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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Bailén», sayfa 14

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XXX

Una vez arriba, el ayo informó a los viajeros de lo que ocurría, y pasando adentro las tres señoras, el diplomático se quedó con D. Paco en el comedor.

– Aquí estamos consternados, Sr. D. Felipe-dijo el ayo. – Y si mi amo no parece el mundo habrá perdido en el fragor de horripilante batalla a un joven que prometía ser gran filósofo, y que ya era gran calígrafo.

– ¡Demonio de contrariedad! – dijo el diplomático, sacando su caja de tabaco y ofreciendo un polvo al ayo, después de tomarlo él. – Lo siento… a nuestra edad nos gusta tener quien nos suceda y herede nuestras glorias para desparramar su luz por los venideros siglos. Vea Vd. la razón por qué me apresuré a reconocer a mi querida hija… ¡Ah! Sr. D. Francisco: yo he tenido una juventud muy borrascosa, como todo el mundo sabe, y hartas noticias tendrá Vd. de mis aventuras, pues no había en las cortes de Europa dama alguna, casada ni soltera, que no se me rindiese. Después de todo es una desgracia haber nacido con tal fuerza de atracción en la persona, Sr. D. Francisco; tanto que todavía… pero dejemos esto. Ahora no me ocupo más que del bienestar de mi idolatrada niña. Y a fe que si es cierto que no existe D. Diego, no por eso se quedará soltera; pues cartas tengo aquí del príncipe de Lichenstein, del archiduque Carlos Eugenio, del conde de Schöenbrunn y de otros esclarecidos jóvenes de sangre real pidiéndomela en matrimonio. Como yo tengo tantos amigos en las cortes de Europa, y en España mismo, pues… ya he sabido que las principales familias acogidas en Bayona o residentes en Madrid, se disputan la mano de mi hija. ¿La ha visto Vd., Sr. D. Francisco? ¿Ha observado usted en su cara los rasgos que indican la noble sangre mía y la de aquella hermosísima, cuanto desgraciada señora extranjera…? ¡Oh!, me enternezco, señor D. Francisco… Pero hablemos de otra cosa, cuénteme Vd. cómo ha sido esa batalla. ¿Conque hemos ganado? ¿Y hay capitulación? De modo que he llegado a tiempo. ¡Oh! Sr. D. Francisco, temo que hagan un desatino, si no les asisto con mis luces, porque los militares son tan legos en esto de tratados… Yo traigo un proyectillo, mediante el cual la Rusia ocupará Despeñaperros, España pasará a guarnecer las orillas del Don y de la Moscowa, y Prusia…

Cuando me marché, el diplomático continuaba calentando los cascos al buen D. Paco, que le ofreció algunos manjares y vino de Montilla para reparar sus fuerzas. Al salir de la casa, vi en la puerta de la calle a varios hombres, no de muy buena facha por cierto, uno de los cuales llegose a mí, y tomándome por el brazo, me dijo:

– ¿Conoces tú a esa gente que acaba de llegar?

– No, Sr. de Santorcaz – repuse. – No sé qué gente es esa, ni me importa saberlo.

Apartámonos todos de la casa, y por el camino me dijo otra vez D. Luis que tendría mucho gusto en verme en las filas de su compañía.

Al día siguiente, que era el 20, nos ocupamos Marijuán y yo en buscar otra vez a nuestro amo. Uniósenos D. Paco, y el general español escribió un oficio a Dupont, rogándole que nos permitiera hacer indagaciones en el campamento francés, para ver si se encontraba allí a D. Diego, herido o muerto. Visitamos el hospital enemigo, y entre los heridos no había ningún español, lo cual nos desconsoló sobremanera. Yo no era el que menos se acongojaba con esta contrariedad, aunque sabía el casamiento de Inés. ¿Qué significaba aquel generoso sentimiento mío? ¿Era pura bondad, era puro interés por la vida del semejante, aunque fuese enemigo, o era un sentimiento mixto de benevolencia y orgullo, en virtud del cual yo, convencido de que Inés no amaba sino a mí, quería proporcionarme el gozo de ver a D. Diego despreciado por ella? Francamente, yo no lo sabía, ni lo sé aún.

