Kitabı oku: «Episodios Nacionales: El equipaje del rey José», sayfa 7
XIV
Carlitos era bastante parecido a su padre, salvo algunas diferencias; se le asemejaba en la tez morena, en los cabellos asimismo negros, en la arrogancia del cuerpo y talle y en cierta expresión de nobleza que en toda su persona gallardamente se mostraba. Diferenciábase en la estructura de las cejas que en el mozo eran juntas, y en la seriedad invariable y algo torva que tenía en los grandes ojos. Con respeto adelantose el joven hacia su padre, cuya mano besó, repitiendo la misma señal de veneración y cortesía en las arrugadas extremidades de la vieja. D. Fernando contemplaba a su hijo con el arrobamiento de un artista satisfecho y enfatuado ante la belleza de su obra maestra.
– ¿Nos vamos ya? – le preguntó.
– Dentro de una hora – repuso el joven. – Difícil es que nos unamos a la partida de Longa que está en Munguía con los ingleses; pero nos uniremos a los que están hacia Miranda con el general Morillo. Para no tropezar con los franceses daremos la vuelta por Uralde y Burgueta, tomando el camino real en Armiñón. No hay nada que temer por ese lado.
D. Fernando se levantó para desperezarse, lo cual hizo como un león viejo, no sin que crujieran sus choquezuelas y sus articulaciones todas. Después dio algunos pasos por la habitación como para probar la elasticidad de sus miembros.
– Esta máquina sirve todavía – dijo.
Y luego dio fuertes voces llamando a sus criados.
– ¡El caballo!… ¡ensillar el caballo!
Doña Perpetua, firme siempre en la perpetuidad de su desaprobación, movía la cabeza en señal de duda respecto a la eficacia de aquella máquina para hacer algo de provecho, y si no con la boca, con los ojos reprendió a don Fernando por su atrevida aventura.
Al punto comenzó Garrote su atavío marcial, sepultando sus pies en antiguas botas de cuero fino. Forrose después en un chaleco grueso y se fajó con una interminable banda de seda que le dio muchas vueltas en torno a la cintura, y sobre esto se puso un uniforme blanco de los antiguos regimientos distinguidos, el cual aunque viejo y fuera de moda, estaba servible. La cabeza la adornó con un deforme sombrero procedente de las campañas del décimo octavo siglo y que recordaba al general O’Reilly. A pesar de la notoria ancianidad de dichas prendas, tal era la histórica figura del insigne Navarro, que con ellas no resultaba ridículo.
Al vestirse parecía que se remozaba; la alegría brillaba en sus ojos; decía mil bufonadas graciosas, y con fatuidad chispeante se presentaba a sí mismo como modelo de apuestos militares, deprimiendo a la afeminada juventud del día. En mitad de esta escena entró el cura hecho un arsenal ambulante, según venía de armado y municionado, y celebró con palmadas y vítores los preparativos de su amigo, mostrando los suyos y volviéndose de todos lados para que le vieran.
– ¡A matar franceses! – gritó el presbítero. – ¡A matar franceses y afrancesados, para gloria de la nación y triunfo de la fe!
– Señores – dijo Garrote con hueca voz y un poco del tonillo pedantesco de los oradores modernos, – toda mi vida la he consagrado al servicio del Rey, de la patria, de la religión…
La beata frunciendo el ceño, miró a don Fernando con expresión de burla.
– No, de la religión no – añadió Navarro con modestia— quiero decir que no he prestado a la religión servicios directos; pero siempre he sido piadoso, buen cristiano y temeroso de Dios… Alguno que otro pecadillo que anda suelto por ahí no es para darse de cabezadas, ¿no es verdad, señor cura?
– Sí hombre, sí – exclamó el padre de almas con risa campechana. – Contra una juventud algo ligera viene una vejez heroica en servicio de Dios.
¡En servicio de Dios! A eso iba – prosiguió Garrote acompañando sus palabras con una enérgica acción del dedo índice. – Quería decir que siempre fui ferviente cristiano y una vez reventé a palos a dos contrabandistas porque hablaron mal de la santidad de Pío VI. Señores, en mis campañas gloriosas, o por mejor decir, en toda mi vida, he tenido por norte la honra del Rey, la honra de la nación y sobre todos los nortes y sures, el norte de la religión que es mi guía, mi faro, mi luz del cielo.
– Si este D. Fernando no hace ahora un par de heroicidades estupendas que dejen atrás la antigüedad de Aníbales y Césares – exclamó con entusiasmo el cura, – me dejo quitar el hábito que visto y las licencias del sagrado orden que practico.
