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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Bailén», sayfa 13

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Si es egoísmo, confieso mi egoísmo, y declaro a la faz de mi auditorio que en el punto en que se eclipsaba la estrella que por diez años había iluminado la Europa, volví a fijar los ojos en la carta para continuar leyendo. Si no quieren Vds. enterarse de ello, no se enteren; pero es mi deber decir que la carta concluía así:

«…una superchería poco digna de personas como vos. Segura estáis y con razón de que nada puedo contra vos. En efecto, yo sé que si algo intentara sería vencido. Pobre, sin recursos, sin valimiento, ¿qué podría contra la justicia que sólo defiende a los poderosos? Pero mi hija me pertenece, y si hoy no está en mi poder, os aseguro que lo estará mañana. Entretanto guardaos vuestro dinero».

No decía más. Pero cuando acabé de leerla, ¡qué nueva y terrible fase tomaba la refriega entre los marinos y nuestros soldados! ¡Santo Dios! ¿La batalla se perdería? Los franceses, destrozados en el primer ataque, lo repetían sacando el último resto de bravura de sus corazones resecados por el calor, y volvían a la carga resueltos a dejarse hacer trizas en la boca de los cañones, o tomarlos. Nuestros soldados sacaban fuerzas de su espíritu, porque en el cuerpo ya no las tenían. Hasta los artilleros empezaban a desfallecer, y heridos casi todos los primeros de derecha e izquierda, atacaban los segundos, daban fuego los terceros, y el servicio de municiones era hecho por paisanos. Los franceses medio resucitados con la valentía de los marinos, pudieron habilitar dos piezas y desde lejos tomando por punto en blanco la masa de nuestra caballería, disparaban bastantes tiros. Su larga trayectoria, pasando por encima de la batería española, hería las primeras filas de mi regimiento. Este se encabritó como si fuera un solo caballo; chocamos unos con otros, y el espectáculo de dos compañeros muertos sin combatir nos llenó de terror. Al mismo tiempo oímos decir que escaseaban las municiones de cañón. ¡Terrible palabra! Si nuestros cañones llegaban a carecer de pólvora, si en sus almas de bronce se extinguía aquella indignación artificial, cuyo resoplido conmueve y trastorna el aire, estremece el suelo y arrasa cuanto encuentra por delante, bien pronto serían tomados por los valientes marinos, y les aguardaba el morir inutilizados por el denigrante clavo, fruslería que destruye un gigante, alfiler que mata a Aquiles.

Esta consideración ponía los pelos de punta. ¿Sucumbiría España? ¿No le reservaba Dios la gloria de dar el primer golpe en el pedestal del tirano de Europa?… No, no es posible asistir indiferente al espectáculo de tan supremo esfuerzo, oh patria; pero te confieso que yo rabiaba por conocer el autor de aquella tercera carta que tenía en mi mano, y cuando sin desatender a tu admirable heroísmo, miré la firma y vi el nombre de Román, segundo mayordomo de mi inolvidable ama; cuando consideré que aquel papel contendría revelaciones importantes, me dominó de tal modo la curiosidad, que por un instante desapareciste de mi espíritu, ¡oh sublime rincón de tierra, destinado más de una vez a ser equilibrio del mundo! Adiós España, adiós Napoleón, adiós guerra, adiós batalla de Bailén. Como borra la esponja del escolar el problema escrito con tiza en la pizarra, para entregarse al juego, así se borró todo en mí para no ver más que lo siguiente:

