Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Bailén», sayfa 10
XIX
Al siguiente día hicimos un movimiento por la orilla izquierda, río arriba, hasta un punto mucho más alto que Mengíbar. Nada entendíamos; pero Santorcaz, o por petulancia o porque realmente había penetrado la intención de Reding, nos dijo:
– Nuestro general sabe lo que se hace, y es hombre que conoce la filosofía de las marchas.
Haciendo alto a orillas del Guadalimas, parte del ejército se entretuvo en marchas incomprensibles, y empleando en esto más de un día, nos encontramos de nuevo sobre Mengíbar al anochecer del 18, punto al cual había llegado horas antes la división del marqués de Coupigny. Reunidos ambos ejércitos, no hubo allí más parada que la precisa para recoger las provisiones de que estábamos tan escasos, y ya muy de noche emprendimos el camino de Bailén. Éramos catorce mil hombres. Todo anunciaba que íbamos a tener un encuentro formal con el ejército francés.
Según nuestras noticias, Dupont continuaba en Andújar, reforzado por la división de Vedel. ¿Habían trabado acción con nuestro tercer cuerpo y el de reserva que, pasando el río por Marmolejo, estaban situados en la orilla derecha? Nosotros creíamos que sí, a menos que Castaños no aguardase para atacar enérgicamente a que la primera y segunda división cayeran sobre la espalda del ejército de Dupont, bajando desde Bailén. ¿Era este el objeto que nos guiaba en nuestra marcha? Parecíanos que sí.
Mientras llegaba el momento del drama, lejos de nosotros y en los flancos del ejército imperial, mil dramáticas peripecias debían precipitar la catástrofe, irritando paulatinamente al enemigo. Los cuerpos y columnas de guerrilleros, mandados por D. Juan de la Cruz, el conde de Valdecañas y el clérigo Argote, se habían desparramado como enjambre mortífero por los pueblos y caseríos que dominaban el cuartel general francés en las primeras estribaciones de la sierra al Norte de Andújar. De tal modo perseguían aquellos ardorosos paisanos a los franceses y con tanta rapidez se dispersaban para evitar ser atacados, que a los invasores les era de todo punto imposible estar tranquilos un solo momento. El poderoso gigante sacudía de una manotada aquellos moscones venenosos; pero estos volvían a zumbar en derredor suyo, le molestaban con sus terribles picaduras y huían incólumes, sin temer la espada ni el cañón, pues estas armas no se han hecho para mosquitos.
No podían apartarse los franceses de su cuartel general como no fuera en grandes destacamentos: frecuentemente iban mil hombres a llenar en la fuente próxima unas cuantas alcarrazas de agua. Si por acaso salían a merodear pelotones de poca fuerza, eran despachados por los guerrilleros en menos que se reza un credo. Antes que consentir que se apoderasen de una panera, la quemaban: las fuentes eran enturbiadas con lodo y estiércol, para que no pudieran beber: los molinos desmontados y enterradas sus piedras para que no molieran un solo grano. ¡Ay de aquel francés que se rezagara en las marchas de su destacamento! ¡Sentíase de improviso asido por mil coléricas manos, sentíase arrastrado por las mujeres, pellizcado por los chicos y acuchillado por los hombres, hasta que su existencia se apagaba con horrible choque en la fría profundidad de un pozo! El invasor no encontraba asilo en ninguna parte, y forzosamente encerrado en los límites del cuartel general, veía conjurados contra sí hombres y naturaleza. Por esto, rabioso y desesperado, anhelaba batirse en función campal, seguro de su destreza y costumbre de guerrear; y lamentando la estupefacción del general en jefe, exclamaba: «Demos una batalla, y aunque muera la mitad del ejército, la otra mitad conquistará un charco en que beber y un puñado de trigo seco que llevar a la boca».