– Pues bien, señores – siguió el héroe, – ¿a qué han venido aquí los franceses? A quitarnos nuestro Rey, a quitarnos nuestra patria y a quitarnos, ¡oh crimen nefando! nuestra santa religión. Ved a España entera cómo se levanta en contra de esa canalla y en pro de tan caros objetos. Ved a España, vedme a mí, que un poco tarde, pero a tiempo todavía, me decido a echar una cana al aire.
– ¡Una cana al aire! – repitió doña Perpetua rascándose. – Si D. Fernando no las deja todas en el campo de batalla, será milagro del Cielo.
– Hay un mal grave, señores, un mal terrible, al cual es preciso combatir – continuó Garrote sin hacer caso de la vieja. – ¿Qué mal es este? Que los franceses han traído acá la idea de cambiar nuestras costumbres, de echar por tierra todas las prácticas del gobierno de estos reinos, de mudar nuestra vida, haciéndonos a todos franceses, descreídos, afeminados, badulaques, tontos de capirote y eunucos. ¿Y qué ha sucedido? que mientras la mayor parte de los españoles se echaban al campo para extirpar toda la maleza galaica y sahumarcon el vapor de la guerra el país infestado de franceses, unos pocos de los nuestros han admitido aquella mudanza. ¡Abominables tiempos, señores! Ved cómo hay en Madrid una casta de miserables sabandijos a quien llaman afrancesados, que son los que visten a la francesa, comen a la francesa y piensan a la francesa. Para ellos no hay España, y todos los que guerreamos por la patria somos necios y locos. Pero todavía existe una canalla peor que la canalla afrancesada, pues éstos al menos son malvados descubiertos y los otros hipócritas infames. ¿Sabéis a quién me refiero? pues os lo diré. Hablo de los que en Cádiz han hecho lo que llaman la Constitución y los que no se ocupan sino de nuevas leyes y nuevos principios y otras gansadas de que yo me reiría, si no viera que este torrente constitucional trae mucha agua turbia y hace espantoso ruido, por arrastrar en su seno piedras y cadáveres y fango. ¿Queréis pruebas? Pues oídlas. Estos hombres se fingen muy patriotas y aparentan odiar al francés, pero en realidad le aman. ¡Ah! Pasad la vista por sus abominables gacetas. ¿Las habéis leído? Decís que no. Pues yo las he leído y sé que respiran odio a los patriotas, al Rey y a la sacrosanta religión. Son los discípulos de Voltaire, que van por el mundo predicando la nueva de Satanás.
El cura al oír esto sintió que las lagrimas se agolpaban a sus ojos. Eran lágrimas de admiración. Estaba pálido, mas no de envidia, aunque reconocía que él jamás había dicho en sus sermones cosas tan bellas.
– Pues bien, señores – añadió Navarro, – hoy voy a combatir contra los franceses y mañana contra los afrancesados que son peores, y después contra los llamados liberales que son pésimos; y si yo no pudiere o si Dios se sirve llamarme a sí sobre el campo de batalla, aquí está mi hijo, a quien entregaré mi espada y que ya tiene mi espíritu.
– Dios que vela por España – dijo el cura con acento solemne, – nos conservará a nuestro buen amigo y volveremos todos cubiertos de laureles.
– Los laureles – dijo la beata— no caen mal sobre una frente serena que puede alzarse ante el tribunal de Dios sin los rubores del pecado. Sr. D. Fernando, ponga sus cinco sentidos en lo que le he dicho, y no entregue su cuerpo al plomo enemigo sin descargar su alma del peso de tantas y tan negras culpas. El cuerpo que sirve de vaso a un alma limpia es respetado por la muerte; no así el que es saco de inmundicias. No hay contra el plomo y las bayonetas mejor coraza que una buena y general confesión.
– Viejecita – repuso D. Fernando sonriendo, – como el cura va conmigo a la guerra, echaremos un párrafo por esos caminos y entre batalla y batalla me iré descargando de todos mis pecados y él absolviéndome, todo esto al compás de nuestras caballerías.
– Cabal, cabal – exclamó el presbítero. – Por mucha que sea la faena, no falta un ratito para meter la mano en la conciencia y sacar algunos puñados de maleza.
