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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: El equipaje del rey José», sayfa 11

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Pero transcurrido otro rato de ansiedades, de angustiosas preguntas y de mal humoradas respuestas, el dragón de mil patas marchó de nuevo con bastante prisa.

– ¿Qué hay?… Sr. Monsalud, una palabra por amor de Dios – dijo la oidora echando fuera del coche su ostentoso lunar, su franca sonrisa, su rostro todo, no pequeño ni falto de gracias por cierto, su abanico y sus quirotecas. – Cuénteme Vd. lo que ocurre.

– Cuéntenoslo Vd. – añadió el oidor asomándose también tras de su consorte.

– No hay nada que temer – dijo deteniéndose el jinete, que regresaba de la vanguardia del convoy. – Camino franco hasta Vitoria.

– Nos hemos detenido, señora – indicó Jean-Jean, metiéndose donde no le llamaban— porque la vanguardia ha estado reconociendo el camino.

– La batalla está empeñada por aquí, a mano izquierda – dijo Monsalud extendiendo el brazo en la dirección indicada— y se ha roto el fuego por tres puntos distintos.

– Por tres puntos distintos, señora – añadió el intruso Jean-Jean. – Quizás pasemos por sitios peligrosos. Si gusta la señora oidora, la acompañaré a la portezuela para preservarla de cualquier accidente.

– No, gracias, retírese Vd. – repuso la dama con desdén. – Sr. Monsalud, ¿se marcha Vd. tan pronto? ¿Perderán esa batalla? ¿La perderemos? ¡Ay, no me diga Vd. que sí!… Engáñeme Vd. por favor.

– ¡Qué se ha de perder! – vociferó el francés.

– Señor sargento – dijo el oidor— no se separe Vd. de nosotros. Mi mujer tiene un miedo espantoso.

– ¡Oh, sí! – murmuró la dama.

– Si por desgracia nuestra nos viésemos en peligro…

– No, no se separe Vd. de nosotros, señor Monsalud – dijo doña Pepita. – Mi marido cobra alientos viéndole a Vd. tan cerca… podría ocurrir algún accidente funesto; que nos viésemos envueltos, comprometidos… ¡Cómo retumban los cañonazos en estas montañas!… Por Dios, Sr. Monsalud, distráigame Vd., cuénteme cosas agradables para que con la conversación entretengamos y engañemos el miedo; hablemos de asuntos risueños, placenteros, tiernos y dulces, de esos que regocijan el espíritu y matan el hastío. Hágame Vd. olvidar que a dos pasos de nosotros se está dando una batalla… quiero estar alegre y reír… quiero olvidar y engañarme. Engáñeme Vd… ¡Oh, sí! dígame Vd. que no tema, tranquilíceme… Pero no oigo lo que usted me dice Vd. ¡Oh! no tema usted alzar la voz. Mi marido no oirá nada: es un poco sordo.

XXII

La batalla en que doña Pepita no quería pensar y en la cual nosotros no fijaremos tampoco mucho la atención, fue del modo siguiente.