Cuando recorrimos el campo francés, pudimos observar la terrible situación de nuestros enemigos. Los carros de heridos ocupaban una extensión inmensa, y para sepultar sus tres mil muertos, habían abierto profundas zanjas donde los iban arrojando en montón, cubriéndoles luego con la mortaja común de la tierra. Algunos heridos de distinción estaban en las Ventas del Rey; pero la mayor parte, como he dicho, tenían su hospital a lo largo del camino, y allí los cirujanos no daban paz a la mano para vendar y amputar, salvando de la muerte a los que podían. Los soldados sanos sufrían los horrores del hambre, alimentándose muy mal con caldos de cebada y un pan de avena, que parecía tierra amasada.

Todos anhelaban que se firmase de una vez la capitulación para salir de tan lastimoso estado; pero la capitulación iba despacio, porque los generales españoles querían sacar el mejor partido posible de su triunfo. Según oí decir aquel día cuando regresamos a Bailén, ya estaba acordado que se concediese a los franceses el paso de la sierra para regresar a Madrid, cuando se interceptó un oficio en que el lugarteniente general del Reino mandaba a Dupont replegarse a la Mancha. Comprendieron entonces los españoles que conceder a los franceses lo mismo que querían, era muy desairado para nuestras armas, y acordaron considerarles como prisioneros de guerra, obligándoles a entregar las armas. Pero aún el día 21 los contratantes del lado francés, generales Chabert y Marescot, y los del lado español, Castaños y conde de Tilly, no habían llegado a ponerse de acuerdo sobre las particularidades de la rendición.

También alcanzamos a ver a lo largo del camino la interminable fila de carros donde los imperiales llevaban todo lo cogido en Córdoba. ¡Funestas riquezas! Dicen algunos historiadores que si los franceses no hubieran llevado botín tan numeroso, habrían podido salvarse retirándose por la sierra; pero que el afán de no dejar atrás aquellos quinientos carros llenos de riquezas les puso en el aprieto de rendirse, con la esperanza de salvar el convoy. Yo no creo que los franceses hubieran podido escaparse con carros ni sin carros, porque allí estábamos nosotros para impedírselo; pero sea lo que quiera, lo cierto es que Napoleón dijo algún tiempo después a Savary en Tolosa, hablando de aquel desastre tan funesto al Imperio:

«Más hubiera querido saber su muerte que su deshonra. No me explico tan indigna cobardía sino por el temor de comprometer lo que había robado».

No nos atrevimos a volver a la casa con la mala noticia de que el niño no parecía, y seguimos visitando todos los contornos, para preguntar a la gente del campo. D. Paco estaba tan fatigado, que no pudiendo dar un paso más se arrojó al suelo; pero al fin pudimos reanimarle, y firmes en nuestra santa empresa, nos dirigimos al campamento de Vedel, con otro oficio del general Reding. Mas vino la noche y los centinelas no nos dejaron pasar, viéndonos por esto obligados a diferir nuestra expedición para el día siguiente muy temprano. Ni Marijuán, ni D. Paco ni yo teníamos esperanza alguna, y considerábamos al mayorazgo perdido para siempre.

Desde que amaneció corrían voces de que la capitulación estaba firmada, y más nos lo hacía creer la circunstancia de que varios oficiales pasaron frecuentemente de un campo a otro, trayendo y llevando despachos.

No distábamos mucho de la ermita de San Cristóbal, cuando advertimos gran movimiento en el ejército de Vedel. Apretando el paso hasta que les tuvimos muy cerca, observamos que camino abajo venía hacia nosotros un joven saltando y jugando, con aquella volubilidad y ligereza propia de los chicos al salir de la escuela. Corría a ratos velozmente, luego se detenía y acercándose a los matorrales sacaba su sable y la emprendía a cintarazos con un chaparro o con una pita; luego parecía bailar, moviendo brazos y piernas al compás de su propio canto, y también echaba al aire su sombrero portugués para recogerlo en la punta del sable.

– ¡Qué veo! – exclamó D. Paco con súbita exaltación. – ¿No es aquel mozalbete el propio D. Diego, no es mi niño querido, la joya de la casa, la antorcha de los Rumblares…? Eh… D. Dieguito, aquí estamos… venid acá.

En efecto, cuando estuvimos cerca, no nos quedó duda de que el mozuelo bailarín era D. Diego en persona. Él nos vio y al punto vino corriendo para abrazarnos a todos con mucha alegría.

