Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Bailén», sayfa 9
XVII
Se nos acampó en una altura a espaldas de Mengíbar, y supimos con gusto que aquella noche no haríamos movimiento alguno. Nuestro gozo, como nuestra fatiga, necesitaba descanso; necesitábamos dar desahogo al efervescente alborozo, no sólo renovando en la memoria todos los incidentes de la acción de aquel día, sino también refiriendo cuanto cada uno hizo y cuanto dejó de hacer para que la batalla fuese completamente ganada. Los suizos y los soldados de línea no estaban tan engreídos como nosotros los paisanos, que creíamos haber asistido a la más grande y gloriosa batalla de los modernos tiempos. Mirábamos con desdeñosa indiferencia a los que quedaron de reserva, y al contarles lo que pasó, hacíamos subir a cifras fabulosas el número de franceses segados por nuestros cortadores sables en la refriega.
Largas horas pasamos sobre el campo saboreando los deliciosos recuerdos de tanta gloria, que como dejos de un manjar muy rico nos renovaban el placer del vencimiento. La noche era como de verano y como de Andalucía, serena, caliente, con un cielo inmenso y una atmósfera clara, donde fluctúa algo sonoro, cuya forma visible buscamos en vano en derredor nuestro. Tendidos sobre la caldeada tierra a orillas del río, cuyas frescas emanaciones buscábamos con anhelo, entreteníamos las horas hablando, cantando, o haciendo eruditas disertaciones sobre la campaña tan felizmente emprendida. En un grupo se jugaba a las cartas, en otro se decía un romance de héroes o de santos, en este algunos cantaores echaban al vuelo las más románticas endechas de la tierra, pues desde entonces era romántica Andalucía; en aquel se narraban cuentos de brujas, y en algunos, finalmente, se dormía sin inquietud por el día venidero.
Nuestro D. Diego, siempre al arrimo de Santorcaz; Marijuán, yo y algunos más formábamos un grupo bastante animado, en el cual no cesó el ruido hasta muy alta la noche. Después de cantar, no escasearon los cuentos, acertijos y adivinanzas, y por último, la conversación recayó en tema de mujeres.
– Yo – dijo D. Diego con su natural ingenuidad-, me voy a casar. A todos les convido a mi boda. «¿Y quién es la novia?» dirán Vds. Pues sepan que no la he visto. Mi señora madre lo ha arreglado todo con otras dos señoras de Córdoba, y según me han dicho, es más bonita que el sol, aunque ahora le ha dado por no salir del convento.
– Será para cuando acabe la guerra, porque ahora no está el horno para bollos – dijo Marijuán. – Yo también voy a casarme con una muchacha de Almunia, que tiene siete parras, media casa y burro y medio de hijuela. También será cuando acabe la guerra, y a todos les convido a mi boda. ¿Y tú, Gabriel?
– Pues yo para no ser menos – contesté-, diré que cuando se acabe la guerra me pienso casar también. ¿Y con quién?, dirán Vds. Pues me caso con una condesa.
– ¡Con una condesa!
– Sí señores, con una condesa que posee todas estas tierras que estamos viendo y otras más allá, y tiene dos escudos con ocho lobos sobre plata y catorce calderos, con media cabeza de moro y un letrero que dice…
– Toma casa con hogar y mujer que sepa hilar – dijo Marijuán interrumpiéndome. – ¿Pues no dice que se casa con una condesa? Será con alguna duquesa del estropajo. Pero di, ¿en qué alcázares reales está tu novia?
– Este es un bobalicón que no sabe lo que se habla – dijo D. Diego. – ¡Buena condesa será ella! Pues, como os decía, muchachos, mi novia está muy desazonada esperando a que se acabe la guerra para casarse conmigo. Así me lo han dicho, y lo creo. Apuesto que están Vds. rabiando por saber quién es y cómo se llama; pero eso no lo he de mentar, porque mi señora madre y D. Paco me dijeron que si hablaba de esto antes de llegar la ocasión me castigarían no dejándome montar en el potro. ¡Qué guapa es, señores! Sus ojos son dos luceros, como aquel grande y muy claro que está sobre el tejado de esa casa; su boca se compone de dos hojas de rosa; sus dientes hacen que todas las perlas echen a correr de envidia; sus mejillas son claveles abiertos, y cuando llora sus lágrimas son diamantes. Yo no la he visto más que en figura; porque han de saber Vds. que cuando fui a visitar a sus tías en Córdoba me dieron un medalloncito con el retrato de la que ha de ser mi mujer, el cual retrato, por temor a que se me perdiera, lo he dado a guardar al señor de Santorcaz.