Ya sabemos la dirección y traza del camino real de Miranda a Vitoria, que va a orillas del Zadorra, rozando al pasar los lindes del condado de Treviño. Hállanse en este camino los lugares de la Puebla, Aríñez, Crispiniana y Gomecha, y después de deslizarse entre altos riscos, penetra holgadamente en el llano de Vitoria. Ocupaban los franceses la orilla izquierda del Zadorra. Otro afluente del Ebro, el Bayas, y otro camino, el de Vitoria a Bilbao, servía de base al ejército aliado, que se extendía desde Murguía hasta cerca de Subijana de Álava. Dueños los franceses del camino de Burgos a Vitoria, tenían segura la retirada, así como los pasos del río, y una posición excelente en las alturas que rodean a la Puebla. Este camino, estos puentes y estas alturas, eran lo que en la mañana del 21 empezaron a disputarles las tropas inglesas, portuguesas y españolas por diversos puntos y con rapidez y energía extraordinarias. El inglés Hill y el bravo español D. Pedro Morillo, atacaron la Puebla y sus riscos eminentes, coronados por una fortaleza feudal de antiguo llamada El Castillo; el general Graham, con el guerrillero Longa, atacaron la derecha enemiga en el camino de Bilbao por Avechuco, y después por Gomarra menor. Conquistados felizmente estos puntos extremos y altos, fueron atacados todos los pasos intermedios del Zadorra, el llamado Tres Puentes, Crispiniana y Gomecha. Hubo en estos ataques alternativas sangrientas de fortuna y adversidad, porque los franceses los reconquistaban a medias después de perderlos, hasta que definitivamente los poseían los aliados. Mientras estas luchas horribles ensangrentaban el Zadorra, hacia el Norte se daba la verdadera estocada de muerte, con el movimiento de avance del general Graham y del guerrillero Longa que cortaron al enemigo el camino de Francia. Sin otra salida que el de Pamplona, precipitose por él todo el ejército, con José a la cabeza; mas si los hombres que aún tenían piernas pudieron escapar, no gozaron igual suerte la artillería ni la impedimenta que se atascaron en el camino, como los ratones con morrión al querer huir después de la batalla con las comadrejas.

Tal fue en breves términos la de los aliados con los franceses en las inmediaciones de Vitoria, acción que tuvo, como todas las obras maestras, una gran sencillez. Si la he descrito a grandes rasgos, no ha sido porque en ella encontrase menos interés ni menos elementos para la narración que en otras funciones de guerra, a cuyo relato di anteriormente, si no gran interés, atención considerable. Me mueve a hacerlo así, el propósito de variar la materia de estos libros, dando en el presente la preferencia a una curiosa fase de aquella campaña y de aquella guerra, cual fue la suerte del más rico botín que un ejército invasor se ha llevado consigo al abandonar el país expoliado.

En todas las batallas hay un interés subalterno que apenas menciona con desdén la historia, y que consiste en las vicisitudes de aquel fondo positivo de toda contienda entre los hombres; en todas ofrece gran interés el drama oscuro que se desarrolla dentro de la alforja grande o pequeña que los ejércitos llevan a la grupa. Mientras los generales se calientan los sesos haciendo cálculos tácticos, y mientras truena la artillería y se destrozan las falanges, allá en la cola del ejército, una ciudad portátil, llevada por mercaderes ambulantes, tiembla por su destino. Las tiendas, los bagajes, las cocinas, las cantinas, los equipajes, los coches, los botiquines, las camillas representan la vida y la muerte. Son la suprema necesidad y el supremo peligro de la batalla. Sin esto no se puede vencer, y con esto no se puede huir.

Todo el interés de la batalla de Vitoria estuvo en la impedimenta. Hacia aquellos cofres tendiéronse anhelantes las manos crispadas de vencedores y vencidos. Podía decirse que aquel convoy era el resumen de la guerra, y que los franceses al perderlo, perdían la tierra trabajosamente conquistada; al verlo tan grande, tan custodiado, creerían también, que no pudiendo dominar a España, se la llevaban en cajas, dejando el mapa vacío.

Y a pesar de la ruda batalla empeñada a la izquierda, el pesado equipaje seguía adelante, avivando el paso todo lo posible. Era una tortuga impaciente y azorada que ansiaba resbalar como culebra, y parecía que la zozobra y anhelo de los que en ella llevaban sus intereses, impulsaban la pesada armazón. Durante cuatro horas largas, no ocurrió detención alguna; pero a medida que se acercaban a Vitoria arreciaba el tiroteo, hasta que llegaron a un punto en que divisaron claramente y a corta distancia las columnas en movimiento y las baterías escupiendo fuego. Allí dieron las ruedas su última vuelta, y los caballos su último paso, y los cocheros su último grito, y el afligido corazón de los viajeros el último latido de esperanza. Todo acabó: había sonado la terrible sentencia. No se podía pasar.