«Sr. D. Luis de Santorcaz: Voy a deciros puntualmente lo ocurrido. Todo está resuelto, y por ahora os dan con la puerta en los hocicos. La señora marquesa de Leiva, al recoger a la señorita Inés, pensó en el modo de legitimarla. Advierto a Vd. que desde que la trataron, ambas la quieren mucho, y se desviven por decidirla a que salga del convento. Cuando la señora condesa recibió la carta de Vd. en que le proponía la legitimación por subsiguiente matrimonio, mostrola a su tía, y ésta furiosa y fuera de sí preguntó si quería deshonrarse para siempre siendo esposa de semejante perdido. Lloró un poco la condesa, lo cual es indicio de que aún le queda algo de aquel amor; y por último, después de muchas reconvenciones, convinieron las dos en no admitirle a Vd. en su familia por ningún caso. Ya sabe Vd. que según consta en la fundación de este gran mayorazgo, uno de los principales de España, no habiendo herederos directos, pasa a los de segundo grado en línea recta, por lo cual ahora correspondería al primogénito del conde Rumblar. La actual condesa de Rumblar, enterada de la aparición de una heredera, anunció a mi ama que entablaría un pleito, y vea Vd. aquí el motivo de que en casa se haya trabajado tanto por la legitimación. Por fin, las dos familias acordaron evitar la ruina de un pleito y se han puesto de acuerdo sobre esta base: casar a la señorita Inés con D. Diego de Rumblar, previa legitimación de aquella, por lo que llaman autorización del Rey, con lo cual, ambos derechos se funden en uno solo, evitando cuestiones. En cuanto al punto más difícil, la señora marquesa lo ha resuelto al fin de un modo ingenioso y seguro. La niña ha entrado al fin con pie derecho en la familia. No pudiendo legitimar la madre, porque a ello se oponen las leyes; no pudiendo aceptarse la fórmula del subsiguiente matrimonio, ni conviniendo tampoco la adopción, por no dar esto derecho a la herencia del mayorazgo, se acordó lo que voy a decir a Vd., y que sin duda le llenará de admiración. Este sesgo del asunto tiene para la familia la ventaja de que mi señora la condesa no pasará ningún bochorno. La señorita Inés ha sido reconocida por aquel…».

Un violento golpe arrebató el papel de mis manos. Encabritose mi caballo, y al avanzar siguiendo el escuadrón, sentí la estrepitosa risa de un soldado que decía: «Aquí no se viene a leer cartas». Corrimos fuera de la carretera, y todos mis compañeros proferían exclamaciones de frenética alegría. Vi los cañones inmóviles y delante una espesa cortina de humo, que al disiparse permitía distinguir los restos del batallón de marinos. En el frente francés flotaba una bandera blanca, avanzando hacia nuestro frente. La batalla había concluido.

Nuestros soldados se abrazaban con delirio. Confundíanse los diversos regimientos, y los paisanos advenedizos con la tropa. La gente del vecino pueblo de Bailén acudía con cántaros y botijos de agua. Agrupábanse hombres y mujeres junto a los heridos para recogerlos. Los caballos recorrían orgullosos la carretera, y los generales confundidos con la gente de tropa, demostraban su alegría con tanta llaneza como esta. Los gritos de ¡viva España!, ¡viva Fernando VII! parecían un concierto que llenaba el espacio como antes el ruido del cañón; y el mundo todo se estremecía con el júbilo de nuestra victoria y con el desastre de los franceses, primera vacilación del orgulloso Imperio. En tanto yo recorría el campamento, miraba al suelo, miraba las manos de todos, las cureñas de los cañones, los charcos de sangre, los mil rincones del suelo, junto al cuerpo de un herido y bajo la cabeza del caballo moribundo. Marijuán se llegó a mí con los brazos abiertos y gritó:

– Les vencimos, Gabriel. ¡Viva España y los españoles, y la Virgen del Pilar a quien se debe todo! Pero ¿qué buscas, que así miras al suelo?

– Busco un papel que se me ha perdido – le contesté.

XXVIII

– Déjate de papeles – me dijo Marijuán— ¡Qué demonios de marinos! ¿Viste cómo atacaban?

– La hacen hija legítima por autorización real.

– ¿Qué estás diciendo? Ya no queda duda que hemos vencido a Napoleón, y como este ha vencido a todo el mundo, resulta que nosotros hemos vencido al mundo entero. ¿Pero chico, no te vuelves loco? Mira cómo alzan los brazos gritando, aquellos generales que vienen por el llano. ¡Benditas penas, benditos golpes, bendito calor y bendita sed, puesto que al fin hemos salido vencedores! ¡Viva España!

