venido, como nos prometió?
Máximo. En casa le dejo, escribiendo una carta para su notario. ¡Incomparable amigo!… ¡Ah! ¿no sabes? Anoche, cuando volvimos a casa, le referí tu novela paterna… la novela de dos capítulos.81 Está el hombre indignado… pero en ello vamos ganando, que así le tenemos a nuestra completa devoción, y con más alma y cariño nos defiende.
Electra (sorprendida). ¿Pero necesitamos defensa todavía?
Máximo. En lo esencial, claro es que no… ¿Pero quién te asegura que los rivales de nuestro amigo no nos molestarán con dificultades, con entorpecimientos de un orden secundario?
Electra (tranquilizándose). De eso nos reiríamos.
Máximo. Pero riéndonos… debemos prevenir…
Marqués (presuroso por el foro). ¿Aquí todavía?
Máximo. Marqués, en sus manos encomiendo mi alma.
Marqués (riñéndole cariñoso). ¡Que llegas tarde!
Máximo. Ya me voy. Hasta muy luego.82
Electra (viéndole salir). Corre… Ven pronto.
ESCENA III
Electra, el Marqués.
Marqués. Bien por el galán científico… ¡Y qué admirable hallazgo para ti! Tu amor juvenil necesita un amor viudo, tu imaginación lozana una razón fría. Al lado de este hombre, será mi niña una gran mujer.
Electra. Seré lo que él quiera hacer de mí. (Con gran curiosidad.) Dígame, Marqués, ¿trató usted a la pobrecita mujer de Máximo? No extrañará usted mi curiosidad… Es muy natural que desee conocer la vida anterior del hombre que amo.
Marqués. No la traté… la vi en compañía de Máximo una, dos veces. Era vascongada,83 desapacible, vulgar, poco inteligente; buena esposa, eso sí.84 Pero no debió de ser aquel matrimonio un modelo de felicidades.
Electra. A los padres de Máximo sí les conoció usted.
Marqués. A la madre no la vi nunca: era francesa, señora de gran mérito. Mi mujer fue su amiga. A Lázaro Yuste sí le traté, aunque no con intimidad, en España y en Francia, allá por el 68…85 Hombre muy inteligente y afortunado en el negocio de minas, y con no poca suerte también, según decían, en las campañas amorosas. Era hombre de historia.
Electra. En eso no se parece a su hijo, que es la misma corrección.
Marqués. Bien puedes decir que te ha tocado el lote de marido más valioso y completo: cerebro de gigante, corazón de niño. Por tenerlo todo, hasta es poseedor de una buena fortuna: lo que le dejó su padre, y la reciente herencia de sus tíos franceses. ¿Qué más quieres? Pide por esa boca, y verás como Dios te dice: «Niña, no hay más.»
Electra (suspirando fuerte). ¡Ay!… Y ahora dígame, señor Marqués de mi alma: ¿puedo estar tranquila?
Marqués. Absolutamente.
Electra. ¿Y nada debo temer de las dos personas que…? Ya sabe usted que se creen con autoridad…
Marqués. Algo podrán molestarnos quizás… Pero ya les bajaremos los humos.86
Electra. ¿El señor de Cuesta…?
Marqués. Es el de menos cuidado. Hoy he hablado con él, y espero que acabe por apoyarnos resueltamente.
Electra. ¿El señor de Pantoja…?
Marqués. Ése rezongará, nos dará cuantas jaquecas pueda, si se las consentimos; tocará la trompa bíblica para meternos miedo; pero no le hagas caso.87
Electra. ¿De veras?
Marqués. No puede nada, nada absolutamente.
Electra. Y si me le encuentro por ahí, ¿no tengo por qué asustarme?
Marqués. Como te asustaría un moscardón con su zumbido mareante, que va y viene, gira y torna…
Electra. Oh, qué alivio para mi pobre espíritu! (Con entusiasmo cariñoso.) Señor Marqués de Ronda, Dios le bendiga.
Marqués (muy afectuoso). ¡Pobre niña mía! Dios será contigo.