Habían dejado los franceses en Montoro un destacamento de setenta hombres, para custodiar un molino donde fabricaban con dificultad harina malísima. El alcalde de aquella villa, donde no había quedado ni una sola arma de fuego, se atreve, sin embargo, a dar cuenta de los setenta franceses, para lo cual era preciso despachar primero a los veinticinco que a todas horas estaban de guardia en el puente. Reúne, pues, algunos paisanos decididos, y usando la arma blanca, ataca con furia a la guardia; los veinticinco son exterminados; apodérase de sus fusiles la valiente cuadrilla, sorprende el resto del destacamento en la casa donde se albergaba, hace prisioneros a soldados y jefes, y les manda a la isla de León. El parte en que se notificó este suceso a la Junta Suprema decía que todo se hizo con las varas de los harrieros (conservo la ortografía del original); pero esto ha de ser una hipérbole andaluza.
Sintiéndose llamado a más grandes acciones, don José de La Torre (que así se nombraba aquel alcaldito), sale al encuentro de un convoy que venía de Córdoba, y de los cincuenta y nueve franceses que custodiaban este, los cincuenta quedan tendidos en el camino, y los nueve restantes corren a contar a Dupont lo que ha pasado. Entonces Dupont envía mil hombres a Montoro con encargo de que incendien el pueblo y lleven vivo o muerto al alcalde. Arde Montoro, y La Torre, conducido vivo, va a ser pasado por las armas: pero un general francés, a quien poco antes había dado hospitalidad, intercede por él; es puesto en libertad, y aquel petit caporal de las guerrillas marcha a Sevilla y recibe de la Junta los galones de capitán de ejército.
Pues bien; lo que pasaba en Montoro, ocurría en todos los pueblos de la carretera de Andalucía desde Córdoba hasta Santa Elena. El gigante que incendiaba lugares y destrozaba ejércitos no podía dar un paso sin encontrar un avispero, y frenético con aquel zumbido, envenenado por los aguijones, maldecía la hora de la invasión. El águila, devorada por los insectos, graznaba a orillas del Guadalquivir con hambre y calentura, afilando sus garras en el tronco de los olivos, con el ansia de que llegara pronto la ocasión de destrozar alguna cosa.
XX
Al entrar en Bailén, ya muy avanzada la noche, nos sorprendió mucho el no ver ninguna fuerza francesa a la entrada del pueblo para disputarnos el paso. ¿A dónde habían ido los franceses? ¿Qué les pasaba, cuando ni por precaución dejaron allí un par de batallones para guardar punto tan importante? Pronto salimos de dudas, porque de boca de los habitantes de Bailén, que salieron en masa a recibirnos, supimos que la división Vedel había pasado por allí en dirección a la Carolina.
– Nosotros les hacíamos a Vds. en Linares – dijo D. Paco, que también salió a nuestro encuentro, rebosando de júbilo. – ¡Oh!, señor conde, niño mío… ¿Está por ventura herido Vuestra Excelencia? Vamos un rato a casa, donde la señora marquesa y las niñas están rezando por el buen éxito de la guerra. ¿No darán un descanso a las tropas?
Nuestro general había determinado salir en seguida para Andújar; pero como ocupábamos todo el pueblo, pudimos llegarnos a la casa de nuestro amo en cuya sala baja se nos dio un tente-tieso muy confortante.
– Es un milagro que podamos daros estos cuantos panes y estas onzas de chocolate crudo – nos dijo don Paco al ofrecernos aquellos artículos. – Los franceses no han dejado nada. ¡Qué horroroso saqueo! Y gracias que quedamos con vida. ¡Ay!, la señora condesa salió a recibirlos con una serenidad que me espantó. Yo temblaba y tuve que esconderme en el oratorio, porque delante de ellos hubiera perdido la dignidad de mi carácter. ¿Qué modo de saquear?… En una palabra, la paja de los caballos, las gallinas del corral, los huevos, hasta unos tomates que tenía yo guardaditos en mi escritorio para hacer un gazpachito… todo, todo se lo llevaron. El pueblo está muerto de miseria, y yo sé de mucha gente que echó la harina en los muladares para que ellos no se la llevaran. ¿No locreéis? ¿Pues y el Sr. Salvador, que sacó al campo los doscientos pellejos de aceite y ciento de vino que tenía en su cueva, y destapándolos dejó correr aquel precioso caldo hasta que todo se lo chupó la tierra? Otros hicieron una grande hoguera con los carros y la paja. Las alhajas de las imágenes y la plata de las iglesias están todas enterradas, porque esto parece que es lo que más les abre el ojo a esos señores. Así estaban ellos de rabiosos, cuando vieron que no sacaban de aquí gran cosa. El día 16, después de haber pasado un gran miedo, gozamos lo indecible cuando les vimos llegar de la barca de Mengíbar, derrotados y con su general muerto. ¡Cómo corrían por esas calles, y qué gritos daban, y qué cosas tan atroces e indecentes echaron por aquellas bocazas! ¡Así se vengaban los muy perros! ¿Pues qué creéis? Dieron muerte a muchas personas que no les hacían daño, lo cual creo yo que no se vio en ninguna de las guerras de Alejandro. Pero también se les molió de firme. Unos cuantos pasaron por la calle de enfrente echando bravatas y detuviéronse en la puerta de la posada de Gil, donde tenían encendido el horno para cocer la loza. ¡Ay! Mis francesitos se ponen a decir no sé qué insolencias obscenas a la mujer de Gil, cuando salen los mozos, me los agarran y con morriones y todo… plaf… al horno… Pero ahí viene la señora condesa, que estaba en el oratorio con las niñas.
