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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: El equipaje del rey José», sayfa 8

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XVI

Silenciosamente, y abrumados de amargura y desesperación, marchaban los dos prisioneros el uno tras el otro: los caballos que montaban no parecían menos tristes que sus amos, a juzgar por la lentitud de su paso y la inclinación de la cabeza. Los españoles y franceses que les habían cogido y les custodiaban iban, charlando en una y otra lengua mezcladamente, y uno de ellos dijo:

– A estos tunantes no les perdonará el general Gazan… han asesinado a un francés, y ya sabemos con qué moneda se pagan estas deudas.

– El uno de ellos parece cura.

– Y el otro parece sacristán.

D. Fernando Garrote se puso lívido al oír que se le llamaba sacristán, y después se le encendió hasta la raíz del cabello el pálido rostro. Si hubiera tenido armas, habría castigado en el acto tanta insolencia en menos que se dicen castañas. Respaldiza, durante el camino, sintiéndose sediento, pidió que le dejaran beber de un arroyo cercano.

– Tiempo hay de beber. En Aríñez no falta agua, padrito. Y si no, tome un buche de la del bautismo, que como cura debe de tener tan a la mano… Beberá antes que le despachen.

– ¡Despacharme! – exclamó D. Aparicio con acento compungido. – ¿Qué es eso de despachar?

Garrote, colérico por la cobardía que mostraba su amigo, le miro con ojos fieros.

– ¡Que nos despachen! – dijo. – ¿Qué mayor gloria para buenos españoles que morir a manos de estos tunantes?

– Cierre el pico el vejete sacristán – gritó un jurado— o no aguardamos a llegar al cuartel general.

– ¡Traidor! Tu persona es para mí tan despreciable como la de un vil esclavo, y tus palabras como los ladridos de un perro – exclamó con admirable entereza Navarro. – Si quieres darme la muerte aquí mismo, dámela. Ni porque me mates he de aborrecerte más, ni porque me dejes vivo he de estimarte. Soy un hombre leal que sirve a su patria, y tú un cobarde desleal que sirve al enemigo.

En aquel mismo instante se acabara la vida y con la vida las hazañas de D. Fernando Garrote, si el sargento que mandaba la tropa no impusiera silencio a todos, mandándoles seguir adelante.

Después de tres horas largas y penosas de camino, llegaron a Aríñez, y los dos prisioneros fueron presentados a un coronel. Las tropas francesas entre las cuales se encontraban, pertenecían a la división del general Gazan. Caía la tarde y los soldados se preparaban a pasar la noche lo mejor posible: encendíanse las cocinas de campaña, y en torno a las casas de labor se veían alegres corrillos. Los caballos bebían en una gran acequia que de un punto a otro atravesaba el pueblo, y los oficiales organizaban sus meriendas al aire libre.

D. Fernando Garrote se quedó sin alma cuando se vio entre aquella gente. Deseaba morirse, o que la tierra se abriese para tragársele, o que reventase a su lado el más poderoso de los cañones franceses. Lleváronle de Herodes a Pilatos durante largo rato de la tardecita, cual si no supiesen qué hacer de él, y unos le tenían lástima, otros le miraban con desdén o con ira. Pero el que excitaba más sentimientos de enojo era D. Aparicio, por ser muy aborrecidos entre los extranjeros los curas armados; así es que después que le concedieron el apagar la rabiosa sed en la misma acequia donde hociqueaban los caballos, echáronle una cuerda al cuello, sin miramiento alguno a las órdenes sacerdotales.

No fueron tan crueles con Garrote, quizás porque mostraba mucha dignidad en su infortunio y no hacía aspaviento ni exhalaba femeniles quejas como su compañero. Lleváronles a los dos a un gran patio, contiguo a una casa grande y vieja, el cual parecía servir de taller de herrería y carretería, porque en él había varios soldados artífices trabajando, y allí podían discurrir libremente los dos prisioneros; mas no escaparse, porque un centinela guardaba la puerta.

