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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Gerona», sayfa 10

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XXI

Al llegar a la calle de Cort-Real, vi allí casi en total ruina la casa donde se albergaban los míos. Unos vecinos me dijeron que el señor Nomdedeu y su hija estaban aposentados en la calle de la Neu; pero que no se sabía dónde habían ido a parar Siseta y sus hermanos. Contristado con tal noticia, fui en busca del doctor, y la primer persona que salió a mi encuentro fue la señora Sumta, encargándome que no hiciera ruido porque el señor dormía.

– Aquí encontrarás todos los papeles cambiados, Andresillo – me dijo – porque la señorita Josefina se ha puesto buena, y el amo está tan malo, que se morirá pronto si Dios no lo remedia.

En esto oímos la voz del doctor, que en aposento cercano sonaba, diciendo:

– Déjele usted entrar, señora Sumta, que estoy despierto. Andrés, amigo querido, ven acá.

Entré, pues, y D. Pablo arrojándose de su lecho me abrazó con cariño, hablándome así:

– ¡Qué placer me das, Andrés! ¡Yo creí que habías muerto! ¡Ven acá, valiente joven, y abrázame otra vez! ¿Cómo va esa salud? ¿Y ese estómago? No conviene cargarlo después de tanta privación. ¿Hay apetito?… Te recomiendo mucho la sobriedad. ¿Tienes heridas? Las curaremos… Manda lo que gustes, hijo.

Yo, muy confundido, le expresé mi gratitud por tanta benevolencia, añadiendo que le consideraba como el más generoso y cristiano de los mortales por pagar con abrazos y cariños los golpes que de mí recibiera.

– Señor – añadí – yo creí haber muerto al mejor de los hombres, y no podía vivir con el gran peso de mi conciencia. Veo que usted perdona las ofensas y abre sus brazos a los que han intentado matarle.

– Todo está perdonado, y si culpa hubo en ti tratándome como me trataste, mayor fue la mía, que en mi furor, no reparaba en quitarte la vida por un pedazo de azúcar. Aquellas, amigo Andrés, no deben considerarse como acciones libres que constituyen verdadera responsabilidad, y la horrible situación en que ambos nos hallábamos nos disculpa a los ojos de Dios. En tan triste momento, la ley suprema de la propia conservación imperaba sobre todas las leyes, nuestro carácter, el resultado de las facultades ingénitas o cultivadas por el trato y de los hábitos adquiridos, no existía realmente, y el torpe bruto en que estamos metidos, rompía salvajemente todos los frenos que se oponían a la satisfacción de sus necesidades. Por mi parte, puedo decirte que no me daba cuenta de lo que hacía. El espectáculo de mi pobre hija me trastornaba el poco sentido que aún me hacía reconocerme como hombre, y delante de mí no había amigos ni semejantes. Estas relaciones se acaban, se extinguen cuando el brutal instinto recobra sus dominios, y si veía un pedazo de pan en boca de otro hombre, parecíame esto un privilegio irritante, que mi egoísmo no podía tolerar. ¡Ay, qué horroroso padecimiento! ¡Qué vergonzoso estado de moral y qué degradación del ser más noble que pisa la tierra! Válgame tan sólo la circunstancia de que nada quería para mí, sino todo para ella. Tengo la seguridad de que a no ser por mi idolatrada hija, yo me hubiera recostado en un rincón de la casa, dejándome morir sin hacer esfuerzo alguno por conservar la vida.

– Y la señorita Josefina ha resistido las privaciones tal vez mejor que nosotros.

– Mucho mejor – añadió Nomdedeu. – Ya me ves a mí que parezco un cadáver. Pues ella, completamente transfigurada, parece haberse apropiado toda la salud que a mí me falta. Esto me tenía contentísimo, Andrés. Pero verás ahora lo que ha pasado. Cuando me dejaste en el patio de la casa del canónigo, tardé mucho tiempo en recobrar el uso de los sentidos a consecuencia del gran golpe y de la mucha extenuación. Por fin, no sé qué manos caritativas me sacaron a la calle, donde recobré completo acuerdo. Mi sensación principal era una gran sorpresa de hallarme con vida. Arrastréme hasta entrar en casa, y en las habitaciones de Siseta encontré a mi hija. La infeliz casi no me conocía. Iba a perecer de inanición. ¡Dios mío! Quisiera morir, si la muerte borrara de mi memoria el recuerdo de aquellas horas. Yo decía: – Señor, antes de ver tal espectáculo, valiera más que quedara exánime sobre las baldosas de la casa del canónigo. – ¡Ay, amigo Marijuán, no me preguntes nada sobre esto! Sólo te diré que habiendo salido en busca de alimentos, al regresar, mi hija ya no estaba allí.