ESCENA IV
Los mismos; Don Urbano, que viene de la casa, con sombrero.
Don Urbano. Marqués, Dios le guarde.
Marqués. ¿Puedo hablar con usted, querido Urbano?
Don Urbano. ¿Será lo mismo después de misa? (A Electra.) Pero, chiquilla, ¿estás con esa calma? Ya tocan.
Electra. No tengo más que ponerme el sombrero. Medio minuto, tío. (Entra corriendo en la casa.)
Marqués. Fijaremos la fecha de la boda, y se extenderá en regla el acta de consentimiento.
Don Urbano. Mejor será que trate usted ese asunto con Evarista.
Marqués. Pero, amigo mío, ha llegado la ocasión de que usted haga frente88 a ciertas ingerencias que anulan la autoridad del jefe de la familia.
Don Urbano. Querido Marqués, pídame usted que altere, que trastorne todo el sistema planetario, que quite los astros de aquí para ponerlos allá; pero no me pida cosa contraria a los pareceres de mi mujer.
Marqués. Hombre, no tanta, no tanta sumisión… Yo insisto en que debo tratar este asunto particularmente con usted, no con Evarista.
Don Urbano. Véngase usted con nosotros a misa y hablaremos.
Marqués. Sí que iré.
ESCENA V
Los mismos; Electra, Evarista, Pantoja.
Electra (con sombrero, guantes, libro de misa). Ya estoy.
Don Urbano. Vamos. El Marqués nos acompaña.
Evarista (por el fondo izquierda, seguida de Pantoja). Vayan pronto.
Pantoja. Pronto, si quieren alcanzarla.
Evarista. ¿Volverá usted, Marqués?
Marqués. ¡Oh! seguro, infalible.
Evarista. Hasta luego. (Vanse Electra, el Marqués y Don Urbano por el fondo izquierda.)
ESCENA VI
Evarista, Pantoja, que en actitud de gran cansancio y desaliento se arroja en el banco de la izquierda, primer término.
Evarista. ¿Pasamos a casa?
Pantoja. No: déjeme usted que respire a mis anchas. En la iglesia me ahogaba… El calor, el gentío…
Evarista. Haré que le traigan a usted un refresco… Balbina!
Pantoja. Gracias.
Evarista. Una taza de tila…
Pantoja. Tampoco. (Sale Balbina. La señora le da la mantilla, que acaba de quitarse, y el libro de misa, y le manda que se retire.)
Evarista. No hay motivo, amigo mío, para tan grande aflicción.
Pantoja. No es mi orgullo, como dicen, lo que se siente herido: es algo más delicado y profundo. Se me niega el consuelo, la gloria de dirigir a esa criatura y de llevarla por el camino del bien. Y me aflige más, que usted, tan afecta a mis ideas; usted, en quien yo veía una fiel amiga y una ferviente aliada, me abandone en la hora crítica.
Evarista. Perdone usted, señor Don Salvador. Yo no abandono a usted. De acuerdo estábamos ya para custodiar, no digo encerrar, a esa loquilla en San José89 de la Penitencia, mirando a su disciplina y purificación… Pero ha surgido inopinadamente la increíble ventolera de Máximo, y yo no puedo, no puedo en modo alguno negar mi consentimiento… Ello será una locura: allá se les haya…90 ¿Pero de Máximo, como hombre de conducta, qué tiene usted que decir?
Pantoja. Nada. (Corrigiéndose.) ¡Oh, sí! algo podría decir… Mas por el momento sólo digo que Electra no está preparada para el matrimonio, ni en disposición de elegir con acierto… No rechazo yo en absoluto su casamiento, siempre que sea con un hombre cuyas ideas no puedan serle dañosas… Pero eso vendrá después. Lo primero es que esa tierna criatura ingrese en el santo asilo, donde la probaremos, pulsaremos con exquisito tacto su carácter, sus gustos, sus afectos, y en vista de lo que observemos se determinará… (Con altanería.) ¿Qué tiene usted que decir?