En efecto, vimos desfilar gravemente, cubierta de negro manto, a la señora de la casa, seguida de los dos tiernos pimpollitos de sus hijas, las cuales arrojáronse llorando en los brazos de su hermano. Doña María abrazó a su hijo sin perder ni por un instante su solemne y estirado empaque, y luego saludonos a todos con mucho afecto, nombrándonos uno por uno. Cuantos componían la cuadrilla estaban presentes, menos Santorcaz, el cual desde nuestra llegada había pedido con mucha prisa a D. Paco recado de escribir, y puéstose a trazar unas cartas en el despacho de este.
La marquesa, después de saludarnos, tomó asiento y dirigió a D. Diego estas palabras dignas de la historia:
– Hijo mío: sé todo lo que pasó en la acción del 16, y nadie me ha dicho que hicieras algo notable. ¿Has tenido miedo?
– ¡Miedo! – exclamó el muchacho riendo. – No señora. He cumplido con mi deber en las filas, y nada más hasta ahora; pero su merced no se impaciente, porque aunque no soy más que soldado espero lucirme.
– ¡Nada más que soldado! – dijo la condesa. – Tú no eres soldado, aunque así parezca. Cualquiera que sea el puesto que se ocupe, cada cual debe obrar conforme a su nombre y a la posición que tiene en el mundo. ¿Qué se diría de ti, de mí, de esta casa, de tu difunto padre, si en estas guerras no hicieras algo superior a lo que corresponde a un simple soldado?
– Señora – repuso el mozo con un desenfado que sorprendió a su familia-, yo haré lo que pueda, y según lo que haga, así seré más o menos que los demás. Y ya que hablo de esto, señora madre, yo quiero seguir en el ejército, yo quiero que su merced pida al Rey, ¿qué digo al Rey?, a la Junta, una bandolera.
– Tú no estás destinado a ser militar sino en esta ocasión suprema, en que la patria necesita de todos sus hijos desde el más alto al más bajo.
– Pero, señora madre, no soy nada y quiero ser algo – insistió el muchacho, mostrando una energía que nadie hasta entonces le había conocido.
– ¡Que no eres nada! – exclamó la madre con sorpresa primero, después con cólera, y mirándonos a todos como para preguntarnos si su hijo se había vuelto loco durante la campaña.
– Yo no soy nada, no soy más que un papamoscas – repuso el chico. – ¿De qué me valen esos papeluchos viejos y esos escudos de armas, si todos se ríen de mí desde que abro la boca, porque no digo más que necedades?
La marquesa se puso encendida como la grana, y sin decir palabra, miró a D. Paco, el cual confuso, absorto, aterrado por lo que acababa de oír, revolvía sus espantados ojos de un lado para otro.
– Este joven – dijo al fin el ayo-, parece que ha perdido el juicio. Señora, cuando vuelva de cumplir sus deberes de caballero en los campos de batalla, le haremos que se penetre bien de las máximas contenidas en la historia de Alejandro el Grande.
Doña María, cuya dignidad no podía consentir que semejante asunto se tratara delante de personas extrañas, hizo callar a D. Paco, y también impuso silencio a su hijo con gesto aterrador. Asunción y Presentación, después de registrar los bolsillos de su hermano, examinaban las polainas, el sombrero y la charpa, por ver, según dijeron, si aquellas prendas estaban agujeradas por alguna bala de cañón.