– Sr. Monsalud, eso que me contaba Vd. – dijo poco antes de la detención la oidora— es tan inverosímil, que si Vd. no lo afirmara como lo afirma, lo dudaría… ¿Ella misma gritaba que le matasen a Vd.?… ¿Pero qué es esto? Nos paramos otra vez.

– Otra vez, señora…

– Y ahora será para siempre – vociferó Jean-Jean. – ¡La batalla está perdida!

– ¡Perdida! – exclamó doña Pepita, a punto que el oidor sacaba la cabeza pidiendo informes.

– ¿Dicen que se gana la batalla?

– No; que se pierde – repuso la dama. – No seas impertinente, ni me estrujes el cabriolé… Por Dios, Sr. Monsalud, ¿nos abandona Vd…? ¡Qué insoportable ruido! Parece que suenan mil truenos a la vez… Salvador, deme Vd. la mano, a ver si me infunde valor… ¡Por Dios, la mano!

– Una dama valerosa como Vd. no se asustará porque perdamos una batalla – replicó el joven, alargando su mano. – Ya ganaremos otra.

– La ganaremos, sí, ganaremos una hermosa batalla – dijo Pepita recobrando sus frescos colores. – ¡Cuán cansada estoy de la estrechez del coche!… Quisiera salir un momento, un momentito. ¿Nos detendremos mucho aquí?

– Per secula seculorum – gruñó detrás del coche Jean-Jean…– Esto se acabó.

– ¡Qué confusión por todas partes! – exclamó Pepita. – Mi marido llora, Sr. Monsalud; es demasiado pusilánime. Supongo que no nos harán nada… ¿Será preciso huir?… ¡Oh! huir, y ¿cómo?

– En el coche no es posible.

– Pero sí en un caballo, ¡ay! en la grupa de un caballo… ¡Dios mío, cómo gritan! Pues qué, ¿se ha perdido toda esperanza?

El oidor exhibió nuevamente su fisonomía, en la cual una palidez cadavérica anunciaba el miedo causado por la peor noticia que un oidor ha podido oír en el mundo.

– ¡Pie a tierra todo el mundo! – gritó una voz estentórea. – Las ruedas no pueden seguir…

– Aún hay zapatos y herraduras – clamó Jean-Jean…

Casi todos los jinetes echaron pie a tierra, y muchos viajeros arrojáronse fuera de los coches, despavoridos y aterrados. El concierto de imprecaciones y lastimosas quejas, excedía a todo encarecimiento.

– Salgamos también – dijo Pepita, llevando el pañuelo a sus ojos para enjugar una lágrima. – Pero me es imposible andar… Sr. Monsalud, me desmayaré sin remedio… No se separe Vd. ni un momento de mí.

El oidor salió del coche y perezosamente estiró el acecinado y árido cuerpo para devolverle su posición y forma prístina, semejante a la que tienen los mortales, cuando no han pasado ocho horas dentro de un coche. No lo consiguió fácilmente el respetable varón, cuya figura, después que a sus anchas se desperezó y dejó caer los brazos y echó sobre las piernas el liviano peso del cuerpo, se asemejaba mucho a un gran paraguas cerrado.

– ¡Esto es horrible, espantoso! – clamaba la dama. – ¿Y a dónde vamos? ¿Qué se hace? ¿Qué nos pasa? ¿Hay esperanza de seguir? ¿Nos quedamos aquí?… ¿Retrocedemos?… ¿Tomaremos un bocado?… ¿Nos cogerán los ingleses?… ¿Pues y nuestro dinero?… ¡Oh, Sr. Monsalud de mi alma, Vd. que es tan bueno y tan generoso, sálveme Vd.!

– No es tan desesperada nuestra situación – repuso el joven, notando que el cuerpo de doña Pepita, al buscar en su brazo indolente apoyo, no era un cuerpo de sílfide, de fantástica forma e imaginaria pesadumbre.

