Читайте только на Литрес

Kitap dosya olarak indirilemez ancak uygulamamız üzerinden veya online olarak web sitemizden okunabilir.

Kitabı oku: «Episodios Nacionales: El equipaje del rey José», sayfa 10

Yazı tipi:

– Cortarle las orejas.

Después llegaron a sus oídos agudísimos ayes y clamores de la infeliz víctima; sintió que la llevaban fuera atropelladamente y la fúnebre y horrenda procesión se, presentó a su fantasía con formas tan espantosas, que tuvo miedo, un miedo indescriptible, inmenso, y cayó de rodillas, clamando:

– Señor mío Jesucristo, ¿todavía más?

Parecía que una voz contestaba desde lo alto:

– Sí, más todavía.

XX

Luego que Monsalud saliera de la prisión, se serenó un tanto; mas por algún tiempo estuvieron aún sus entendederas en lastimoso eclipse. No era de aquellos a quienes la bebida impulsa a desaforados disparates de palabra y obra, sino que por el contrario en aquella su embriaguez primera, después de algunos minutos de estúpida animación, sintiose amodorrado y con tristeza tan congojosa, que el cielo parecía habérsele puesto sobre los hombros. Sus amigos españoles renegados y franceses bebían y jugaban a los naipes, reunidos en alegres grupos dentro de la sala que servía de cuerpo de guardia y también en el patio. Los del convoy, paisanos y militares, habían ido allí atraídos por el olor de los riojanos pellejos; pero como se acercara la hora de partir y el descanso de bestias y hombres había sido grande, se disponían a seguir adelante.

Salvador advirtió que algunos jurados y cazadores franceses, soliviantados por el vino, hacían tan infernal ruido como si todo el ejército de José estuviese bailando dentro de una sola pieza. Mareado y aturdido, anhelando silencio y reposo, Monsalud huyó de su compañía y fue al patio, donde algunos paisanos graves y sargentos con ínfulas de coroneles, dirigiendo en pomposas espirales hacia el limpio cielo, cual si quisieran empañarlo, el humo de sus pipas, hacían cálculos sobre la campaña emprendida y los acontecimientos que se aguardaban para el día siguiente.

– Salvador – dijo un francés, asiendo a nuestro amigo por un botón de su uniforme, – ¿has oído algo?

– ¿De qué? – preguntó Monsalud dejándose caer sobre un banco y cerrando los ojos.

– De la campaña. Toda la división está en movimiento. ¿No oyes las cajas al otro lado del Zadorra?

– Sí, ya las oigo.

– Buena hora has escogido para dormir – añadió el francés intentando poner en pie al aturdido joven. – Arriba, muchacho, que nos vamos.

– ¿A dónde?

– A Vitoria con el convoy grande.

– ¡Con el convoy grande! – repitió Salvador alargando los brazos cual si quisiera alcanzar el cielo con ellos. – ¿Pues no ha salido ya?

– ¡Bestia! El vino te ha puesto el entendimiento del revés. Salieron los carros que llevó consigo el general Maucune.

– ¿Y nosotros salimos ya o estamos aún aquí? – preguntó Salvador. – Juro a Vd. Sr. Jean-Jean, que no lo sé.

– Te lo explicaré a puñetazos – repuso el formidable dragón.

Zumbido lejano atrajo entonces la atención de todos.

– ¡Un tiro de cañón! – exclamaron unos.

– ¿Hacia qué parte?

– Juro que es hacia Subijana.

– Hacia la Puebla.

Monsalud participando de la general curiosidad, trató de sacudir el pesado sopor que embargaba sus sentidos.

¡Una batalla!… ¿pues qué hora es?

– Quizás las avanzadas estén reconociendo alguna posición… Señores, mañana 22 será un día de sangre, lo dice Plobertin, que ha visto el sol de muchos días de batalla.

– Es desgracia que nosotros no podamos asistir a la gran acción que se prepara, Sr. Jean-Jean – dijo Salvador— y que a hombres de tal temple les destinen a custodiar cofres y estuches.