– De esa manera – le dije yo, preocupado con mis guerras – entra a disfrutar el mayorazgo, casándose con D. Diego, para evitar un litigio que arruinaría a las dos familias.

– ¿Qué hablas ahí, muchacho? – exclamó con sorpresa— Ya sabes que los franceses se van a entregar todos. ¡Qué vergüenza! ¡Que vuelva Napoleón a meterse con los españoles! Chico; nos vamos a comer el mundo, y digo que la Junta de Sevilla es una remilgada si no nos manda conquistar a París. ¡Viva España!

– Y nuestro amo, ¿dónde está? – pregunté intranquilo. – ¿Qué ha sido del señorito de Rumblar?

– ¡Creo que ha muerto! – me contestó lacónicamente Marijuán, picando espuelas y alejándose de mí.

Tan estupenda noticia dio nueva dirección a mis alborotados pensamientos. El aspecto de la refriega interior que me sacudía el alma cambió de improviso y por completo. Todo vino abajo, todo se puso de otro color, y el mundo fue distinto a mis ojos. Ignoro si en aquel momento sentí la muerte de mi amo, o si por el contrario, desbordado el corruptor egoísmo en mi alma, acepté con regocijo la desaparición de quien interponiéndose entre mi ideal y yo, alteraba a mis ojos el equilibrio del universo, más que Napoleón el de Europa… En medio del delirio de aquella gran victoria, una de las más trascendentales que han ocurrido en el mundo, yo permanecía mudo, y mi caballo me transportaba de un lado para otro según su albedrío. En mi derredor la efervescencia de aquella patriótica alegría, de aquel entusiasmo febril causaba estrepitoso oleaje. Allí la persona humana había desaparecido fundiéndose en el hermoso conjunto de la sociedad o la Nación, que era sin duda la que conmovía la tierra con sus gritos de gozo. El único que se conservaba aislado, y podía llamarse hombre, era el egoísta Gabriel, grano de arena no conglomerado con la montaña, y que rodaba solo haciendo por su propia cuenta las revoluciones establecidas por la armonía del mundo.

– Es preciso averiguar si realmente ha muerto Rumblar… ¿Entrará al fin Inés en la familia de su madre? ¿La perderé para siempre? ¿Debo reírme de mi necia y ridícula aspiración? ¿Un hombre como yo puede subir a tanta altura? ¿La misteriosa oscuridad de los tiempos venideros ocultará alguna cosa que destruya este nivel espantoso? ¿Puedo esperar, o resignarme desde ahora, bendiciendo la mano de la Providencia que me arroja en el polvo de donde nunca debí intentar salir?

Estas preguntas me hacía, cuando un acontecimiento no previsto vino a alterar repentinamente la situación de las cosas fuera de mí. El ejército corría a ocupar sus posiciones; la corneta y el tambor convocaban a todos los soldados, y gran número de gentes del pueblo, hombres y mujeres, corrían hacia las calles de Bailén. Nuestros destacamentos habían divisado las columnas avanzadas del general Vedel que venía de Guarromán en auxilio de Dupont, y ya a poca distancia, un cañonazo nos anunció la presencia de un nuevo enemigo. ¡Ay!, ¡si Vedel hubiese llegado un momento antes, poniéndonos entre dos fuegos! Pero Dios, protector en aquel día de la España oprimida y saqueada, permitió que Vedel llegase cuando estaba convenida ya la tregua, y se había principiado a negociar la capitulación.

Al instante mandó Reding un oficio al general francés dándole cuenta de lo ocurrido, y los enemigos se detuvieron más allá de una ermita que llaman de San Cristóbal, situada a mano izquierda del camino real, yendo de Bailén a Guarromán. Al poco rato vimos un oficial francés que llegó al pueblo con un oficio para Reding y otro para Dupont, y como en el cuartel general de este se estaban ya negociando las bases de la capitulación, nos consideramos seguros de ser atacados por la parte alta del camino, a causa de que la acordada suspensión de armas debía afectar a todas las fuerzas que componían el ejército imperial de Andalucía.