Pero el D. Diego, sintiendo sin duda en su cabeza un hervidero de palabras, que atropelladamente se le ocurrían conforme a la repentina fecundidad de su entender, no pudo estar callado mucho tiempo, y habló para poner en mayores cuidados a la señora de Rumblar. Estábamos, como he dicho, en una sala baja, donde la condesa había hecho traer para nuestro regalo un par de zaques, milagrosamente salvados de la rapacidad francesa. D. Diego, luego que tal vio, volviose a nosotros que permanecíamos respetuosamente detenidos en la puerta, y con gesto de campechana confianza, nos dijo:
– Ea, muchachos, entrad todos aquí. ¿Por qué estáis en la puerta? Vaya, poneos los sombreros, que aquí todos somos iguales, todos somos compañeros de armas, y lo mismo puede matarme a mí una bala que a vosotros. Ea, bebamos juntos. ¿Tenéis vergüenza, porque soy noble y mayorazgo, y vosotros unos pobres hambrones? Fuera necedades; que hoy o mañana las Juntas quitarán todas esas antiguallas, y entonces cada cual valdrá según lo que tenga y lo que sepa.
D. Paco se puso verde al oír tales despropósitos, y llevándose la mano al corazón, miró a la condesa con semblante dolorido y contristado, como para manifestarla en la sola elocuencia de una mirada que él no había enseñado tales cosas al joven discípulo. Doña María encerraba su enojo en lo más hondo del pecho, y aunque harto se le conocían la inquietud y la ira en el furtivo centellear de sus negros ojos, nada dijo que comprometiera su dignidad, y deseando que su hijo variase de conversación, le preguntó si había hecho en Córdoba las visitas a la señora marquesa de Leiva y su sobrina.
– Sí señora – contestó el rapaz. – Las vi; la señora condesa me dio muchos dulces, y la marquesa me preguntó si sabía ayudar a misa. Una y otra me dijeron que la joven con quien está concertado mi matrimonio, se obstina en no salir del convento, asegurando que antes quería casarse con Jesucristo que conmigo. ¡Qué ranciedades, señora madre! – añadió con nuevo arrebato. – Yo quiero seguir en el ejército, yo quiero ir a Madrid para tratar a la gente que sabe, y a los filósofos, y leer la Enciclopedia, y ver las sociedades secretas, si las hay para entonces, y aprender lo que no sé, pues D. Paco no me ha enseñado más que esa sandez de Por el barandal del cielo.
El ayo volvió a mirar compungidamente a la condesa, pintando en sus húmedos ojos la persuasión de que no había instruido al mayorazgo en tales iniquidades, y doña María reprendió a su hijo con majestad verdaderamente regia, diciéndole con pausa y aplomo estas amargas palabras:
– Hijo mío, recordarás que te entregué una espada que fue de tus abuelos. Honra da al que la ciñe, esa arma antigua; pero también ella la recibe de las manos de su poseedor, si este es persona que sabe adquirirla en los campos de batalla. ¿Deshonrarás tú esa espada que llevó el tatarabuelo de tu padre en el sitio de Maestrich, cuando medio mundo se llamaba España?
– ¡La espada! – exclamó el chico con sorpresa. – Ya no me acordaba de la dichosa espada. Si ya no la tengo.
– ¿Que no la tienes? – preguntó doña María con estupefacción.
– No señora. Si no sirve para nada. Cuando dimos el primer ataque en Mengíbar, yo saqué mi espada, y a los primeros golpes que di en unas yerbas observé que no cortaba.
– ¡Que no cortaba!
– No señora. Era una hoja mellada, llena de garabatos, letreros, sapos por aquí, culebras por allí, y cubierta de moho desde la punta a la empuñadura. ¿Para qué me servía? Como no tenía filo, la cambié por un sable nuevo que me dio un sargento.
– ¡Y diste la espada, la espada!… – exclamó la condesa levantándose de su asiento.
La señora estaba sublime en su indignación. Parecía la imagen de la historia levantándose de su sepulcro a pedir cuentas a la generación contemporánea.