Respaldiza, despavorido y medio muerto de terror, echose al suelo para llorar su desventura. Navarro se paseaba de largo a largo, sin hablar a su amigo ni a nadie. En las bardas de aquel corral que caían a poniente había unas rejas por donde se veía la carretera de Vitoria. No cesaban de pasar por ella carros cargados de cajas y arcones de diversos tamaños, los cuales venían del lado de la Puebla, y se detenían, acomodándose en el estrecho camino para dar descanso a las caballerías. También había multitud de galeras y sillas de posta, donde iban las familias españolas que abandonaban la corte con los franceses. El ruido y el tumulto de aquella parte del camino donde se habían reunido y amalgamaban tantos vehículos y caballos, eran espantosos. Unida esta algazara con los martillazos de los que trabajaban sobre el yunque dentro del patio, formábase una música infernal que hubiera vuelto loco a D. Fernando Garrote si el cerebro de este pudiera descomponerse por otra causa que por el espantoso hervir de las ideas.

Paseábase el esclarecido varón con la barba clavada en el pecho y las manos dentro de los bolsillos: su espíritu después de vagar un buen espacio por las dulces regiones del pensamiento religioso, se irritó de repente y la idea del suicidio se le puso delante siniestra y halagüeña a la vez, aterrándole y consolándole. Miró Navarro a los que machacaban hierro sobre el yunque y consideró que le harían merced en dejarle poner su vieja cabeza entre ambos hierros. Después fijó su atención en las diversas herramientas que pendían del techo de un tingladillo donde estaban la fragua y el fuelle; pero no creyó posible apoderarse de ellas, ni menos usarlas contra su vida sin ser inmediatamente visto y atajado. Volviendo al inquieto pasear, puso la atención en un pozo que en mitad del patio había, y al punto hizo resolución de arrojarse en él de cabeza; pero tardaba mucho en decidirse a ello, y observaba de soslayo la soga y polea. Acercose al brocal para mirar al fondo y vio allá abajo su imagen temblorosa y desfigurada dentro de un círculo luminoso. En esta contemplación se detenía, cuando un francés le arrancó de allí, señalándole la fragua.

– Camarada – le dijo en mal español con sonrisa burlona, – allí hacen falta vuestros servicios.

Un español joven, moreno y agraciado acercose en tanto al cura, que no se apartaba de su rincón y con acento de chacota le dijo:

– ¿Qué bueno por aquí, Sr. Respaldiza? Parece que la expedición no ha salido bien.

– ¡Ay Salvadorcillo de mi alma! – exclamó el cura con mucha congoja. – Al verte, me parece que veo un ángel del cielo… Dime ¿nos matarán?… ¿Intercederás por nosotros? Yo te ruego que olvides las palabrillas coléricas que se cruzaron entre nosotros anoche en casa de tu madre. Yo suelo gastar esas bromitas…

– Olvidadas están, señor cura; pero me parece que nada puedo hacer por Vds. ¿Quién es el compañero?

– Allí lo tienes junto al pozo, D. Fernando Garrote, el primer caballero de toda la comarca.

– Le hubiera conocido – dijo Monsalud observándole, – nada más que por la semejanza que tiene con su hijo Carlos.

Y acercándose a Navarro, que en aquel instante disputaba con el francés, tomó nuestro joven una expresioncilla bastante insolente, y habló de este modo al infeliz anciano:

– Sr. D. Fernando, aquí dicen que vaya Vd. a menear el fuelle, y yo creo que este honroso oficio nadie puede desempeñarlo donde hay un señor de la llave dorada.

Miró Garrote al atrevido soldado con tanta ira, que los ojos parecían saltársele del casco.

– Mozuelo sin honor ni vergüenza – exclamó con dignidad y altanería, – ¿piensas que un hombre como yo ha venido aquí para oír tus necedades ni menos para obedecerte? Estos miserables exterminarán a la gente honrada; pero no la deshonrarán.

– ¡Al fuelle! ¡al fuelle! – gritaron varias voces, y con más fuerza que ninguna la del mozo que hasta entonces había movido sin descanso la enfadosa máquina.