– ¡Qué espantoso es esto!… – añadió la dama. – ¡Los hombres gritan y blasfeman!… ¡Las mujeres lloran!… ¡Qué desolación!… Sr. Monsalud, andemos un poquito para desentumecernos… Todos lloran la hacienda perdida… ¿pues y nosotros? ¡traemos tanta plata, tantas alhajas!… ¡Yo también lloro, Dios mío!… ¿Será posible que nos cojan esos perros ingleses?… Adelante; vamos por aquí… Busquemos a alguien que nos de buenas noticias… no pueden ir las cosas tan mal como dicen… ¡Oh, los ingleses! ¡Cogerla a una los ingleses!… pero no, mil veces no, esclarecido joven, Vd. me defenderá hasta morir… Me horripilo de pensar que un inglés pondrá la mano sobre mí… Sigamos más allá… ¿No habrá nadie que diga: «la batalla se ha ganado»?… ¿Pero dónde estamos? ¿Dónde está mi marido? ¡Se ha perdido!…¡Lo hemos dejado atrás! ¡Urbanito, Urbanito!

– El señor oidor habrá ido en busca del jefe para saber la verdad de todo.

– ¡Oh, qué horroroso aspecto ofrecen estas pobres gentes!… Vea Vd. en aquella pobre mujer que abraza llorando a sus niños… Estos otros no hablan más que de huir… ¡Jesús crucificado! ¿a dónde iremos nosotros?… Será preciso abandonarlo todo… ¡Aquí están diciendo que no hay esperanza!… Allí gritan «sálvese el que pueda». Mire Vd. a esos sacando atropelladamente su ropa de las arcas. Será preciso llevarlo todo a cuestas… ¡Oh! ¿aquellos que por allí vienen, no son los heridos de la batalla?… ¡Malditos ingleses!… Por piedad, Monsalud, no me abandone Vd… Es imposible huir en coche… yo no sé montar a caballo… ¿podré ir a la grupa?… ¡Qué desolación!… Vamos por aquí… los gritos, las blasfemias, los juramentos de esos hombres desesperados que parecen demonios, me hacen temblar, y me pongo mala… Por aquí… Qué bullicio, qué algarabía… ¿Y mis alhajas, y mis encajes, y mis ropas?… Corramos allá, corramos… Mas no veo a mi marido por ninguna parte. ¡Urbanito, Urbanito!

– Vamos por aquí… En estos casos es triste llevar consigo el valor de un alfiler. Pobre y desvalido yo, lo mismo tengo vencedor que vencido.

– ¡Qué felicidad! – continuó la dama, que por no encontrarse bien en ninguna parte, quería estar al mismo tiempo en todas. – Así quisiera ser yo; libre como el aire, y con la galana pobreza de los pájaros que no tienen más que un vestido, y a donde quiera que van, llevan todo su ajuar consigo… Huyamos de este sitio. Los llantos de esas mujeres me hacen llorar también a mí… Aquéllos dicen que los ingleses nos sorprenderán aquí… ¡esto es espantoso! ¡Los ingleses, los guerrilleros!… Me parece que muchas personas han emprendido la fuga por el llano adelante… ¿No ve Vd.? Llevan un lío a las espaldas, y los zapatos en la mano para correr mejor… Observe Vd. a aquel infeliz que se da de cabezadas contra un cañón… estos de aquí hablan de quitarse ellos mismos la vida… Por Dios, si forman Vds. de nuevo, no me abandone Vd… deserte Vd. si es preciso, deserte Vd.. Si me veo sola, me moriré de pavor… ¡Yo que pensaba ir a Francia y regresar a Madrid para el otoño!… En medio de mis desgracias, he tenido la sin igual ventura de conocerle a Vd., de encontrar a un joven tan leal como modesto que está dispuesto a ampararme contra esos vándalos de ingleses… Estos pobres jurados y míseros lacayos del Rey José, hablan de morir matando o abrirse paso por entre los vencedores… Les será imposible, ¿no es verdad? Por Dios, no se abra Vd. paso, no se abra usted paso y quédese aquí… más vale rendirse… ríndase Vd.; nos rendiremos los dos… vamos, vamos pronto… no puedo ver tanta desolación… escondámonos en algún sitio… ¿Ve usted a mi esposo?… Busquémosle… es capaz de dejarse dominar por la desesperación, y hará alguna locura… ¿En dónde dejamos nuestro coche?… A prisa, a prisa, Sr. Monsalud, sosténgame Vd. si me caigo; creo que me caeré, sí… me caigo sin remedio… ¡Dios mío! ¿No le parece a Vd. que me voy a caer?