– Y para los soldados, voto al chápiro – dijo D. Fernando golpeando el suelo con la contera de la espada, – ha de haber un poquito de manga ancha. Ya se ve: siempre en campaña al sol y al frío, comiendo poco y bebiendo menos, sin otro regalo que mil trabajos, y teniendo por cama el suelo, por descanso la fatiga, por almuerzo la pólvora y por cena la metralla… ¡Oh! los que así vivimos no podemos ser mirados como los demás, ¿no es verdad, señor cura?
– Verdad, verdad… ¡Con que en marcha!… ¿No se te olvida nada Respaldiza? – dijo el cura preguntándose a sí mismo y tentándose el cuerpo. – No, nada se te olvida, curita… la pólvora, las balas, el frasquito de aguardiente, las lonjas de jamón… el chocolate crudo… el tabaco…
A todas estas iba llegando gente, amigos del insigne Garrote.
Llegó la hora de la partida y los expedicionarios oprimían los lomos de sus respectivas caballerías. La salida de la casa fue una verdadera ovación. D. Fernando, seguido de su hijo, del cura y de los demás guerrilleros, rompió por entre la multitud que le vitoreaba aclamándole padre de la patria y héroe de la Puebla. En aquel instante nadie se acordaba de las fechorías de D. Fernando Garrote, que había sido siempre popular, muy popular, lo mismo por sus generosidades que por sus atrevimientos. En España los audaces de buena cepa, aunque sean bandidos o Tenorios, son siempre queridos y admirados del pueblo, que lo perdona todo, a excepción de la cobardía y la avaricia.
Luego que se encontró fuera de la villa y en pleno campo la pequeña partida, compuesta de una docena de hombres, Carlos, indicando la dirección de Treviño, que debían tomar por las montañas, se puso a vanguardia con otro amigo, para explorar el camino y ver si se distinguían fuerzas francesas. En tanto D. Fernando y el cura, quedándose solos atrás emparejaron sus cabalgaduras, que perezosamente iban al paso, y entablaron el curiosísimo diálogo, que se verá a continuación.
XV
– Señor cura – dijo Garrote, – ahora que nos encontramos solos, quiero que conversemos un poco sobre un asunto que me está escociendo por dentro.
– Ya le entiendo a Vd. amigo mío, Vd. es de parecer que en vez de unirnos a la partida de Longa, marchemos solos al encuentro de los franceses.
– No es nada de eso, Sr. D. Aparicio, lo que me preocupa.
– Ese fusil que lleva Vd. – añadió el cura, – es un arma de príncipes; en cambio esa espada no sirve sino para degollar palominos. Por el contrario, mi sable vale un imperio, y esta escopeta no lo es más que en el nombre. Hagamos, pues, un cambalache: darele a usted el sable, pues la principal habilidad de Vd. consiste en el tajo, mientras que siendo mi fuerte la puntería, cogeré por lo tanto su fusil.
– No es eso tampoco lo que tenía que hablar.
– Usted tiene muy cansada la vista y no puede hacer la puntería.
– Que no es eso – repitió Garrote con enfado.
– ¿Pues qué, hombre de Dios?
– Un caso de conciencia.
– ¿Esas tenemos? – dijo el cura riendo. – Esta mañana estuve una hora en el confesonario sin que nadie se me acercara, y ahora que monto a caballo…
– No pierde el sacerdote el Sacramento por ir a horcajadas.
– Jamás he visto que el ilustre Garrote se confesara; ¿y ahora que va a la guerra le entran esos escrúpulos? ¿Hay algún pecado nuevo? Pero no sé por qué recuerdo ahora… Esa maldita Perpetua…
No, los antiguos. Por lo mismo que voy a la guerra, siento un vivo deseo de reconciliarme con Dios… Aunque hombres como yo no mueren a dos tirones, quién sabe si por artes del enemigo me cogerá una bala…
– Y adiós alma… Nada, nada – dijo el cura, – aun los hombres más bravos deben venir a estas fiestas con el alma preparada… Aquí donde Vd. me ve, voy como un angelito de Dios… Me podrían enterrar con corona de rosas como a los niños.
– Vamos a ver. Si los pecados se perdonan con el arrepentimiento y la penitencia, los míos ya los puedo dar por idos. Estoy arrepentido de los males que he causado, y ahora que soy viejo y nada puedo, he caído en la cuenta de que hice mal, muy mal. En cuanto a la penitencia, ¿no es suficiente esta que yo mismo me impongo de dejar la tranquilidad y bienestar que disfrutaba en mi casa de Peñacerrada, para echarme al campo en busca de las privaciones, de las hambres, de las heridas, de los fríos, de los calores y quizás quizás de la muerte? Y todo esto no por una causa cualquiera, sino por la causa de Dios, de la religión y su santa Iglesia primero, y del Rey y de España después.