– ¡Soplad vosotros, canallas! – gritó Navarro, echando inmediatamente mano al lugar donde debía estar el puño de la espada.

– No hay que apurarse por tan poca cosa – dijo de improviso el cura levantándose del suelo y acudiendo oficiosamente al lugar de la disputa. – Si es preciso que alguien sople, yo soplaré, que lo haré muy bien, caballeritos, y bueno es un poco de ejercicio a estas horas.

Deseando congraciarse con sus verdugos, Respaldiza cuya poquedad de ánimo y corazón pequeño se habían mostrado ya, se prestaba a todo.

– ¿Qué más da? – decía entre dientes. – Más padeció Jesús por nosotros. A él le pusieron atado a una columna y le abofetearon y escupieron. Movamos el fuelle, herreros de Satanás. Si vuestros cuerpos estuvieran dentro del fuego, ¡con qué ganas soplaría!

Metió la mano en la argolla y tirando de la cadena infló el depósito de viento. El caño de la fragua resonó con ardiente resoplido, como la respiración de un cíclope, y las moribundas ascuas revivieron lanzando llamas rojizas. Al compás del canto de los herreros, tiraba de la cadena el cura, afectando en su semblante cristiano humildad; pero lleno de cólera y más que de cólera de miedo.

La noche sin luna oscurecía el cielo y la tierra; pero no cesaba el espantoso ruido dentro y fuera del patio.

La roja claridad de la fragua iluminó los diversos grupos, y D. Fernando, que tenía en su alma todas las oscuridades de la tristeza y todas las llamas de la desesperación, no pudo pensar en echarse al pozo, porque los franceses lo cerraron.

A ratos le causaba profunda pena ver la degradación y falta de dignidad de su compañero de desgracia, el cual seguía en su tarea, y aun sonreía ante los soeces herreros con mengua de su honor y de la jerarquía sacerdotal. Por fin cesó el trabajo; entraron varios soldados españoles y dos o tres renegados, trayendo un par de zaques de vino, a cuya vista se regocijaron todos, disponiéndose a dejarlos vacíos. En el mismo instante llegó Monsalud con algunos soldados, y ordenando a los prisioneros que le siguiesen entró con ellos en el piso bajo de la casa contigua, que lo era de labor y estaba destinada en su parte alta a alojamiento de oficiales. Sin decirles cosa alguna, encerró a cada uno en una pieza baja, separadas ambas por un tabique ruinoso, y sin puerta que las comunicara. Luego que D. Fernando entró en lo que parecía mazmorra, echose en el desnudo piso sin mirar al que le había encerrado. Este arrojó un pan en el suelo, y como cayese a regular distancia del prisionero, el sargento empujó la hogaza con la punta del pie, diciendo:

– Ahí tiene Vd. para pasar la noche. Estoy de guardia hasta las doce y me han encargado la custodia de los dos prisioneros. Traeré también agua y algo de carne, si hay.

– No necesito nada – dijo Garrote sin mirarle. – Yo no como tu pan.

Incorporándose, dio tan fuerte puntapié a la libreta que la lanzó al otro extremo de la pieza.

– Mal genio tiene Vd. – dijo el joven con lástima. – Hay que llevarlo con paciencia. El coronel me ha mandado que después de encerrar e incomunicar a Vd. y a su compañero les notifique…

– Ya lo sé… que seremos arcabuceados…

– A la madrugada. El general no quiere carnicerías; pero el jueves cogió Mina a diez franceses y a todos los degolló.

– Hizo bien – dijo D. Fernando; – y es lástima que no te cogiera también a ti, español renegado a lo que pareces… Si Dios me sacara de esta cárcel y recobrase yo mi libertad y mis armas a ningún afrancesado perdonaría.

– Amigo – dijo el joven, – la situación en que Vd. se halla no es la más propia para vituperar la conducta de los demás y poner cual no digan dueñas a los que, por razones que Vd. ignora, servimos a los franceses.