– Venid acá, venid a mis brazos, esperanza del mundo – exclamó D. Paco, loco de contento. – ¡Si supiera Vd. cómo está mamá! ¡Buen susto nos ha dado el picaroncillo!… ¿Pero qué ha sido eso, niño? ¿Estaba usía prisionero?

– Me cogieron prisionero junto a la ermita – dijo D. Diego. – ¿Pero estás vivo, Gabriel, y tú también, Marijuán? Yo creí que os habían matado en aquella furiosa carga. ¿Y Santorcaz?… Pero os contaré lo que me pasó. Después de la carga, y cuando entró la caballería de España, quedé a retaguardia del regimiento; se me murió el caballo y corrí a las filas del regimiento de Irlanda. Cuando vinimos aquí nos cogieron prisioneros los franceses, y yo les dije tantas picardías que quisieron fusilarme.

– ¡Qué horror! – exclamó D. Paco. – Pero veo que es Vd. un héroe, oh mi niño querido. Creo que la mamá piensa dirigir una exposición a la Junta para que le den a Vd. la faja de capitán general.

– Me iban a fusilar – continuó el rapaz-, cuando un oficial francés tuvo lástima de mí y me salvó la vida. Después lleváronme a sus tiendas donde me dieron vino, y…

– Vamos, vamos pronto a casa, y allí contará Vd. todo – dijo D. Paco. – ¡Qué alegría! Volemos, señores. ¡Cuando la señora condesa sepa que le hemos encontrado!… ¡Ah! ¿No sabe Vd. que está ahí su novia?… ¡Qué guapísima es!… La pobre no cesa de llorar la ausencia del niño, y si no hubiese Vd. parecido, creo que la tendríamos que amortajar. Vamos, vamos al punto.

Corrimos todos a Bailén muy contentos. Al llegar al pueblo, uno de nosotros propuso anticiparse para anunciar a doña María la fausta nueva; pero no permitió D. Paco que nadie sino él en persona se encargase de tan dulce comisión, y con sus piernas vacilantes corrió hasta entrar en la casa diciendo con desaforados gritos: – ¡Ya pareció, ya pareció!

Cuando nosotros llegamos con el joven, todos salieron a recibirle, excepto Amaranta, a quien un fuerte dolor de cabeza retenía en su cuarto. Era de ver cómo los criados, las hermanitas y la misma doña María, sin poder contener en los límites de la dignidad su maternal cariño, le abrazaban y besaban a porfía; y uno le coge, otro le deja, durante un buen rato le estrujaron sin compasión. Al fin reuniéndose todos, inclusos los huéspedes en la sala baja, don Diego fue solemnemente presentado a su novia. No puedo olvidar aquella escena que presencié desde la puerta con otros criados, y voy a referirla.

XXXI

Inés, confusa y ruborosa, no contestó nada, cuando el diplomático se fue derecho a ella llevando de la mano a D. Diego, y le dijo:

– Hija mía, aquí tienes al que te destinamos por esposo: mi sobrino, varón ilustre, a quien veremos general dentro de poco como siga la guerra.

– Hijo mío – añadió doña María-, las altas prendas de la que va a ser irremisiblemente tu mujer no necesitan ser ponderadas en esta ocasión, porque harto las conocemos todos. Ahora, con el trato, se avivará el inmenso cariño que os profesáis desde hace algunos años, señal evidente de que Dios tenía decidida ya vuestra unión en sus altos designios.

– Bonito es el retrato – dijo D. Diego con un desenfado impropio de la situación-; pero Vd., Inés, lo es más todavía. ¿Y en qué consistía el no querer salir del maldito convento? Sin duda las pícaras monjas la retenían a Vd. por fuerza, esperando que al profesar les llevara un buen dote. Pero no, yo juro que estaba decidido a sacar de allí a mi monjita, y ya discurría el modo de saltar por las tapias de la huerta y romper rejas y celosías para conseguir mi objeto.

Doña María, al escuchar esto, palideció, y luego las centellas de la ira brillaron en sus ojos. Pero con disimulo habló de otro asunto, procurando que el noble concurso y discreto senado olvidara las palabras del incipiente chico.

– Pero cuéntanos de una vez lo que te ha pasado en el campamento francés – dijo a D. Diego.