– ¿Y Siseta? – pregunté con la mayor inquietud.

– Siseta tampoco – repuso Nomdedeu inmutándose en sumo grado. – Pero ¿a qué me preguntas por Siseta? Yo no sé nada de ella. Déjame seguir. Ninguno de los vecinos supo darme razón del paradero de mi hija, y corrí como un loco por la ciudad buscándola. Felizmente ni ella ni yo estábamos allí, cuando la casa fue destruida. Pero yo te pregunto: ¿a dónde creerás que había ido mi idolatrada Josefina? Pues nada menos que a la torre Gironella, donde contemplaba el horrible fuego con que se defendió aquel fuerte en sus postrimerías. Te asombrarás de que mi hija fuera a tal sitio. Pues oye. Encontrándose sola en la casa, la horrible necesidad obligola a salir a la calle, y discurrió largo tiempo por Gerona, implorando la caridad pública, pero sin ser atendida por nadie. Mientras mayor era su desamparo, mayores eran sus esfuerzos por apegarse a la vida, y aquella naturaleza miserable halló en sí misma suficiente energía para sobreponerse a la situación. Parece esto imposible, pero es cierto. Ahora caigo en que a las criaturas de ánimo apocado nada les conviene tanto como encontrarse lanzadas de improviso a un gran peligro sin sostén ni ayuda de mano extraña. Pues bien, Josefina, sola en medio de tantos horrores, huyó por la pendiente que conduce a los fuertes, creyendo más seguros aquellos sitios. La vista de los cadáveres que obstruyen el camino prodújole gran espanto, y mayor aún al ver de cerca la terrible acción que allí se trabara. Cuando quiso retroceder la pobrecita, le fue imposible, y encontrose envuelta en el fuego, en el momento de la retirada. ¡Oh, qué incomprensibles son los arcanos de la Naturaleza! Si yo hubiera sabido por qué lugares andaba mi enferma, y todo el protomedicato hubiérame pedido mi dictamen sobre su suerte, habría dicho: «Josefina morirá en el acto de verse próxima a un combate». Pues no fue así, Andrés. Según me ha contado ella misma, al ver aquello, sintiose con inusitada energía, y sus miembros desentumecidos como por milagro, adquirieron una agilidad que jamás habían tenido. Sin hallarse libre de miedo, inundaba su alma una generosa y expansiva inquietud, y abundantes lágrimas corrían de sus ojos… A esto añade que luego volvió dos veces a la ciudad, donde unas señoras apiadadas de ella la dieron algún alimento; que después, sin saber cómo, viose arrastrada en el tropel de las que iban a llevar pólvora a las murallas; añade que durmió dos noches en campo raso; que la señora Sumta tomándola por su cuenta, la tuvo más de tres horas en Alemanes, hasta que se retiró de allí la guarnición, y comprenderás si han sido fuertes los cauterios aplicados por el azar al espíritu de esa pobre niña. Ahora, Andrés, me resta decirte que si ella ha adquirido súbitamente bríos y agilidad, yo he perdido radicalmente mi salud, a consecuencia de los intensos padeceres físicos y morales de esta temporada, y aquí donde me ves, no doy dos cuartos por lo que pueda vivir de aquí al domingo que viene. La alegría que me causa el ver cómo se ha regenerado el organismo de aquella que es todo mi amor y mi consuelo, ahoga el sentimiento que podría causarme la propia muerte. Lo que hoy me produce profunda tristeza es el convencimiento adquirido hace poco de que soy un detestable médico. Sí, Andrés, yo creí saber bastante, y ahora resulta que todo lo ignoro, todo, todo. Figúrate que después de adoptar en el tratamiento de Josefina el sistema de precauciones, de cuidados que me recomendaban en diverso estilo centenares de libros, salimos con la patochada de que el mejor sistema es el opuesto al que yo seguí. ¡Y para esto, Dios mío, ha estudiado uno treinta años! ¡Oh!, medicina, medicina, ¡cuán desdeñosa y esquiva eres! ¡Cómo te ocultas al que más te busca, y qué bien guardas tus encantos! Cuando parece más fácil tocarte, más rápidamente desapareces, como sombra que de las ansiosas manos se escapa. ¡Quién me lo había de decir! Yo intentaba curarla con delicadezas y cuidados y dengues, resguardándola hasta del aire por temor a que el aire mismo la hiciera daño, y Dios la ha fortalecido con las crudezas, las molestias, los golpes, los sustos, con el fuego y el frío, con los peligros y las muertes. Yo evitaba en ella las grandes impresiones que me parecía debieran quebrar su naturaleza, como los martillazos rompen el vidrio, y los fortísimos sacudimientos de la sensibilidad la han repuesto en su primer ser y estado. Curose como había enfermado, y este misterio y esta novedad pasmosa confunden mi inteligencia. Hasta ahora no sabía que la enfermedad curase la enfermedad, y me muero con mil ideas sobre este oscuro punto… porque yo me muero, Andrés: en eso sí que no se equivocará mi escaso saber.