– Eso se parece – dijo uno de los oyentes-, a la historia de la princesa Laureola, por quien vinieron de La Meca los tres reyes moros, y dice el cuento que tenía los ojos de azabache ardiendo, la boca de flor de granado, y las orejas de caracolitos del mar. ¿Lo sabes tú?
– Eso está en el romance de la Reina mora, bruto. ¿Qué tiene eso que ver con la princesa Laureola?
– Yo sé el romance de la Reina mora – gritó don Diego batiendo palmas. – ¿Lo echo?
– Venga.
– No; el del Barandal del cielo, que es más bonito y habla de la Virgen – añadió el condesito gozoso de hallarse a punto de lucir sus habilidades. – Me lo enseñó mi hermana Presentación, que sabe veintisiete y los dijo todos arreo delante del señor obispo de Guadix, cuando su ilustrísima paró en casa el mes pasado.
Y sin esperar a que le rogasen, el mayorazguito de Rumblar, con sonsonete de escuela, voz agridulce y amanerados gestos dio principio a la siguiente retahíla:
«Por el barandal del cielo
se pasea una doncella
blanca, rubia y encarnada,
que alumbra como una estrella.
San Juan le dice a Jesús:
¿quién es aquella doncella?
Nuestra madre, buen San Juan,
nuestra madre linda y bella;
la Virgen no viene sola,
ángeles vienen con ella;
no viene vestida de oro,
ni de plata, ni de seda;
viene vestida de grana…».
. . . . . . . . . . . . . . .
Y como al concluir fuera acogida esta relación con una salva de aplausos, animose el recitador y nos endilgó otra, no menos famosa, que empezaba:
«Allá arriba en aquel alto
hay una fuente muy clara,
donde se lava la Virgen
sus santos pechos y cara…».
. . . . . . . . . . . . . . . .
– ¡Basta de romances! – exclamó de improviso Santorcaz, asustándonos a todos con su interrupción. – Eso es cosa de chiquillos, y no de hombres formales. ¿No sabe Vd. más que eso?
– Sé muchos más – dijo tímidamente el joven. – D. Paco me ha enseñado muchos, y me los hace aprender de memoria para que los diga en las tertulias.
– ¿Y nada más le ha enseñado a Vd. ese señor D. Paco, a quien desde el primer momento tuve y diputé por un gran zopenco?
– También me ha enseñado historia, sí señor. Y sé lo de nuestro padre Adán y aquello de Alejandro cuando fue a dar batallas a los persas como ahora vamos nosotros a dárselas a los franceses.
– ¿Y nada más?
– ¡Toma: también latín!, pero mi señora madre mandó que no me atarugasen la cabeza de latín, puesto que no era necesario, y por último D. Paco dijo que con saber un poquito de Musa musæ bastaba.
– ¿Y qué libros ha leído Vd.?
– Nada más que la Guía de Pecadores, donde está aquello del infierno. Ese libro es muy feo, y mi señora madre no me dejaba leer más que lo del infierno, que da mucho miedo, y sueña uno con ello. Pero mi señora madre tiene otros libros en el cofre, y cuando iba a misa, yo con mucha cautela los sacaba para leerlos. Uno se titula La farfulla o la cómica convertida, novela escrita por un fraile de mínimos, y otra, Princesa, ramera y mártir, Santa Afra. Ambos libros son muy bonitos y traen un aquel de amores y besos que me daba mucho gusto cuando los leía a escondidas.
Santorcaz sonreía. Después de una pausa, dijo con cierta petulancia:
– ¿De modo que no ha leído Vd. la Enciclopedia?
– ¿Qué es eso?
– La Cincopedia – exclamó uno. – ¡Eh!, ¿sabes tú a dónde cae la Cincopedia?
Esta palabra, que adquirió fortuna aquella noche, fue pasando de boca en boca, y más de cien la repitieron entre zumbas y chacota.
– Veo que son Vds. unos animales – dijo Santorcaz un poco avispado. – De todos modos, Sr. D. Diego, la educación que Vd. ha recibido no puede ser más deplorable en un joven mayorazgo, que por lo mismo que ha de sobresalir entre los demás en la sociedad, debe cultivar su entendimiento.
