Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Gerona», sayfa 9
XIX
Atado por el rabo el vencedor de Europa, los chicos querían llevarlo al mercado; pero yo lo tomé para mí, diciéndoles:
– Si trabajáis un poco más no os faltarán otros respetables sujetos que llevar al mercado. Dejad este para mí, que lo necesito, y coged a Saint-Cyr, a Duhesme, a Verdier y a Augereau.
Haciendo, pues, nuevas y valiosas presas se marcharon.
Yo atravesaba la puertecilla, mejor dicho, el agujero que comunicaba al patio de la casa de Ferragut con la mía, cuando mi cabeza tropezó con otra cabeza. Nos topamos el señor Nomdedeu y yo, él queriendo entrar y yo queriendo salir.
– Detente un rato más, Andrés – me dijo con agitación – y ayúdame. Pero qué hermoso animal tienes ahí. ¿Cuánto pides por él?
– No lo vendo – repuse con orgullo.
– Es que yo lo quiero – me dijo con firmeza, deteniéndome por un brazo. – ¿Sabes que se ha muerto Gasparó? Mi hija se muere también, es decir, quiere morirse; pero yo no lo permito, no lo permitiré, no señor; estoy decidido a no permitirlo.
– Nada de eso me importa, Sr. Nomdedeu – repuse. – ¿Cómo está Siseta?
– ¿Siseta? Se morirá también. He aquí una muerte que importa poco. Siseta no tiene padre que se quede sin hija. ¿Me das lo que llevas ahí?
– Usted bromea. Adiós, Sr. Nomdedeu. Por aquella puerta se baja a donde hay mucho de esto.
– ¡Oh! ¡qué repugnante sitio! – exclamó el doctor. – ¿Pero qué llevas ahí? Un niño Jesús de alfeñique. Dámelo, Andrés, dámelo. ¡Azúcar! Dios mío. ¡Azúcar! ¡Qué rayo de luz divina!
– No puedo darlo tampoco. Es para Siseta.
El doctor se puso lívido, más lívido de lo que estaba, y mirome con una expresión rencorosa que me llenó de espanto. Le temblaban los labios, y a cada instante llevábase las convulsas manos a su amarillo cráneo desnudo. Me infundía lástima; me infundía además su vista poderoso egoísmo, y le detestaba, sí, le detestaba, sobre todo desde que tuvo la audacia de mirar con ávidos ojos el niño Jesús sin piernas que yo llevaba.
– Andrés – me dijo – yo quiero ese pedazo de azúcar. ¿Me lo darás?
Examine rápidamente a Nomdedeu. Ni él tenía armas, ni yo tampoco.
– Si no me lo das, Andrés – prosiguió – yo estoy dispuesto a que se pierda mi alma por quitártelo.
Diciendo esto, el doctor, sin darme tiempo a tomar actitud defensiva, arrojose sobre mí, y me hizo caer al suelo. Clavome las manos en los hombros, y digo que me clavó, porque parecía que manos de hierro, horadando mi carne, se hundían en la tierra. Luché, sin embargo, en aquella difícil posición, y conseguí incorporarme. La fuerza de Nomdedeu era vigorosa pero de poca consistencia, y se consumía toda en el primer movimiento. La mía, muscular e interna, carecía de rápidos impulsos; pero duraba más. ¡Oh, qué situación, qué momento! Quisiera olvidarlo, quisiera que se borrara por siempre de mi memoria; quisiera que aquel día no hubiese existido en la esfera de lo real. Pero todo fue cierto y lo mismo que lo voy contando. Yo pesé sobre D. Pablo, como él había pesado sobre mí, y pugné por clavarlo en el suelo. Yo no era hombre, no, era una bestia rabiosa, que carecía de discernimiento para conocer su estúpida animalidad. Todo lo noble y hermoso que enaltece al hombre había desaparecido, y el brutal instinto sustituía a las generosas potencias eclipsadas. Sí, señores, yo era tan despreciable, tan bajo como aquellos inmundos animales que poco antes había visto despedazando a sus propios hermanos para comérselos. Tenía bajo mis manos, ¿qué manos?, bajo mis garras a un anciano infeliz, y sin piedad le oprimía contra el duro suelo. Un fiero secreto impulso que arrancaba del fondo de mis entrañas, me hacía recrearme con mi propia brutalidad, y aquella fue la primera, la única vez en que sintiéndome animal puro, me goce de ello con salvaje exaltación. Pero no fui yo mismo, no, no, lo repetiré mil veces; fue otro quien de tal manera y con tanta saña clavó sus manos en el cuello enjuto del buen médico, y le sofocó hasta que los brazos de éste se extendieron en cruz, exhaló un hondo quejido, y cerrando los ojos, quedose sin movimiento, sin fuerzas y sin respiración.