XXIII

Pero no se cayó. Corrieron Monsalud y Pepita por entre la revuelta masa de gente y vehículos, espantados una y otro del triste espectáculo que el detenido convoy ofrecía, y antes que refiramos lo que resultó de su improvisada amistad y de las extrañas vicisitudes del viaje, es de todo punto indispensable advertir, que esta gallarda dama del lunar, cuyas quirotecas tendremos ocasión de ver más adelante en el escenario de otras historias, pertenecía a la familia de Sanahúja, no siendo ella misma desconocida para nuestros lectores, pues algún incidente de sus verdes abriles tuvo cabida en otro libro. Enteramente nuevo para mí y para los que me leen, es el oidor; pero recientemente han llegado a estas manos documentos y apuntes, cuyo interés me mueve a asegurar una poderosa intervención de este personaje en las páginas que leerá el que las leyere. Por ahora, sólo corresponde decir, que en aquel tumulto de lágrimas y blasfemias, de desesperación y hondo desaliento, el jurado y doña Pepa buscaban a Urbanito por todas partes, sin que Urbanito pareciese.

Entretanto un suceso importante y decisivo llevó al último extremo el terror de los infelices empleados, bagajeros y conductores; y fue que por el llano adelante aparecieron varias columnas francesas marchando en desorden y con precipitación. Aparecieron luego caballos a escape, cubiertos de espumoso sudor, anhelantes y como poseídos de insensata cólera, y después muchos heridos transportados en camillas o en palanquines, o simplemente cargados entre dos por los hombros y los pies. Tras esto sintiose el rodar estrepitoso de algunos cañones.

– ¡Paso, paso a la artillería! – gritó una voz que parecía un huracán.

Los carros que obstruían el camino procuraron abrir calle; pero si lo consiguieron en un pequeño trecho, después los cañones tuvieron que hacer alto. Juraban los artilleros y votaban los carreteros. Los de infantería, desparramándose a un lado y otro del camino, siguieron adelante. La velocidad adquirida en los primeros momentos de la retirada, era tal, que no podían contenerse, y miraban hacia atrás creyendo sentir en sus espaldas las herraduras de la caballería inglesa.

Los heridos fueron depositados en tierra y cuando el furor de las armas había cesado para ellos, sacaron las suyas los cirujanos. Con la presteza inconcebible que ponen en sus operaciones los médicos de los ejércitos, se atendió a todos ellos. Vendajes, emplastos, amputaciones, cuantos remiendos se aplican a la persona humana después de una batalla, fueron aplicados sobre el suelo y al aire libre. Corría la sangre sobre las camillas y por la tierra; pero los lastimeros ayes de los infelices que habían sido mutilados por el cañón y la fusilería, no eran más que un accidente superficial en aquel tumulto de tan diversos ruidos compuesto, en aquella atmósfera de pánico que se extendía por todo el camino hasta más alla de Vitoria. Era de ver la frialdad de los cirujanos disponiendo se cortase un brazo o pierna, haciendo brillar a la luz del sol el fúnebre esplendor de sus instrumentos, para no dar tiempo a la víctima ni aun a quejarse de su malhadada suerte. En aquella carpintería de carne humana, no había consuelos morales ni físicos para el infeliz paciente, ni narcóticos, ni atenuantes, sino la crueldad fría, desnuda, impasible de la ciencia quirúrgica, que como su parienta la ciencia militar, no repara en la carne y sangre de los hombres para ir a su fin.