– A ver, amigo – dijo Rumblar-, hábleme Vd. de esas cosas que me gustan. Todo lo que Vd. me decía anteayer, cuando íbamos de camino por aquí, me tenía encantado, y le juro que si no estuviera en vísperas de casarme y fuera preciso seguir con ayo, le diría a mi señora madre que me le pusiera a Vd. en lugar de D. Paco, el cual bien se me alcanza que no me ha enseñado más que gansadas y tonterías.
– Pues repito que un joven destinado a ocupar tan alta posición en el mundo, debe saber algo más que el romance del Barandal del cielo. Verdad es que, o mucho me equivoco, o todo eso de los mayorazgos se lo llevará la trampa, y tarde o temprano se pondrán las cosas de manera que cada cual sea hijo de sus obras.
– Así debe ser – dijo Marijuán. – ¿No somos todos hijos de Dios?
– Vengan Vds. acá y respondan – dijo Santorcaz excitando la curiosidad de sus oyentes. – ¿No les parece que el mundo está muy mal arreglado?
Abriéronse varias bocas con estupefacción, y no se oyó ninguna respuesta.
– Pues yo que no he leído ningún libro – afirmó al fin uno de los circunstantes— digo que Dios tiene que volver a hacer el mundo, porque eso de que se lo lleve todo el que primero salió del vientre de la madre y los demás se queden bailando el pelao, no está bien. Mi hermano el mayor, sólo porque le dio la gana de nacer antes que yo, tiene tres dehesas y dos casas; y los demás… uno hubo de meterse fraile, otro se fue al Perú, otro está muerto de hambre en un hospital de Sevilla, y yo, señores, tuve que meterme en el contrabando para que no se me helara el cielo de la boca.
– Oye, tú, Marijuán – dijo otro-, ¿sabes lo que contaban en Sevilla? Pues decían que la Junta se iba a poner de compinche con las otras Juntas para ver de quitar muchas cosas malas que hay en el gobierno de España, lo cual podemos hacer nosotros, sin necesidad de que vengan los franceses a enseñárnoslo.
– Así ha de ser – observó Santorcaz. – Me han dicho que en Sevilla hay sociedades secretas.
– ¿Qué es eso?
– Ya sé – dijo uno. – Tiene razón D. Luis. En Sevilla hay lo que llaman flamasones, hombres malos que se juntan de noche para hacer maleficios y brujerías.
– ¿Qué estás diciendo? No hay tales maleficios. Mi amo iba también a esas Juntas, y cuando su mujer se lo echaba en cara, respondía que los que allí iban eran al modo de filósofos, y no hacían mal a nadie.
– Pues en Madrid las sociedades secretas están todavía en la infancia – añadió Santorcaz. – En Francia las hay a miles, y todo el mundo se apresura a inscribe en ellas.
– Pues si voy a Madrid – dijo con énfasis el mayorazguito-, lo primero que haré será meterme en una de esas sociedades, donde sin duda se han de aprender muy buenas cosas. ¿No es verdad, D. Luis? Yo no tengo nada de torpe: me lo conozco, sí, señores. ¿Creerá Vd., Sr. de Santorcaz, que eso que Vd. ha dicho de los mayorazgos se me había ocurrido a mí muchas veces cuando jugaba en el patio de casa con las gallinas? Pero ya que me enseña Vd. lo que ignoro, contésteme a una duda: ¿Por qué tenemos nosotros en nuestras casas tantos papelotes llenos de garabatos, y por qué usamos esos escudos con sapos y culebras? El de mi casa tiene cuatro lagartos y un tablero de ajedrez con dos calderitos muy monos.
– Si esos signos representan algo – repuso Santorcaz-, es referente al primero que los usó, a sus hazañas si las hizo, y a sus privilegios si los tuvo; pero hoy, amiguito, tales pinturas no valen de nada, y dentro de algunos años, los que las posean sin dinero, serán unos pobres pelagatos, a quienes nadie se arrimará, así como todo aquel que haya hecho una fortuna con su trabajo o la haya heredado de sus padres, o descuelle por su talento, será bien quisto en el mundo, aunque no tenga ni un adarme de lagartija en su escudo.
– ¿De modo – preguntó el mozalbete-, que yo seré un pelagatos, si llego a perder mi patrimonio o soy un bruto? Esto sí que es bueno.
– Nada, nada – dijo uno. – Fuera mayorazgos, y que todos los hermanos varones y hembras entren a heredar por partes iguales.
– Eso no puede ser – observó Marijuán-, porque entonces no habría las grandes casas que dan lustre al reino.
– Eso no puede ser – afirmó un tercero. – Pues qué, ¿el Rey iba a ser tan tonto que quitara los mayorazgos? Nada, nada; los dejará siempre por la cuenta que le tiene.