– Mi parecer es – dijo el cura sonriendo y tentando de nuevo sus bolsillos y la alforja para ver si se le olvidaba algo, – que con lo hecho por Vd., con su arrepentimiento primero y el sacrificio de su bienestar después, hay para irse derecho al cielo.
D. Fernando respiró con desahogo, y muy vivamente añadió:
– Si ofendí a Dios con mis calaveradas, ahora le sirvo con mi heroísmo: ¿no es verdad? Váyase lo uno por lo otro. Jamás cometí acción ninguna indigna de un caballero… pues… ya me entiende Vd… porque hay pecados de pecados.
– Es evidente… Pero si el arrepentimiento y la penitencia limpian el alma, no está de más un poco de palique con el cura…
– Ya, la confesión.
– La humillación del alma ante Dios, y aquello de reconocer verbalmente sus faltas y avergonzarse de ellas delante del sacerdote…
– Por hablar no quedará – dijo Garrote, – pero es lástima que esto no lo hiciéramos despacito en el pueblo en vez de hacerlo a caballo por estos andurriales.
El cura rompió a reír.
– ¡Qué singulares cosas tiene D. Fernando Garrote! – exclamó avivando el paso de la cabalgadura. – Esta noche cuando lleguemos a cualquier mesón… ¿Pero está Vd. triste, señor Navarro; a qué viene tanto mirar al suelo y ese gesto de ajusticiado?
– Amigo D. Aparicio – repuso el guerrero, – no puedo apartar de mi pensamiento la idea de que me coja una bala.
– Los bravos no mueren…
– Si el caso llega – añadió el guerrillero muy preocupado y entristecido— no moriré sin decir antes a voz en grito ante Dios y los hombres que siempre fuí católico, apostólico, romano y defensor de la santa Iglesia, cuyos dogmas creo desde el primero hasta el último.
– Bien, eso es lo principal… Ahora señor Garrote, déme Vd. su fusil – dijo el cura con vivísimo interés, mirando a un punto lejano hacia la izquierda. – ¿No le parece que se distingue por allí el morrión de un francés?
– No puede ser, hombre.
– Será algún rezagado. Anoche pasó por aquí el ejército enemigo.
– Pues como iba diciendo – prosiguió Garrote ensimismado y algo sombrío, – toda mi vida he sido católico, apostólico, romano… Jamás he robado a nadie el valor de un real. No he levantado falsos testimonios, y si dije alguna mentirilla leve, fue sin hacer daño a nadie, o por galanteo, pues… cosas de mujeres. Si he jurado en falso ha sido en asunto de amores. Honré a mis padres mientras vivieron; no he matado a nadie, ni…
– Ni deseado la mujer ajena – dijo el cura interrumpiéndole con risas.
– ¡Alto, alto! que ahí está el busilis – gritó D. Fernando.
– ¿Qué, qué es lo que está? – dijo Respaldiza mirando con zozobra a un lado y otro.
– Nada, hombre, no hay que asustarse, lo principal de mis pecados, digo…
– Creí que había divisado Vd. algún destacamento enemigo. Pero ¿por dónde vamos, amigo Garrote?
– Vamos bien; adelante – dijo Navarro, tan sólo preocupado de su conciencia.
Iban por un terreno bastante solitario y compuesto de cerros que se sucedían unos a otros, elevándose cada vez más. De trecho en trecho, hallábanse pequeñas llanadas.
– Ya se sabe qué clase de pecados son los míos – continuó Garrote sin poder apartar el pensamiento de aquella idea. – No son en verdad de los que más afean al hombre; y en el mundo vemos que mientras se niega el agua y el fuego al asesino, al galanteador no sólo no se le niega nada, sino que todo el mundo le admira, le señala, y con su amistad se honran tontos y discretos, buenos y malos.
– Así es en efecto – dijo Respaldiza, – lo cual no quita que el galantear sea pecado, porque es el desenfreno del más feo y torpe vicio, y con él se injuria a la familia, al mundo y a Dios.
– Por más que me diga el señor cura, no puedo creer que el galanteo sea vicio tan inmundo como el robar, el calumniar y blasfemar. Al hacer cocos a una doncella o mujer casada, parece como que se tributa cierto holocausto al Señor por las maravillas que puso en el alma y en el cuerpo. El espíritu pone de manifiesto lo que encierra de más noble, y la materia…
– Tate, tate, Sr. D. Fernando – dijo entre risas Respaldiza. – Al querer confesarse está usted haciendo la apología de sus pecados, y revistiéndolos con las mentirosas formas de una fantasía voluptuosa. Es una singularísima manera e arrepentirse… Vaya un polvito – añadió sacando la tabaquera.