Diciendo esto, se tendió de largo a largo en la cama, y a cada rato exhalaba hondísimos suspiros. Yo le hablé así:

– Sr. D. Pablo, usted, aunque ha padecido bastante, tiene el consuelo de ver a su hija no sólo con vida, sino con la salud que antes no tenía; pero yo, ni siquiera puedo asegurar que vive mi adorada Siseta y sus dos hermanos.

El doctor, al oírme, moviose inquietamente en su lecho con síntomas de alteración nerviosa, e incorporándose de improviso, me mostró su cara, muy contrariada y desfigurada de un modo notable.

– No me preguntes por Siseta y sus hermanos – exclamó con torpe lengua y haciendo ademán de apartar un objeto que inspira desagrado. – Yo no sé nada de ellos. Andrés, más vale que te marches y me dejes en paz.

La señora Sumta, que entró a la sazón, puso el dedo en la sien, mirando a su amo con expresión de lástima. Con el gesto y la mirada quería decirme:

– No hagas caso, que el amo ha perdido el juicio.

Perdiéralo o no, lo cierto es que me llenaban de inexplicables confusiones sus palabras. Interroguele de nuevo; pero él, cerrando los ojos y extendiendo brazos y piernas, cual exánime cuerpo, aparentaba no oírme, o realmente aletargado, no me oía.

Josefina entró en seguida y mostró mucha alegría al verme. Por mi parte quedeme sorprendido al notar la animación de sus ojos, su color menos pálido que de ordinario, y al observar la agilidad, la gracia y desenvoltura que había adquirido en sus movimientos desde que no nos veíamos. Después de contestar con amables sonrisas a mis cumplidos, que adivinaba por el movimiento de los labios, me preguntó por Siseta.

– ¡Ay! – respondí, expresando con signos mi suprema aflicción. – Siseta… se ha ido, señorita; no sé dónde está.

– Busquémosla – dijo Josefina con resolución.

– ¡Ay!, gracias, señorita Josefina… Yo no me puedo tener; pero si usted me acompaña, sacaré fuerzas de flaqueza para recorrer la ciudad.

En la casa tenían ya comida abundante, que se repartía entre los diferentes vecinos allegadizos que allí se albergaban, y a mí me dieron una buena porción. Cuando salí enlazando mi brazo con el de Josefina, me sentía tan restablecido, que no necesité buscar apoyo en las paredes, ni arrojarme al suelo cada diez minutos para tomar aliento.

XXII

¿Dónde buscaremos a Siseta? ¿Dónde?… Siseta, gritábamos por todos lados, en las ruinas, en la puerta de las casas enteras, en las plazas, en las murallas, en las cortaduras, en los montones de escombros; pero ninguna voz conocida nos respondía. En diversos puntos de la ciudad, los franceses se ocupaban en tapar con tierra los hoyos donde habían sido arrojados los cadáveres, y miles de cuerpos desaparecían de la vista de los vivos para siempre… ¡Oh! – exclamaba yo con la mayor angustia-, ¡si estará ahí Siseta!