A pesar de esta confianza, varios regimientos, entre ellos el de Irlanda y el famosísimo de Órdenes Militares que tanto se había distinguido en la batalla, ocuparon el camino frente a las tropas de Vedel, las cuales iban llegando por momentos y tomaban posiciones. Mi regimiento fue colocado en la entrada oriental del pueblo. Sería poco más de la una cuando los franceses de Vedel, sin aguardar a que les contestara Dupont, rompieron el fuego contra Irlanda, sorprendiéndoles con fuerzas considerables. Gran efervescencia y algazara y tumulto en nuestras filas. Todos querían ir no a combatir con los franceses, sino a pasarlos a cuchillo, por violar las leyes de la guerra. Pero nosotros teníamos, para sojuzgar a los traidores, rehenes preciosos, cuales eran los restos del ejército de Dupont, que estaban en nuestro poder, como una víctima maniatada y con la cabeza sobre el tajo. Durante la confusión que siguió al ataque, algunas tropas acudieron a cercar el campo francés vencido, y otras corrieron en auxilio de los regimientos de Irlanda y Órdenes, puestos en gran compromiso.

A pesar de la inferioridad de número y de posición de nuestras tropas, todo anunciaba que se iba a trabar un combate tan encarnizado como el primero, y los valerosos paisanos lo mismo que los soldados de línea ardían en generoso anhelo de morir si era preciso por rematar con una tarde épica la gloriosa mañana.

Pero la Providencia, como he dicho, estaba de nuestra parte. Casi juntamente con los primeros tiros de la embestida de Vedel, sonaron cañonazos lejanos, que al principio no supimos a qué dirección referir.

– ¿Qué es eso? ¿Hacen fuego por el Herrumblar o es la gente de Mengíbar? – preguntaban allí.

– Es la división de D. Manuel de la Peña, que viene por la Casa del Rey – contestó uno que a todo escape venía del primer campo de batalla.

La tercera división, enviada al amanecer desde Andújar por Castaños en seguimiento de Dupont, había llegado, y se anunciaba al enemigo con disparos de pólvora seca. Aterrado con este nuevo refuerzo, que aniquilaría los restos del ejército, si Vedel no se sometía al armisticio, Dupont dio enérgicas órdenes para que cesara el fuego de la división recién venida de Guarromán, y el fuego cesó. Con esto, los nueve mil hombres de Vedel se sometieron de antemano al pacto que ajustaba su general en jefe.

Seguimos, sin embargo, sobre las armas, y las entradas de la villa continuaron custodiadas por numerosas fuerzas, que se relevaban para proporcionarnos algún descanso. Cuando me tocó dejar la guardia, dirigime a una de las muchas casas del pueblo en que curaban heridos, para que me pusieran algo en la mano izquierda, donde había recibido una contusión que aunque ligera, me escocía bastante. Regresaba luego a pie en busca de mi puesto, cuando, sintiendo una mano en mi hombro, miré y tuve el gusto de encontrarme cara a cara con D. Paco, el maestro y ayo de D. Diego.

– ¿Qué ha sido del niño?, ¿dónde está? No ha venido por casa – me dijo con tono angustiado y poniéndose pálido.

– Sr. D. Paco – le contesté-, francamente, no sé dónde está el señor conde, aunque me parece que debe de estar vivo.

– ¡Qué miedo, qué pavor! ¡La santa Virgen de Araceli, la de Fuensanta, la del Pilar y la del Tremedal todas juntas nos favorezcan! Las piernas me tiemblan, Gabriel, y si mi señor y discípulo no parece, yo no me atrevo a decírselo a la señora.

– Ya parecerá; yo le vi poco antes de concluir la batalla. Andará por cualquier lado – dije para calmar su inquietud.