Evarista (acobardada). Que para ese plan… hermosísimo, lo reconozco… no puedo ofrecer a usted mi cooperación.
Pantoja (con arrogancia, paseándose). De modo que según usted, mi señora Doña Evarista, si la niña quiere perderse, que se pierda; si ella se empeña en condenarse, condénese en buen hora.
Evarista (con mayor timidez, sugestionada). ¡Su perdición!… ¿Y cómo evitarla?… ¿Acaso está en mi mano?
Pantoja (con energía). Está.
Evarista. ¡Oh! no… Me falta valor para intervenir… ¿Y con qué derecho?… Imposible, Don Salvador, imposible…
Pantoja (afirmándose más en su autoridad). Sepa usted, amiga mía, que el acto de apartar a Electra de un mundo en que la cercan y amenazan innumerables bestias malignas, no es despotismo: es amor en la expresión más pura del cariño paternal, que comúnmente lastima para curar. ¿Duda usted de que el fin grande de mi vida, hoy, es el bien de la pobre niña?
Evarista (acobardándose más). No lo dudo… No puedo dudarlo.
Pantoja (con efusión y elocuencia). Amo a Electra con amor tan intenso, que no aciertan a declararlo todas las sutilezas de la palabra humana. Desde que la vieron mis ojos, la voz de la sangre clamó dentro de mí, diciéndome que esa criatura me pertenece… Quiero y debo tenerla bajo mi dominio santamente, paternalmente… Que ella me ame como aman los ángeles… Que sea imagen mía en la conducta, espejo mío en las ideas. Que se reconozca obligada a padecer por los que le dieron la vida, y purificándose ella, nos ayude, a los que fuimos malos, a obtener el perdón… Por Dios, ¿no comprende usted esto?
Evarista (agobiada). Sí, sí. ¡Cuánto admiro su inteligencia poderosa!
Pantoja. Menos admiración y más eficacia en favor mío.
Evarista. No puedo… (Se sienta, llorosa y abatida.)
Pantoja. Naturalmente, a usted no puede inspirar Electra el inmenso interés que a mí me inspira. (Empleando suaves resortes de persuasión.=) Si por el pronto91 causara enojos a la niña su apartamiento de las alegrías mundanas, no tardará en hacerse a la paz, a la quietud venturosa… Yo la dotaré ampliamente. Cuanto poseo será para ella, para esplendor de su santa casa… Electra será nombrada Superiora, y bajo mi autoridad gobernará la Congregación…92 (Con profunda emoción.) ¡Qué feliz será, Dios mío, y yo qué feliz! (Quédase como en éxtasis.)
Evarista. Comprendo, sí, que al no acceder yo a lo que usted pretende de mí, privo a esa criatura de llegar al estado más perfecto en la condición humana… Bien conoce usted mis sentimientos. ¡Con cuánto gusto trocaría la opulencia en que vivo por la gloria de dirigir obscuramente una casa religiosa de mucho trabajo y humildad!… Siempre admiré a usted por su protección a La Penitencia;93 le admiré más al saber que redoblaba usted sus auxilios cuando mi pobre Eleuteria, traspasada de dolor cual nueva Magdalena,94 buscaba en ese instituto la paz y el perdón. En el acto de usted vi la espiritualidad más pura.
Pantoja. Sí: cuando su desgraciada prima de usted entró en aquella casa, mi protección no sólo fue más positiva, sino más espiritual. Nunca vi a Eleuteria después de convertida, pues de nadie, ni aun de mí mismo, se dejaba ver. Pero yo iba diariamente a la iglesia, y platicaba en espíritu con la penitente, considerándola regenerada, como lo estaba yo. Murió la infeliz, a los cuarenta y cinco años de su edad. Gestioné el permiso de sepultura en el interior del edificio, y desde entonces protegí más la Congregación,95 la hice enteramente mía, porque en ella reposaban los restos de la que amé.