– Mi situación no me espanta – repuso el viejo con gravedad. – Moriré por la patria, por la religión, y Dios me acogerá en su seno. La muerte que me espera no la cambiaría por cien vidas como la tuya, infeliz joven, por esa vida deshonrada en flor.

El mozo guardó silencio.

– ¿Quién te engañó? ¿Quién te sedujo? ¿Sabes lo que es servir al enemigo y hacer causa común con los verdugos de la patria?

– Hablador es el viejo – dijo Salvador un poco enojado. – Hará Vd. bien en descansar y en tranquilizarse, Sr. Navarro. Adiós.

– ¿Cómo sabes mi nombre?

– Me lo dijo Respaldiza. Conozco mucho al cura de la Puebla de Arganzón, donde he vivido dos años.

– ¿Cómo te llamas?

– Salvador Monsalud… yo soy de Pipaón.

El anciano dio un suspiro profundo echando hacia atrás la cabeza, que al chocar bruscamente contra el tabique produjo un triste y hueco sonido como el de un cántaro que está a punto de romperse.

– Adiós – dijo el joven con la mayor indiferencia. – Volveré después a traer a Vds. alguna cosa. Me da lástima de los que van a morir aunque se lo tengan muy merecido… ¿Conque agua? Si hubiera carne… Veremos.

XVII

El estado moral de D. Fernando Garrote fue, desde que se quedó solo, el más espantoso que imaginarse puede. La imagen y la idea de la muerte que poco antes ocuparan por completo su espíritu, huyeron como accidentes fútiles y pasajeros, indignos del pensamiento. Toda su vida pasada, sus culpas, sus glorias se le pusieron delante juntamente con el infeliz joven cuyo nombre acababa de saber. Veía tan claro el designio de Dios, que hasta con los ojos del cuerpo estaba viendo al mismo Dios delante de sí, grave, ceñudo, majestuoso y admirablemente sobrenatural y divino. D. Fernando sintió el terror más vivo que un alma humana puede sentir, miedo semejante tan sólo a los terrores bíblicos que sobrecogían al pueblo elegido, cuando entre rayos y truenos sonaba la voz que había mandado a la luz que se hiciera, y a la tierra separarse de las aguas.

El anciano se prosternó en tierra y apoyando contra las frías baldosas su ardiente cabeza, dijo en voz alta:

– ¡Señor, Señor, lo merezco! ¡He sido un malvado! ¡Cúmplase tu voluntad! ¡Justicia terrible, pero justicia al fin! ¡Digna de mi vida es esta última hora que has dispuesto para mí!

Después siguió balbuciendo en voz baja oraciones piadosas y vehementes hasta que su alma se fue tranquilizando poco a poco y las terribles majestuosas facciones del semblante de Dios, que delante creía ver, se amansaron. El pobre anciano respiró y levantándose del suelo fue tentando las paredes hasta el rincón más próximo, donde se acurrucó, cruzando las piernas y los brazos, y entre estos escondiendo la cabeza, de tal modo que parecía un ovillo. En tal postura, solo, sin movimiento, profundamente abstraído y encerrado dentro de sí mismo, como el gusano en su capullo, dijo el soliloquio siguiente, examen sincero de sus muchas culpas:

– «Consagré mi juventud al vicio. Obediente a la ley de Dios tan sólo en lo superficial y externo, falté a todos los deberes cristianos. Iba todos los días a misa y rezaba el rosario, ambos actos sin devoción y por pura rutina, pues en misa no atendía más que a las mujeres que poblaban la iglesia. Llamándome buen católico, y defendiendo de palabra y aun de obra la religión siempre que se ofrecía, mi conducta no dejaba de ser execrable. ¿De qué valía a mi alma el ser presidente por derecho hereditario de la sagrada congregación de Esclavos de Cristo, ni hermano mayor de la Virgen de la Asunción, y guardián de su camarín, cuyas llaves se han conservado siempre en las arcas de mi familia, con el derecho de vestir la imagen en las grandes fiestas?… ¡Ay! He sido un perverso que se ha burlado de todas las leyes divinas y humanas. Amonestome un buen religioso francisco; pero me burlé de sus palabras atendiendo más que a él a los que me adulaban fomentando con viles alabanzas mi disolución.