Conforme los curaban mal o bien, les iban transportando a otro lugar o a los carros que habían de llevarlos a paraje más seguro; pero llegaron tantos, que los cirujanos no pudieron atenderles, aunque tenían las mejores manos del mundo. Arrojados de aquí para allí, clamaban al cielo; pero el cielo debía de estar ocupado en otra cosa, porque no les hacía caso.

Por otro lado ocurrían parecidas escenas, porque si el ejército de Gazan emprendió su retirada por el lado de Berrosteguieta, cerca de donde estaba el convoy, los de Erlon y Reille lo hicieron más allá de Vitoria; así es que en una extensión de más de dos leguas se ofrecía el espectáculo de los soldados furiosos abriéndose camino por entre un dédalo de carros y cureñas y furgones y ambulancias y coches de viaje, y cirujanos ocupados, y heridos que no podían moverse.

Aunque en todo el camino reinaba gran confusión, pudo oírse y generalizarse la orden de que la retirada no se emprendiera por el camino de Francia, sino por el de Salvatierra y Pamplona. Esto parecía una salvación, y muchos vehículos y casi toda la artillería se dirigieron allá; pero la mala estrella de los franceses en aquel día quiso que el camino de Salvatierra estuviese lleno de zanjas y cortaduras hechas por los guerrilleros de Mina y Longa poco antes para molestar a Foy y L’Abbé, por cuyo motivo ninguna rueda pudo pasar más allá de Harrazo. En el camino de Francia seis o siete coches de lujo seguidos de otros carros con equipajes y gran repuesto de víveres finos, pugnaban por retroceder hacia Vitoria para tomar la vía de Salvatierra; pero no les fue posible abrirse paso. Eran los carruajes de José y su comitiva, que dispuestos a la cabecera del convoy para emprender la retirada hacia el Norte, habían tropezado con las tropas de Graham y Longa.

Hacia las tres de la tarde la irrupción de soldados en retirada aumentó de una manera horrorosa. Hambrientos y abrasados de sed, se abalanzaban a las cajas de víveres y a las cantinas arrebatando entre aullidos siniestros todo lo que hallaban al alcance de sus manos. Agotado todo, las tropas se apoderaban de los víveres de los particulares, penetrando brutalmente en los coches para arrancar el pedazo de pan de las manos de un niño o de una mujer. No pudiendo seguir el camino saltaban los setos y se esparcían por los sembrados en varias direcciones, siguiendo todas las veredas con tal que llegasen a parajes lejos del malhadado Zadorra.

Pero cuando el tumulto y el delirante estrépito y el barullo llegaron a su colmo, fue cuando aparecieron, procedentes del campo de batalla, veinte o treinta piezas de artillería, furiosas, ardientes, impetuosas, no hallando ante sí bastante camino para volar; arrastradas por caballos locos, verdaderos dragones, cuyo resoplido quemaba y que parecían llevar en sus venas todo el fuego que inflamara los aires durante la batalla. Aquellas máquinas, simulacro de las ignotas fuerzas que en el cielo producen el trueno y el rayo, huían para no caer en manos del enemigo. Los artilleros, semejantes a fabulosos aurigas, herían los caballos con el látigo primero, y después con los sables, para precipitarlos en delirante carrera. Todo lo atropellaban ante sí por salvarse. Si un grupo de heridos o de familias desvalidas se interponía en su camino, las ciegas máquinas compuestas de cureña, cañón, artilleros y caballos, pasaban por encima de los cuerpos humanos, como el brutal dios de la India. Las ruedas, lanzadas en furioso torbellino exterminador, dejaban hondos surcos en el suelo aplastando todo lo que se les ponía por delante, la yerba y el hombre.