– Es raro que estando sano y salvo no viniese a casa, o mandara un recado. ¿En dónde hay caballería?

– En San Cristóbal, en donde estaba la batería, en la noria, en los altos de la derecha, en los del Gaudiel, hacia el Herrumblar, en muchas partes. Ya andará el Sr. D. Diego por ahí.

– Dios lo quiera. Voy, corro a buscarlo. ¿Dime tú… ya no harán fuego, eh? ¿Habrá peligro en andar por aquí? Si quisieras acompañarme. ¡Diantre con el niño, y si supiera él qué buenas noticias le traigo cómo se apresuraría a venir a mi encuentro!

– ¿Qué noticias, Sr. D. Francisco? ¿Se pueden saber? – pregunté disponiéndome a acompañar al ayo por el campo de batalla.

– ¡Noticias estupendas y que le harán saltar de gozo! Esta mañana recibió la señora un propio de la marquesa de Leiva, anunciando que su Excelencia, con la condesa, con la señorita Inés y el señor marqués, salen de Córdoba para Madrid, a donde los llama un negocio de mucho interés para las dos familias.

– El camino no está para viajes, Sr. D. Paco.

– Vienen por Mengíbar, y anuncian que de esta noche a mañana llegarán a casa, donde piensan detenerse algunos días, no sólo para tomar descanso, sino para que ambas familias se conozcan y traten, pues son ramas que van a injertarse, formando un solo árbol frondoso que eche profundas raíces en el suelo de la Nación y dé sombra a numerosa e ilustre prole.

– Sí – dije-, ya sé que el señorito se casa…

– ¡Ay! ¡Dónde estará ese Juan enreda de D. Diego!… Sí, se casa. He visto el retrato de la señorita Inés, que es un portento de hermosura. Pues sí: la niña no quería salir del convento, aunque se lo predicaran frailes teatinos; pero yo no sé; algo pasó allá a principios del mes, o sin duda la joven al ver el retrato de D. Diego, sintió la flecha del dios ceguezuelo en su corazón. Lo cierto es que ha pedido salir del convento, con gran regocijo de sus parientes, y ahora marchan todos a Madrid para las diligencias de la legitimación, porque ya sabes tú que…

– Sí, había entendido que esa joven era hija de la señora condesa.

– ¡Calla, deslenguado procaz! ¡Qué has dicho! La señora condesa, prima de mi señora, había de tener semejantes tapujos. No hay tal cosa, chiquillo desvergonzado. La señorita Inés es hija de una dama extranjera, que ya no existe y que floreció hace quince años en la corte, dando que hablar por sus amores con un célebre caballero de esta ilustre familia. ¿Sabes quién es el padre de doña Inés? Pues no es otro que ese espejo de los diplomáticos, ese discretísimo hermano de la señora marquesa de Leiva, el cual ha reconocido a la muchacha por hija suya, y ahora se apresura a legitimarla por autorización real para que entre en posesión del mayorazgo cuando Dios se sirva llamar a su seno a la señora marquesa de Leiva.

– ¡Qué bien lo han compuesto todo! – exclamé sin poder contener la expresión de mi asombro.

– ¿Cómo compuesto? Mi señora me ha participado esta mañana lo que acabo de decir. ¡Ah! Ese sin par diplomático, que tanta fama tiene en todas las cortes de Europa, ha dado una prueba de caballerosidad, poniendo su nombre a ese fruto de sus iracundas fogosidades juveniles, abandonado hasta hoy, y que en lo sucesivo descollará cual arbusto lozano en el pensil de la sociedad española… Pero ese D. Diego… ¿En dónde está D. Diego? Hablemos al general en jefe… preguntemos a esos soldados… Diga Vd., héroe de este día, que se anotará en los fastos de la historia con piedra blanca, albo notanda lapillo; oiga Vd., ¿ha visto Vd. por casualidad a D. Diego?

Y así iba preguntando a todos, sin que nadie le diese razón.