»Diome el cielo fortuna, sin duda por probarme en el empleo que de ella haría, y más valiera que me criara Dios pobre y desnudo, para que así mi natural vicioso se encaminase a la virtud, y con las abstinencias se educara firme y valerosa mi alma. Mas yo empleé mi hacienda en deslumbrar con engañosos oropeles la inocencia, en seducir con mentidas promesas a honradas familias, en corromper dueñas y criadas. Hice del honor mercadería que con el oro se compra y se vende, y de la paz y buena fama de las familias, un juego caprichoso. El demonio, mi aliado y en realidad mi Dios, sugeríame a cada instante artificios nuevos para derrocar la honestidad y vencer la resistencia, que la templanza y el recato ofrecían a mis abominables apetitos. Todo lo atropellé; pisoteé los sentimientos más puros como pisotean los cerdos las flores de un jardín, sin comprender su belleza.

»Dios me tocaba a veces el corazón, dándome ratos de profunda tristeza en los cuales mi conciencia aclarándose ante mí con prodigiosa luz, me ponía delante la fealdad horrenda de mi conducta; mas estos momentos que coincidían siempre con mi cansancio, eran breves como los relámpagos en la noche oscura, y mi alma envilecida dejaba el arrepentimiento para la vejez. Mi memoria con ser portentosa, no puede recordar uno por uno todos los desafueros que cometí, los planes execrables que realicé, ni las víctimas todas de mi salvaje descomedimiento. Pero en estos momentos terribles en que mi conciencia a la vista de un hombre se ha abierto de súbito como una sima llena de horrores, y se me ha presentado Dios con el semblante de la justicia, aprestándose a juzgarme sin misericordia porque no la merezco, uno solo de mis crímenes se me ofrece visible y claro entre los demás, porque a todos los compendia, y con su magnitud oscurece a los otros.

»La ejemplar persona sacrificada vive, al parecer para mi castigo. ¡Ay! A muchas seduje, a muchas atropellé; pero con ninguna fue el engaño tan torpe y miserable como con esta. Cuanto puede hacer un hombre para disimular su vil intención, yo lo hice; cuanto puede inventarse para aparecer bueno sin serlo y apasionado sin estarlo, mi entendimiento, fecundo siempre para el mal, lo inventó con pasmoso ingenio. Burleme después de la desgraciada joven a quien sacrifiqué y yo mismo aplaudí su deshonra en reunión de inicuos amigos y calaveras. Llevado de no sé qué perversos instintos, que desde entonces han sido causa en mí de espantosos remordimientos, llegué hasta a suponer en aquella infeliz faltas que no había cometido, y torpezas y tratos con otros hombres que jamás se acercaron a ella. ¡Escupir el cadáver de la víctima que se acaba de inmolar, no es tan vil como lo que yo hice! ¡Ay! ¿Por qué no taladró mi lengua un hierro encendido como esos que he visto esta tarde en la fragua del patio? ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué no quedé paralítico, ciego y mudo, sin sentido para la maldad, y sólo con pensamiento para meditar en mi merecida ruina y pensar en mi salvación?

»Nació un niño a quien pusieron por nombre Salvador. Me lo dijeron y lo oí como si oyera decir: ‘La vaca del vecino ha parido un ternero’. Ya no volví a Pipaón desde que proyecté casarme con otra mujer. Olvidado de mí aventura, llegué sin embargo a entender que la hermosa hija de D. Pablo el Riojano había quedado en la miseria. Nada hice por ella; poco a poco fue envolviéndose en nubes de misterio lo sucedido y la madre y el hijo no existieron para mí. Hace tres años dijéronme que un joven llamado Salvador Monsalud había aparecido en la Puebla en compañía de su madre, mujer melancólica, piadosa y enferma. Sentí cierta aflicción inexplicable, pero nada hice. El amor de mi hijo legítimo me ocupaba por entero. Hace poco, y aún hoy mismo, doña Perpetua me ha recordado la antigua y casi olvidada deuda; mas preocupado con mis preparativos de guerra y soñando con gloriosas hazañas, apenas detuve el pensamiento en los dos desgraciados seres que tan cerca estaban de mí…