Un chirrido de metales que juegan y chocan entre sí, de cadenas que se rozan, de ejes que vibran, de llantas que trepidan, de clavos que saltan, de tornillos que se aflojan, de cacharros de metralla que suenan unos contra otros como los cascabeles de un bufón, se mezclaba a los indescriptibles rumores de las balas que iban moviéndose dentro de las cajas, tocando infernal música al compás de la marcha; se mezclaba el golpear de los escobillones, cuyos mangos batían contra el maderaje de la cureña; al chasquido de cien látigos que culebreaban en el aire estallando como cohetes; a los gritos de los que querían imprimir a aquellas máquinas fugitivas el rencor, la angustia y el pánico de sus inflamados corazones.

Tras aquellas piezas vinieron otras. Calientes aún sus bocas vueltas hacia atrás, parecía que exhalaban con los últimos vapores de la pólvora y el último mugido del disparo, sorda imprecación. Treinta, sesenta, cien cañones huían desesperados: al verlos y al oírlos, creeríase que el trueno, tomando la odiosa forma de gigantesco pólipo de hierro, se arrastraba por la tierra. Las peñas de los montes desgajándose y cayendo sobre el llano y saltando en desesperado juego y carrera infernal por arte del demonio, no hubieran causado más espanto. Mientras la infantería continuaba en el fuego, dando tiempo a que el cuartel general y los cañones se pusiesen en salvo, estos ocuparon todos los huecos que quedaban en el camino y algunos destrozando cuanto hallaron al paso, pudieron ponerse en primera línea. Los demás, aprisionados al fin entre millares de ruedas de pesados bagajes y enormes fardos, se atascaron en el camino, agolpándose unos contra otros.

Entre esta aglomeración de obstáculos producida por tanta maquinaria inútil, las infortunadas familias afrancesadas y los conductores del convoy formaban grupos aflictivos, parte en el camino, parte en los sembrados, y entre lágrimas y lamentos se consultaban sobre la determinación que debían tomar en tan extremado conflicto. Unos creían conveniente abandonarlo todo y huir para salvar lo más importante, que era entonces, como siempre, la vida; otros aseguraban que por nada del mundo abandonarían su fortuna. Muchos, encontrando una solución salvadora en medio del general azoramiento, habían echado a tierra los baúles y abriéndolos sacaban de ellos lo más valioso, llenándose los bolsillos y haciendo líos con lo de poco peso. Hombres y mujeres, soldados y paisanos se consultaban, se movían de aquí para allí, repartiéndose lo que habían de llevar, aconsejándose unos a otros, animando los valerosos a los débiles, ayudándose en lo que podían. De pronto se oyeron en la parte del camino, más allá de Vitoria, las tremendas voces de «¡paso, paso!».

Algunos caballos de la guardia se esforzaban en cortar el apretado gentío, y se precipitaban rechinando aguijoneados por la espuela. Viendo los jinetes que era imposible abrir paso, esgrimieron los sables y descargando furibundos tajos a diestro y siniestro sobre soldados, paisanos y mujeres, gritaron:

– ¡Paso, paso al Rey!… ¡Paso al Rey!

La multitud gimió azotada con látigo de acero, y prorrumpió en imprecaciones contra José.

– ¡Paso al Rey! – repetían los de la guardia.

Exasperados por la resistencia, redoblaron su furor, y cargando sin piedad, aquí machacaban una cabeza, allí hundían un pecho. Arremolinándose a un lado y otro y aplastándose contra los coches, la turba se desgajó y en su angustioso seno pudo abrirse un surco; por una calle de maldiciones y de odio y de sed de venganza, pasó a caballo un hombre pálido, con el negro y abundante cabello en desorden, fruncido el ceño, trémulas las manos. Era José que no había podido salvar sus coches, y huía a uña de caballo por donde Dios le encaminase, llevando en su alma todas las congojas de sus cinco años de fúnebre reinado.