Evarista. Y ahora, el que bien podremos llamar fundador, todos los días, sin faltar uno, visita la santa casa y el cementerio humilde y poético donde reposan las Hermanas difuntas…
Pantoja (vivamente). ¿Lo sabe?
Evarista. Lo sé… Y ronda el patio florido, a la sombra de cipreses y adelfas…
Pantoja. Es verdad. ¿Y cómo sabe…?
Evarista. Ronda y divaga el fundador, rezando por sí y por la pobre pecadora, implorando el descanso de ella, el descanso suyo.
Pantoja. ¡Oh! sí… Allí reposarán también mis pobres huesos. (Con gran vehemencia.) Quiero, además, que así como mi espíritu no se aparta de aquella casa, en ella resida también, por el tiempo que fuera menester, el espíritu de Electra… No la forzaré a la vida claustral; pero si probándola, tomase gusto a tan hermosa vida y en ella quisiese permanecer, creería yo que Dios me había concedido los favores más inefables. ¡Oh, qué fin tan hermoso, qué grandeza y qué alegría!
Evarista (con emoción muy viva). ¡Grandeza, sí, idealidad incomparable!
Pantoja. ¿Duda usted todavía de que mis fines son elevados, de que no me mueve ninguna pasión insana?
Evarista. ¿Cómo he de dudar eso?
Pantoja. Pues si mi plan le parece hermoso, ¿por qué no me auxilia?
Evarista. Porque no tengo poder para ello.
Pantoja. ¿Ni aun asegurándole que la reclusión de la niña tendrá carácter de prueba…?
Evarista. Ni aun así. No, Don Salvador, no cuente conmigo… (Luchando con su conciencia.) Reconozco la elevación, la hermosura de sus ideas… Con ellas simpatizo… Ecos y caricias de esas ideas siento yo en mi alma; pero algo debo también a la vida social, y en la vida social y de familia es imposible lo que usted desea.
Pantoja (disimulando su enojo). Está bien. Paciencia. (Caviloso y sombrío, se pasea.)
Evarista (después de una pausa). ¿Qué piensa usted?… ¿Renuncia…?
Pantoja (con naturalidad y firmeza). No, señora…
Evarista. ¿Yo cómo…?
Pantoja. No lo sé… No me faltará una idea… Yo veré… (Resolviéndose.) Evarista: me hará usted el favor de escribir una carta a la Superiora de La Penitencia.96
Evarista. Diciéndole…
Pantoja. Que venga inmediatamente con dos Hermanas…
Evarista. ¿Por qué no le escribe usted?
Pantoja. Porque tengo que acudir a otra parte.
Evarista. ¿Y ello ha de ser pronto?
Pantoja. Al instante…
Evarista. Bien. (Dirígese a la casa.)
Pantoja. Mande usted la carta sin pérdida de tiempo.
Evarista (mirando hacia el jardín). Paréceme que ya vienen…
Pantoja. Pronto, amiga mía.
Evarista. Ya voy… Dios nos inspire a todos. (Entra en la casa.)
Pantoja. Seré con usted. (Aparte.) No quiero que me vean. (Se oculta tras el macizo de la derecha, junto a la escalinata.)
ESCENA VII
Pantoja, oculto; Electra, Don Urbano, el Marqués, que vuelven de misa; Patros, que sale de la casa.
Electra (adelantándose, coge a Patros al pie de la escalinata). ¿Ha venido?
Patros. No, señorita. (Óyese canto lejano de niños jugando al corro en el jardín.)
Electra. Me muero de impaciencia. (Se quita el sombrero y los guantes, y con el libro de misa los da a Patros.) Esperaré jugando al corro con los chiquillos… Antes cogeré flores. (Coge florecitas en el macizo de la izquierda.)
Don Urbano (a Patros). ¿La señora…?
Patros. Dentro, señor.
Marqués. Vamos allá.
Don Urbano. Después de usted, Marqués. (Entran en la casa. Tras ellos, Patros.)
Electra (admirando las flores que ha cogido). ¡Qué lindas, qué graciosas estas clemátides! (Sale Pantoja: se asusta al verle.) ¡Ay!