– ¡Oh, joven Epaminondas! – repuso con socarronería el astuto dragón. – No envidies a los que se han de cubrir de gloria en el día de mañana. Soldado viejo soy, y te juro que mientras más cruces gano para mí y más tierras conquisto para nuestro Emperador, más anhelo la paz. Marchemos tras los cofres y por el camino. Seamos galantes con las señoras que van en el convoy, recomendándonos a ellas como soldados de Friedland y de Essling, y glorifiquemos a la Francia y bendigamos a Napoleón… por no habernos llevado a la campaña de Rusia.

Reinaba cierta inquietud entre la tropa que no había perdido el sentido con la embriaguez. Por otra parte, varios paisanos y bagajeros y unos cuantos soldados franceses de la peor especie, se habían cogido del brazo y recorrían parte del camino en burlesca procesión, gritando y cantando: algunos de ellos, que apenas podían tenerse en pie, eran llevados en vilo por sus compañeros. Luego que berrearon a sus anchas, insultando a las infelices señoras que aguardaban junto a sus coches la partida del convoy, tomaron al patio, y acercándose a la puerta que daba entrada a las habitaciones de los presos, la golpearon de tal modo con patadas y puñetazos, que a ser débil se quebrantara al instante hecha menudas piezas. La turba embriagada quería que le entregaran a los dos infelices prisioneros para anticipar el castigo impuesto por la superioridad militar.

– ¿Pero aquí no manda nadie? – dijo el francés que respondía al nombre de Plobertin. – Esta canalla hará una atrocidad si la dejan.

– ¡Que nos entreguen al cura, al cura! – gritaba la turba furiosa. – Al cura y al sacristán.

Y golpeaba la puerta, que a fuerza de porrazos comenzaba a resentirse.

– Aquí viene el capitán – dijo Jean-Jean. – Mandará dar veinte palos a los borrachos, y hará cumplir la sentencia.

Un capitán francés reprendió a los revoltosos su estúpida crueldad, amenazándoles con fuerte castigo; pero aquel, como los demás oficiales alojados allí, estaba en gran zozobra por causa más grave que las travesuras de algunos soldados ebrios, y regresó al lado de sus compañeros, dejando tras sí el tumulto el tumulto que de nuevo estallara con más fuerza.

– Vámonos por no ver esto – dijo Plobertin. – Parece que algunos carros se han puesto ya en marcha…

– Nosotros formamos a retaguardia – dijo Monsalud— hay tiempo todavía.

– La gentuza vuelve a las andadas – indicó Jean-Jean. – La puerta no resistirá mucho tiempo más: no es esa la Zaragoza de las puertas.

– ¡Que las paguen todas juntas! – afirmó otro individuo del respetable cuerpo de dragones. – Ese cura y ese sacristán son guerrilleros, que es como decir salteadores de caminos. Pues qué ¿les hemos de tratar con mimo, después que ellos han asesinado a centenares de hombres pertenecientes, como quien no dice nada, a la nación francesa?

– ¡A la nación francesa! – repitió el zapador Plobertin encendiendo su pipa. – La nación francesa pide venganza… La verdad es que el cura y el sacristán no merecen mis simpatías.

– Pues yo – dijo Monsalud con resolución— si encontrase quien se decidiera, arremetería contra esa chusma y les haría entrar en razón.

– Joven Temístocles – exclamó Jean-Jean— menos fuego. ¿Pueden tus paisanos colgar de los árboles racimos de franceses, descuartizarlos, meterlos en los pozos y asarlos en los hornos, y nosotros no podemos ni siquiera desorejar a uno de tus desalmados curas y monagos?

– El honor de la Francia – dijo Plobertin— pide que se les fusile al momento.

– Pero sin martirizarlos vergonzosamente – añadió con viveza Monsalud. – Si el Rey lo sabe, castigará a los que le están deshonrando con esta algarada salvaje.

– En esto de mortificar a los guerrilleros y curas con pistolas – afirmó Jean-Jean— yo digo como nuestro glorioso rey Luis XV de la antigua dinastía: Laissez faire, laissez passer. Con que a caballo, Sr. Monsalud, que marcha el convoy.