Los que le abrían paso, lograron encontrar salida al campo libre a la derecha del camino. Seguido del general Jourdan, que se había olvidado el bastón, y de otros generales que olvidaron el sombrero, y aun de otros que no se acordaban del honor, corrió por allí José lanzando su caballo a todo escape, aterrado, jadeante, sin serenidad, como el asesino que acaba de cometer un gran crimen y huye de su perseguidor a conciencia.

Poco después de este suceso, llegó el momento supremo de aflicción para los del convoy, para los artilleros, los infantes y todos los que no podían ponerse en salvo.

Una voz, cien voces gritaron con ronca desesperación:

– ¡Los ingleses… los guerrilleros!

Allá lejos, hacia Vitoria, entre las columnas de infantería que se acercaban con el mayor orden posible, viose una multitud de jinetes. Brillaban en alto los sables, y los veloces caballos avanzaban con rapidez extraordinaria. Ya no quedaba más recurso que huir abandonándolo todo. ¡Horrible determinación! Viose a los artilleros desenganchar los atalajes; viose a los carreteros disponiéndose a salvar sus caballerías. Las cureñas y cajas y los furgones y las ambulancias y los coches y carromatos quedaron en un instante libres de correajes y cuerdas. Todo lo que tenía pies se puso en marcha. Aquello era un río de gente y caballos, atropellándose unos a otros en violenta confusión a la desbandada. Ciento cincuenta cañones, doscientos carros de municiones y los innumerables equipajes y vehículos particulares quedaron abandonados. Sobre un solo caballo se enracimaban hombres y mujeres, empujándose para descargar el peso de aquellas tablas de salvación. El que lograba apoderarse de un caballo defendía la grupa a puñetazos y a tiros. No había piedad, no había prójimo: reinaba el egoísmo en su brutalidad instintiva, y se luchaba por el caballo como en los naufragios por el bote. El que caía, caía.

Apartados del camino, junto a un montón de cajas y bagajes, se encontraban tres personas que ya conocemos.

– No, no puede Vd. huir – decía la dama deteniendo enérgicamente al joven y haciendo violenta presa en sus dos brazos. – ¡Qué felonía! ¡dejarme sola!… ¡mi pobre marido no podrá defenderme!… ¡Oh! llora como una mujer y se arrastra por el suelo, pidiendo a Dios misericordia, sin poner nada de su parte para conjurar este gran peligro.

– ¡Señora, señora!… ¡los ingleses! ¡los guerrilleros!

– Sí… ya los veo… es preciso huir… ¿pero cómo? No hay un solo caballo.

– Corramos en busca del mío – exclamó el joven. – Lo rescataré a sablazos… Aún es tiempo.

– No… mi esposo no puede moverse… ¿A dónde va Vd.?… Me quedo sola, Virgen de las Angustias, enteramente sola… Quédese Vd., por Dios…

– Mi uniforme de jurado me pierde. No viviré ni un segundo después que me vean.

Con febril presteza e iluminada por súbita idea, abalanzose la dama hacia el joven; arrojó en tierra el sombrero de este, desabotonó su levita con dedos más ligeros que el pensamiento, arrancó el uniforme como si fuera un pañuelo puesto sobre los hombros, arrancó el tahalí, la gola, el cinturón, la cartera y en un instante no quedó sobre el cuerpo del infeliz renegado ni una sola prenda que indicara su filiación. Él la ayudaba con igual rapidez. Aquellas cuatro manos trabajaban en el desnudar y en el vestir, cual si fueran cuarenta, y sin descansar arrojaban en tierra las prendas quitadas, sacando otras de los cofres para cubrir el transformado cuerpo; ataban las cintas, prendían los botones, abrían un hoyo en el suelo para sepultar las nefandas insignias, y lo cubrían con tierra. Las cuatro manos realizaron su obra en pocos minutos, y el renegado desapareció, dejando en su lugar a un joven que podía pasar por oidor en la sala de Mil y Quinientas. Luego las mismas cuatro manos trataron de levantar del suelo al infeliz Urbanito, que ya se creía comido por los ingleses.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
230 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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