Hubiera querido escarbar con mis manos todas las fosas, por cerciorarme de que no yacía en ellas la persona perdida. Visitamos luego los hospitales, y en ninguno de ellos aparecieron tampoco Siseta ni sus hermanos: preguntamos de puerta en puerta a todos los conocidos, a los vecinos todos, y nadie nos dio razón ni noticia alguna. Pasando a Mercadal, lo recorrimos todo, y al volver, miré al fondo del río, por ver si entre sus turbias aguas se distinguía el cuerpo de Siseta. Pregunté por ella a los españoles y a los franceses que no me entendieron; pero ambas naciones carecían de noticias acerca de mi amiga; subí a los tejados, bajé a los sótanos, la busqué en plena luz y en la profunda oscuridad; pero el rayo de sus ojos, para mí superior a todas las claridades, no brillaba en ninguna parte.

Por último, cuando llegábamos cerca del puente de San Francisco de Asís, creí distinguir una lastimosa figura de muchacho, en la cual, aunque con mucha dificultad, podía reconocer a la persona del buen Manalet. No era posible determinar la forma de su vestido, que era un andrajo, por cuyas rasgaduras los brazos y las piernas en completa desnudez asomaban. Su rostro cadavérico, sus manos negras, su cuello manchado de sangre, sus pies heridos, su mirar temeroso me causaron profunda pena. Le llamé, con el alma dividida entre una animosa esperanza y un inmenso dolor, y él corrió a abrazarme con los ojos llenos de lágrimas. Pasado el primer momento de su alegría, la presencia de Josefina al lado mío produjo en el ánimo del pobre chico vivísima inquietud; mirábala con ojos azorados, e hizo algún movimiento para huir de nosotros. Deteniéndole, tuve valor para preguntarle por su hermana.

– Hermana Siseta – me dijo – no está, no la busquen ustedes. Se ha ido con Gasparó. Los dos…

Al decir los dos señalaba la tierra.

Yo, poseído de profundo dolor, no me reconocía satisfecho con sus vagas noticias y quería saber más; seguí tras él, pero mi corto andar no me permitió alcanzarle y hube de resignarme al terrible padecimiento de la duda; porque, en efecto, las afirmaciones de Manalet no resolvían mi perplejidad, y las palabras, el razonamiento, la inquietud del infeliz chico indicaban que algún misterio para mí ignorado, existía en la desaparición de Siseta.

– Señorita Josefina – dije a mi acompañante, expresando como me fue posible el desaliento y la desesperación – no conseguiremos nada. Volvámonos a la calle de la Neu.

Ambos muy tristes y desanimados nos detuvimos en el puente, mirando a los transeúntes, que discurrían sin cesar de un lado a otro y como yo buscaban personas queridas que el desorden de los últimos días había hecho desaparecer. Las fosas sobre las cuales se echaba tanta tierra iban poco a poco destruyendo los rastros que habrían podido guiar en sus exploraciones a padres, esposas e hijos, y la necesidad de enterrar pronto hacía que muchas familias se quedasen en completa ignorancia respecto a la suerte de los suyos.

Estábamos sentados junto al puente. Josefina me miraba en silencio, compadecida de mi dolorosa perplejidad, y yo interrogaba al cielo, cansado ya de interrogar a la tierra y a los hombres. De repente, la hija del doctor diome un ligero golpe en la cabeza y agitando los brazos en dirección del río, señaló una casa de las que se levantan con los cimientos dentro del Oñá a espaldas de la plaza de las Coles y de la calle de la Argentería. Al principio no distinguí nada; pero ella con el rostro alterado, la mirada chispeante y el índice extendido hacia un punto fijo, dirigió mi atención al tejado de una de aquellas casas, de cuyo alero, un muchacho se descolgaba trabajosamente por una cuerda. Era Badoret. Al instante grité fuertemente: ¡Badoret! ¡Badoret!, y el chico que oyó mi voz, saludome con la mano en el momento de poner pie firme en un balcón, desde el cual parecía querer avanzar al puente saltando de una casa a otra. Los irregulares aleros, balconajes, miradores y cuerpos salientes de aquella orilla del río, permitían este viaje sin gran peligro. Por fin, Badoret llegó a donde estábamos, y pude notar que su aspecto era más lastimoso que el de su hermano.

– Andrés – me dijo – ¿han entrado los franceses?

– Sí – le respondí. – ¿En dónde estás metido que no lo sabes? ¿Has resucitado acaso?

– ¿De modo que ya hay algo que comer?

– Sí, todo lo que quieras… ¿Y Siseta?

– Siseta está durmiendo desde ayer. ¿Quieres verla? La llamamos y no quiere despertar.