La confusión y el alboroto iban en aumento, y no había autoridad que mandase, ni voz alguna que contuviese a los desalmados. Fueron y vinieron algunos oficiales, pero sin desplegar la energía que el caso requería, porque acostumbrados a considerar a los guerrilleros como bestias malignas, toleraban los desmanes de la embriagada soldadesca, o al menos no se cuidaban de atajar una brutalidad que creían justificada por la salvaje fiereza de los partidarios.

La puerta cedió al fin, y los gritadores se precipitaron por ella dentro del edificio. Encontrábase primero frente a la puerta principal otra más pequeña que era la que daba ingreso a la celda del cura, y que por ser endeble, fue brevemente echada al suelo de una patada. Pocos momentos después, el infeliz D. Aparicio Respaldiza salía empujado y arrastrado por la soldadesca, mutilado el rostro, cubierto de sangre, abofeteado, injuriado, escupido. Medio muerto de espanto, encomendaba el desgraciado su alma al Señor, y en aquel momento angustioso, aquel hombre no exento de faltas, aunque tampoco perverso, mal sacerdote, sin duda, pero antes por error y falsas ideas que por maldad, si tuvo la flaqueza de pedir misericordia a sus viles verdugos, luego que se vio arrastrado irremisiblemente al suplicio sin vislumbrar remedio, les perdonó a todos y supo morir como cristiano.

Llevole la turba a un campo cercano donde algunos robustos árboles convidaban a aquellos cafres a colgar del alto ramaje el cuerpo del infeliz enemigo vencido e indefenso, y mientras se consumaba el sacrificio, se regocijaban con la idea de repetir la función en la persona de aquel a quien llamaban el sacristán, a pesar de que su aspecto no indicaba tan humilde oficio.

Monsalud, que desde el patio presenciaba la feroz escena, baldón del humano linaje, mas no por eso rara en aquella guerra que tanto tenía de heroica como de salvaje, sentía en su alma violentísimo coraje y vergüenza. Al ver que llevaban al suplicio, ya mutilado y moribundo, al infeliz Respaldiza, acordose del otro preso; un vago sentimiento agitó su pecho, sintió algo semejante a dulce recuerdo o a esos misteriosos rumores del corazón, que a veces gimen en los oídos de nuestra alma, sin que entendamos claramente lo que quieren decirnos. Inquieto y dominado por profunda aflicción, que no acertaba a explicarse, dirigiose a la rota puerta del edificio. Allí estaba el sargento poco antes encargado de la custodia de los prisioneros, y en compañía de dos o tres bárbaros como él contemplaba estúpidamente, con las manos juntas atrás y su pipa en la boca, el fúnebre via crucis del cura hacia el monte cercano.

– ¡Bestia! – le dijo enérgicamente Monsalud. – ¿De ese modo guardas a los prisioneros?

El sargento soltó la carcajada de la insensibilidad aumentada por el vino, y alzando los hombros, repuso:

– ¿Y qué?… ¿No les habían de matar de madrugada?… ¿Dónde están los oficiales? Si ellos no cumplen con su deber, ¿qué puedo hacer yo?

– ¡Miserable! – gritó el joven con furia. – Si esos verdugos se hubieran empeñado en romper esa puerta antes de las doce, hora en que salí de guardia, me habrían cortado a mí las orejas antes de tocar el pelo de la ropa a los prisioneros… Déjame entrar; queda ahí dentro un infeliz, que no morirá como mueren los cerdos.

El sargento y los suyos hicieron como que querían defender la puerta.

– ¡Atrás! – gritó Monsalud. – Dame la llave de la prisión del sacristán.

Briosamente arrebató la llave de manos del carcelero.

– Monsalud – dijo el sargento fingiendo la entereza de un hombre de bien— ¿quieres salvar a ese hombre? Está más loco que D. Quijote, y a todos los que entran a verle les llama hijos para que le pongan en libertad.

– ¡Estúpido farsante! – repuso el joven. – ¿Te atreves a darme lecciones de disciplina, de honor y de obediencia, tú que has faltado a todas las leyes de la Ordenanza y de la humanidad?

– Lo digo – añadió el carcelero echándosela de bravo, – porque para sacar de aquí al sacristán, pasarás sobre mi cadáver.