ESCENA VIII
Electra, Pantoja.
Pantoja. Hija mía, ¿te asustas de mí?
Electra. ¡Ay, sí!…no puedo evitarlo… Y no debiera, no… Don Salvador, dispénseme… Me voy al corro.
Pantoja. Aguarda un instante. ¿Vas a que los pequeñuelos te comuniquen su alegría?
Electra. No, señor: voy a comunicársela yo a ellos, que la tengo de sobra. (Se aleja el canto del corro de niños.)
Pantoja. Ya sé la causa de tu grande alegría, ya sé…
Electra. Pues si lo sabe, no hay nada que decir… Hasta luego, Don Salvador.
Pantoja (deteniéndola). ¡Ingrata! Concédeme un ratito.
Electra. ¿Nada más que un ratito?
Pantoja. Nada más.
Electra. Bueno. (Se sienta en el banco de piedra. Pone a un lado las flores, y las va cogiendo para adornarse con ellas, clavándoselas en el pelo.)
Pantoja. No sé a qué guardas reservas conmigo, sabiendo lo que me interesa tu existencia, tu felicidad…
Electra (sin mirarle, atenta a ponerse las florecillas). Pues si le interesa mi felicidad, alégrese conmigo: soy muy dichosa.
Pantoja. Dichosa hoy. ¿Y mañana?
Electra. Mañana más… Y siempre más, siempre lo mismo.
Pantoja. La alegría verdadera y constante, el gozo indestructible, no existen más que en el amor eterno, superior a las inquietudes y miserias humanas.
Electra (adornado ya el cabello, se pone flores en el cuerpo y talle). ¿Salimos otra vez con la tecla97 de que yo he de ser ángel…? Soy muy terrestre, Don Salvador. Dios me hizo mujer, pues no me puso en el cielo, sino en la tierra.
Pantoja. Ángeles hay también en el mundo; ángeles son los que en medio de los desórdenes de la materia saben vivir la vida del espíritu.
Electra (mostrando su cuello y talle adornados de florecillas. Óyese más claro y próximo el corro de niños). ¿Qué tal? ¿Parezco un ángel?
Pantoja. Lo pareces siempre. Yo quiero que lo seas.
Electra. Así me adorno para divertir a los chiquillos. ¡Si viera usted cómo se ríen! (Con una triste idea súbita.) ¿Sabe usted lo que parezco ahora? Pues un niño muerto. Así adornan a los niños cuando los llevan a enterrar.
Pantoja. Para simbolizar la ideal belleza del Cielo a donde van.
Electra (quitándose flores). No, no quiero parecer niño muerto. Creería yo que me llevaba usted a la sepultura.
Pantoja. Yo no te entierro, no. Quisiera rodearte de luz. (Se va apagando y cesa el canto de los niños.)
Electra. También ponen luces a los niños muertos.
Pantoja. Yo no quiero tu muerte, sino tu vida; no una vida inquieta y vulgar, sino dulce, libre, elevada, amorosa, con eterno y puro amor.
Electra (confusa). ¿Y por qué desea usted para mí todo eso?
Pantoja. Porque te quiero con un amor de calidad más excelsa que todos los amores humanos. Te haré comprender mejor la grandeza de este cariño diciéndote que por evitarte un padecer leve, tomaría yo para mí los más espantosos que pudieran imaginarse.
Electra (atontada, sin entender bien). Abnegación es eso.
Pantoja. Considera cuánto padeceré ahora viendo que no puedo evitarte una penita, un sinsabor…
Electra. ¡A mí!
Pantoja. A ti.
Electra. ¡Una penita…!
Pantoja. Una pena… que me aflige más por ser yo quien he de causártela.
Electra (rebelándose, se levanta). ¡Penas!… No, no las quiero. ¡Guárdeselas usted!… No me traiga más que alegrías.
Pantoja (condolido). Bien quisiera; pero no puede ser.