– ¿Pero dónde os habéis metido? ¿Dónde está Siseta?

– ¿Hay ya qué comer? No hemos vuelto a ver a Napoleón, Andrés. ¿Cuánto darán ahora por él?

– Anda al diablo con Napoleón. Llévame a donde está tu hermana.

– En el tejado.

– ¡En el tejado!

– Sí: la llevamos allá entre todos, porque el Sr. Nomdedeu la quería matar.

– ¡Matarla! ¡Estás loco!

– Sí; para comérsela.

No pude reprimir la risa, a pesar de que mi ánimo no estaba para burlas.

– El Sr. Nomdedeu – prosiguió – se volvió loco y quiso comernos a todos.

– Estáis tontos sin duda – repliqué. – Llévame donde está Siseta.

– Si no vas por donde yo he venido… De la casa del canónigo donde estamos, se pasa por el tejado a la del droguero de la calle de la Argentería, pero de esta no se puede salir a la calle porque está cerrada… Por la bodega, se pasa a una casa del otro extremo que está quemada y por las tejas se baja a los balcones del río. Si puedes hacer que te abran la puerta de la casa del droguero que está en la calle de la Argentería junto a la plaza de las Coles, entrarás mejor que yo he salido.

– Vamos allá – dije con resolución. – Si ese señor droguero no nos quiere abrir la puerta, la derribaremos a puñetazos.

Por fortuna, no me pusieron obstáculos a que entrara por la casa indicada, lo cual verifiqué dejando a Josefina en la inmediata de la calle de la Neu. Subí al tejado, y saltando con grandes esfuerzos y peligros de techo en techo, llegamos Badoret y yo a las bohardillas de la casa del canónigo. Allí en un lóbrego aposento del desván, donde antaño tuvo su vivienda el ama de gobierno del Sr. Ferragut, yacía la pobre Siseta sin movimiento ni sentido sobre un miserable colchón. La llamé con fuertes voces, incorporela en el lecho, y la infeliz abrió los ojos, pero sin aparentar reconocerme. Mi gozo al ver que vivía fue inmenso; pero aún dudaba que pudiese tornar a la vida, y no pensé más que en prodigarle toda clase de socorros. Recorrí la casa aturdidamente sin darme cuenta de lo que buscaba, y vi en distintas habitaciones hasta una docena de chicos de ocho a doce años, en quienes reconocí a los amigos que acompañaban a Badoret y Manalet en todas sus correrías; pero el estado de aquellos infelices niños era atrozmente lastimoso y desconsolador. Algunos de ellos yacían muertos sobre el suelo, otros se arrastraban por la biblioteca sin poderse tener, uno estaba comiéndose un libro, y otro saboreaba el esparto de una estera.

– ¿Qué ha pasado aquí? – pregunté a Badoret.

– Ay ¡Andrés!, no podíamos salir por ninguna parte. Estábamos encerrados hace dos días. A nuestra casa no se podía pasar, porque siete paredes llenaron el patio hasta arriba. No teníamos qué comer, ni dónde buscarlo… Esta mañana buscamos Manalet y yo una salida. Él se descolgó por la calle de Argentería, y yo por donde me viste… pero a mí se me está ya pegando la lengua al cielo de la boca, no puedo moverme, y me caigo muerto también.

Diciéndolo, Badoret, cerró los ojos y se extendió de largo a largo en el suelo. Algunos de sus camaradas lloraban, llamando a sus madres, y por todos lados el espectáculo de aquella desolación infantil contristaba mi alma. Resuelto a obrar con prontitud, pasé por el tejado a las casas inmediatas, llamé, pedí socorro, logré que me oyeran y que acudiesen en mi auxilio algunos vecinos, y bien pronto, reuní en los desiertos lugares donde se hallaba mi infeliz amiga gran número de víveres y no pocas personas caritativas.

La primera en quien probamos nuestros recursos fue Siseta, que tardó mucho en recobrar su acuerdo, inspirándome serias inquietudes; pero al fin me reconoció, y vencida su repugnancia a tomar los alimentos que le ofrecíamos, convenciéndose al fin de que no le dábamos animales inmundos ni horribles manjares, entró en un período de fortalecimiento que indicaba una enérgica disposición de la naturaleza a recobrar su primitivo equilibrio y asiento. Badoret cobró sus fuerzas con más rapidez y a la media hora ya hablaba como una tarabilla arengando a sus amigos. Para algunos de estos llegó tarde el remedio, y no nos dieron más trabajo que entregar sus cuerpos a las pobres madres que venían a recogerlos, después de haberlos buscado inútilmente por toda la ciudad.

