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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: España sin Rey», sayfa 15

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XXVIII

Y era verdad que tomaba el billete en la estación de Barcelona; mas no para Zaragoza, como pensó don Wifredo, sino para Tarragona. No iba solo: dos señores le acompañaban. No le movían empeños o compromisos amorosos: empujábanle, con inquietud y curiosidad, móviles políticos y el inmediato interés de la causa dinástica que defendía. Observar quiso la tromba insurreccional que se iba formando en toda España, y con más ímpetu que en parte alguna en las regiones catalanas próximas al Ebro. Era la explosión del sentimiento republicano, el más joven y por tanto, el más vigoroso de los sentimientos políticos en aquella época de pasmosa florescencia vital. Brotaban los nuevos gérmenes con fuerte empuje de la savia, y el poder y virtud de esta se malograban por querer crear el fruto antes de producir las flores… Este arrebatado movimiento tomó la encarnación teórica más atrevida, el pacto federal, y tras él iba con generoso raudal de sentimiento. El federalismo creyó llegar más pronto a su fin batiendo las alas de la razón filosófica que andando modestamente con los pies de la cautelosa realidad. Pronto había de pagar su error.

Como se ha dicho, fueron Urríes y dos más a ver de cerca el ciclón, sin acercarse mucho, por si llovían golpes y tiros. Los compañeros de don Juan eran un señor Angulo y un señor Solís, muy notados de montpensierismo doméstico y público. Lamentaban que en España hubiese tantos hombres que exponían su vida y su hacienda por don Carlos o por la República, y que no saliesen de ninguna parte ni siquiera cuatro gatos armados que mayasen por el de Orleans. En su lista de adictos tenía este generales y políticos de peso; en sus arcas millones que derrochar, si pudiera más la ambición que la codicia, y con tales elementos era el hijo predilecto de la impopularidad. Angulo, Solís y Urríes salieron de Barcelona con objeto de ver si en el revuelto río federal era fácil pescar alguna trucha que pudiese comer tranquilamente el señor Duque.

Vieron los tres caballeros la grande agitación de aquel país, y en un tris estuvo que retrocedieran a Barcelona; pero más pudo la curiosidad que el temor, y adelante siguieron. Sabían que las radicales ideas de Pi y Margall habían cristalizado en los organismos federativos de pueblos y regiones, y que pronto lo harían en la Junta central, común atadijo de los haces regionales. Sabían también que la guerra civil republicana se iniciaba en ciudades populosas y ardientes, como Zaragoza, y en otras que siempre fueron pacíficas. No desconocían que tras ellos quedaban soliviantados pueblos importantes de Barcelona y de Gerona; que Suñer y Capdevila reclutaba hombres a centenares, a miles, para expugnar la institución monárquica todavía platónica y acéfala, pues había trono, mas no Rey que lo ocupase; pero ignoraban lo que podía venir del lado de Tortosa, donde algunos diputados republicanos y otros que no lo eran, hombres de tan viril entendimiento como Valentín Almirall, jóvenes exaltados como José Luis Pellicer, habían adiestrado al pueblo en el arte de la reivindicación y en otras artes complementarias, como el maldecir cantando y el aclamar rugiendo. Inspiraba el gran niño admiración por su infantil fiereza; causaba miedo, porque su inocencia no era ya inofensiva.

Al llegar a Tarragona, nada vieron anormal Urríes y sus acompañantes. Fueron a visitar al Gobernador don Juan Manuel Martínez, hombre tan inteligente como simpático, amigo inquebrantable del General Prim, satélite de adversidad más que de fortuna, pues con alegre constancia le siguió por todos los ásperos senderos y atajos de la emigración… No le encontraron: había ido a Barcelona a conferenciar con el Capitán General Gaminde, y pedirle fuerzas con que contener el nublado que se les venía encima.

Recibió a los curiosos forasteros el Secretario, Gobernador interino don Raimundo Reyes García, el cual no pareció temeroso de que estallasen desórdenes graves a la llegada de los republicanos que vendrían de Tortosa. Según dijo, conocía bien al pueblo tarraconense; teníale por reflexivo, poco dado a excesos revolucionarios; pensaba que arengándole con lenguaje conciliador, invocando su dignidad y cordura, todo se reduciría a un poco de ruido. Contagiados de la tranquilidad del Secretario, se fueron los caballeros a la fonda, luego a un café, Rambla de San Carlos, donde departieron sobre los presuntos alborotos. Seguramente, si estos eran extremados y traían atropellos de la propiedad y ataques a las vidas, más ganaba que perdía la causa del Duque. Convenía que la odiada Interinidad se pusiera su máscara más cadavérica y su mortaja más pavorosa para asustar a la Nación.