»Ha tiempo, sin embargo, que el arrepentimiento trabaja en mi alma, labrándose en ella un hueco con lentitud, pero con constancia. He vuelto los ojos a Dios aunque de soslayo, y a fuerza de pensar en mis culpas y en la justicia divina, he llegado a considerar que el mejor desagravio que a Dios podía ofrecer era sacrificarle los últimos días de mi vida, combatiendo por la fe verdadera contra los herejes y renegados. En mi necio orgullo no he comprendido hasta ahora que Dios no podía aceptarme como diligente servidor, ni menos premiar mi arrojo. Clara, como la luz del sol al medio del día, veo ahora su mano llevándome al destino y fin deplorable que merecía; veo su lógico designio, obra de la perpetua justicia, en los sucesos de esta tarde, y más que en otra cosa alguna, en la presencia de ese joven, de ese ejemplo vivo de mis crímenes, de esa venganza humana y celeste, de ese malaventurado hijo mío, que con la frialdad de los verdugos y la crueldad de un enemigo vencedor se me ha puesto delante para anunciar la muerte que merezco. ¡Oh! merezco más, mucho más, Señor, merezco vivir después de lo que he visto.

»Las facciones de este muchacho han producido en mí incomprensible turbación; su nombre, pronunciado por él mismo, ha caído sobre mí como un rayo celeste. Ya sé cómo suenan las trompetas del Juicio. Dios mío, estoy humillado, vencido y me arrastro por el suelo como un insecto miserable, buscando tu pie soberano para que me aplaste. Me creo indigno hasta de mirar la luz del día que criaste lo mismo para los buenos que para los malos. Señor, la muerte que me aguarda no será bastante cruel para lo que yo merezco. Un hombre que lleva mi sangre y debiera llevar mi nombre, me custodia en esta mazmorra hasta que llegue el instante de la muerte; y él mismo, si se lo mandan…».

D. Fernando no se atrevió a continuar la frase, que no era dicha sino pensada, y aun así la sofocó cortando el vuelo de su pensamiento, suspendiendo la fórmula oscura del lenguaje con que discurrimos a solas y en silencio; pero no pudo cortar, ni atajar, ni detener la idea que surcó por su cerebro como un relámpago. Espantado de ella, se afirmó con ambas manos las abrasadas sienes, sacudiéndose a un lado y otro la cabeza. Si quisiera arrancársela y arrojarla lejos de sí, como un despojo inútil, no lo hiciera de otra manera.

Oyó una voz alegre que cantaba y al mismo tiempo abrieron la puerta. Monsalud entró alumbrándose con una linterna, y traía además una botella de vino.

– Sr. D. Fernando – dijo desde la puerta, – aquí le traigo esto para que entone el cuerpo y le ayude a pasar los malos ratos de esta noche.

– XVIII-

Salvador adelantó con paso inseguro, dirigiendo la luz de la linterna a todos los lados de la estancia.

– ¿En dónde se ha metido Vd.? – dijo riendo a carcajadas como quien ha perdido el equilibrio de sus facultades. – ¡Ah! Está Vd. en el rincón… ¡qué postura! De ese modo piden los ciegos en los caminos.

D. Fernando Garrote, ante aquellas burlas, sintió que su sangre se trocaba en hielo.

– Entre esta gente – dijo con mucha aflicción— ¿es costumbre burlarse de los desgraciados que van a morir?