– ¡Y sobre el mío! – repitieron los otros, algunos de los cuales no se podían tener de borrachos.

– ¡Atrás, a un lado! – vociferó Monsalud abriéndose paso y tomando la linterna que estaba en el suelo. – No puedo salvar a ese hombre, porque el general le ha condenado a morir; pero mientras yo aliente, canallas cobardes, un caballero honrado y decente no morirá, ya lo he dicho, como mueren los cerdos. Los infames vuelven; no hay tiempo que perder. Adentro.

Abrió con mano firme la puerta del aposento en que gemía D. Fernando Garrote. El infeliz anciano, al sentir que sacaban arrastrado a su compañero, después de mutilarle, había sentido como antes dijimos, un terror violentísimo que dio al traste con toda su entereza y varonil grandeza de ánimo. Extraviose su razón, dio voces, y cuando entró el sargento le habló como si fuera Salvador. Levantose del suelo en que yacía y como un loco corrió de un muro a otro buscando salida, y se aporreó las manos contra ellos, cual si a puñetazos pudiese horadarlos. La unción religiosa huyó de su mente; huyeron la resignación, la paciencia, la cristiana humildad, dejando tan sólo el impetuoso instinto. Gritaba con desesperación:

– Jesús divino; ¡sólo tú sabes padecer, sólo tú sabes morir! Soy hombre y acepto la muerte; pero no el tormento, no la vergüenza, no el martirio, no las manos ni la saliva de la soez plebe en mi rostro, ni la ignominiosa cuerda en mi cuello, ni el vil filo de sus navajas en mi piel… ¡Piedad, misericordia, Dios mío! ¡No tengo valor! Soy una mujer, un pobre niño…

Con febril ansiedad, y aunque sabía que ninguna arma llevaba sobre sí, registró todos sus bolsillos y ropas, buscando un corta-plumas, una aguja, un alfiler con que darse la muerte.

– ¡Nada, nada! – exclamó con desesperación. – Dios poderoso, ¿tan malo, tan perverso he sido?…

En aquel instante una claridad rojiza deslumbró sus ojos, y en medio de ella, como el ángel de una aparición divina, vio D. Fernando Garrote a Salvador Monsalud. Sorprendido por aquella imagen que en el momento de la más abrumadora angustia se le presentaba, don Fernando cayó de rodillas.

– ¡Eres tú, Salvador, hijo mío querido, eres tú! – exclamó desahogando con efusión su alma. – Vienes a salvarme… sí, sí. Tengo miedo, Dios me abandona y no me permite morir con la dulce y tranquila muerte del buen cristiano.

– He tenido lástima – dijo Salvador con voz balbuciente— y he venido…

– ¡A salvarme!… ¡Oh, justicia! ¡oh, lección divina! – gritó vertiendo amargas lágrimas don Fernando Garrote. – ¡Has sido tú más generoso que yo! Sí, más generoso, querido hijo mío… Bien me decía el corazón, que mi conducta era egoísta y mezquina. Salvador, por orgullo, por preocupaciones más fuertes para mí que la razón, por egoísmo, te oculté un secreto, cuya confesión debía ser para mí una deuda sagrada.

Salvador no comprendía nada, y pensando tan sólo en el objeto de su visita, dijo:

– Pronto llegarán: aún puede Vd…

– He sido un miserable, he sido un egoísta, las ideas adquiridas en las disputas de los hombres, las he sobrepuesto a los sentimientos más dulces de mi corazón, a mi conciencia y a mis deberes. Salvador, este miserable que ves aquí a tus pies, humillado y envilecido, es el que te ha dado la vida, es tu propio padre, que por su mala suerte y su indisculpable apatía, no ha tenido hasta ahora la dicha de conocerte.

El semblante de Salvador, atónito primero, expresó después la más desconsoladora incredulidad. Una sonrisa, impropia ciertamente del lugar y de la ocasión, vagó por sus labios; pero recobrando al punto su seriedad, y movido a gran compasión por el triste estado mental que en el anciano suponía, le dijo con frialdad:

– Sr. Garrote, yo no tengo padre.