XXIX

Vino la noche. Los franceses, muertos de fatiga y de hambre en su campamento, aguardaban con anhelo a que la capitulación estuviese firmada. Los que menos paciencia tenían eran los suizos afiliados en el ejército imperial, y así que oscureció empezaron a pasarse a nuestro campo. Un historiador francés, queriendo atenuar el desastre de los suyos, ha escrito que la defección ocurrió durante la batalla; pero esto es falso. Lo peor es que otro historiador, no francés sino español, lo ha repetido con lamentable ligereza, faltando así a su patria y a la verdad, que es superior a todo.

La capitulación iba despaciosamente, porque los parlamentarios se habían juntado en Andújar, residencia del general en jefe, y en Bailén no teníamos noticia de lo que allí pasaba. Temiendo que los enemigos intentaran escaparse, nuestros generales tomaron acertadas precauciones, y la artillería ocupó, mecha encendida, los puestos convenientes. Al mismo tiempo millares de paisanos, discurriendo por cerros y alturas, hostigaban de tal modo a los franceses en todas partes, que no les era posible moverse. Esta vigilancia permitía descansar a una parte del ejército; y especialmente los heridos, aunque sólo lo fueran muy levemente como yo, teníamos libertad para estar en el pueblo, donde nos ocupábamos en reunir víveres y llevarlos a los del campamento, así como en acomodar a los heridos graves en las principales casas.

Salía yo de Bailén con un cesto de víveres para unos jefes de artillería cuando tropecé con Santorcaz, que volvía seguido de algunos voluntarios de Utrera y licenciados de Málaga.

– ¡Oh, Sr. de Santorcaz! – exclamé con la mayor sorpresa. – ¿Está Vd. vivo? Yo le hacía en el otro barrio.

– No, muchacho, vivo estoy – me respondió. – Dios quiere que todavía el que está dentro de esta camisa dé mucho que hacer en el mundo.

– ¿Pero tampoco está Vd. herido?

– Aquí tengo un par de rasguños; pero esto no es nada para un hombre como yo. Ya sabes que me han hecho sargento. No vine aquí para ganar charreteras; pero puesto que me las dan, las tomo.

– Grandes hazañas habrá hecho el Sr. D. Luis.

– Poca cosa. Caí del caballo, y a pie defendime rabiosamente contra tres o cuatro franceses. Reventé a uno, descalabré a otro, y me volví a nuestro campo con un águila que entregué al marqués de Coupigny. Al recoger de mis manos la bandera, el general, después de preguntarme si era licenciado de presidio, me dijo: «Es Vd. sargento». ¿Ves? Me han puesto al frente de este pelotón de buenos muchachos; ¿quieres venirte con nosotros?

Diciendo esto señaló a los esclarecidos varones que le seguían, los cuales, o yo me engaño mucho o eran la flor y nata de Ibros, Sierra de Cazorla y Despeñaperros, todos gente de ligerísimas piernas y manos. Dile las gracias por el ofrecimiento, y seguí mi camino.

– ¡Ah! ¿Qué sabe Vd. de D. Diego? – le pregunté volviendo atrás.

– Pues qué – dijo retrocediendo-, ¿no se sabe dónde está D. Diego? ¿Ha muerto? ¿Se ha extraviado? Es preciso averiguarlo. Y di, ¿tú has visto por casualidad mi caballo? ¿Sabes si alguien lo recogió?

– No sé nada de tal caballo – repuse alejándome.

Ya avanzada la noche regresé a Bailén, donde me causó sorpresa ver una triste procesión compuesta de tres mujeres vestidas de negro, a las cuales seguían hasta media docena de hombres, llevando por delante dos criados con sendos farolillos para alumbrar el camino. Acerqueme y reconocí a doña María, con sus dos hijas, las tres cubiertas con negros mantones y muy afligidas y llorosas. Digo mal, porque si las dos muchachas se deshacían en lágrimas, la señora condesa conservaba seco el rostro, aunque visiblemente alterado, la mirada fija y valerosa y el andar muy firme. Al instante me presenté a ella, saludándola con el mayor respeto y ofreciéndola mi ayuda si, como parecía, iban en busca de D. Diego.