– Hermana Siseta ha despertado al fin – me dijo Badoret, tragándose medio pan. – Yo pensé que íbamos a quedarnos aquí para que se regalaran con nuestro pellejo Napoleón, Sancir, Agujerón y los demás que andan por ahí. No estamos todos vivos, Andrés, porque Pauet no resuella, y Sisó, que estaba tan rabioso contra los cerdos, se ha quedado tieso en la biblioteca con medio libro en el cuerpo y otro medio en la mano. Así quisiera yo ver al condenado de D. Pablo Nomdedeu que quiso hacer con nosotros un guisote. Ya estamos libres de caer al fondo de la cazuela con sal y agua, y eso de que la señorita Josefina se le almuerce a uno, no tiene gracia… Los marranos están ya dentro de Gerona. Vaya… y decían que D. Mariano no les dejaría entrar. Si es lo que yo digo… mucha facha, mucho boquear, y después nada.

– No desatines, y cuéntame por qué trajisteis aquí a tu hermana.

– Pregúntaselo a D. Pablo y a la señora Sumta. Nosotros le llevamos a hermana Siseta siete reales que habíamos ganado. Hermana Siseta estaba llorando con Gasparó en brazos. Un caballero entró en la casa y con malos modos mandó que enterrásemos al niño. Entonces hermana Siseta le dio muchos besos y yo le cargué para llevarle a la fosa; pero me daba lástima y estuve con él a cuestas todo el día, hasta que al fin… Manalet, echaba la tierra y yo la apretaba con las manos para que quedase bien. Pero luego quisimos volverle a ver, y sacamos la tierra… ¡Ay! Andresillo: después la tornamos a echar, y ya no le vimos más… Al volver a casa, D. Pablo entró suspirando y dando gemidos, y dijo que traía todos los huesos rotos. Después pidió algo de comer a la señora Sumta, y la señora Sumta se puso también a echar suspiros y gemidos. La señorita Josefina, tendida en el suelo, se chupaba los dedos, D. Pablo empezó a gritar llamando al santo acá y al santo allá, y luego a todos nos daba con la punta del pie, diciendo: «Levantaos y salid a buscar algo para mi hija». Después del entierro habíamos comprado con los siete reales un pan negro y duro, y se lo dimos a mi hermana. Si vieras qué ojos le echó D. Pablo. Siseta es más tonta… ¿creerás que no quiso el pan y mandó que se lo diéramos a la señorita Josefina? Pero yo dije: «sí, para ella está», y dando la mitad a Manalet empezamos a comérnoslo. La señora Sumta saltando encima de mí, me quitó mi parte; pero Manalet se comió toda la suya de un tragón, atacándosela con los dedos para que le pasara por el gañote. Entonces, amigo Andrés, el Sr. Nomdedeu fue arriba y bajando al poco rato con un gran cuchillo, nos dijo: «Diablillos desvergonzados, puesto que no servís más que de estorbo, os comeremos». Yo me reí y Manalet se puso a temblar y a llorar, pero yo le decía: «no seas burro: primero nos le comeríamos nosotros a él, si tuviera algo más que huesos. La señora Sumta sí que está gordita». Cuando la vieja oyó esto, me amenazó con el puño, y D. Pablo volvió a decir: «Sí; nos les comeremos, ¿por qué no?…». Después la señorita Josefina se abrazó a su padre, y este se puso a llorar soltando lagrimones como balas, y luego la arrullaba en sus brazos como si ella fuera un chiquillo. ¡Pobre D. Pablo! De veras me daba lástima… Arrullando a su hija le cantaba como a los niños y después decía: «Señora Sumta, traiga usted una taza de caldo». Al oír esto, no podía menos de reírme, y dije: «Pues ya que va a la cocina la señora Sumta, tráigame a mí un par de perdices porque estoy desganado, y no quiero más». Los dos se pusieron furiosos, pero el médico parecía loco, y todo se le volvía gritar: «Señora Sumta; traiga usted caldo para mi hija, tráigalo usted pronto o la mato a usted…». ¡Si le hubieras visto, Andrés! Echaba chispas por los ojos, y con los pelos amarillos tiesos sobre el casco, parecía nada menos que un demonio… En esto pasaron mis amigos por la calle, llamáronme, yo salí con ellos, y al poco rato, cuando iba por la calle de Ciudadanos, veo venir a Manalet corriendo y llorando, que decía: «Hermano Badoret, ven pronto que D. Pablo nos quiere matar a todos». Chico, eché a correr con todos mis amigos hacia casa. ¿Has visto un gato rabioso cómo tira la zarpa, enseña los dientes, bufa y salta? Pues así estaba D. Pablo. Dejando a su hija en el suelo, venía hacia nosotros, nos amenazaba con el cuchillo, golpeaba con el pie a mi hermana, luego parecía querer matarse a él mismo, y a todo esto gritaba así: «¡Quiero acabar con el género humano!