– Pues me querían fusilar – repuso el mayorazgo sentándose. – Ya me tenían puesto de rodillas, cuando un oficial mandó suspender la ejecución.

– ¿Y por qué te querían asesinar esos cafres?

– Porque les dije mil perrerías. Después, cuando me llevaron a la tienda, todos se reían de mí. Luego me dieron vino, obligándome a beberlo, y yo mientras más bebía más charlaba, diciendo atroces disparates y frases graciosas, hasta que me quedé como un cuerpo muerto.

– ¿Y no sabes tú – exclamó doña María sin poder disimular su indignación-, que las personas de buena crianza no beben sino poquito?

– Es verdad; pero aquel vino tenía un saborcillo que me gustaba, y los franceses se reían mucho conmigo. Todos iban a verme, llamándome le petit espagnol.

– Lo cual, en la lengua de las Galias, quiere decir el pequeño español – dijo D. Paco.

– Pero no debió Vd. dejarse emborrachar, joven – indicó el diplomático. – Juro que si eso hubiera pasado conmigo, de un sablazo descalabro a todos los oficiales de la división de Vedel.

Doña María, profundamente indignada, silenciosa, ceñuda, parecía una sibila de Miguel Ángel.

– Pero si todos aquellos señores me querían mucho… – continuó D. Diego. – Por la tarde, y luego que desperté de aquel largo sueño, me dijeron que si sabía yo lidiar un toro. Díjeles que sí, y poniéndose muy contentos, me mandaron que diese al punto una corrida. Noquería yo más para divertirme; así es que, poniendo una silla en lugar de toro, le capeé, le puse banderillas y le di muerte con mi sable, pasándole de parte a parte. ¡Cuánto se rieron aquellos condenados! Hasta el general acudió a verme.

– Veo que has aprovechado el tiempo en el campamento francés – dijo la señora madre con tremenda ironía.

– Si no me querían dejar venir. Después me dijeron que les cantara el jaleo, y lo canté de pie sobre una banqueta. ¡Ave-María purísima! Hasta los soldados se acercaban a la tienda para oír. Entre los oficiales había dos que no me dejaban de la mano, y me decían que si me pasaba al ejército francés, me tomarían por ayudante, llevándome a Francia, a París, y de París a recorrer toda la Europa.

– ¡Y no les distes una bofetada! – exclamó doña María clavando sus dedos en el cuero del sillón.

– ¡Quia! Me eché a reír y les dije que ya pensaba ir a Francia con el Sr. de Santorcaz, que es mi amigo y ha de ser mi ayo y maestro cuando me case.

Esta vez no fue doña María la que se estremeció de sorpresa e indignación; fue la marquesa de Leiva, quien mudando el color y con absortos ojos miró sucesivamente a su prima, a su sobrino y al ayo.

– Pero ¿qué está diciendo el niño? – preguntó este mirando a la condesa. – ¿Quién dice que es su maestro y su amigo?

– Cualquiera menos Vd. – contestó insolentemente el heredero. – ¡Vaya un maestro, que no sabe enseñar sino mentecatadas y simplezas!

– ¡Jesús! Diego, repara que estás… – dijo doña María conteniendo con grandes esfuerzos los gestos amenazadores, natural expresión de su ira.

D. Paco se llevó el pañuelo a los ojos para enjugar una lágrima. Inés atendía a todo discretamente y sin hablar. ¡Ah! Mientras allí la juzgaban indiferente al peligroso diálogo, ¡qué admirables observaciones, qué exactos juicios haría en aquellos momentos ante semejante escena! Su talento y alto criterio dominarían sobre las pasiones, los errores y las querellas de la histórica familia como el sol inmutable sobre la volteadora tierra.

Asunción y Presentación, que aguardaban coyuntura para dar expansión al comprimido gozo de sus almas, hubieran querido reír como su hermano, pero la seriedad de su madre las tenía mudas de terror.

– Esta predisposición de Vd. – dijo el marqués-, a visitar las cortes europeas me indica que se siente el niño con inclinaciones a la diplomacia. Hija mía – añadió dirigiéndose a Inés-, cada vez descubro más eminentes cualidades en el que te destinamos por esposo, y veo justificado el amor que desde hace tiempo en silencio le profesas, y que, en tu castidad y delicadeza, procuras disimular hasta el último instante.