Me levanté jadeante y trémulo, con el juicio trastornado, incapaz de reunir dos ideas, y sin lástima miré al desgraciado que yacía inerte en el suelo. El niño de alfeñique cayóseme de las manos, y Napoleón, que durante la lucha se había visto libre, cargó con él, huyendo a todo escape, con el hilo aún atado en la cola.
Esperé un momento. Nomdedeu no respiraba. La brutalidad principió a disiparse en mí, y así como en las negras nubes se abre un resquicio, dando paso a un rayo de sol, así en los negrores de mi espíritu se abrió una hendidura, por donde la conciencia escondida escurrió un destello de su divina luz. Sentí el corazón oprimido; mil voces extrañas sonaban en mi oído, y un peso, ¡qué peso!, una enorme carga, un plomo abrumador gravitó sobre mí. Quedeme paralizado, dudaba si era hombre, reflexioné rápidamente sobre el sentimiento que me llevara a tan horrible extremo, y al fin atemorizado por mi sombra, huí despavorido de aquel sitio.
Pasé al otro patio, y entrando en casa de Siseta, la vi exánime sobre el suelo. A un lado estaba el cadáver del pobre niño, y más al fondo advertí la presencia de una tercera persona. Era Josefina, que hallándose sola por largo tiempo en su casa, había bajado arrastrándose. Examiné a Siseta, que lloraba en silencio, y a su vista experimenté un temor inmenso, una angustia de que no puedo dar idea, y la conciencia que hace poco me enviara un solo rayo, me inundó todo de improviso con espantosas claridades. Un gran impulso de llanto se determinaba en mi interior; pero no podía llorar. Retorciéndome los brazos, golpeándome la cabeza, mugiendo de desesperación, exclamé sin poder contener el grito de mi alma irritada:
– Siseta, soy un criminal. He matado al Sr. Nomdedeu, ¡le he matado! Soy una bestia feroz. Él quería quitarme un pedazo de azúcar que guardaba para ti.
Siseta no me contestó. Estaba estupefacta y muda, y la extenuación, lo mismo que el profundo dolor, la tenían en situación parecida a la estupidez. Josefina acercándose a mí y tirándome de la ropa, me preguntó:
– Andrés, ¿has visto a mi padre?
– ¿Al Sr. Nomdedeu? – contesté temblando como si el ángel de la justicia me interrogara. – No, no lo he visto… Sí… allí está… allí… pasando al otro patio.
Y luego, anhelando arrojar lejos de mí las terribles imágenes que me acosaban, volvime a Siseta y le dije:
– Siseta de mi corazón, ¿ha muerto Gasparó? ¡Pobre niño! ¿Y tú cómo estás? ¿Te hace falta algo? ¡Ay! Huyamos, vámonos de esta casa, salgamos de Gerona, vámonos a la Almunia a descansar a la sombra de nuestros olivos. No quiero estar más aquí.
Un extraordinario y vivísimo ruido exterior no me dejó lugar a más reflexiones ni a más palabras. Sonaban cajas, corría la gente, la trompeta y el tambor llamaban a todos los hombres al combate. Siseta alargó lentamente el brazo y con su índice me señaló la calle.