Con estos comentarios ojalateros pasaban el rato cuando oyeron rumor de marejada popular, y a la calle se lanzaron, siguiendo la corriente que con hervor de gritos descendía de la Rambla de San Juan a la de San Carlos. Por la calle de la Unión precipitáronse a la Plaza de Isabel II, donde ya era menos fácil el paso por lo que iba espesando la muchedumbre. Dejábanse llevar del torrente humano que corría cuesta abajo, y por calles que desconocían, rectas y de anchura diferente, llegaron a una gran explanada, en cuyo término se veía la estación del ferrocarril. Era la escena del drama federal anunciado, que se hallaba en su primer acto, mejor será decir en el único, porque fue tragedia breve, con muy poco espacio entre la prótasis y la catástrofe.

Sobre la multitud que ondeaba con hinchazón rugiente, como un mar tempestuoso, se destacó la figura arrogante de un militar anciano que subió a un coche. Su hermosa barba blanca dábale aspecto de un gran Rabino, con ros y levita galonada… Era Pierrad, hombre valiente en la guerra, desgraciado en la paz, y en toda ocasión política enormemente inoportuno; tardío cuando debía llegar pronto, prematuro cuando su tardanza podía ser un suceso favorable. No se sabía si a la multitud arengaba, o si oía su bronco alarido sin comprenderlo… El General era sordo.

Entre don Blas Pierrad y la Estación, el Gobernador interino arengaba en otra forma y con mejor sentido a la brava multitud. Esta, también un poco sorda como su ídolo en aquel momento, no se enteraba de las sensatas exhortaciones de la autoridad… se arremolinó en torno al señor Reyes; este cayó al suelo… La fiera se inclinó sobre él… Era como el niño recogiendo el juguete que se le ha caído… Los niños, en sus juegos inocentes, inventan diversiones crueles y hacen simulacros de maldades… Ello fue que la iracunda caterva popular echó una cuerda a los pies del infeliz Gobernador interino y le arrastró, no sin tropiezos y dificultades, porque el suelo estaba muy mal empedrado… Los arrastradores, con incierta marcha de niños embriagados por la travesura, tiraban hacia el puerto… Pierrad fue y vino en su coche… los caballos encabritados, parecían luchar con las olas, como caballos de Neptuno. Alguien gritaba junto al General refiriéndole lo que ocurría; mas él no parecía comprenderlo bien.

Urríes, Angulo y Solís no creyeron prudente marchar a la cola de la bárbara tragedia que se alejaba; y deseando apartar de sus oídos el espantable resuello de la plebe, mezcla de carcajada hombruna y de aullar de canes, retrocedieron calles arriba…

«Filiberta – dijo don Wifredo a su criada, abriendo los ojos y requiriendo el libro que había dejado sobre sus rodillas, – ¿has oído un estrépito como de loza que cae y se rompe en mil pedazos?».

– No, señor – replicó la mujer huesuda, que entró de puntillas cuando su amo dormitaba en el sillón. Nada oigo, y en casa no se han roto tazas ni pucheros.

– Pues creí… Estaba yo leyendo unas historias del País de los Volcanes… cada casa tiene su cráter… país de terremotos… el suelo está siempre bailando… Pues leía que estalló una gran erupción… no sé más, porque me amodorré… Dime, Filiberta, ¿fue ilusión mía, o en la calle había bullanga? ¿No pasó un grueso gentío alborotando?

– No, señor: no ha pasado más que el carromato de Estella con cuatro mulas… Alboroto hemos tenido en Vitoria; pero ello fue anoche… En el teatro se juntaron esos locos republicanos, y estuvieron echando prediques hasta las once o más. Luego, a la salida, hubo lo de que si tú, que si yo; vivas y mueras, y empujones muchos que por poco se vuelven palos.

– Fuera de don Pedro la Hidalga, varón respetable, aunque de cáscara más amarga que la hiel, todos los republicanos de acá son niños echados a perder por el estudio… Entre ellos hay muchachos listos… simpáticos. ¡Ricardo Becerro, Daniel Arrese, Sotero Manteli, ángeles de Dios!… Antes de irme a Madrid discutía yo con ellos, y les volvía tarumba, despedazándolos con sus propios argumentos… Ahora, los ángeles se han quitado de cuentos, y tratan de traernos el Caos. ¿Sabes tú, Filiberta, lo que es el Caos?

– Señor, como saberlo, no lo sé… pero ello debe de ser algo parecido a la República Federal, porque esta no se les cae de la boca… Pues el otro Cao, el de Carlos VII, también tiene pelos… Y para que estemos más divertidos, Cao de Montpensier, Cao de Espartero y del Demonio coronado. Digo, señor, que no ganamos para Caos.

– Es verdad; no ganamos… Y a propósito, Fili: estoy algo inquieto… El corazón, desde anoche, me dice cosas tristes. Todo cuanto leo me hace pensar en trifulcas lejanas, en calamidades y sucesos sangrientos… en volcanes y cataclismos. ¿No te parece que…?

«Sí, sí: me parece que debe el señor arreglarse, vestirse y echarse a la calle – dijo la mujerona con regaño y mimo, a la par severa y cariñosa. ¡A lucirla, a pintarla… a que diga la gente: ‘Ahí va el primer caballero, y el caos de la pura elegancia’! Fuera murrias, y viva mi dueño». Fácilmente persuadido por este exabrupto de cariño maternal, don Wifredo despachó sus lavatorios matutinos; con media hora más quedó de punta en blanco, y a la calle… ¡Albricias! El gran Romarate reaparecía como el sol después de un largo y triste nublado.

Entrada la noche fue al palacio de Gauna, donde halló más gente que de costumbre, y la novedad de que estaba allí el Gobernador contando el trágico suceso de Tarragona. Un cronista muy autorizado fija en la noche siguiente la visita del señor Ezcarti. ¿Qué más da? Y en último caso, con correr una fecha queda la Historia en su punto… Al entrar don Wifredo, el digno Gobernador, rodeado de graves señores y algunas damas, iba ya muy adelantado en el relato del espantable motín, que sabía por telegramas oficiales: La autoridad militar, General Acosta, no dio señales de vida hasta que le llevaron noticia de que el pobre señor Reyes había sido arrastrado. Antes de que llegara la escasa tropa que guarnecía la plaza, algunos guardias civiles y carabineros lograron contener a la salvaje plebe; pero no salvar a la víctima, que aún estaba entre la vida y la muerte, yacente en la Plazuela de San Fernando, cerca del mar, a donde los arrastradores querían arrojarla…

– ¿Y el Gobernador civil?

– Llegó de noche… pudo recoger el cadáver del desgraciado Reyes, espantar a don Blas, que se volvió a Tortosa, y dar principio al desarme de los voluntarios de la Libertad. Don Juan Manuel hizo prender en Tortosa al general Pierrad, y le trajo a la cárcel de Tarragona; después, reuniendo toda la fuerza disponible, persiguió a los amotinados. Estos se corrían a Reus, a Valls, a Montblanch… En fin, que había para rato, y aquella insurrección daría mucho que hacer al Gobierno.

Los comentarios fueron, como es de suponer, vivos y medrosos. Algunos, encastillados en la rutina, creían que sólo al carlismo correspondía la especialidad, casi casi el derecho, de la insurrección. Romarate oía y callaba, pues había perdido el hábito de las disputas políticas. María Erro, Gracia y la señora de Prestamero no extremaban su indignación, y sólo veían en la tragedia el peor síntoma de la gravísima dolencia de España, llamada Interinidad. En cambio, las añosas damas doña Manuela Tirgo y doña Rita de Landázuri sacaban de sus amojamadas laringes voces de ultratumba, para pedir un régimen absoluto sin Cámaras, aunque con camarillas, que pusiera freno a tantos desmanes. Luis Trapinedo, Ezcarti, Santiago Ibero y otros, pedían represión por los medios constitucionales, y los que blasonaban de católicos antes que políticos, como don Ramón Ortiz de Zárate, don Francisco Juan de Ayala y el valetudinario don Tirso Pipaón, ex-Provincial de la Orden de Predicadores, afirmaron que la tragedia de Tarragona y otras que se estaban preparando tenían por único fundamento la relajación de los principios religiosos.

Oídas estas sesudas razones, se arrimó el Bailío al grupo de las muchachas, que al otro extremo de la sala picoteaban con cuatro mozalbetes. Al mirar a Fernanda, los ojos de ella le salieron al encuentro, mirándole a él. ¡Y con qué expresión tan rara! Asustados pedían auxilio, informes, luz, con ser tanta la que ellos despedían. Fácilmente se puso el caballero al habla con la señorita, y aprovechó ella el ruidoso charlar de la gente moza para decir quedamente al de San Juan: «¿No sabe? Ayer estuvo aquí de visita la Marquesa de Subijana… me lo ha contado Luisa. Esa señora quiere ahora reanudar sus amistades del siglo pasado, o de no sé qué siglo, con estas venerables momias. María Erro le preguntó por la sobrina… por esa…».

Comprendió don Wifredo la repugnancia a pronunciar el nombre. Él revolvió el Céfora entre los dientes, y después, mirando al suelo, lo escupió sin saliva… Y Fernanda siguió: «La respuesta de doña Carolina fue de lo más chusco… Que la chica esa… entra en un convento».

– Ya lo sabía yo. Es achaque antiguo en ella la falsa santidad.

– ¡Monja!… ¿Pero es burla, es ironía?… ¿Y en qué Orden?

Como don Wifredo no toleraba que los informes reales se anticiparan a su prodigiosa facultad de adivinación, contestó sin vacilar: «En la Brígidas de Vitoria».

XXIX

Retirose el Bailío a su casa recelando que la traviesa realidad no quisiera ponerse de acuerdo con la inspiración profética… «Filiberta, ¿lo soñé yo, o me dijiste tú que en las Brígidas entraría pronto una joven…?».

– El señor lo habrá soñado – replicó la huesuda, tirando de la bota derecha de su amo. Yo no le hablé de semejante cosa… Pero ahora me acuerdo de haber oído ayer en la plaza…

– ¿Ves cómo es verdad? ¡Si yo no me equivoco!… ¿Y oíste el nombre de la nueva monja?

– Lo dijeron. Pero tengo yo mala cabeza para nombres… y el de esa mujer no es de los que oímos todos los días.

– Filiberta – dijo el caballero ya en la cama, cuando con blanda mano le ponía su criada el turbante, – yo te suplico, y si es preciso te mando, que me averigües qué hay de nueva monjita en las Brígidas, y cómo se llama; y si es forastera, de dónde ha venido. Hace días que veo signos próximos y distantes de sucesos de suma gravedad… Retírate, que yo aquí, solo y a obscuras, lo mismo pensaré dormido que despierto, y algo he de ver y he de sentir de lo presente y de lo futuro. Buenas noches, Fili…

Al día siguiente, no llevó la fiel doméstica noticia ni rumor alguno referentes a la nueva parroquiana de las Brígidas. Y como al segundo día ocurriera lo propio, empezó a creer don Wifredo que había fallado su adivinación. En el barullo mental que esto le causaba, no sabía el hombre si desear o temer que fuese verdad la presencia de Céfora en Vitoria. Al tercer día, o tercera noche, la confusión del caballero subió de punto en la tertulia de Gauna, donde el Alcalde don Felipe García Fresca puso el paño al púlpito para referir los horribles desmanes de Valls. La plebe, desenfrenada de toda autoridad, se lanzó a satisfacer sus bárbaros apetitos, a descargar sus odios en personas quizás culpables y en edificios inocentes. Aquí asesinó, allá incendió, ensañándose particularmente en los opresores del pueblo, y entreteniéndose en la quemazón de archivos, así municipales como notariales. Era el furor revolucionario en su mayor delirio, la ciega venganza de inveterados desafueros… Lo que el Alcalde de Vitoria refirió, sabíalo por un caballero de Madrid, testigo presencial de los terribles atentados, el cual llegó a Vitoria por la mañana, marchando por la tarde a un pueblo próximo.

La idea de que el caballero informante era don Juan de Urríes se clavó en la mente del de San Juan, quien se impuso el deber de no dormir aquella noche sin despejar la formidable incógnita. En efecto, así lo hizo, y por el guardia civil Antonio Castro supo que Urríes estuvo aquella mañana en la fonda de Quintanilla dos o tres horas; fue después a la Casa-Ayuntamiento, y a las dos próximamente alquiló un coche por días, partiendo a un pueblo cercano… ¿Ali, Armendia, Gomecha? Esto no se sabía; mas no era difícil averiguarlo. Con tales informes, don Wifredo creyó tener en su mano la mitad de la clave, y por tenerla entera, a la mañana siguiente muy temprano despachó a Filiberta con un recado para la señora Madre Abadesa de las Brígidas, con quien el Bailío tenía conocimiento. Iba el mensaje formulado interrogativamente en un papelito para que la criada no trabucase el extraño nombre. La respuesta fue bien categórica. En efecto, las Brígidas recibirían pronto como novicia a una señorita llamada Nicéfora, catequizada por el padre Beck. Aún no había llegado. Hallábase en preparación o ejercicios…

Seguro de poseer ya la clave entera, apresurose el Bailío a construir a su modo toda la historia, con potente imaginación y lógica un tanto poemática. Conocía bien a Céfora, y se sabía de memoria las dos naturalezas que estrechamente enroscadas una en otra componían su carácter. Incompatible con Carolina, se había declarado independiente, haciendo la comedia del monjío para escaparse con Urríes en pos de goces y aventuras, menos secretas que las de Madrid. La que lloraba oyendo relatar la muerte de la Reina doña Francisca y poco después reía locamente repitiendo donaires picarescos; la que frecuentaba la iglesia, y dolorida de las rodillas por larga humillación ante el confesonario, se iba con don Juan a misteriosos nidos o burladeros, no era susceptible de enmienda ni reforma.

Era el Diablo mismo en su duplicada encarnación histérica y romántica; era la infernal Antarés, que a don Juan ofrecía sus formas seductoras cuando se hallaba dispuesto a variar de conducta. Con ser tan malo, don Juan era mejor que ella. El caballero andaluz volvía seguramente, como había previsto o adivinado don Wifredo; pero no volvía llamado por la virtud de Fernanda, sino por la sensualidad de Céfora. Según las presunciones del cruzado de Jerusalén, el burlador había tenido un instante de arrepentimiento: rayo del Cielo penetró en su alma, iluminándola con divinos resplandores; pero acudió Antarés con las tinieblas y el vicio, y don Juan perdió la vía del bien a que su vaga intención más que su rígida voluntad le encaminaba.

Ultimatum. – En cuanto se pudiese averiguar dónde moraba o se escondía don Juan, el Bailío de Nueve Villas le plantearía con arrogante severidad la cuestión caballeresca en esta concisa fórmula: «Usted, señor de Urríes, está obligado a casarse con Fernanda, no por reparación del honor de esta, que no ha sufrido ni podía sufrir ningún detrimento, sino por dar al alma nobilísima de la doncella de Ibero la paz y felicidad a que es acreedora. Padece la demencia de amar a usted. Su corazón pertenece a su verdugo». Si a este requerimiento respondía el andaluz con un sí, todo estaba felizmente terminado. ¿Respondía con un no iracundo o siquiera displicente? Pues el de San Juan con la misma o mayor entereza, le diría: «Aquí traigo dos espadas de fino temple: escoja usted la que quiera, y solos, sin testigos, vámonos a resolver en Juicio de Dios, cual cumplidos caballeros, esta grave contienda».

Al trazar con mente fervorosa este soberbio plan, el alma del caballero ardía en loco entusiasmo. ¿Qué mayor gloria que consagrar los últimos días de una vida intachable (salvo las canitas echadas al aire con la Africana) a una empresa de rehabilitación tan grande y bella? Y pensando en esto, a su mente traía la imagen de Fernanda, adornándola de innúmeras piedras preciosas que representaban otras tantas prendas morales. O devolverle su don Juan, o morir por ella… En la mansión de los justos se encontrarían, limpios ambos de toda terrenal impureza, y contemplándose extáticos, gozarían eternamente el premio de sus virtudes… y a Dios vería cada cual en las pupilas del otro… Alargando después sus brazos para alcanzar al cuello de Filiberta, que en estatura le ganaba más de un palmo, le dijo con desbordada vehemencia: «Abrázame, mujer, y abrazándome reconoce que tienes por amo al caballero que más alto pica en la abnegación. Abrázame, a ver si se te pega algo de la grandeza de mis fines… y aprende, Filiberta, aprende a sacrificarte por la belleza y la virtud. Este arranque gallardo que en mí ves, lo debo al cataclismo de mi cerebro. Dios me turbó y desconcertó, para darme después un natural y temple más varoniles, infundiéndome la querencia de los actos heroicos. Al propio tiempo me hizo más poeta que Cristóbal de Pipaón, y con esa ventaja me encontré de añadidura».

Derramando lagrimas, le abrazó Filiberta, diciéndole entre babas que si el señor moría en duelo, o como Dios quisiera, ella no se quedaba por acá. A su don Wifredo se pegaría como una lapa, y juntos subirían a la Gloria eterna.

Tan ufanado con su caballeresca resolución llegó a estar el Bailío, que le aterraba la idea de que un soplo de prosaica realidad deshiciera el hermoso castillete. Al regresar de su paseo una mañana, pensando en la ideal doncella por quien se desvivía, la encontró con su hermano Demetrio y con María Erro, que iban hacia la Plaza Nueva. Galantemente se agregó a las damas y al caballerito, y creyó ver en los divinos ojos de Fernanda sombra y luces que decían: «temo y espero». Al entrar en la Plaza, halláronse de manos a boca frente a un clérigo joven, vivo, con acento extranjero, el cual se enganchó en saludos amables con María Erro, después con Fernanda, Demetrio y la compañía. Era el Padre Beck, uno de los dos jesuitas que estuvieron con don Wifredo en La Guardia, en la primavera de aquel mismo año. Saludáronse todos, y particularmente extremó el clérigo sus cortesanías con el Bailío, no sin recordarle las caminatas que juntos habían hecho por Estella, Viana y Logroño, preparando el terreno y las almas para el levantamiento carlista. Con sonrisa de conejo respondió don Wifredo a las remembranzas del ignaciano, que se despidió relamido y afable, ofreciendo su domicilio, una hospedería muy recatada, próxima al convento de las Brígidas.

Siguieron las damas y su acompañamiento. Al despedirse Romarate en la puerta de la casa de Gauna, Fernanda le recomendó, con expresivo acento de tímida confianza, que no faltase aquella noche… ¿Qué había de faltar?… Llegó el primero, y aun pensó que llegaba tarde. Apenas vio a la gentil doncella de Ibero, pudo advertir en ella un ardiente afán de ponerse al habla. Ambos se dieron sus mañas para encontrar la ocasión que deseaban. La sorpresa del caballero fue grande cuando la señorita le dijo con balbuciente voz: «Ya sé, don Wifredo, dónde está esa… esa… En Vitoria la tenemos ya».

– ¡Céfora!… ¿Dónde?

– ¿Se fijó usted en las señas que dio de su casa el clérigo de esta mañana?… Pues allí… allí.

– Ya lo sabía yo… – replicó el caballero en un rapto de vanidad adivinatoria. Digo: como saberlo precisamente, no… Lo había pensado, lo sospechaba. Ya sé, ya sé: la hospedería de las señoras de Ezquerecocha, a donde sólo asisten personas recomendadas, comúnmente sacerdotes, beatas…

– Dijo el Padre que es al lado de las Brígidas.

– Está esa casa en lo que fue Hornabeque de la Victoria… ¿Sabe usted?

– ¿Qué he de saber?… En mi vida oí tal nombre.

– ¡Oh, yo de chico he jugado allí más veces…! Ya el Hornabeque o fortín estaba en ruinas… Pues el año 50 construyeron allí varias casas: una de ellas es esa, con sólo dos pisos altos, que ocuparon las Ezquerecochas, excelentes señoras a fe mía… Guadalupe, que era una santa, murió del cólera; Eduvigis está baldada… Hoy gobiernan la posada unas sobrinas de poco juicio según entiendo. Por esto ha perdido la casa su antiguo crédito y respetabilidad… En el bajo, que es un local muy espacioso, hubo hace años un almacén de granos; luego un gimnasio, que tronó hace dos meses. La semana pasada, esos locos republicanos quisieron alquilarlo para celebrar allí sus reuniones o metingues; pero las vecinas de arriba pusieron el grito en el cielo, y el propietario se negó… Ahora que me acuerdo: días ha me dijo Filiberta que los valencianos de la Plaza Nueva alquilan ese local para depósito de loza y esteras… Amiga del alma, noto en usted un sobresalto que no tiene razón de ser… Estamos próximos a la Hora de Dios… Como dice muy bien Filiberta, el reloj de Dios es distinto del de los hombres, y cuando nosotros decimos temprano, él dice tarde, y cuando decimos ahora, él dice todavía no… Aguardemos con fe y serenidad.

Hubiera desentrañado Fernanda estas sutiles razones; pero por atender más al pensar propio, no quería salir del alcázar de su silencio. Despidiose el Bailío con efusión concisa, y algo aturdido salió a la calle; mas en cuanto las auras frescas de la noche orearon su frente, sintiose poseído de ardimiento belicoso, y espoleado por febril actividad. Apenas encaró con Filiberta, dio órdenes semejantes a las de un caudillo que reúne a los jefes de cuerpo para dar comienzo a una fiera batalla. Al punto quiso ponerse al habla con la Marciana, con su marido Antonio Castro, con Matías Calero y con un miñón llamado Ciordi, que según Filiberta era el individuo mejor informado de los pasos de don Juan. Anhelaba don Wifredo conocer sin demora el paradero del andaluz, para irse derecho a él y plantearle la cuestión caballeresca en términos de inexorable precisión.

Divagando en conjeturas y sin resolver nada, se pasó la noche, y a la mañana siguiente, dadas ya las ocho, sólo pudo averiguarse que la Marquesa de Subijana, desentendida ya de Céfora, se había ido a San Sebastián con su amiga la Villares de Tajo: ambas habían estado tres días en Quintanilla, donde tuvieron la dicha de alternar con los Marqueses de Beramendi y otras aristocráticas familias. Carolina Lecuona era feliz entre las damas elegantes y los señores ricos, que habían erigido en ley de buen tono el repudiar a todos los candidatos a la Corona de España y envolver en flores de simpatía al niño don Alfonso… También había partido de Vitoria el padre Beck, creíase que a Tolosa, dejando a Céfora bajo la custodia y gobierno de una grave señora piadosísima, que habitaba en la misma casa.

Daban las diez cuando se supo que don Juan había pasado de Ali a un caserío cercano. Era inútil buscarle allí. Más práctico sería salirle al encuentro en Vitoria, a donde venía en cuanto cerraba la noche. El miñón José Ciordi, conocedor sin duda de los pasos, ya que no de las intenciones, del caballero, se encastillaba en una discreción a prueba de halagos. Era indudable que entre don Juan y Céfora mediaban cartitas. Desesperado don Wifredo ante la imposibilidad de apoderarse de alguna de ellas, invocaba y sutilizaba su poder de adivinación, tratando de penetrar ideológicamente el delicado arcano de las letras que iban y venían por el aire, como efluvios telegráficos. Pero esto no le valía, y los esfuerzos de una imaginación potente y ágil no servían más que para internarse en enredosos laberintos… Por fin hubo de comprender que su fantasía deliraba, y que los monstruosos absurdos por ella engendrados eran obra de unos traviesos diablillos que se introdujeron en su magín, y allí jugaban con el aparato de adivinar.

Para librarse de esta diabólica sugestión, se fue el hombre a San Vicente, y ante el altar mayor oró devotamente una media hora, de rodillas. Muy consolado y fortalecido en sus pensamientos salió de la iglesia para su casa, y antes de llegar a esta sintió que en la bóveda de su cerebro llamaba con fuertes golpes el verdadero y genuino poder adivinatorio, como diciendo: «Atención: aquí estoy… abrid, abrid…». La grande adivinanza de origen divino entró en el cerebro precedida de espléndidas luminarias. Vedla aquí: El nuevo alquilador del local vacío, planta baja, en la casa de las Ezquerecochas, era Servando Arregui… grande amigo de Romarate, moralmente ligado a este por el cariño y la gratitud…

«Fili, Filiberta – dijo el Bailío con fuertes voces entrando en su casa, – averíguame al instante si los valencianos de la Plaza Nueva han alquilado el bajo de la casa… ya sabes…».

– Señor, le estaba esperando para decirle que ayer alquiló el almacén Servando Arregui, y que hoy le han dado la llave.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
290 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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