– Perdóneme Vd. – añadió el joven luchando con el extravío de sus sentidos. – No sé lo que digo… esos pícaros hicieron propósito de embriagarme, y si no me levanto pronto…

– Vicio muy feo es el de la embriaguez – afirmó Garrote. – Un joven valiente y noble como tú, ¿será capaz de degradarse, abusando del vino?…

– No, no señor – repuso Salvador, en quien la vergüenza pudo por un momento más que la turbación de su mente. – Nunca he sido borracho, pero de poco tiempo a esta parte me dan tales tristezas y se me acongoja el alma de tal modo a consecuencia de mis desgracias, que algunas veces…

– ¡Pobre muchacho! – dijo el guerrero, acercándose a Monsalud, que, puesta en el suelo la linterna y la botella, se había sentado junto a ellas. – Me parece que como joven inexperto y sin fundamento, no te vendría mal recibir algunos consejos, y voy a dártelos.

– Pues toca la casualidad de que yo no he venido a recibir consejos, sino a acompañar a Vd. un tantico y traerle algo confortativo, porque siempre me da mucha compasión de ver a un hombre condenado a morir por cosas de guerra, y aunque este hombre sea mi enemigo, sí, mi enemigo por varias causas, siempre procuro que sus últimas horas no sean muy tristes. Conque guárdese Vd. los consejos y beba vino, si gusta.

– No beberé – repuso D. Femando; – pero pues dices que vienes a hacerme compañía, acepto el obsequio de un poco de conversación.

– ¿De qué vamos a hablar?

– De ti.

– ¡De mí! – exclamó Salvador, otra vez atacado de la nerviosa hilaridad que tanto disgustara a Garrote. – ¡Bonito asunto! Tanto vale hablar del infierno.

– Al verte entre franceses, joven, apuesto, y con esa expresión de nobleza que tiene tu persona…

– ¡Oh qué lisonjero está el buen hombre! – dijo Monsalud. – Amiguito, no me adule Vd., pues aunque compasivo no me vendo por alabanzas.

– Al verte así – continuó Garrote— he pensado que sólo seducido y engañado ha podido un joven de tanto mérito entrar al servicio del Rey José y de los enemigos de la patria y de la religión.

– Ni seducido, ni engañado, sino por mi propio gusto y libre voluntad – respondió el mancebo con firmeza.

– ¡Y por tus venas corre sangre española! ¿No aborreces a esos herejes, asesinos y ladrones, de cuyos crímenes horrendos eres cómplice, sin duda, por inocencia?

– No les aborrezco, sino que les estimo.

D. Femando cruzó las manos y elevó los ojos al cielo.

– Les estimo – prosiguió Monsalud— porque ellos me ampararon cuando de todos era abandonado; diéronme de comer cuando me moría de hambre, y me pusieron este uniforme que han llevado los primeros soldados del mundo y los vencedores de toda Europa.

Garrote se estremeció de espanto, y un abatimiento angustioso sucedió a su anterior excitación.

– ¿Pero tan pobre estabas y tan desamparado de todo el mundo, que necesitases venderte a los franceses para vivir?

– Pobre y desamparado, sí, porque mi madre había perdido la poca hacienda heredada, y no teníamos sobre qué caernos muertos. Yo fui a Madrid, y un tío que allí tengo, me metió en un regimiento de la guardia jurada.

– Pero tu deber es pelear por la patria. ¿No ves a toda la nación en masa sublevada contra esos viles? ¿No ves el desprecio y el odio que inspiran? Observa bien que entre los pocos españoles que sirven en las filas francesas, no hay uno solo que sea persona honrada.

– ¡Calumnia! Los hay muy buenos y yo no me tengo por ladrón, Sr. Garrote – dijo Monsalud enojándose un poco. – Y punto en boca sobre esa materia.

– Poco a poco, joven, no he querido ofenderte – repuso Navarro con tanta humildad y timidez como un chico de escuela. – Te diré cuál ha sido mi intento. Al verte, sentí profundas simpatías hacia ti, y tanto me entristeció ver a un joven de mérito en la vil condición de afrancesado y en la torpe esclavitud de esa canalla, que me atreví a esperar que los consejos y la autoridad de este infeliz anciano, próximo a morir, tendrían alguna fuerza para desviarte de ese infame camino, ¿Me equivocaré, Salvador? – añadió con expresión muy afectuosa. – ¿Será posible que tu buen corazón y clara inteligencia no respondan a esta cariñosa súplica mía, a este deseo de que te conviertas y dejes a tus viles amos y vuelvas a la santa fe de la patria en que todos los buenos españoles vivimos y morimos?