– Sí señora; se la di al sargento – añadió el mozo sacando de la vaina un sable nuevo, reluciente y de agudísimo filo. – Si aquello no servía para nada. Muy bonita, eso sí, toda llena de dibujos de plata y oro; pero, señora madre, si no cortaba… si estaba llena de orín… Vea Vd. este sable: no tiene letrero ni cabecitas, ni garrapatos: pero corta que es un gusto.
Observamos que la condesa dio un paso hacia su hijo; que su semblante hermosamente venerable se contrajo, desfigurado por la ira; que extendió sus brazos; que comenzó a balbucir con locución atropellada, cual si su indignada lengua no acertara a encontrar una palabra bastante dura, bastante enérgica para tal situación; la vimos después llevarse ambas manos a la cabeza, retroceder, vacilar, apoyarse en el hombro de D. Paco, y por último, reponerse, dominarse, erguirse, serenarse, mirar a su hijo con desdén, señalar a la calle, donde de improviso empezaba a oírse fuerte redoblar de tambores, y decir:
– El ejército se va. Marcha, corre. Cuando se acabe la guerra te ajustaremos cuentas. Si eres valiente y vuelves vivo, a palmetazos te enseñaré quién eres. Pero si eres cobarde, no vuelvas acá.
Salimos a toda prisa, y montando en nuestras cabalgaduras, ocupamos las filas. Al punto se nos unió Santorcaz. D. Paco no quiso salir a despedirnos, porque estaba traspasado de dolor, al ver – según dijo después— cómo en una semana se torciera al soplo de las malas compañías el derecho arbolito criado con tanto esmero en el apacible huerto de sus lecciones.
Las dos muchachas salieron a las ventanas, y nos despedían agitando los mismos pañuelos con que secaban sus lágrimas. Ninguna de las dos, ni la destinada al matrimonio, que era, por lo tanto, ignorante, ni la consagrada al claustro, que era ya medio doctora, habían entendido la conversación de que he hecho mérito. Las pobrecillas veían desaparecer un mundo y nacer otro nuevo sin darse cuenta de ello.
XXI
Era la madrugada cuando las columnas de vanguardia comenzaron a salir de Bailén. Mi regimiento debía salir de los últimos, y mientras se puso en movimiento la artillería y los cuerpos de a pie, estuvimos más de media hora formados a la salida del pueblo y a mano derecha del camino, esperando la orden de marcha. Íbamos a Andújar, resueltos a tomar la ofensiva contra el ejército francés, que al mismo tiempo debía ser atacado por Castaños, del lado de Marmolejo. ¿Y la división de Vedel, cuyos movimientos eran la clave de aquel problema estratégico? La división de Vedel estaba en Andújar el día 16, cuando ocurrió la acción de Mengíbar, que antes he descrito. Al saber Dupont la derrota de Ligier-Belair, y la muerte de Gobert, dispuso que Vedel marchase sobre Bailén, con intención de seguirle él al día siguiente. Mientras este avanzaba a Andújar, Ligier-Belair, al vernos retirar y pasar el río, creyó que las tropas de Reding, unidas con las de Coupigny, intentaban extenderse cautelosamente por la orilla izquierda, río arriba, tomando el camino de Linares a Guarromán, para ocupar luego la Carolina y cortar el paso de la sierra. Persuadido de esto, y sin hacer averiguaciones, emprendió la marcha hacia el Norte, creyendo anticiparse a lo que creía un rasgo de ingenio estratégico del general Reding. Llega Vedel a Bailén creyendo encontrarnos, y los franceses que quedaron allí le dicen: «Quia, los insurgentes han repasado el río y van por Linares a ocupar el paso de la sierra; pero el general Ligier-Belair, que ha comprendido el juego, ha marchado en seguida a ocupar a la Carolina, de modo que cuando lleguen los españoles, creyendo haber hecho un movimiento de primer orden, se lo encontrarán allí». Vedel oye esto y dice: «Han ido a cortar el paso de la sierra para impedirnos la retirada y matarnos aquí de hambre y sed. Pues corramos a la Carolina. Vamos; en marcha». Manda un emisario a Dupont, diciéndole: «Señor general en jefe, los insurgentes han ido a cortar el paso de la sierra. Corro a la Carolina: venga Vd. tras mí, y acabaremos con ellos».