Estas palabras atravesaron como una espada de hielo el corazón del desgraciado Navarro.

– En nombre de tu santa y buena madre, en nombre de Dios – dijo— en nombre de Dios, no me desmientas… He sido un infame egoísta, he sido un necio lleno de orgullo hasta en esta ocasión tristísima, pues hace un momento me horrorizaba la idea de llamar hijo a un traidor renegado. Dios me ha castigado por esto; pero siempre misericordioso conmigo, te me ha puesto delante en mi última hora, para que mi confesión sea completa. ¡Bendito sea Dios!

– Desgraciado loco – dijo Monsalud, contemplando al reo con impasible calma y profunda lástima, tan extraño a los sentimientos que este expresaba, como si fueran de otro mundo. – Comprendo que en situación tan aflictiva, trate de seducir a sus carceleros, llamándoles sus hijos. Todo es inútil conmigo, porque no he venido aquí a librarle a Vd. de la muerte.

– ¡No me cree! – rugió D. Fernando arrojándose en el suelo. – Dios mío, Dios justiciero que así prolongas mi castigo, ¿más todavía?

Una voz del cielo pareció responder:

– Sí, todavía más.

– Viendo que era inevitable para Vd. un fin tan horrible como el del pobre Respaldiza – dijo Salvador llevando la mano al cinto donde tenía las pistolas— y suponiéndole hombre de valor, he creído que era caritativo proporcionarle un medio de evitar la ignominia de martirio tan bárbaro.

D. Fernando se levantó de súbito. Parecía un esqueleto con vida y con toda la vida en los ojos. En aquel instante oyéronse los desaforados gritos de la turba que volvía. Estremeciose el anciano; dominado nuevamente por un terror congojoso, aparentó luego serenidad heroica, y contemplando al mancebo con altanería, exclamó:

– Un hombre de honor, un caballero como yo, no morirá a manos de viles sicarios; un hombre como yo, no será sacrificado salvajemente por tus bárbaros amigos. He cumplido contigo y con mi conciencia. No contaba con mi desgraciado destino ni con tu incredulidad… Que Dios me perdone lo que voy a hacer. Salvador, dame un arma cualquiera, y adiós.

Con la seguridad de quien ve realizado su pensamiento, Monsalud entregó una pistola a D. Fernando Garrote, diciéndole:

– Eso mismo pensaba yo… Un hombre de honor, un caballero decente… Que Dios le ampare a Vd.

D. Fernando irguió con altivez la majestuosa frente, miró a su hijo con calma desdeñosa, le miró mucho durante un rato relativamente largo, y luego con voz trémula y solemne en la cual había cierto sensible acento de pesadumbre mezclado de sarcasmo, habló de esta manera:

– Salvador, gracias, gracias… Que Dios te ampare y te perdone. Adiós.

– Adiós – dijo Monsalud desde la puerta saliendo rápidamente.

Cuando la brutal soldadesca entró atropelladamente en donde estaba el bravo guerrero, halló su cadáver caliente y tembloroso sobre el suelo, la sien partida y destrozado el cráneo. Su mano palpitante asía con rabioso vigor el arma.

XXI

¡Cuántos habrá que al leer estas escenas que acabo de referir, las hallarán excesivamente trágicas y tal vez exagerada la terrible pugna que en ella aparece entre los lazos de la naturaleza y las especiales condiciones en que los sucesos históricos y las ideas políticas ponen a los hombres! Yo aseguro a los que tal piensen, que cuanto he contado es ciertísimo y que en el lamentable fin de D. Fernando Garrote no he quitado ni puesto cosa alguna que se aparte de la rigurosa verdad de los acontecimientos. Vivió el citado Garrote en los mismos años que le presento, y fueron su carácter y sus costumbres y sus ideas tales como he tenido el honor de pintarlas, salvo la diferencia que entre el artificio de la narración y la verdad misma existe y existirá siempre mientras haya letras en el mundo. Cierta fue también su malograda expedición con el cura Respaldiza, y evidente su desastroso cautiverio y fin horrendo, aunque no le cupo peor suerte que a otros muchos, quier españoles, quier franceses, víctimas entonces del furor de las desenfrenadas pasiones.