Monsalud miró a D. Fernando por breve espacio, de hito en hito, y después rompió a reír con estrépito y descaro. El insigne Garrote no pudo contemplar por mucho tiempo aquella faz burlona, porque tuvo que esconder la suya entre las palmas de la mano, para ocultar el llanto.

– No ha sido malo el sermón, padrito – dijo el mozo. – ¿Y Vd. qué pedazo de pan se lleva a la boca con que yo sea afrancesado o deje de serlo? A fe que me divierto oyéndole. ¡Buen modo de disponerse a una buena muerte! A ver, padrito – añadió llenando un vaso de los dos que había traído, – echemos un trago a la salud del gran Napoleón I, Emperador de los franceses y señor de todo el mundo.

– No – dijo D. Fernando rechazando el vaso, – no puedo creer que digas tales disparates formalmente. Eres joven, has bebido más de lo regular, y no sabes lo que sale de tu boca… Comprendo bien la causa principal de tu falta. Te sentías con ardor guerrero, heredado, sin duda, del que te dio el ser y la vida, y como los franceses tienen buena labia para deslumbrar a los jóvenes hablándoles de las grandezas del Imperio y de sus fabulosas batallas de Italia y Alemania, caíste en la trampa. ¡Qué necedad! La más arrebatada fantasía no puede soñar triunfos tan grandes como los que hemos alcanzado nosotros en esta guerra contra los decantados ejércitos de Napoleón. Nuestras batallas de Bailén, de la Albuera, de Tamames, de Talavera, y las defensas gloriosísimas de Zaragoza, Gerona y Tarragona, no tienen igual ni aun en los fastos de la antigüedad heroica. Y si estos hechos no fuesen aún de suficiente magnitud para lo que ambiciona tu grande espíritu, ahí tienes diseminadas por toda la redondez de España, esas inimitables partidas de guerrilleros, los más bravos, los más atrevidos, los más generosos y leales hombres de la tierra, los verdaderos libertadores de la patria, los que al fin rescatarán a nuestro adorado Fernando, los que devolverán a la sagrada religión su esplendor y a Dios su reino predilecto.

Antes que concluyera, Monsalud había empezado a reír. Tomó las elocuentes amonestaciones del anciano como materia de placenteras burlas, y resuelto a contrariarle en todo por convicción, le dijo:

– No me hable Vd. de los guerrilleros, que si hay en la tierra plebe inmunda digna del presidio, ellos son. Compónense las partidas de los asesinos, ladrones y contrabandistas de cada lugar, con más los holgazanes, que son casi todos. Hacen la guerra, por robar, no por echar de aquí a los franceses, y si algún día se acabaran estas misas, el Rey Fernando tendría que colgarlos a todos para poder reinar en paz.

D. Fernando exhaló hondísimo suspiro; mas no desesperanzado todavía de tocar alguna fibra sensible en el corazón del mancebo, le habló así:

– Aunque los guerrilleros fueran como dices, que no son sino lo contrario, no podrías justificar tu conducta. A todos has hecho traición, Salvador, a lo divino y a lo humano; has hecho traición a la patria, a los españoles que son tus hermanos; has hecho traición a tu madre, que sin duda es española también y enemiga de nuestros enemigos; has hecho traición al Rey, bajo cuyo amparo nacimos y en cuya veneranda persona se representa nuestro hogar y el sol que nos alumbra, y principalmente has hecho traición a Dios, cuya fe, más pura y fuerte en la nación española que en ninguna otra, han venido a destruir los franceses, introduciendo aquí, con la herejía, mil costumbres y prácticas nuevas que no conducen sino al pecado.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
230 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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