– ¿Conque no parece el niño? ¿Cuándo le perdiste de vista durante la batalla? – me preguntó.

– Señora, desde la gran carga que dimos sobre el ala izquierda de los franceses dejé de ver a D. Diego.

– Yo creí que estuviera entre los heridos; pero no está. ¿Todos los muertos han sido recogidos del campo de batalla?

– Sí señora; sólo quedan los desconocidos, los paisanos que no estaban afiliados a ningún regimiento.

– Vamos a ver – dijo con un aplome, con una firmeza que me asombraron, pues no suponía tanto valor en el alma de una mujer.

– Yo acompañaré a usía con mucho gusto.

– ¿Y qué tal se ha portado mi hijo? – me preguntó cuando marchábamos juntos.

– Señora, se ha portado como un héroe; se ha portado como quien es.

– ¿Los jefes advirtieron su valor? ¿Elogiaron su bizarría, recordando el linaje de mi hijo?

– Sí señora, los jefes estaban con la boca abierta presenciando las hazañas de D. Diego – repuse por halagar el amor propio de la noble señora, cuyo dolor se atenuaría sabiendo que su vástago había honrado el nombre de Rumblar.

– ¿Y amabais vosotros a mi hijo?

– ¡Oh!, sí señora. D. Diego es tan bueno… y nos trata como si fuéramos todos iguales.

– ¡Como si todos fuerais iguales! – exclamó doña María con ligeras muestras de enfado.

– No… vamos al decir… – indiqué corrigiendo mi lapsus. – D. Diego es un caballero y nosotros unos badulaques… quiero decir que nos trataba sin tiranía… ¡Pobre D. Diego! Pero le hemos de encontrar, señora. D. Diego está sano y salvo. Me lo dice el corazón.

– Tú eres un buen muchacho. Ayúdanos a buscar a mi hijo y te recompensaré. Si parece, yo te prometo que serás su paje cuando se case.

– ¡Ah, gracias señora!, muchas gracias – contesté con viveza.

– Eres modesto. ¿Crees que no mereces este honor? Aunque no lo merezcas yo te lo concedo.

Llegamos a un punto en que se distinguía un cuerpo tendido boca abajo sobre el suelo. Nos estremecimos todos, y Asunción y Presentación se abrazaron llorando a gritos. La curiosidad luchó un instante en nosotros con el temor, pues deseábamos acercamos al cadáver por ver si era D. Diego, y temíamos llegar a él por si acaso era. Doña María fue la primera que dio un paso y la seguimos todos. Aquel cadáver solitario de un hombre muerto por la patria, no había encontrado todavía ni un pariente, ni un amigo, ni un camarada que se cuidase de él. No era D. Diego.

La condesa después de examinarlo alzó los ojos al cielo, cruzó las manos y rezó en voz alta el Padre nuestro, a cuya oración contestamos todos muy devotamente con El pan nuestro…

Seguimos andando, y en otro sitio encontramos algunos cadáveres, que la condesa con heroísmo sobrenatural examinaba cara a cara hasta convencerse de que su hijo no estaba allí. Si nos acontecía llegar en el momento de abrir a alguno la sepultura, todos echábamos un puñado de tierra en la fosa del patriota, que bien pronto desaparecía en la vasta superficie del campo, no quedando huella ni marca alguna en el suelo, como no queda noticia del heroísmo individual en la historia.

Nuestras pesquisas por todo el campamento no dieron resultado alguno. Las dos hermanitas no podían tenerse en pie, ni cesaban de rezar en castellano y en latín, recitando con fervorosa declamación cuantas oraciones sabían. Tales eran la confusión y anonadamiento de D. Paco, que más de una vez se cayó al suelo. Sólo doña María conservaba una entereza heroica y casi bárbara que hacía creer en la superioridad del temple moral de algunos linajes sobre el plebeyo vulgo. No en vano tenía aquella señora por su línea materna la sangre de Guzmán el Bueno.