En cuanto a las circunstancias verdaderamente terribles que acompañaron al último aliento de aquel desgraciado varón, no son tales que deban causar espanto a la gente de estos días, la cual viviendo como vive en el fragor de guerra civil, ha presenciado en los tiempos presentes todos los furores del odio humano entre seres de una misma sangre y de una misma familia; ha visto rotos todos los vínculos en que principalmente apoya su conjunto admirable la sociedad cristiana. ¡Oh! si en el santo polvo a que se reducen la carne y los huesos de tantos hombres arrastrados a la muerte por el fanatismo y las pasiones políticas, quedase un resto de vida, ¡cuántas íntimas reconciliaciones, cuántos tiernos reconocimientos, cuántos perdones no calentarían el seno helado de la honda fosa, donde el insensato cuerpo nacional ha arrojado parte de sus miembros, como si le estorbasen para vivir! Y si la eterna vida disipa las nieblas que oscurecen aquí el pensar de los hombres, ¡cuántos seres habrá que en la desolación de la impenitencia y en su solitario vagar por la desconocida esfera, maldecirán la mano corporal con que hirieron el uno al hijo, el otro al hermano! La actual guerra civil, por sus cruentos horrores, por los terribles casos de lucha entre parientes que ha ofrecido, y aun por el fanatismo de las mujeres, que en algunos lugares han afilado sonriendo el puñal de los hombres, presenta cuadros, cuyas encendidas y cercanas tintas palidecerán, tal vez, los que reproduce los narradores de cosas de antaño. El primer lance de este gran drama español, que todavía se está representando a tiros, es lo que me ha tocado referir en este, que más que libro, es el prefacio de un libro. Sí; al mismo tiempo que expiraba la gran lucha internacional, daba sus primeros vagidos la guerra civil; del majestuoso seno ensangrentado y destrozado de la una, salió la otra, cual si de él naciera. Como Hércules, empezó a hacer atrocidades desde la cuna.

Púsose en marcha el largo convoy bastante después de media noche. Todo el camino real, desde las últimas casas de Aríñez hasta Gomecha, estaba ocupado. ¡Con cuánta ansiedad veían que España se iba quedando atrás, las infortunadas familias que buscaban un refugio en Francia!

– Si podemos llegar a Vitoria – decía Jean-Jean que iba a caballo junto a Monsalud en la retaguardia— estamos en salvo. Allá se las entiendan el Rey y el mariscal Jourdan con Wellington y Hill. ¡Gran batalla tendremos hoy!… Pero créeme: daría una de mis manos por no verla.

– Han dado orden de marchar más a prisa, señor Jean-Jean – dijo Salvador. – La cosa apremia. Vd. da una mano por no ver esta batalla y yo daría las dos por verla.

– ¡Oh, joven Bayardo, caballero sin miedo y sin mancilla! ¿Sabes lo que es una batalla? Un engaño, chico, una farsa. Los generales embaucan a los pobres soldados, les hablan de la gloria, les arrastran a la barbarie, les hacen morir y luego la gloria es para ellos. Pónense a mirar la batalla desde una altura lejana a donde no lleguen las balas, y echando el anteojo a un lado y otro, hacen creer a los tontos que están observando distancias y calculando movimientos. Así como los nigromantes hablan de estrellas, ciclos, conjuros para engañar a los necios, los generales hablan de paralelas, ángulos, cuñas, etc… y hacen garabatos en un papel… ¡Oh, yo he medido la Europa con el compás de mis piernas; yo he escupido mi saliva en el Austria y en la Rusia, y sé lo que es una batalla! Después que los unos han destrozado a los otros a fuerza de brazo, porque aquí todo se hace a fuerza de brazo, el general recorre a caballo el campo de batalla, y con sonrisa hipócrita da gracias a los soldados; manda que se asista a los heridos, y los cirujanos empiezan a trabajar en la carne como los ebanistas en madera. Enterramos a los muertos, damos una muleta a los cojos y una venda a los ciegos: Nuestros nombres no se escriben en ningún monumento ni nadie los sabe, ni los pronuncia más boca que la de nuestros compañeros. No así el general que se pone un calvario en el pecho, y se echa a cuestas un título como una casa, de tal modo que si hoy derrotásemos a los ingleses y españoles en cualquiera de estos sitios que atrás dejamos, no faltaría un general que se llamase mañana duque de Subijana de Álava, o Príncipe del Zadorra. Luego viene la historia, con sus palabrotas retumbantes y entre tanta farsa caen unos reyes para subir otros sin que el pueblo sepa por qué, y los políticos hacen su agosto chupándose la sangre de la nación, que es lo que a la postre resulta de todo esto.