Esto pasaba en los días 17 y 18. En tanto los insurgentes, replegados a la orilla izquierda, como he dicho, fingíamos un movimiento hacia Linares; pero en cuanto cerró la noche, los insurgentes caminamos a marchas forzadas hacia Bailén. Por eso en este pueblo nos decían: «Por aquí pasó Vedel esta mañana en dirección a la Carolina, para impedirles a Vds. que cortaran el paso de la sierra. ¿No ibais hacia Linares?».
No; nosotros íbamos a Andújar a atacar a Dupont. En virtud de los torpísimos movimientos de los generales franceses, una gran parte de la fuerza imperial corría hacia la sierra, buscando un fantasma. Los insurgentes que ellos creían en marcha hacia la Carolina, estaban en Bailén, en marcha para Andújar. He aquí la verdadera y exacta situación de las divisiones españolas y francesas en la noche del 18 al 19 de Julio.
Íbamos a luchar con Dupont, sólo con Dupont. Pero ¿y si Vedel, conociendo a tiempo su error, retrocedía velozmente para caer de improviso sobre nuestra espalda durante el combate? Esta funesta probabilidad estaba compensada con el hecho seguro de que el ejército francés de Andújar tendría que defenderse al mismo tiempo de nosotros y de la reserva que le amenazaba del lado de Poniente. De todos modos, nuestra posición era arriesgada; por lo cual, deseando Reding cerciorarse de la verdadera distancia a que se hallaba Vedel, camino arriba había despachado desde Mengíbar al teniente de ingenieros D. José Jiménez con encargo de averiguarlo. Este valiente oficial, cuyo nombre no está en la historia, se disfrazó de arriero, y en una fatigosa jornada supo desempeñar muy bien su comisión, volviendo por la noche a decir que Vedel había pasado ya más allá de la Carolina.
Así andaban las cosas cuando nos preparábamos a salir de Bailén al amanecer del 19. Pero no lo habíamos previsto todo; no habíamos previsto que Dupont, muy receloso de aquella ilusoria ocupación de la sierra por los insurgentes, había levantado su campo en la misma noche, y silenciosamente, sofocando los ruidos de su tropa, abandonaba la funesta y para ellos maldita ciudad de Andújar.
Era cerca de la madrugada cuando nuestros jefes disponían las columnas para la marcha. Si al comienzo de aquella misma noche, que ya se iba a extinguir, una mirada humana hubiera podido escudriñar desde la altura de los cielos lo que pasaba en aquella larga faja de sementeras y olivares que se extiende a la vera de los montes, entre estos y el Guadalquivir, habría visto que del oscuro caserío de Andújar se destacaba cautelosamente, escurriéndose por detrás de las casas una hilera de hombres y caballos; que esta hilera se iba alargando por la carretera en interminable procesión, y serpenteaba con lento paso y sin ruido y sin luces; habría visto cómo se iba extendiendo aquella raya negra, destacándose a ratos sobre la tierra blanquecina, a ratos confundiéndose con los oscuros olivos, sin dejar de seguir paso a paso como si no quisiera ser vista y anhelara apagar en el polvo el ruido de las cureñas; habría visto que iban delante unos tres mil hombres de infantería, después un escuadrón de caballos, después seis cañones, después un número inmenso de carros, tantos, tantos carros, que ocupaban dos leguas; detrás de los carros nuevos grupos de infantería y muchos generales; después otros seis cañones, dos regimientos de coraceros, luego cuatro cañones, y al fin otro grupo de jefes, seguidos de quinientos hombres de a pie. Esta raya no se detenía en parte alguna, y avanzaba despacio y con precaución, custodiando sus dos leguas de convoy. Los hombres que la formaban, mudos y cabizbajos, presagiando sin duda funestos acontecimientos, dirían para sí: «Llegaremos a la Carolina, donde ya ha de estar Vedel, y batiendo a los insurgentes, nos abriremos paso por desfiladeros para abandonar esta tierra maldita, a la cual el Emperador ha tenido la mala ocurrencia de mandarnos… ¡Oh! ¡Cuándo os veremos tierras de la Turenne, del Poitou, de la Charente, de los Vosgos, del Artois, del Limosin!…».