– No, no, ya estoy arrepentido, Sr. D. Aparicio. Ya estoy arrepentido de todo – afirmó Garrote con decisión. – No sirvo ya para maldita la cosa. ¡Quién me había de decir en aquellos tiempos, cuando todo el mundo me parecía pequeño para mis aventuras, que se me había de acabar la vigorosa energía…!
– Punto, punto final, amigo mío – dijo el cura mirando a la izquierda.
– Iba a decir que ahora aborrezco todo aquello, y que lo deploro… Pero me pasa una cosa singular, amigo, y es que me arrepiento, pero no estoy tranquilo. El corazón me baila en el pecho, y siento en mí no sé qué comezón y zozobra.
El bravo cura se irguió de repente alzándose sobre los estribos, y gritó con ansiedad:
– Sr. D. Fernando, el fusil, venga el fusil, ¡por todos los santos!
– ¿Qué hay? ¿Viene algún destacamento francés? – preguntó el guerrero mirando al mismo punto hacia el cual se dirigían los atónitos ojos del presbítero.
– ¡Un morrión! Por allí va el morrión de un francés.
– ¿El morrión solo?
– Bajo el morrión ha de ir una cabeza, y bajo la cabeza un cuerpo, sólo que va por aquel camino hondo y no se ve más que el cimborrio… Ese fusil, Sr. D. Fernando ¡por amor de Dios!
– Ya, ya lo veo – dijo Garrote, poniéndose la palma de la mano sobre los ojos en forma de visera. – Pero es un hombre solo, un pobre soldado rezagado, quizás un prisionero fugitivo. ¿Qué hacemos?
– ¡Bonita pregunta! Matarle. Un enemigo menos tendrá España.
– Pero si no me engaño – dijo D. Fernando mirando a todos lados con cierta inquietud, – nos hemos perdido. ¿En dónde están mi hijo y los demás amigos?
– Delante van. Ese fusil, Sr. D. Fernando: veremos si el cura de la Puebla desmiente la fama de ser el mejor tirador de todo el condado, y aun de toda Álava.
– Amigo, ¿por dónde vamos? – repitió Navarro deteniendo el caballo. – Con esta conversación de mis pecados y de la bondad de Dios, que todos me los perdona, nos hemos distraído y sin saber cómo, nos hallamos separados de los demás de la partida.
– ¿Cómo es eso? ¡Gran geógrafo tenemos aquí! – exclamó el cura. – ¿Pues no es este el camino de Uralde?
– No, con mil demonios; aquellas casas que a lo lejos se parecen son las primeras de Añastro. Carlos y la compañía se han ido camino derecho a Uralde, y nosotros ¡ahora caigo en ello, con cien mil pares de Satanases! nos equivocamos en la encrucijada donde está la venta de Martín.
– Adelante – dijo el cura con resolución. – Buscaremos un atajo por aquí a la izquierda… ¿Hay miedo, Sr. D. Fernando? Lo mismo da ir por Uralde que por Añastro. Usted tiene la culpa, pues charla que charla…
– No hagamos calaveradas – dijo Garrote bastante intranquilo. – Casi estamos en país enemigo. A lo mejor saldrá de detrás de una mata un puñado de franceses.
– Aquel que allí está no se me escapa – dijo el cura, observando siempre el morrión que por el camino hondo se movía. – ¿Nos vamos a por él?
– ¡Dos contra uno! – exclamó con desdén D. Fernando. – Esta heroicidad no es de las mías.
– ¿Pero si ese uno se convierte en seis dentro de un rato? ¿Quién sabe lo que habrá detrás de aquella colina?
– Pues vamos a él – dijo D. Fernando dirigiendo su caballo por un sembrado y hacia el punto donde el formidable morrión aparecía. – Esta guerra en detalle es la que a mí me enamora, y la verdad es que hecha con inteligencia, no hay ejército invasor que a ella resista.
– ¡El fusil, ese fusilito, por amor de Dios y de María Santísima!
– ¡Ahí va!… ¡que Dios esté en la chispa, en la pólvora y en la bala!
Galoparon buen trecho por el sembrado, y de pronto, como liebre que levantan perros, viose salir del camino hondo un soldado francés, el cual azorado y temeroso al ver sobre sí dos tan disformes jinetes echó a correr con ligerísimos pies, mirando hacia atrás a cada instante para ver si era perseguido.