Iba a contestarle Salvador, cuando una sonora y fresca voz de mujer gritó:

– Sr. Monsalud, Sr. Monsalud, ¡gracias a Dios que se le ve a Vd.! ¡Qué prisa tiene el caballerito para dar cuenta de los encargos que recibe!… ¡Oh, qué prisa, sí!

Monsalud, a pesar de la oscuridad, distinguió perfectamente un rostro femenino que por la portezuela de un coche asomaba, acompañado de una mano con quiroteca, cuyos dedos pajizos se movían saludando de una manera apremiante y afectuosa.

– Perdone Vd. señora doña Pepita – dijo el militar acercando su caballo al vehículo. – Hace dos días que no la veo a Vd. por ninguna parte. ¿Y el señor oidor cómo sigue?

Un rostro acartonado y marchito, en cuya superficie brillaban con chispa mortecina dos tristes y ya muy viejos ojuelos, apareció un momento en la portezuela, y una voz fatigada resonó diciendo estas palabras, que parecían una especie de limosna oral:

– Buenos días tenga el señor sargento Monsalud.

Y desapareció luego dentro del coche.

– ¿Apostamos – dijo la dama sonriendo— a que no me compró Vd. en la Puebla los polvos a la marichala que le encargué, ni las pastillas de malvavisco?

– Señora, ya sospechaba yo – repuso el joven— que en la Puebla no habría cosas tan finas.

– ¡Ah, tunante! – exclamó ella, amenazando festivamente al joven con su descomunal abanico cerrado, que esgrimía como si fuese una espada. – Disculpas… Y hablando de otra cosa, ¿cuándo llegaremos a Francia?

– Pronto, señora. Si hay batalla al romper el día, como dicen, nosotros habremos ganado de aquí a esa hora mucho terreno, y nadie nos estorbará el paso.

El oidor dejose ver de nuevo. Era un varón de años, flaco e indolente, enfermo tal vez, y parecía muy aburrido del largo viaje.

– ¡Batalla al romper el día! – dijo frunciendo el ceño. – Me parece que principia a despuntar la aurora. ¿Y hacia dónde es esa batalla?

– Hacia ninguna parte, hombre – repuso con desdén y superioridad doña Pepita. – Tu gran miedo te hace ver batallas en las puntas de los dedos. ¡Qué aburrimiento! No se puede ir contigo a ninguna parte… Recuéstate en el coche y calla, o me enojaré.

– ¡Todo sea por Dios! – murmuró el oidor sepultándose en el coche.

– No se descuide Vd. en avisarme todo lo que ocurra – dijo la dama alzando la voz, cuando por uno de los movimientos tan propios de una marcha, el coche se alejó bastante de los jinetes.

Monsalud la saludó con una sonrisa, mientras Jean-Jean le decía:

– Si esa señora doña Pepita tan garbosa, con su grueso lunar velludo en la barba, sus buenas carnes, sus ojos negros, su cara un tanto arrebolada y sus quirotecas amarillas, me hubiese mirado a mí desde la portezuela, apuntándome con su abanico y haciéndome preguntas diversas desde que salimos de Valladolid, a estas horas, joven guerrero, ya nos trataríamos de tú, y todos mis compañeros envidiarían al sargento Jean-Jean. Verdad que yo soy hombre muy circunspecto y no he querido decirle una sola palabra, además de que no es de caballeros quitarle su conquista a un camarada; que si llego a hablar con ella y echo mis visuales y disparo los tiros de mi galantería, y trazo mis paralelas, y lanzo los escuadrones, y enfilo las piezas, y pongo el sitio en regla, Monsalud, en dos horas es mía la plaza; en dos horas hago yo lo que a ti te costará dos meses… ¿pero en qué piensas? ¿estás mirando las estrellas que desaparecen?… Salvador, Salvador, despierta, que estoy hablando, está hablándote todo un Jean-Jean.