Era muy tarde cuando volvimos a la casa. Mientras reinaba en ella la desolación, ni una lágrima brotó de los ojos de doña María.

– Si Dios ha querido disponer de la vida de mi hijo – exclamó sentándose en el clásico sillón de cuero-, concédame al menos el consuelo de saber que ha muerto con honor.

– D. Diego ha de parecer, señora – dije yo con movido. – Si hubiera muerto, ¿no habríamos encontrado su cuerpo?

Esta razón devolvió a D. Paco su perdida fuerza dialéctica, y habló así:

– ¿Pero no hubo también un pequeño combate por donde estaba Vedel? ¡Quién sabe si cogerían prisionero al niño!

– Los prisioneros fueron devueltos esta tarde por orden de Dupont – repuso doña María.

– ¿Y si el niño estaba herido y lo metieron en el hospital francés?…

– Yo lo he de averiguar, señora – exclamé. – Mañana mismo pediremos un salvo-conducto para ir al campo enemigo. Me parece que allí le encontraremos.

– Ya sabes que te he prometido una gran recompensa. Si haces lo que dices, y encuentras a mi hijo y le traes – me dijo la de Rumblar-, la recompensa será aún mayor. Dios dispone de todo, y las glorias de la tierra a veces son trocadas en miseria, en tristeza, en nada por su mano poderosa. Si mi hijo no parece, ¿qué soy, qué me queda, qué resta a mi casa y a mi nombre? Dios habrá decidido que todo perezca y que las grandezas de ayer sean hoy ruinas, donde nos ocultemos para llorar. ¿La victoria se había de alcanzar sin desgracias? Napoleón es vencido en España, y ante la salvación de nuestro país, ¿qué significa una vida por noble que sea?, ¿qué una familia, por grande que sea su lustre?

La enérgica entereza de aquella mujer de acero me llenó de asombro. Después continuó así:

– Yo creí que este sería un día de júbilo en mi casa. Después de la victoria alcanzada, hubiéramos sido muy felices teniendo aquí a mi hijo, y recibiendo a la prometida esposa que con mis primas debe de llegar aquí esta noche… ¿No ha llegado? Cuide usted, don Paco, de que nada les falte. ¿Está todo preparado, las camas, la cena, las habitaciones? Niñas, ¿qué hacéis ahí mano sobre mano?

Asunción y Presentación lloraron con más fuerza al oírse nombrar por su madre. Pareciome que esta también comenzaba a sentir vacilante su varonil espíritu, y que apagándose la llama de sus ojos, se desmayaban sus enérgicos brazos, cayendo con desaliento sobre los del sillón. Pero sin duda no quería perder su dignidad de gran señora delante de nosotros, y mandándonos salir a todos, a sus hijas, a D. Paco, a los criados y a mí, se quedó sola.

Un rato después sentí ruido de coches y mulas en la calle; luego una gran algazara en el patio, y al oír esto, diome un gran vuelco el corazón. Escondido tras uno de los pilares vi descender de los coches y subir pausadamente a las personas que eran esperadas, y al mirar al diplomático que cargaba en sus brazos a una mujer para bajarla del carruaje, reconocí a la monjita de Córdoba.

Yo temía ser visto de Amaranta; pero como esta y su tía habíanse adelantado y estaban ya arriba, me aventuré a seguir al diplomático, que subió detrás de todos con Inés, sosteniéndola por la cintura. Delante iban los criados con hachas, detrás yo solo. Inés se envolvía en un gran manto, chal o cabriolé que tenía larguísimos flecos en sus orillas. Subíamos lentamente, ellos delante, yo detrás, y aquellos menudos hilos de seda pendientes de la espalda y de la cintura de Inés flotaban delante de mis ojos. Como quien llega a la puerta del cielo y tira del cordón de la campanilla para que le abran, así cogí yo entre mis dedos uno de aquellos cordoncitos rojos y tiré suavemente. Inés volvió la cabeza y me vio.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
240 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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