– Es que si el Rey no quiere quitarlos, no faltará quien los quite – afirmó Santorcaz.
Todos se rieron al oír sostener la idea de que existe alguna voluntad superior a la voluntad del Rey.
– ¿Cómo puede ser eso? Si el Rey no quiere… ¿Hay quien esté por cima del Rey? El Rey manda en todas partes, y digan lo que quieran, no hay más que su sacra real voluntad. ¡Muchachos, viva Fernando VII!
– Pero vengan acá, zopencos – dijo Santorcaz. – ¿Dicen Vds. que nadie manda más que el Rey?
– Nadie más.
– Y si todos los españoles dijeran a una voz: «queremos esto, señor Rey, nos da la gana de hacer esto», ¿qué haría el Rey?
Abriéronse de nuevo todas las bocas, y nadie supo contestar.
XVIII
– Gaznápiros, animales: si Vds. están probando lo que digo – añadió con energía D. Luis. – Lo que pasa en España ¿qué es? Es que el Reino ha tenido voluntad de hacer una cosa y la está haciendo, contra el parecer del Rey y del Emperador. Hace tres meses había en Aranjuez un mal ministro, sostenido por un rey bobo, y Vds. dijeron: «No queremos ese ministro ni ese Rey», y Godoy se fue y Carlos abdicó. Después, Fernando VII puso sus tropas en manos de Napoleón, y las autoridades todas, así como los generales y los jefes de la guarnición, recibieron orden de doblar la cabeza ante Joaquín Murat; pero los madrileños dijeron: «No nos da la gana de obedecer al Rey ni a los Infantes ni al Consejo ni a la Junta ni a Murat», y acuchillaron a los franceses en el parque y en las calles. ¿Qué pasa después? El nuevo y el viejo Rey van a Bayona, donde les aguarda el tirano del mundo. Fernando le dice: «La corona de España me pertenece a mí; pero yo se la regalo a Vd., Sr. Bonaparte». Y Carlos dice: «La coronita no es de mi hijo, sino mía; pero para acabar disputas, yo se la regalo a Vd., señor Napoleón, porque aquello está muy revuelto y usted sólo lo podrá arreglar». Y Napoleón coge la corona y se la da a su hermano, mientras volviéndose a Vds. les dice: Españoles, conozco vuestros males y voy a remediarlos. Pero Vds. se encabritan con aquello, y contestan: «No, camarada, aquí no entra Vd. Si tenemos sarna, nosotros nos la rascaremos: no reconocemos más Rey que a Fernando VII». Fernando VII se dirige entonces a los españoles, y les dice que obedezcan a Napoleón; pero entretanto, muchachos, un señor que se titula alcalde de un pueblo de doscientos vecinos, escribe un papelucho, diciendo que se armen todos contra los franceses: este papelucho va de pueblo en pueblo, y como si fuera una mecha que prende fuego a varias minas esparcidas aquí y allí, a su paso se va levantando la Nación desde Madrid hasta Cádiz. Por el Norte pasa lo propio, y los pueblos grandes lo mismo que los pequeños forman sus Juntas, que dicen: «No, si aquí no manda nadie más que nosotros. Si no reconocemos las abdicaciones, ni admitiremos de Rey a ese D. José, ni nos da la gana de obedecer al Emperador, porque los españoles mandamos en nuestra casa, y si los reyes se han hecho para gobernarnos, a nosotros no nos han parido nuestras madres para que ellos nos lleven y nos traigan como si fuéramos manadas de carneros…». ¿Están Vds.? ¿Lo comprenden Vds.? Pues esto ni más ni menos es lo que está pasando aquí. Y ahora contéstenme los alcornoques que me oyen: ¿Quién manda, quién dispone las cosas, quién hace y deshace, el Rey o el Reino?
El estupor que produjeron estas palabras reveladoras en el atento concurso, compuesto de muchachos rudos e ignorantes, pero de gran viveza de imaginación, fue tan extraordinario que por un corto rato no se oyó la más insignificante voz, señal cierta de que las ideas vertidas por Santorcaz, entrando de improviso en los oscuros cacúmenes de sus oyentes, habían armado allí gran zipizape y polvareda, dejándolos aturdidos, confusos y sin palabra. El primero que rompió el silencio fue Rumblar, diciendo:
– Todo eso está muy bien dicho. ¿Querrán ustedes creer que hace días me ocurrió una idea parecida cuando estaba cazando moscas y poniéndoles rabos en cierta parte, para que al volar hicieran reír a mis dos hermanas que estaban rezando? Sólo que yo no sabía cómo decir aquello que pensaba.