Electra. ¡Oh! ya estoy aterrada. (Con súbita idea que la tranquiliza.) ¡Ah!…ya entiendo… ¡Pobre Don Salvador! Es que quiere decirme algo malo de Máximo, algo que usted juzga malo en su criterio, y que, según el mío, no lo es… No se canse… yo no he de creerlo… (Precipitándose en la emisión de la palabra, sin dar tiempo a que hable Pantoja.) Es Máximo el hombre mejor del mundo, el primero, y a todo el que me diga una palabra contraria a esta verdad, le detesto, le…
Pantoja. Por Dios, déjame hablar… no seas tan viva… Hija mía, yo no hablo mal de nadie, ni aun de los que me aborrecen. Máximo es bueno, trabajador, inteligentísimo… ¿Qué más quieres?
Electra (gozosa). Así, así.
Pantoja. Digo más: te digo que puedes amarle, que es tu deber amarle…
Electra (con gran satisfacción). ¡Ah!…
Pantoja. Y amarle entrañablemente… (Pausa.) Él no es culpable, no.
Electra. ¡Culpable! (Alarmada otra vez.) Vamos, ¿a que98 acabará usted por decir de él alguna picardía?
Pantoja. De él no.
Electra. ¿Pues de quién? (Recordando.) ¡Ah!… Ya sé que el padre de Máximo y usted fueron terribles enemigos… También me han dicho que aquel buen señor, honradísimo en los negocios, fue un poquito calavera… ya usted me entiende… Pero eso a mí nada me afecta.
Pantoja. Inocentísima criatura, no sabes lo que dices.
Electra. Digo que… aquel excelente hombre…
Pantoja. Lázaro Yuste, sí… Al nombrarle, tengo que asociar su triste memoria a la de una persona que no existe… muy querida para ti…
Electra (comprendiendo y no queriendo comprender). ¡Para mí!
Pantoja. Persona que no existe, muy querida para ti. (Pausa. Se miran.)
Electra (con terror, en voz apenas perceptible). Mi madre! (Pantoja hace signos afirmativos con la cabeza.) ¡Mi madre! (Atónita, deseando y temiendo la explicación.)
Pantoja. Han llegado los días del perdón. Perdonemos.
Electra (indignada). ¡Mi madre, mi pobre madre! No la nombran más que para deshonrarla. (Furiosa.) Quisiera tenerlos en mi mano para deshacerlos, para destruirlos, y no dejar de ellos ni un pedacito así.
Pantoja. ¡Oh, triste de mí!…99 No debí, no, no debí hablarte de esto. Diera yo por callarlo, por ocultártelo, los días que me quedan de vida. Ya comprenderás que no podía ser… Mi cariño me ordena que hable.
Electra (angustiada). ¡Y tendré yo que oírlo!
Pantoja. He dicho que Lázaro Yuste fue…
Electra (tapándose los oídos). No quiero, no quiero oírlo.
Pantoja. Tenía entonces tu madre la edad que tú tienes ahora: diez y ocho años…
Electra (airada, rebelándose). No creo… Nada creo.
Pantoja. Era una joven encantadora…
Electra (rebelándose con más energía). ¡Cállese usted!… No creo nada, no creo…
Pantoja (dolorido). ¡Hija de mi alma, vuelve a Dios tus ojos!
Electra(trastornada). Estoy soñando… Todo lo que veo es mentira, ilusión. (Mirando aquí y allí con ojos espantados.) Mentira estos árboles, esta casa… ese cielo… Mentira usted… usted no existe… es un monstruo de pesadilla… (Golpeándose el cráneo.) Despierta, mujer infeliz, despierta.
Pantoja (tratando de sosegarla). ¡Electra, querida niña, alma inocente…!
Electra (con grito del alma). ¡Madre, madre mía…! la verdad, dime la verdad… (Fuera de sí recorre la escena.) ¿Dónde estás, madre?… Quiero la muerte o la verdad… Madre, ven a mí… ¡Madre, madre…! (Sale disparada por el fondo, y se pierde en la espesura lejana. Suena próximo el canto de los niños jugando al corro.)