– ¡Ah!, se me olvidaba decir – exclamó D. Diego riendo a carcajadas-, que los franceses me han enseñado a decir algunas palabras en su lengua.

Y levantándose al punto, hizo profundas reverencias ante Inés, diciéndole:

– Ponchú, madama. ¿Como la porta bú?

Asunción y Presentación después de mirarse una a otra creyeron que había llegado el momento de reír, y rieron dando desahogo a sus oprimidos corazones; pero como doña María no desplegó sus labios, las dos muchachitas tuvieron que ponerse serias otra vez.

– ¡Oh! ¡Tres bien! – dijo el diplomático. – Señor D. Francisco, su alumno de Vd. demuestra las luces y copiosa doctrina del eruditísimo maestro.

Hizo D. Paco una graciosa reverencia, y su rostro compungido y lloroso se esclareció con una sonrisa.

Doña María callaba; pero en su pecho rugía iracunda y atormentadora la tempestad. Ella y su prima la de Leiva se miraban de vez en cuando, transmitiéndose una a otra el fuego de sus coléricos sentimientos.

– Otras muchas palabras sé – continuó el rapaz-; como Crenom de Dieu, Sacrebleu, exclamaciones que se dicen cuando uno está rabioso, en vez de ¡Caracoles! ¡Canastos!

Doña María se levantó de su asiento… y se volvió a sentar.

– ¡Cómo me querían aquellos demonios de franceses! Uno de ellos sabía español y hablaba a ratos conmigo. Me dijo que los españoles eran muy valientes y muy honrados; pero que hacían mal en defender a Fernando VII, porque este príncipe es un farsantuelo que engañó a su padre y ahora está engañando a la Nación y al Emperador.

Doña María se llevó la mano a los ojos.

– Yo le aseguré que los españoles les echaríamos de España, y él me contestó que parecía probable, porque la guerra iba tomando mal aspecto; pero que esto sería un mal para nosotros, porque de venir otra vez Fernando VII, España seguiría con su mal Gobierno, y con las muchas cosas perversas, injustas y anticuadas que hay aquí.

– ¡Oh! ¿Y no se le ocurrió a Vd. la contestación a tan atrevido y antipatriótico aserto? – preguntó con énfasis el diplomático.

– Yo le dije que aquí íbamos ahora a arreglar todas esas cosas, y a quitar la santa Inquisición, y los diezmos, y los mayorazgos, como me decía el Sr. de Santorcaz.

Doña María aferró sus manos a los brazos de la silla como si quisiera estrujar la madera entre sus dedos.

– Sobre todo los mayorazgos – prosiguió Rumblar. – También le dije al francés que yo soy mayorazgo y que después de casado tendré dos vinculaciones. ¡Cómo se reía cuando le dije que era Grande de España! Todos acudían a verme y me volvieron a dar de beber, y me caí otra vez al suelo cantando que me las pelaba.

¡Ay! Doña María se llevó las manos a la cabeza, doña María cerró los ojos, doña María golpeó el suelo con su pie derecho, doña María semejaba la imponente imagen de la tradición aplastando la hidra revolucionaria.

– Esta mañana me preguntaron si yo tenía hermanas guapas. Díjeles que eran muy bonitas, y luego me dijeron que vendrían a verlas, y que si se las quería dar para casarse con ellas, puesto que también serían mayorazgas. Yo les contesté que mayorazgo era el que había nacido primero.

Y luego dirigiéndose a sus hermanitas, les dijo:

– Os fastidiasteis, chicas, por haber nacido hembras y después que yo. Una de Vds. se casará con cualquier pelele, y la otra se meterá en un conventito a rezar por nosotros los pecadores, a no ser que algún día vea un galán por la reja, y se enamore, y luego se tire por la ventana a la calle.

Doña María no podía resistir más. Iba a estallar su furibunda cólera; pero aún era mayor el caudal de su prudencia que el caudal de su enojo… se contuvo y cerró otra vez los ojos ya que no podía cerrar los oídos.

– Después – siguió el mancebo-, me dijeron si mis hermanas usaban navaja, si tocaban la guitarra, si iban a los toros y si yo era familiar de la Inquisición.¡Cómo se reían aquellos condenados! Lo gracioso es que no me dejaban salir de allí, y a cada rato me decían so, so, so.