– Sí, señores, ¡vivan las Juntas! – exclamó uno levantándose. – Yo me sé de memoria aquel papel que echó a la calle la de Córdoba, diciendo… Oigan ustedes: «¡Cordobeses: los reinos de Andalucía se ven acometidos por los asesinos del Norte; vuestra patria va a verse oprimida bajo el yugo de un tirano; vosotros mismosseréis arrancados de vuestros hogares y de vuestras casas! ¡Cuarenta argollas está labrando el lascivo Murat para conduciros al Norte como a los animales más inmundos!… ¡Soldados: gemid de rabia y furor!… Doce millones de hombres os están mirando y envidiando vuestra gloria, y aun la Francia misma ansía por vuestros triunfos».
Ruidosos aplausos y gritos acogieron esta proclama, fielmente recitada con dramáticos gestos por el muchacho.
– Pues si los españoles – continuó luego Santorcaz-, pueden hacer lo que están haciendo, no pueden también decir el día de mañana: «Vamos, no queremos que haya más inquisición, ni más vinculaciones»… pongo por caso… O que digan: «En lugar de mil conventos, que haya tan sólo la mitad, con lo cual basta y sobra», o «no me da la gana de que haya diezmos»…
– Eso sí que estaría bueno – dijo Marijuán. – Pero si todos los españoles van a hacer eso, y cada uno empieza a gritar por su lado diciendo lo que quiere, se armará tal laberinto que no podrán entenderse.
– Vaya unos zotes – añadió Santorcaz. – Pero venid acá: ¿no veis que hay en Sevilla una Junta que es la que dispone? ¿No veis que hay otra en Granada, otra en Córdoba y otra en Málaga, etc.? Pues en lugar de todas esas Juntas pequeñas que gobiernan en cada pueblo, ¿no puede haber una muy grande que se reúna en Madrid y acuerde lo que se ha de hacer?
Miráronse los oyentes unos a otros, y los monosílabos de aquiescencia y aun de admiración corrieron de boca en boca, demostrando la prontitud con que aquellas juveniles inteligencias desplegaban sus alas, aún entumecidas y vacilantes, para intentar describir los primeros círculos en el espacio del pensamiento.
– Estas conversaciones me enamoran – dijo el condesito de Rumblar. – Me estaría toda la noche oyendo a este hombre, sin cansarme. Ya, ya voy aprendiendo muchas cosas que no sabía.
Así aquella fantasía encerrada en el capullo de una educación mezquina, agujeraba con entusiasmo su encierro, porque había vislumbrado fuera alguna cosa que tenía la fascinación de lo nuevo. Así aquel germen de pasión y de inteligencia, guardado en un huevo, se reconocía con vida, se reconocía con fuerza, y empezaba a dar picotazos en su cárcel, anhelando respirar fuera de ella otros aires, y calentarse con calores más enérgicos. Así aquella ceguera abría sus párpados, gozándose en la desconocida luz.
La conversación terminó en el punto en que la he dejado, porque la noche estaba muy avanzada y casi todos empezaron a rendirse al sueño, excepto el mayorazguito, cuyo despabilamiento era casi febril a causa del organismo de su imaginación. Largo tiempo continuaron él y Santorcaz hablando en diálogo animadísimo, y como si discutieran planes y expusieran proyectos de gran trascendencia para los dos. Yo me aparté del grupo, fingiendo retirarme a dormir; pero con ánimo de satisfacer una imperiosa exigencia de mi alma, que a voces me pedía soledad y meditación. Todos los ruidos habían cesado en el campamento: las guitarras y castañuelas, así como las cajas y las cornetas, estaban mudas, porque el ejército dormía. Lejos del grupo de mis amigos, echeme sobre el suelo, aguardando la aurora, sin poder ni querer cerrar los ojos; y allí me puse a meditar sobre lo que desde mi salida de Madrid había visto y oído. ¡Cuántas personas nuevas para mí había encontrado en aquella breve jornada de mi vida! ¡Con cuánto afán, meditando a solas y mirándolas al lado, preguntaba a aquellos caminantes si tenían alguna noticia de lo que me reservaba el destino! De todas aquellas personas, ninguna estaba tan enérgicamente fija en mi pensamiento como Santorcaz, hombre para mí incomprensible y sospechoso, y que empezaba a inspirarme secreta antipatía, sin que acertara a explicarme por qué.