…». Esto lo dijo muchas, muchísimas veces. Mis amigos estaban muertos de miedo, y yo cogí unas tenazas para tirárselas a la cabeza. Pero no me dio tiempo, porque sin soltar su cuchillo salió a la calle gritando siempre que iba a acabar con todo el género humano, y entonces Manalet dijo: «Vámonos de aquí y llevémonos a Siseta». Dicho y hecho: éramos doce: entre los más grandes cargamos a mi hermana, que estaba como un cuerpo muerto sin mover ni brazo ni pierna, y la llevamos a la casa del Canónigo; Manalet, lleno de miedo iba delante chillando: «A prisa, a prisa, que viene otra vez con el cuchillo…». ¡Ay! Amigo Andrés, cuando nos vimos en esta casa, respiramos. Luego porque la pobrecita no estuviera sobre las baldosas del patio la subimos a este aposento con grandísimo trabajo, poniéndola en la cama donde la ves. La llamamos, y no nos respondía. Entonces nos ocurrió que debíamos buscarle algo que comer; pero no hallamos salida más que por los tejados, y antes nos asparían que pasar otra vez a nuestra casa. Aquí de los apuros, chico, llegó la noche y nos moríamos de hambre. Pauet y Sisó anduvieron por los techos comiéndose las yerbas y el musgo que nacen entre las tejas. Yo bajé a la bodega… ni rastro de Napoleón. Se han ido todos al otro lado del Oñá, corriéndose hacia el campo enemigo… Pues como te iba diciendo, vino después de la noche el día, y después del día otra noche, y luego amaneció el día de hoy y nosotros sin comer. Se me olvidaba contarte que oímos caer la bomba en nuestra casa, y yo dije: «Ahí me las den todas. Si ha cogido a Nomdedeu bien empleado le está por bruto…». Amigo, desde el tejado nos asomábamos a los patios de todas las casas de por aquí; llamábamos a la gente para que nos socorriera; pero no nos hacían caso. Verdad es que muchos de los que veíamos abajo estaban muertos. Mis amigos se acobardaron ¡pobrecitos!, como unos gallinas, y Sisó dijo que se iba a comer una de sus manos. Yo los llevé a la biblioteca, dándoles permiso para que sacaran el vientre de mal año con los libros, y algunos así fueron tirando. ¡Qué día, qué noche, Andrés! Mi hermana no nos respondía cuando la llamábamos, y Manalet me dijo: «Hermano, yo me voy a tirar del tejado a la calle para traer algo de comida a Siseta…». Estuvimos mirando las rejas y los balcones para ver si se podía saltar, y por fin Manalet se fue escurriendo, no sé cómo, sentando los pies en los clavos y las manos en las rejas, y bajó a la calle por junto a la plaza. Yo bajé también por donde me viste, y con esto te digo todo, porque ya no hay nada más que contar.

– Bien, Badoret, veo que acertaste en trasladar aquí a tu hermana, pues aunque no me parezca cierto, como dijiste, que D. Pablo quisiera merendarse a tu familia, ese es un hombre a quien la desgracia de su hija exalta y enfurece, y capaz es de cometer cualquier atrocidad. Ahora, gracias a Dios, estamos libres de tales horrores, porque el sitio ha concluido y hay en Gerona víveres abundantes.

Al caer de la tarde, Siseta, sus dos hermanos y los camaradas de estos que habían escapado a la muerte, no ofrecían cuidado. Al día siguiente trasladé a mis amiguitos a una casa de la calle de la Barca, donde nos dieron asilo.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
210 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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