– Un sot – dijo el diplomático. – Pues sospecho que os llamaron tonto. ¡Oh iniquidad de la Nación francesa! ¡Vea Vd., Sr. D. Paco, lo que es un pueblo carcomido por el jacobinismo!… ¿Y no les dio Vd. un par de sablazos?

– Si me querían mucho. Anoche me tuvieron toda la noche bailando el bolero y la cachucha, en medio de un corrillo donde había más de cuarenta oficiales.

Asunción y Presentación seguían esperando con ansia la ocasión de reír; pero esta ocasión no llegaba, y consultando el rostro de su madre, veíanle cada vez más borrascoso. Así es que las dos estaban muertas de miedo.

D. Paco, conociendo que se preparaba un cataclismo, quiso conjurarlo y dijo a su discípulo:

– Vamos, basta de franceses, D. Diego. Hable Vd. de otra cosa. Si no fuera demasiado largo, os mandaría que recitarais aquel capítulo sobre la batalla del Gránico que os hice aprender de memoria; mas para que tan escogido concurso, y especialmente este fresco azahar de Andalucía, vuestra prometida; para que todos, en una palabra, puedan apreciar la buena pronunciación de Vd. y su cadencioso oído, échenos cualquiera de esos romances que sabe… vamos. Atención, señores.

– El del Barandal del cielo – dijo Asunción respirando con alegría.

– El de los Santos pechos – dijo Presentación.

– Vamos, no se haga Vd. de rogar.

– Pues voy a echarles una canción que me enseñaron los franceses.

– No, nada de franceses.

– Si es muy bonita, aunque a decir verdad, yo no la entiendo.

Y sin esperar más, púsose en pie D. Diego, y accionando como un cómico, con voz fuerte y exaltado acento, cantó así:

 
¡Allons enfants de la patrie
le jour de gloire est arrivé!
Contre nous de la tyrannie
l’etendart sanglant est levé!
 

Asunción y Presentación reían como locas, y doña María no dijo nada. Ninguno de la familia había entendido una palabra.

– Es bonita la canción – dijo D. Paco-, pero no la comprendemos.

Entonces el diplomático levantose ceremoniosa y gravemente, y tomando un tono de hombre severo habló así:

– ¿Sabe Vd. lo que está cantando? Pues está cantando la Marsellesa, esa canción impía y sanguinaria, señores, esa canción que acompañó al suplicio a todos los mártires de la revolución, incluso Luis XVI, mi querido amigo… porque han de saber Vds. que Luis XVI y yo teníamos muchas bromas y nos echábamos el brazo por el hombro paseándonos por Versalles… ¡La Marsellesa, señores, la Marsellesa! También acompañó al cadalso a María Antonieta… ¡y qué buena era aquella señora! ¡Cuántas veces la vi marcando pañuelos en una ventana baja del pequeño Trianon! ¡Cómo me quería!… En fin, este joven me ha horripilado con la tal tonadilla… Señora condesa, ¿está Vd. indispuesta? ¿Y tú, hermana? El caso no es para menos. Hija mía, ¿estás nerviosa? ¿Te has puesto mala? ¿Te causa miedo esa canción?

Inés le contestó que no tenía ni pizca de miedo. En tanto doña María, no pudiendo resistir más salió del cuarto con sus niñas. Desconcertose al punto aquella ilustre reunión, y luego no quedó en la sala más que la familia de Inés con D. Diego. Al poco rato tuvo lugar una escena lamentable, y fue que doña María, ciega de furor, y necesitando desahogar aquella tormenta de su espíritu sobre alguien, descargó su enojo al fin; ¿pero sobre quién, santo Dios?, ¿sobre quién?, dirán Vds… Sobre las dos inocentes muchachas, sobre los dos angelitos celestiales, Asunción y Presentación. ¿Y todo por qué? Porque entusiasmadillas con la llegada de su hermano, habían dejado de hacer no sé qué cosa encomendada a sus tiernas manos.¡Pobres pimpollitos! La dignidad impedía a mi señora la condesa castigar al primogénito delante de la novia y del suegro, y era forzoso que pagaran el pato las dos niñas desheredadas. Yo las vi llorando como unas Magdalenas y soplándose las palmas de las manos, escaldadas por aquel fatídico instrumento de cinco agujeros que pendía de fatal espetera en el despacho de D. Paco. Las pobrecillas estuvieron a moco y baba todo el día.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
240 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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