– Ya, ya lo entiendo – dije. – D. Mariano quiere que todos estos espectros hagan una salida, o resistan el asalto de los franceses. Vamos a morir. Anhelo la muerte, Siseta. Adiós. Aquí están los chicos. ¿Los ves?
Eran Badoret y Manalet que entraron diciendo:
– Hermana Siseta, trece reales, traemos trece reales. ¿Has arreglado a Napoleón? ¿Dónde está Napoleón?
Saliendo con mi fusil al hombro a donde el tambor me llamaba, corrí por las calles. Estaba ciego y no veía nada ni a nadie. Mi cuerpo desfallecido apenas podía sostenerse; pero lo cierto es que andaba, andaba sin cesar. Hablando febrilmente conmigo me decía; ¿pero estoy loco?… ¿pero estoy vivo acaso? ¡Terrible situación de cuerpo y de espíritu! Fui a la muralla de Alemanes, hice fuego, me batí con desesperación contra los franceses que venían al asalto, gritaba con los demás y me movía como los demás. Era la rueda de una máquina, y me dejaba llevar engranado a mis compañeros. No era yo quien hacía todo aquello: era una fuerza superior, colectiva, un todo formidable que no paraba jamás. Lo mismo era para mí morir que vivir. Este es el heroísmo. Es a veces un impulso deliberado y activo; a veces un ciego empuje, un abandono a la general corriente, una fuerza pasiva, el mareo de las cabezas, el mecánico arranque de la musculatura, el frenético y desbocado andar del corazón que no sabe a dónde va, el hervor de la sangre, que dilatándose anhela encontrar heridas por donde salirse.
Este heroísmo lo tuve, sin que trate ahora de alabarme por ello. Lo mismo que yo hicieron otros muchos también medio muertos de hambre, y su exaltación no se admiraba porque no había tiempo para admirar. Yo opino que nadie se bate mejor que los moribundos.
Allí estaba D. Mariano Álvarez, que nos repitió su cantilena: «Sepan los que ocupan los primeros puestos, que los que están detrás tienen orden de hacer fuego sobre todo el que retroceda». Pero no necesitábamos de este aguijón que el inflexible gobernador nos clavaba en la espalda para llevarnos siempre hacia adelante, y como muy acostumbrados a ver la muerte en todas formas, no podíamos temer a la amiga inseparable de todos los momentos y lugares.
La misma fatiga sostenía nuestros cuerpos hablábamos poco y nos batíamos sin gritos ni bravatas, como es costumbre hacerlo en las ocasiones ordinarias. Jamás ha existido heroísmo más decoroso, y a fuerza de ver el ejemplo, imitábamos el aspecto estatuario de D. Mariano Álvarez, en cuya naturaleza poderosa y sobrehumana se estrellaban sin conmoverla las impresiones de la lucha, como las rabiosas olas en la peña inmóvil.
Por mi parte puedo asegurar que lleno el espíritu de angustia, alarmada hasta lo sumo la conciencia, aborrecido de mí mismo, me echaba con insensato gozo en brazos de aquella tempestad, que en cierto modo reproducía exteriormente el estado de mi propio ser. La asimilación entre ambos era natural, y si en pequenos intervalos yo acertaba a dirigir mi observación dentro de mí mismo, me reconocía como una existencia flamígera y estruendosa, parte esencial de aquella atmósfera inundada de truenos y rayos, tan aterradora como sublime. Dentro de ella experimentábanse grandes acrecentamientos de vida, o la súbita extinción de la misma. Yo puedo decirlo: yo puedo dar cuenta de ambas sensaciones, y describir cómo acrecía el movimiento, o por el contrario, cómo se iban extinguiendo los ruidos del cañón, cual ecos que se apagaban repetidos de concavidad en concavidad. Yo puedo dar cuenta de cómo todo, absolutamente todo, ciudad, campo enemigo, cielo y tierra, daba vueltas en derredor de nuestra vista, y cómo el propio cuerpo se encontraba de improviso apartado del bullidor y vertiginoso conjunto que allí formaban las almas coléricas, el humo, el fuego y los ojos atentos de D. Mariano Álvarez, que relampagueando entre tantos horrores lo engrandecían todo con su luz. Digo esto porque yo fui de los que quedaron apartados del conjunto activo. Me sentí arrojado hacia atrás por una fuerza poderosa y al caer, bañándome la sangre, exclamé en voz alta:
– ¡Gracias a Dios que me he muerto!
Un patriota que por no tener arma se contentaba con arrojar piedras, arrancó el fusil de mis manos inertes, y ocupando mi puesto gritó con alegría:
– Acabáramos. ¡Gracias a Dios que tengo fusil!
XX
Fui primero hollado y pisoteado, y sobre mi cuerpo algunos patriotas se empinaban para ver mejor hacia fuera; pero pronto me apartaron de allí y sentí el contacto de suavísimas manos. Pareciome que unos pájaros del cielo bajaban a posarse sobre mi cuerpo dolorido, trayéndole milagroso alivio. Aquellas manos eran las de unas monjas.
Diéronme de beber y me curaron, diciéndose unas a otras:
– El pobrecillo no vivirá.
Ignoro dónde estaba, y no me es posible apreciar el tiempo que transcurría. Sólo en una ocasión recuerdo haber abierto los ojos adquiriendo la certidumbre de que me rodeaba oscurísima noche. En el cielo había algunas tristes estrellas que fulguraban con blanca luz. Sentía entonces agudísimos dolores; pero todo se extinguió prontamente, y cayendo en profundo sopor, vivía con largas interrupciones de sensibilidad. Otra vez abrí los ojos y vi que se estaban batiendo. Las monjas acudieron de nuevo a mí, y su asistencia me produjo muy vivo consuelo. Yo no hablaba: no podía hablar; pero un accidente harto original me obligó poco después a empeñarme en usar la palabra. Entre la mucha gente que por allí en distintas direcciones discurría, vi un muchacho en quien hube de reconocer a Badoret.
Badoret llevaba a cuestas el cuerpo de un niño de pocos años, cuyas piernas y brazos colgaban hacia adelante. Así cargaba comúnmente a su hermano cuando vivía, y así lo llevaba muerto. Hice un esfuerzo y llamé al muchacho. Este, que se inclinaba a examinar a los que allí en diversos puntos yacían, acercose a mí y me dijo:
– Andrés, ¿tú también has muerto?
– ¿Por qué llevas a cuestas el cuerpecito de tu hermano?
– ¡Ay! Andrés, me mandaron que lo echara al hoyo que hay en la plaza del Vino; pero no quiero enterrarlo, y lo llevo conmigo. El pobre ya no llora ni chilla.
– ¿Y tu hermana?
– Hermana Siseta no se mueve, ni habla, ni llora tampoco. La llamamos y no nos responde.
Iba a preguntarle por Josefina; pero me faltó valor, se me extinguió la facultad de hablar, y nublándose mis ojos, vi desaparecer a Badoret, saltando con su lúgubre carga sobre los hombros.
La fiebre traumática se apoderó de mí con gran intensidad, reproduciéndome los hechos que habían precedido a la situación en que me encontraba. Siseta aparecía a mi lado con su hermano en los brazos, y yo le decía: – Prenda mía, ya no podemos ir a sentarnos a la sombra de los olivos que tengo en la Almunia, porque mi conciencia va detrás de mí acosándome sin cesar, y tengo que huir y correr hasta que encuentre un sitio lejano a donde ella no pueda seguirme. No volveré a entrar jamás en tu casa, porque allí junto está, tendido en cruz sobre el suelo, D. Pablo Nomdedeu, a quien maté porque me quería quitar mi azúcar. Yo me voy a donde no me vea gente nacida. Dame tu mano. Adiós.
Al decir esto, estaba besando la mano de una señora monja.
Otras veces creía sentir el contacto de un brazo junto al mío, y exclamaba: ¡Ah!, es usted, Sr. D. Pablo Nomdedeu. Los dos hemos muerto y nos juntamos en lo que llamábamos allá la otra vida; sólo que usted camina hacia el cielo, y yo voy derecho al infierno. Aquí donde estamos, entre estas oscuras nubes, ya no hay odios ni resentimientos. Me pesa de haberle matado a usted, y válgame el arrepentimiento. ¿Cómo había de consentir en darle a usted el azúcar? No, Sr. D. Pablo, no lo consentiré jamás. ¿Aún insiste usted en quitármela, cuando despojados de la vestidura corporal, volamos los dos por esta región donde no hay ruido, ni luz, ni nada? ¿Aún aquí, equivocándonos de caminos, nos encontramos para reñir? Pero no, siga usted adelante y no se detenga a quitarme lo mío. Dios me perdonará mi crimen; yo fui atacado por usted, yo me defendía, y una bestia feroz que se metió dentro de mí, le mató a usted. Fue sin duda aquel infame Napoleón. ¡Oh! ¿Por qué quise apropiarme el aparente cuerpo de tan fiero demonio? Sí, ya te estoy viendo delante de mí… Allá voy, no me llames más. Vagando por estos espacios donde no hay ruido, ni luz, ni nada, yo creí que no te presentarías delante de mí; pero aquí estás. Cierra esos ojillos negros como cuentas de azabache, no claves en mí tus dientes más blancos que el marfil, ni enrosques esa culebra que llevas por cola. Ya sé que te pertenezco desde que cayó el artesón sobre ti, y tus tramas infernales me pusieron en el caso de matar a aquel santo varón, buen amigo, excelente padre y honrado patriota. Iré contigo al infierno, que será mi expiación. No vuelvas el horrendo hocico hacia atrás, que ya te sigo. Los arcángeles celestiales me azuzaron como a un perro cuando me acerqué a las puertas del Paraíso, y ahora camino hacia abajo. Adiós, Nomdedeu, ya te veo allá arriba. Brillas como una estrella; pero tu resplandor no ilumina esta oscuridad en que me veo. El calor de las llamas que despides por la boca, infame Napoleón, me está abrasando, me ahogo en una atmósfera de fuego, y una sed espantosa seca mi boca. ¿No hay quién me dé un poco de agua?
Un vaso tocó mis labios. Las monjas me daban agua.
Luego tornaba a los mismos delirios, siempre éstos diversos a cada instante, ora terribles, ora gratos, hasta que un día me reconocí en el uso completo de mis sentidos y con el entendimiento claro y sin nubes. Vi el cielo encima, en derredor mucha gente que hablaba, y a mi lado un fraile. No se oían cañonazos, y el silencio, con serlo, parecía un ruido indefinible.
– Hijo mío – me dijo el fraile – ¿estás mejor? ¿Te sientes bien? Esa herida del pecho no es mortal. Si hubiera recursos en Gerona y se te alimentara bien, curarías como otros muchos.
– ¿Qué ocurre, padre? ¿Qué día es hoy? ¿A cuántos estamos?
– Hoy es el 9 de Diciembre, y ocurre una inmensa desgracia.
– ¿Qué?
– Está enfermo D. Mariano Álvarez, y la ciudad se va a rendir.
– ¡Enfermo! – exclamé con sorpresa. – Yo creí que D. Mariano no podía estar enfermo ni morir. Moriremos nosotros; pero él…
– Él también morirá. Hoy le ha entrado el delirio y ha traspasado el mando al teniente del Rey D. Juan Bolívar. Desde que Álvarez está en cama, nadie considera posible la defensa. Sólo hay mil hombres disponibles, y aun estos están también enfermos. A estas horas hay junta de jefes para ver si se rinde o no la plaza en este día. Me temo que se saldrán con la suya los pícaros que quieren la rendición. Es una vergüenza que esto pase. Hay aquí mucha gente que no piensa más que en comer.
– Padre – dije yo – si hay algo por ahí, démelo, aunque sea un pedazo de madera. No puedo resistir más.
El fraile me dio no sé qué cosa; pero yo la devoré sin averiguar lo que era. Después le hablé así:
– ¿Su paternidad está aquí auxiliando a los moribundos? Yo, aunque Dios en su infinita misericordia me conserve por ahora la vida, quiero confesar un gran pecado que tengo. Si no me quito de encima este gran peso, no podré vivir. Por ahí creerán que D. Pablo Nomdedeu ha muerto de hambre o de miedo. No, yo debo declarar que le he matado porque me quiso quitar un pedazo de azúcar.
– Hijo mío – repuso el fraile – o estás aún delirando, o confundiste con otro al Sr. Nomdedeu, pues tengo la seguridad de haber visto a este hoy mismo, si no bueno y sano, al menos con vida. No descansa en lo de curar a diestro y siniestro.
– ¡Cómo! ¿Es posible? – exclamé con estupefacción. – ¿Vive el Sr. D. Pablo Nomdedeu, ese espejo de los médicos? Padre, tan buena nueva me devuelve por entero la vida. Yo le dejé por muerto en medio del patio. No puedo creer sino que ha resucitado para que su hija no quedase huérfana. Padre, ¿conoce usted a Siseta, la hija del Sr. Cristòful Mongat? ¿Sabe por ventura si vive?
– Hijo, nada puedo decirte de esa muchacha. Sólo sé que la casa donde vivían el Sr. Mongat y el Sr. Nomdedeu, ha sido destruida por una bomba ayer mismo. Tengo idea de que todos sus habitantes se salvaron, excepto alguno que se ha extraviado, y no se le puede encontrar.
– ¡Oh! ¡Si pudiera levantarme y correr allá! – dije. – Pero parece que me han clavado en esta maldita cama. ¿En dónde estoy?
– Esta es la cama en que murió Periquillo del Roch, asistente del Sr. D. Francisco Satué, que es, como sabes, edecán del gobernador. Cuando murió Periquillo, te pusimos aquí, y ayer dijo Satué que te tomaría por asistente.
– ¿Con que Su Paternidad no me da noticias de la pobre Siseta? El corazón me dice que no ha muerto, y que no soy por lo tanto viudo.
– ¿Eres casado?
– Con el corazón. Siseta será mi mujer si vive… ¿Y dice Su Paternidad que no ha muerto el Sr. Nomdedeu?
– Así parece, pues se le ve por la ciudad. Verdad es que más bien tiene aspecto de un muerto que anda, que de persona viva.
– ¿Será cierto lo que oigo? ¿Y el Sr. D. Pablo se mueve?
– Anda, aunque cojo.
– ¿Y abre los ojos?
– Sí; sus ojos parduzcos buscan las piernas rotas en la oscuridad de los escombros.
– ¿Y habla?
– Con su voz clueca, que tan buenas cosas sabe decir.
– ¿Pero es el mismo, o un remedo de don Pablo, una sombra que viene del otro mundo a figurar que pone vendas?
– El mismo, aunque de puro desfigurado, apenas se le conoce.
– ¡Oh, qué inmensa alegría siento! ¿De modo que ha resucitado?
– No dudes que vive; pero también te aseguro que no doy dos ochavos por lo que le quede de razón.
En todo aquel día no me pude mover, aunque notaba de hora en hora bastante mejoría. La curiosidad y el afán me devoraban, anhelando saber la suerte de los míos, y aunque la certidumbre de no ser matador de Nomdedeu había dado gran tranquilidad a mi espíritu, el no saber el paradero de Siseta me entristecía en sumo grado. Sin moverme de allí supe que la plaza estaba a punto de rendirse, y que había ido a tratar con el general francés el español D. Blas de Fournás. Esto tenía muy irritados a los fantasmas que con el nombre de hombres discurrían aún arma al brazo por las murallas destruidas, y fue preciso a Fournás, cuando salió de la plaza, ocultar el verdadero motivo de su viaje.
Álvarez, según oí, se agravaba por instantes y recibió los sacramentos el mismo día 9; pero aun en tal situación insistía en no rendirse, repitiendo esto con palabras enérgicas, lo mismo dormido que despierto. Muchos patriotas se resistían a creer que fuera cierto lo de la rendición, y la posibilidad de entregarse al extranjero causaba más horror que la muerte y el hambre; verdad es que muchos tenían aún la loca esperanza de que llegasen socorros.
Por la tarde empezó a susurrarse que al día siguiente entrarían los cerdos, y los patriotas acudieron a casa del gobernador, la cual, casi por completo arruinada, apenas conservaba en pie los aposentos donde el heroico paciente residía, y allí entre las ruinas, metiéndose por los claros de las paredes destruidas, alborotaron largo rato pidiendo a su excelencia que saliese de nuevo a gobernar la plaza. Dicen que Álvarez en su delirio oyó los populares gritos, e incorporándose dispuso que resistiéramos a todo trance. Enfermos o heridos los que aún vivíamos, con diez mil cadáveres esparcidos por las calles, alimentándonos de animales inmundos y sustancias que repugna nombrar, nuestro más propio jefe debía de ser y era un delirante, un insensato, cuyo grande espíritu perturbado aún se sostenía varonil y sublime en las esferas de la fiebre.
Al día siguiente pude dar algunos pasos sin alejarme mucho. De buena gana habría hecho una excursión por la ciudad visitando la casa de Siseta; pero las señoras monjas que tan cariñosamente me cuidaban impidiéronmelo. El capitán D. Francisco Satué llegose a mí y me hizo saber que había resuelto tomarme por asistente en reemplazo de Periquillo Delroch, y yo, agradecido a su bondad, me tomé la libertad de decirle:
– Mi capitán: ¿sabe usía por dónde anda Siseta? Supongo que usía conoce a Siseta, la hija del Sr. Cristòful Mongat.
Satué no se dignó contestarme, y volvió la espalda, dejándome solo con mis horrorosas dudas. Yo preguntaba a todos; pero nadie me hablaba sino de la capitulación. ¡Capitular! Parecía imposible tal cosa cuando todavía existía pegado a las esquinas el bando de D. Mariano: «Será pasada inmediatamente por las armas cualquier persona a quien se oiga la palabra capitulación u otra equivalente».
Según oí decir, los franceses habían dado una hora de tiempo para arreglar la capitulación; pero nuestra Junta pedía un armisticio de cuatro días, prometiendo cumplirla si al cabo de dicho plazo no venía el socorro que desde Noviembre estábamos esperando. El mariscal Augereau no quiso acceder a esto, y por último, después de muchas idas y venidas de un campo a otro, firmáronse las condiciones de nuestra rendición a las siete de la noche del 10.
En este convenio, como en todos los que hicieron los franceses en aquella guerra, se pactó lo que luego no había de ser cumplido: respetar a los habitantes, respetar la religión católica y las vidas y haciendas, etc… Todo esto se escribe y se firma sobre un tambor dentro de una tienda de campaña; pero luego las órdenes expedidas desde París por la gran rata obligan a poner en olvido lo acordado.
– ¡Bonito final! – me dijo el padre Rull, que me había asistido durante el penoso mal. – ¡Y que hayamos venido a esto después de haber resistido siete meses! ¿Y todo por qué, amigo Andrés? Porque no se reparten dos pavos por barba al día, y porque alguno se ha visto obligado a mantenerse chupando el jugo de un pedazo de estera. Dioscórides dice que el esparto contiene sustancias alimenticias. ¡Oh! Si Álvarez no hubiera caído enfermo, si aquel hombre de bronce pudiera aún levantarse de su lecho y venir aquí y alzar el bastón en la mano derecha… Ya sabes, Andrés, que la guarnición debe salir mañana de la plaza con los honores de la guerra, marchando a Francia prisionera. Creo que os pondrán a tirar del carro de Napoleón cuando salga a paseo… Los cerdos se nos meterán aquí mañana a las ocho y media, y parece han acordado no alojarse en las casas sino en los cuarteles. ¿Lo crees tú? Ya verás cómo no lo cumplen. Me parece que los veo echando a los vecinos a la calle para acomodarse sus señorías en las pocas casas que han dejado en pie. Y ahora te pregunto yo: ¿qué harán de nosotros, los pobres frailes? Amigo, con Gerona se acabó España, y con la salud de Álvarez se acabaron los españoles bravos y dignos. Muchachos, ¡viva D. Mariano Álvarez de Castro, terror de la Francia!
Durante la noche, los vecinos y los soldados, sabedores ya de las principales cláusulas de la capitulación, inutilizaron las armas o las arrojaron al río, y al amanecer los que podían andar, que eran los menos, salieron por la puerta del Areny para depositar en el glacis unas cuantas armas si tal nombre merecían algunos centenares de herramientas viejas y fusiles despedazados. Los enfermos nos quedamos dentro de la plaza, y tuvimos el disgusto de ver entrar a los señores cerdos. Como no nos habían conquistado, sino simplemente sometido por la fuerza del hambre, nosotros los mirábamos de arriba abajo, pues éramos los verdaderos vencedores, y ellos al modo de impíos carceleros. Si no existiese el goloso cuerpo, y sólo el alma viviera, ¿pasarían estas cosas?
En honor de la verdad, debo decir que los franceses entraron sin orgullo, contemplándonos con cierto respeto, y cuando pasaban junto a los grupos donde había más enfermos, nos ofrecían pan y vino. Muchos se resistieron a comerlo; pero al fin la fuerza instintiva era tal que aceptamos lo que a las pocas horas de su entrada nos ofrecieron. Durante todo el día estuvieron entrando carros cargados de víveres que estacionados en las plazas de San Pedro y del Vino, servían de depósito, a donde todo el mundo iba a recoger su parte. ¡Comer!, ¡qué novedad tan grande! Sentíamos el regreso del cuerpo que volvía después de la larga ausencia, a ser apoyo del alma. Se admiraba uno de tener claros ojos para ver, piernas para andar y manos con que afianzarse en las paredes para ir de un punto a otro. Los rostros adquirían de nuevo poco a poco la expresión habitual de la fisonomía humana, y se iba extinguiendo el espanto que aun después de la rendición causábamos a los franceses.
Dadme albricias, porque al fin, señores míos, me reconocí con bríos para andar veinte pasos seguidos, aunque apoyándome con la derecha mano en un palo, y con la izquierda en las paredes de las casas. No creáis que el andar por las calles de Gerona en aquellos días era cosa fácil, pues ninguna vía pública estaba libre de hoyos profundísimos, de montones de tierra y piedras, además de los miles de cadáveres insepultos que cubrían el suelo. En muchas partes los escombros de las casas destruidas obstruían la angosta calle, y era preciso trepar a gatas por las ruinas, exponiéndose a caer luego en las charcas que formaban las fétidas aguas remansadas. El viaje al través de aquellos montes, lagos y ríos era tan fatigoso para mí, que a cada poco trecho me sentaba sobre una piedra para tomar aliento. Mas cuando no era ya posible pensar en batirse, y cuando estaba aplacado el terrible ardor de la guerra, me producía indecible espanto la vista de tantos muertos; y al examinar los horrorosos cuadros que se desarrollaban ante mi vista, cerraba a veces los ojos temiendo reconocer en una mano helada la mano de Siseta, en la punta de un vestido, la punta del vestido de Siseta, en una piedrecita encarnada las cuentas de coral que adornaban las lindas orejas de Siseta.