– Alto ahí, amiguito – gritó el cura— que no te salvarás aunque tengas mejores piernas que Mercurio, el de los alados talones… ¡Alto!
– Ríndete y nada te haremos por ser dos contra uno – gritó D. Fernando llevándose la mano al sombrero, que con el fuerte viento se le tambaleaba sobre el cráneo. – Date, tunantuelo, que somos generosos y caballeros.
– ¡Borracho, ladrón! Ríndete o te tiendo…
Aunque muy velozmente corría el francés, al poco rato pusiéronse los caballos a medio tiro; disparó D. Aparicio su fusil, hiriendo al fugitivo con tan fatal acierto en mitad de la espalda, que después de dar algunos pasos vacilantes cayó al suelo.
– ¡Qué ojo! ¡Sr. Garrote! Por Santa Lucía bendita. ¡Qué puntería! – exclamó con júbilo Respaldiza. – Yo mismo me admiro, yo mismo me alabo, yo mismo me hago mi apoteosis, porque soy en esto del tirar una de las más grandes maravillas de la Creación.
– La verdad es que como cacería esto ha sido admirable – repuso Garrote, – pero como acción de guerra no se puede poner al lado de las de Wellington. Ese pobre muchacho lo pasa mal.
Llegaron al sitio donde el francés se revolvía en su sangre profiriendo injurias y blasfemias contra sus perseguidores.
– Arriba muchacho, eso no es nada – dijo Navarro, cuya generosidad, como hemos dicho, se mostraba en todas ocasiones – . Dinos dónde está el destacamento a que perteneces y te perdonamos la vida.
– El destacamento – repitió el cura. – Sí; para huir de él.
– O para atacarle si es poca gente. Usted con su puntería y yo con mis puños…
A esta bravata siguió un rato de silencio, porque el pobre francés herido, se había desmayado. Mirábanse Garrote y D. Aparicio sin saber qué partido tomar, cuando sintiose a lo lejos ruido de caballos, y como alzaran a un mismo tiempo la vista cura y seglar, vieron que hacia ellos se dirigía por el camino hondo hasta una docena de franchutes a caballo. Púsose más pálido que la cera de su iglesia el buen Respaldiza, y D. Fernando, a pesar de su garrotesca bravura, frunció el majestuoso ceño. El primer impulso del tirador fue huir, más detúvole su amigo, bien porque creyera imposible la fuga, bien porque la impavidez de su alma atrevida gozase en la temerosa aproximación del peligro.
– ¡El sable, el sable! – gritó tomando el arma de su amigo, a quien entregó la espada vieja.
La mano del cura temblaba.
– Hemos cometido una acción villana asesinando a un hombre – exclamó con solemne acento Garrote; – Dios nos castiga. Ahora… pelear como buenos españoles y morir como caballeros cristianos.
– ¿Qué hacemos?
– ¿Qué hemos de hacer? ¡A ellos! Dios sea con nosotros.
No hubo muchos ni variados lances en aquel suceso, porque en el espacio de pocos minutos, los enemigos se acercaron a nuestros dos héroes, diciéndoles en castellano que se rindieran.
– Son españoles.
– Afrancesados… mala gente… – murmuró D. Aparicio.
– ¡Que me rinda yo! – gritó Navarro esgrimiendo el sable. – Ahora sabréis, canallas, traidores, cómo acostumbra a hacer sus rendiciones D. Fernando Garrote el de la Puebla. Si he de morir, moriré matando.
Y sin más dimes ni diretes, comenzó a descargar sablazos sobre los que más cerca tenía. En tanto Respaldiza, viendo a su amigó enredado con los franceses, quiso ponerse en salvo, pero se lo impidieron, y en un santiamén fueron ambos desarmados. Garrote había descalabrado a uno y herido levemente a otro, recibiendo en cambio dos pistoletazos, que por fortuna sólo hicieron estragos en el alto sombrero. Gritó, vociferó, injurió en nombre de Dios, del Rey y de España; pero al cabo, ambos fueron conducidos prisioneros sobre sus mismas cabalgaduras, y muy bien vigilados por los doce dragones, que se pusieron en marcha después de recoger al herido.
Así acabó la grande, la memorable expedición de D. Fernando Garrote y el reverendo beneficiado de la Puebla. Mientras esto sucedía, Carlos Navarro y la compañía buscaban inútilmente a los dos viejos guerreros en el camino de Uralde.