Profundamente abstraído y meditabundo, Monsalud había olvidado a doña Pepita, al oidor y a Jean-Jean. Poco después de este ligero incidente, la claridad del día empezó a derramarse por tierra y cielo, bañándolo todo con las dulces y frescas tintas de la mañana. El sereno firmamento parecía suspendido sobre la frente del mortal para presidir y proteger su alegre vida, sublimada por el trabajo, por la virtud, por inocentes y castos amores. El campo estaba impregnado de la grata y placentera atmósfera que por el aliento penetra hasta nuestro corazón inundándolo de felicidad, o si se puede decir, aromatizándolo, pues parece que balsámicas esencias penetran hasta lo más hondo de nuestro ser, sacudiendo los sentidos y despertando el alma con el estímulo de vagas emociones. Las altas montañas y los verdes prados se aclaraban, disipada la niebla que los cubría, mostrando su lozano verdor, compuesto de mil y mil hojuelas húmedas, que tiritaban al roce del pasajero viento. Poco después los rayos del sol se introducían por todas partes, en el seno de las nubes, entre el follaje de los árboles, en los infinitos huequecillos de los arbustos y las piedras, en la profunda masa cristalina de las aguas del río. Todo tomó color, y con el color la grandiosa existencia del día. ¡Ah! si queréis conservar la dulce paz en vuestra alma cerrad los oídos… Estrepitosos cañonazos resonaron a lo lejos y el convoy entero, como si obedeciera una orden, se detuvo.

Por algún tiempo no se oyó en todo el espacio ocupado por tantos carros y hombres, el más ligero rumor; pero no tardó en producirse de un extremo a otro discordante algarabía.

– Dicen que no se puede pasar de Gomarra… Los ingleses están atacando a la Puebla… También hay batalla por Subijana… y en Avechuco… y en Crispiniana.

Estas frases, se repetían, pasando de boca en boca y dando ocasión a multitud de preguntas que no eran nunca bien contestadas. Las respuestas aumentaban la confusión.

– ¡Patarata! – exclamaba un jurado de los más vehementes el cual había aprendido pronto la fanfarronería francesa; – el general Clausel, que está en la Puebla, les enseñará lo que pueden tres ingleses contra un solo francés. ¿Y qué nos puede importar la Puebla si queda atrás? Adelante.

Pero los carros y coches no obedecieron la enfática orden del bravo dragón, permaneciendo tan quietos cual si los clavaran en el suelo. El día había aclarado completamente, permitiendo ver la palidez y la extrema ansiedad de todos los semblantes… De pronto una voz pavorosa recorrió de un extremo a otro la línea del convoy, repitiendo:

– No se puede pasar. Crispiniana ha sido atacada, y los ingleses y los guerrilleros han aparecido por Gomarra…

La configuración del camino por donde intentaba marchar el convoy era la más a propósito para infundir miedo a los viajeros. Altos cerros a un lado y otro formaban un estrecho callejón tortuoso, por cuyo fondo el camino y el Zadorra culebreaban estorbándose a cada paso. Frecuentemente pasaba el uno por encima del otro, cediéndole ora la derecha ora la izquierda. Aunque en la noche antes se habían tomado todas las precauciones para el paso del convoy ocupando las alturas, aquel repetido cañoneo que se oía más arriba, ponía en gran inquietud a todos, y recelaban que las fuerzas destacadas se hubieran visto en la necesidad de acudir en socorro de los de Crispiniana o Gomecha… Por fin, después de una hora de ansiedad, moviose la larga procesión entre gritos de alegría. Los mulos, los caballos, los bueyes y los hombres dieron algunos pasos; después se volvieron a parar. Parecía una comitiva de entierro cuando el carro fúnebre se atasca.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
230 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre