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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: España sin Rey», sayfa 14

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– Verdad que no acabé de explicar… Lo que yo padecí fue como un terremoto que cuarteó mi cerebro… Hendido y lleno de grietas quedó… y si por este lado se escaparon muchas ideas y pedacitos de la razón, por estotro entraron hermosas verdades, que ya no quisieron salir… Una de las verdades que adquirí en aquella revolución o cataclismo, fue que Cristóbal de Pipaón es un malísimo poeta… sí, hija mía, no se asuste usted… no se ría… Cristóbal es el peor poeta que cabe imaginar… Sí, sí: un gato que maya en el tejado llamando a la gata es más poeta que él… Las voces que Cristóbal llama poéticas son adoquines, y sus odas calles empedradas… Suenan sus versos como las calles cuando pasa el pesado carromato de Burgos con seis mulas, ni más ni menos… Bueno: pues otra de las grandes verdades que aquí se me han metido y ya no salen, es que si mi amigo don Carlos de Borbón y de Este viene al trono, no lo calentará mucho tiempo.

XXVI

– ¿Qué razones tiene mi buen don Wifredo para creerlo así? Eso ya no es poseer verdades, sino meterse a profetizar.

– Pues profetizo. En mi caletre han venido a guarecerse las verdades futuras. Don Carlos no calentará el trono, porque todas las señoras elegantes quieren al niño Don Alfonso… Así lo cuenta Luis Trapinedo, que conoce bien la sociedad… Y Luis y yo sabemos, porque lo hemos visto de cerca, que también aman al niño de Isabel II los enriquecidos, antaño salchicheros, chocolateros, contratistas de tabaco, prestamistas, logreros, y ogaño chapados de aristócratas, algo marqueses ya, o con ganas de serlo… Como estos ricachones y las damas bonitas vestidas a la última moda de París son la fuerza social efectiva, no cuajará ningún Rey que no venga empollado por las faldas y talegas… No digo que no haya Rey al fin, ya lo saquen de un pozo, ya escojan algún sobrero de ganaderías extranjeras… Lo que digo es que no cuajará…

– Pues yo, don Wifredo de mi alma – declaró Fernanda, humorística, – creo que el único monarca que conviene a los españoles es aquel de palo que Júpiter dio a las ranas cuando estas le dijeron que no podían vivir sin Rey.

– Quizás esté usted en lo cierto, pues ahora todo es figuración, y el mejor Rey será el que sirva de imagen para llevado en andas en la procesión política. Con más fervor lo adorará nuestro pueblo viéndolo de palo que viéndolo de carne y hueso. El pueblo gusta de venerar los sujetos cuando se les presentan en traza de objetos barnizados e inmóviles, con ojos de vidrio… Y los que medran al amparo de esta superstición, no quieren Rey vivo, sino un lindo juguete monárquico que lo más, lo más, diga papá y mamá, y eche firmitas.

– Vaya, don Wifredo – dijo Fernanda con risueño entusiasmo, – que está usted hecho un sabio, y bien puede bendecir su cataclismo.

– Basta de verdades por esta noche – declaró el Bailío. Ya mi señora doña Gracia da la señal de retirada… Mañana seguiremos, amiga del alma, que aún hay aquí verdades como puños, y entre ellas algunas que interesan a usted particularmente…

Empezó el desfile, y nada más hablaron aquella noche, con gran desconsuelo de Fernanda, a quien no se le caía el pan hasta saber qué verdades eran aquellas de su particular interés. La impaciencia y curiosidad tuviéronla desvelada, y no se durmió sin tornear en su mente atrevidos cálculos y conjeturas sobre aquel ignorado tema. A la siguiente noche debían reunirse todos los amigos y parientes en el palacio de Gauna, donde había familiar fiesta, por ser la de San Luis Rey de Francia, y celebrar sus días el futuro Marqués de Gauna y su hija Luisita.

Esta y su hermana, con Fernanda, Demetrio y los chicos hortelanos, tuvieron la feliz idea de adornar la frondosa huerta del palaciote como para verbena, y toda la tarde emplearon en colgar de los árboles farolillos y banderolas de papel; antes dispusieron un barrido general de paseos, y se armó un tabladillo para colocar dos violines, dulzaina y tamboril. Todo resultó muy bien apañado, como improvisación de muchachas traviesas. Llegada la hora del juvenil regocijo, después de la cena, daba gusto ver las arboledas, aquí umbrosas, allí iluminadas de fantásticos colorines, y oír el rumorcillo de risas y coloquios por alegres bocas de ambos sexos, y ver los grupos que entre cerezos, manzanos, morales y albérchigos bulliciosamente discurrían. La musiquilla cumplió hasta media noche, sin dar tregua ni paz a sus estridores rítmicos; bailó la juventud honestamente, y la cháchara interrumpió con crueles latiguillos galantes el tranquilo sueño de los pájaros, que tenían por suya la callada fronda.

Ya mediada la verbena, Fernanda y el Bailío reanudaron en tan apacible lugar sus coloquios. Apartados del tumulto, dejáronse ir quedamente a un paseo lateral, a donde llegaba medio muerto el resplandor de los farolillos, y hecho polvo de sonidos el parloteo de galancetes y damiselas… «Esta soledad – dijo don Wifredo saboreando el misterio nocturno – es la más adecuada escena para que ciertas verdades pasen de mi boca a los oídos de usted…».

– Pero lo hará sin asustarme – murmuró Fernanda, traspasada por fugaz calofrío. Esto está muy obscuro, don Wifredo… Vamos por aquel paseíto… Estamos junto a la noria, que es lugar triste. Fue noria… ya no es por dentro más que una ruina, por fuera un armatoste abandonado… con mortaja de hiedras.

– Sí, ya veo… es la noria… que veinte años ha sacaba de la tierra un hermoso raudal de agua fresca y cristalina… Me agrada verme junto al pasado glorioso… Detengámonos aquí un instante, que mis verdades pronto se dicen. Es cuestión de segundos… Fernanda, no tiemble, no se asuste. Don Juan… ¡Eh!, ¿qué hace usted? ¿Por qué chilla?… Venga aquí.

– No quiero que me hablen de ese hombre – gimió Fernanda temblorosa, alejándose del Bailío.

– Si no me ha dejado concluir. Digo que don Juan ha de volver a usted… sé que ha de volver, Fernanda; lo sé…

Aterrada, la hija de Ibero no se movía. El sanjuanista fue hacia ella, y alzando los brazos iracundos, y agitándolos sobre su cabeza, soltó estas palabras de fuego: «Volverá… volverá… lo digo yo… Y digo también, delante de Dios y delante de usted, que si no vuelve, le mato… le mato Fernanda».

– Silencio: cállese, don Wifredo… No diga esos horrores. Pueden oírle.

Y él, disparándose más en la exaltación, lanzó su clamor a las estrellas: «Por la presencia de Cristo vivo en la Hostia, juro que mato a ese hombre si no vuelve a usted… Pero volverá: yo lo sé, yo lo aseguro».

Tuvo Fernanda que decir también volverá, volverá, para que el caballero se calmase… Y gracias a esta hipócrita conformidad, logró sacarle de aquel sitio sin que alborotara con sus destemplados juramentos y amenazas… Poco después, don Wifredo recobraba su tranquilidad entre los demás asistentes a la verbena, y habló a Fernanda en el tono de su habitual mansedumbre. Al salir para su casa, algunos que iban tras él notaron que gesticulaba moviendo el bastón de un modo harto fantástico, y le oyeron mascullar y escupir frases incoherentes.

Fernanda tardó aquella noche más de lo regular en traer a su mente fatigada las dulzuras del sueño, pues aun dichas por un pobre vesánico, las palabras don Juan volverá, le mato si no vuelve, tenían bastante poder magnético para turbar su reposo… Y al siguiente día vio la noble Vitoria interrumpida la normalidad de su existencia, por la falta de un hecho que diariamente ocurría con cierta puntualidad astronómica: el Bailío no se dejó ver en sus paseos matinal y vespertino, y los vitorianos comentaron con asombro el eclipse. Amigos y parientes llegáronse a la casa, y por Filiberta, la criada del sanjuanista, supieron que había pasado toda la mañana encerrado en su sala biblioteca, entre legajos, armas sacadas de los viejos arcones, y libros que parecían misales, con sus hojas rebarbeadas por los ratones; añejas crónicas, tal vez, de la Orden de San Juan en los gloriosos días de Tolemaida y Rodas.

Repitiose el eclipse un día, dos días más, que en esto no hay exacta medida histórica, y una prima noche hizo su reaparición en casa de Ibero, revestido de su pontifical elegancia nocturna, y luciendo además, o aparentando, su caballeresca y dulce amabilidad. Rodeáronle y con lindas palabras le entretuvieron las chicas de Prestamero y de Gauna. Fernanda se apartaba de él, como si le temiera. Pero en una favorable coyuntura, hallándose Romarate solo en el ángulo donde sentarse solía, suplicó a la señorita con amable seña que se acercase un momento, y con fugaz secreto le habló de este modo: «Fernandita, sepa usted que por aquí anda ese hombre… No quiere abandonar las tierras de Álava, donde por lo visto le va bien». Con temblor en su voz cristalina, la joven respondió: «Don Wifredo, le suplico otra vez que no me hable de… Ni nombrarle me gusta… Sea usted prudente, respete mi tristeza».

– Yo insisto en que volverá. Me lo dice el poder de adivinación que adquirí en mi terremoto cerebral. ¿Duda usted de este poder mío? Pues con ejemplos que fácilmente pueden comprobarse, lo demostraré. No hace muchos días, el caballero andaluz se corrió a San Sebastián, y de allí a Irún, donde se hizo el encontradizo con el general Prim, que pasó a Francia con varios amigos para tomar las aguas de Vichy… Don Juan quería informarse de los planes de Prim, referentes a candidatos al trono… Es un lío, un lío horroroso… Siéntese usted, ingratuela, y oiga los apuros y desengaños de los buscadores de Rey.

– Me sentaré, si usted se empeña en ello – dijo Fernanda. Pero algo de eso sabemos ya. Nos lo contó anoche Luis Trapinedo, que está bien enterado.

– Pero Luis no sabe que si ningún príncipe extranjero quiere ser Rey de España, Montpensier no desiste de sus pretensiones, y que el de Urríes propone a Prim, en nombre del Duque, un millón de reales para cada diputado que le vote, diez millones para Prim y otros diez para Serrano.

– Yo no sé nada de eso, don Wifredo, ni me importa… Si no se enfada, le diré que habla usted en sueños.

– Pronto se convencerá usted de que hablo bien despierto. No tardará mi amiguita en apreciar por sí misma que don Juan ronda, que don Juan acecha; ha conocido su error y quiere repararlo… Y como no entre en razón, peor para él. Ya sabe usted la que le espera… Si él se planta en la sinrazón, yo me planto en la justicia.

En circunstancias comunes, estas arrogancias habrían hecho reír a la hija de Ibero; en la turbación de su espíritu, aún perseguido de sombras y no abandonado de las angustiosas dudas, el responder con bromas a las palabras del Bailío le repugnaba más que discutirlas y tratarlas con seriedad. El motivo de esto fue que dos horas antes había sabido por otro conducto algo que confirmaba las noticias del buen Romarate. Don Juan, no sólo rondaba la ciudad, sino que había estado y quizás estaba aún en ella. Le habían visto recorrer de abajo arriba el paseo central de la Florida, entrar por la calle del Prado. Pasó después por delante del Instituto y entró en la Capitanía General. Al anochecer del mismo día, se le vio en los Arquillos con un sujeto de baja estatura que tiene cara de vieja… bajaron por San Vicente, perdiéronse luego en la Plaza del Machete, donde los Iberos vivían… Estas noticias dio a Fernanda una buena mujer que fue su criada, y antes lo había sido de los Prestameros. Llamábase Marciana, y estaba casada con un guardia civil.

Dos noches después de la referida conversación con el Bailío, no esperó Fernanda a que este la llamase, sino que se fue a él, aprovechando una feliz ocasión de hallarle solo. No fue a él temerosa de noticias, sino más bien buscándolas.

«El pájaro ha levantado el vuelo, Fernandita – dijo don Wifredo-; pero… me consta que volverá».

– ¿Ha hablado usted con él? – preguntó Fernanda entre seria y burlona.

– Yo no hablaré con ese caballero más que una vez, y será la definitiva… Aparte de esto, la sonrisita de usted me dice que sabe algo de lo que yo sé… no todo, porque sería imposible. Lo que ha llegado a su conocimiento lo debe a Marciana… ¿Ve usted cómo adivino donde menos se piensa?

– Como que el pajarito que le cuenta a usted todo será la propia Marciana… será Filiberta. Vamos, don Wifredo, dejémonos de jugar a los secreticos. Yo sé más que usted… Sé que ese caballero estuvo en la Capitanía General… cosa naturalísima… Es amigo del General Allende Salazar…

– El cual fue… lo sabe todo el mundo… ayudante de Espartero…

– Pero la amistad no viene por Espartero, sino por Zabala. Los Urríes son amigos y algo parientes del General Zabala.

– Está bien… Y después de visitar al Capitán General, fue don Juan a ver al Gobernador civil, señor Ezcarti, con quien tiene también amistad.

– De esa visita no sé nada. La amistad con Ezcarti debe de venir por Pavía, que es muy amigo de don Juan. Ya sabe usted que el Gobernador tiene dos hijas casadas, y que sus dos yernos son oficiales de Artillería: Baltasar Hidalgo y Manuel Pavía.

– Justamente. No niego que usted sabe algo de lo que yo sé… Pero usted no adivina, hermosa Fernanda… Dios no ha querido conceder a usted la facultad que yo disfruto por singular favor, quizás como compensación de mis desdichas… Conoce usted, pues, algo de lo externo, algo de la vestidura de los hechos; pero no sabe ni palabra de los hechos profundos, de las intenciones… Veo que usted se asombra; veo que sus bellos ojos lanzan al espacio sus miradas como aves de cetrería, en persecución de todo pensamiento volante y reptante… ¿Me explico? Es que si mi trastorno me ha hecho adivino, también me ha hecho poeta, más poeta que Cristóbal de Pipaón, el adoquinador de odas… En fin, amiga del alma, ¿de veras no ve usted el sentido íntimo de las visitas de don Juan al Capitán General don José Allende Salazar y al Gobernador señor Ezcarti?

– Yo no veo nada, don Wifredo – dijo Fernanda con pudoroso disimulo de sus vagas esperanzas-; sólo veo que usted es muy bueno, que se emborracha de caridad, de abnegación…

– Deje el incensario y respóndame a esta otra pregunta: ¿No estuvo ayer el Capitán General a visitar a su padre de usted? (Signo afirmativo de Fernanda.) ¿Hallose usted presente a la visita? (Nuevo signo afirmativo.) ¿Puede decirme lo que hablaron?

– Presente estuve un rato no más – dijo la señorita. Luego mi madre y yo nos retiramos; quedaron solos mi padre y el General. Ya sabe usted que son muy amigos, desde los tiempos de Espartero y Zurbano. Delante de nosotros hablaron de política y de los aspirantes al trono… Allende Salazar, como mi padre, es partidario de Espartero… El odio a los carlistas enciende el genio del buen don José, que si siempre se parece a don Quijote por su alta estatura, flaqueza y sequedad del rostro, cuando habla contra esa gente es don Quijote mismo. Delante de mí, ayer, dijo que su mayor gusto sería fusilar al canónigo Manterola, que predica la guerra santa en el púlpito y en las conversaciones de los Arquillos… y que le pegaría los cuatro tiros en la misma tapia donde fue pasado por las armas, con menos motivo, el pobrecito Montesdeoca.

Risueño comentó el Bailío esta humorada del Capitán General, añadiendo que no merecía tan fiero castigo el buen Manterola, defensor de la fe católica y de la monarquía tradicional. «Mejor sería – dijo después – que fusilase a Cristóbal de Pipaón, no por carlista, sino por detestable poeta… Y no hablemos más esta noche, adorable Fernanda… Sólo diré a usted que don Juan, al partir hoy para Miranda, donde habrá cogido el tren del Ebro hasta Zaragoza, y de allí hasta Lérida, Reus y Tarragona, ha dicho: ‘Volveré…’ y yo lo repito… Con esta palabra me permito entrar en el amante corazón de usted, y como amigo y como poeta dejo en él una linda flor que se llama Esperanza…».

XXVII

¿Tendría razón don Wifredo?… Debe advertirse que si en su vida social no escaseaban las ridiculeces, en su vida íntima era un santo, y que Fernanda conocía no pocos ejemplos de su grandeza moral. Por esto quizás, al conjuro del caballero, sintió la joven que en su alma reverdecían esperanzas marchitas; las ramas secas e inodoras despedían leve fragancia de mejorana y tomillo, y en la mente obscurecida como alcoba de enfermo grave, entraban ya por innumerables rendijas luces del libre ambiente. Cierto que esto no era debido tan sólo al lisonjero vaticinio de don Wifredo; en el conjuro tenía buena parte Marciana, mujer bienintencionada y discreta, que procedía con la mayor lealtad.

Y aún cobraron las esperanzas de la desconsolada señorita mayor aliento cuando observó que llegaban a su casa visitas que a su parecer traían misterio y algo que a ella particularmente interesaba. Presentose una mañana don Felipe García Fresca, alcalde de Vitoria, y aunque esto nada tenía de particular, por ser Santiago y el señor Fresca muy amigos y ambos liberales, Fernanda creyó ver en ello una extraordinaria encomienda. Quizás no hablarían más que de política, de la elección de Rey, de los temores de levantamiento carlista; pero estos asuntos no explicaban el extraño caso de que, al despedir a su amigo en la escalera, quedase Ibero contentísimo, con una cara de Pascua que la hija no había visto en él desde los tristes días de Bergüenda.

Pues la misma noche estuvo en casa de Gauna don Francisco Juan de Ayala, persona principal de la ciudad, cuñado del Conde de Cheste. Ayala y Luis de Trapinedo hablaron largamente a solas en un extremo de la sala; Fernanda notó que la miraban sonrientes. Luego creyó notar en Luis cierto alborozo… El hecho era que todos parecían contentos; pero nadie le decía nada. El único que con la señorita se franqueaba era su amigo el gran don Wifredo, que risueño le dijo: «No me ponga esa cara tristona. Alegrándose un poco, está usted más bonita… Ya puede salir al campo de la ilusión, a recoger y acopiar pajitas y pelusitas para un nuevo nido… Aquel se rompió, se deshizo… Pues a otro… Esto digo yo, y que venga ese bruto de Cristóbal Pipaón a competir conmigo en imágenes bellas… Fernanda, que la vea yo a usted alegre y saltona, cogiendo pajitas y llevándoselas en el pico…».

Al llegar aquí, se detiene el historiador extasiado ante la noble figura caballeresca del Bailío de Nueve Villas, que en aquella segunda etapa de su azarosa vida se nos presenta con los caracteres de la más alta grandeza moral. Podría no estar el hombre en sus cabales; podría ser un vidente, un iluminado; fuera lo que fuese, la dirección que tomaba su voluntad merecía calurosas alabanzas. Volvió el hombre de Madrid medio loco o loco entero, trastornado por pasiones que súbitamente entraron a saco en su espíritu. Madrid le había sido funesto; había caído el hombre en aquel infiernillo político y social, con cincuenta años largos de pacífica normalidad provinciana; pagó el tributo a los gustos retrasados, a los apetitos inéditos y adormecidos; se le fue el santo al cielo; se achispó de los sentidos y del corazón. Restituido por bondadosos parientes al suelo natal, se encontró con el tristísimo suceso de Fernanda, la mujer ideal, la mujer soñada, tan alta para él, que nunca osó rendirle adoración fuera del invisible altar del pensamiento.

Pudo estar don Wifredo perturbado cuando le trajeron de Madrid a Vitoria; pero no cabía mayor señal de cordura que su proceder ante la hija de Ibero, abandonada del novio, sin perder su pureza. Ni por un momento pensó el Bailío en sustituir al galán fugitivo. Claramente vio que su edad avanzada, su posición modesta, la borrasca mental que había corrido en Madrid, le imposibilitaban para toda pretensión amorosa. No era falto de seso el hombre que así pensaba. Pero no contento con esto, y obedeciendo a las generosas y cristianas voces que sonaban en su alma, se dijo: «Todo por Fernanda y para Fernanda; y pues enamorada sigue del sujeto, a pesar del desaire sufrido, consagro mi vida al fin altísimo de traer al don Juan a su deber, o de castigarle con la muerte si a ello se negara». Con esta especie de juramento quedó afianzado el sanjuanista en la desinteresada empresa, expresión fiel de la Orden de Caballería que profesaba.

La idea del regreso de don Juan nació en la mente del Bailío de confidencias que alteraba su lozana inventiva. Pero contando siempre con la volubilidad del andaluz, se previno por si llegaba el caso de tener que matarle. Los eclipses del paseo matutino y el encierro en su aposento fueron motivados por la necesidad en que se vio de limpiar sus armas, enmohecidas por el ocio de una larga paz. Poseía espadas de fino temple, cuyos aceros jamás vieron sangre; sables, dagas y otras herramientas de muerte conservadas por curiosidad, o como recuerdos de familia. Terminada esta faena en dos mañanas, otras consagró a poner en orden sus papeles, a desempolvar sus ejecutorias y a trazar con mano firme un testamento ológrafo, pues aunque confiaba en que el juicio de Dios le sería favorable para llevar consigo toda la razón, no podía dejar de admitir alguna probabilidad de fracaso y muerte. Sobre todo estarían siempre los altos designios.

Fundado en vagas noticias, Romarate se imaginaba a don Juan encariñado con la reconciliación. Faltaba, no obstante, la nota de verosimilitud o algún dato testimonial, para que tal creencia fuese algo más que vana conjetura. A este propósito, debe decirse que las atrevidas adivinaciones de don Wifredo solían tener más consistencia lógica y más aire de verdad que muchos de los informes que sus confidentes le comunicaban; pero él se las componía muy bien para llevar a los puntos débiles la fuerza persuasiva que en otros sobraba, para dar apoyo a los hechos tambaleantes arrimando a ellos los hechos firmes, y así lograba sostener aquel aparato en que no era fácil discernir lo imaginario de lo real.

El taller en que don Wifredo fabricaba su lógico artificio era su casa del Portal del Rey, y el ayudante o discípulo la criada que desde remotos tiempos le servía, cincuentona como él, de una fidelidad inaudita, llena el alma de devoción y de supersticiones, con cierta salida de humos a lo caballeresco, plagio de su señor. Lo más extraño de Filiberta era que jamás creyó en la demencia del amo, y que en cuanto este hizo y dijo al regresar de Madrid no vio más que donaires, o rigurosa demostración de un carácter entero. Le amaba y le servía con absoluto desinterés; le cuidaba como a un hijo, y no tenía más finalidad en su existencia que verle saludable y alegre. Rara vez ha existido un caso de adhesión semejante, que se explica, más que por el natural bondadoso de la sirviente, por la increíble bondad, rayana en lo sublime, del caballero de San Juan.

Era Filiberta viuda de un contrabandista, que el año 54 contrajo una repugnante enfermedad en la boca y nariz. Hora es de que se conozcan las cristianas virtudes del ilustre Bailío, que llevó a su casa al pobre canceroso, le aposentó en su propia alcoba, asistiole como a hermano y no se apartó de él en la hora de la muerte. Entre él y la viuda le amortajaron; fue el caballero al Campo Santo, y con sus propias manos le dio sepultura. Como nunca hizo alarde de esta ni de otras obras suyas de alta misericordia, que cumplía calladamente como Caballero Hospitalario, pocas personas lo sabían. Pero el historiador lo sabe, y nos manda trazar este perfil biográfico.

«Filiberta – decía una noche a su fiel sirvienta cuando esta le quitaba las botas, – en el testamento, que hace días escribí de mi puño y letra, te dejo el caserío de Argandona». Y ella, con súbitas ganas de llorar, oprimiendo contra su pecho la bota que acababa de quitarle al amo, respondió: «Señor, yo no quiero que me deje nada. Lo que quiero es que viva más que yo. Muérame yo primero».

– No te aflijas, mujer. Sólo Dios sabe los días que hemos de vivir. Comprenderás que hallándome yo pendiente de un lance gravísimo con ese don Juan, he debido arreglar mis asuntos, por si el juicio de Dios me fuera desfavorable.

– Quite allá, quite – dijo Filiberta retirando la otra bota después de limpiarse una lágrima en cada ojo. ¡Estaría bueno que Su Divina Majestad no le sacara a usted salvo y triunfador!

Disertando sobre esto con desigual reparto en el coloquio, pues don Wifredo no hacía más que asentir con frases breves, Filiberta expresó peregrinas opiniones respecto a la Caballería y a las virtudes de su amo. El que era un santo con sombrero de copa; el que practicaba la caridad sin que se enterara ni el cuello de la camisa; el cruzado de Jerusalén, amparo de los desvalidos, que andaba por el mundo lleno de misericordia, no podía quedar mal en un lance por defender a una dama noble y católica. Oyendo esto, despojose don Wifredo de las prendas de vestir más pegadas a su cuerpo, y se metió en la cama. Hízolo en la forma más pudorosa, mientras la criada, poniéndose de espaldas para no ver al amo en su desnudez, recogía la ropa y la ordenaba. Era Filiberta morena, tirando a negra; de granadera talla, huesuda, con bosquejo de bigote y barbas. Puesto en pie a su lado con altos tacones, apenas le llegaba al cuello el hombre chiquitín con quien compartía su existencia, y en quien veía un santo niño, digno de culto religioso.

Acostado el niño, su servidora le lió en la cabeza, a guisa de turbante, un pañuelo de seda. No dormía bien el caballero sin abrigar de este modo su cráneo y sus pensamientos, costumbre higiénica que le fue impuesta en Madrid por los cuidados de doña Leche. Y cuando Filiberta le hacía en la frente el nudito final, dijo a su señor: «Y para más seguridad, ya sabe que yo tengo un amuleto que me dieron los ermitaños de Barria. Se lo pongo en el pecho, y no haya miedo de que le toquen balas, ni de que le entre estoque o daga en desafío, siempre que a él vaya con fe y devoción. No es más que un colgajito con el haba de mar cogida en Viernes Santo, unos palitos de hierba de Tierra Santa y la regla de San Benito. Bien probada tengo la virtud de ese divino escudo: que por dos veces se lo puse a Ramón, y fue como si llevara una coraza de diamante. En Vera le soltaron siete tiros a boca de jarro, y no le tocó ni un grano de pólvora». Bondadosamente replicó el Bailío que más eficaces que el amuleto de los ermitaños eran la razón y la justicia, formidables broqueles que él llevaba en su pecho, y con esto terminaron el coloquio.

A la mañana siguiente, serían las ocho, volvía ya el Bailío de San Vicente con su misa en el cuerpo. Sirviéndole un rico chocolate, Filiberta le dijo: «¿Y anoche, señor, durmió bien?… ¿Pensó mucho, vio las cosas que están lejos?».

«Te diré… Anoche estuve algo inquieto, distraído… Sin que yo los llamara, venían recuerdos y alguna que otra imagen, muy seductora por cierto, de las borrascas que corrí en Madrid… No pude concentrar bien el pensamiento en las cosas de acá… ni calcular lo que hace y piensa el caballero andaluz en Cataluña… No dejes de ver hoy a tu prima Marciana, y si puedes, haz por ver a su marido, el guardia civil Antonio Castro. Un compañero de este, llamado Matías Calero, acompañó a Urríes en el trajín de las elecciones, y un miñón de los que están en el Gobierno civil llevó recados del Gobernador a don Juan en la fonda de Quintanilla… Y ahora que me acuerdo: ¿no conoces tú a dos muchachas de la fonda, que son de Comunión, tu pueblo? Pues esas tal vez sepan algo…». Gozosa de colaborar en las imaginativas empresas de su amo, Filiberta se preparó para salir a la compra. «No te des prisa – le dijo el señor, – que hoy no paseo… No me arreglaré hasta las doce… Pasaré la mañana leyendo». Partió la moza con la idea de que las páginas de aquellos librotes viejos de Tolemaida y Rodas contenían la misteriosa cábala… reveladora de las cosas futuras y los sucesos distantes.

Pero al enfrascarse en la lectura, no buscó el caballero su deleite en pesados mamotretos del tamaño de diccionarios, sino en volúmenes chicos, amenos y graciosos que guardaba en su reducida biblioteca, y que fueron sus delicias en la niñez como lo habían sido de sus padres… Se embelesaba en aquellos días con peregrinas historias de aventuras y correrías maravillosas por las regiones inexploradas del Globo; buscaba la distracción de momento, los lances más inauditos, los hallazgos de enanos y gigantes, de monstruos marinos y terrestres, los peligros de huracanes, desiertos de hielo, abismos, trombas, torbellinos y banquetes de antropófagos…

De uno de estos bárbaros festines volvía don Wifredo aturdido… cerró primero el libro, después los ojos, y en un breve letargo se vio llegando a Barcelona en un navío después de seis meses de viaje. Apenas saltó en tierra, vio a don Juan de Urríes tomando billete en la estación de un ferrocarril. Vendía los billetes una mujer, que asomó las narices por el ventanillo preguntando al caballero que a dónde iba… La voz era la de Filiberta que entraba con la cesta de compra, y dijo a su amo: «Señor, en la fonda de Quintanilla esperan al don Juan para dentro de tres días. Tiene la habitación reservada».

– Ya lo sabía – dijo don Wifredo pasándose la mano por los ojos. En este momento toma el tren en la estación de Barcelona.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
290 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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