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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Gerona», sayfa 5

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X

El lector no lo creerá; el lector encontrará inverosímil que bailásemos Siseta y yo en aquella lúgubre noche, precisamente en los instantes en que incendiados varios edificios de la ciudad, esta ofrecía en su estrecho recinto frecuentes escenas de desolación y angustia. Formando con ocho chiquillos un gran ruedo, bailamos, sí, obedeciendo a la apremiante sugestión de aquel padre cariñoso que nos pedía con lágrimas en los ojos nuestra cooperación en la difícil comedia con que engañaba al delicado espíritu de su hija; pero bailamos en silencio, sin música, y nuestras figuras movibles y saltonas tenían no sé qué mortuorio aspecto. Nuestras sombras proyectadas en la pared remedaban una danza de espectros, y los únicos rumores que a aquel baile acompañaban eran, además de nuestros pasos, el roce de los vestidos de Siseta, el retemblar del piso, y un ligero canto entre dientes de Badoret que al mismo tiempo hacía ademán de tocar el fluviol y la tanora.

Por mi parte sostenía interiormente una ruda lucha conmigo mismo para contraer y esforzar mi espíritu en la horrible comedia que estaba representando, e iguales angustias experimentaba Siseta, según después me dijo.

Al fin la turbación moral, unida al cansancio, me hicieron exclamar: «ya no puedo más», arrojándome casi sin aliento en un sillón. Lo mismo hizo Siseta.

Pero Josefina que nos contemplaba con indecible satisfacción y agrado, pidionos que bailásemos más, y con elocuentes miradas dirigidas a su padre, nos decía que éramos unos holgazanes sin cortesía. Vierais allí al buen D. Pablo suplicándonos que bailáramos por la salvación eterna; y ¿qué habíamos de hacer? Bailamos como insensatos segunda y tercera tanda. Al fin nos sirvió de pretexto para descansar el hecho de servirse a la desgraciada joven la hipocrática cena de que antes he hecho mención, la cual fue acompañada de elocuentes discursos mímicos y literarios del doctor Nomdedeu, quien ponderaba a su idolatrada enferma las excelencias del repugnante pisto, servido en nueve o diez platos con raciones microscópicas. Todo aquello era una farsa lúgubre que oprimía el corazón, y don Pablo que la presidía, el infeliz D. Pablo, escuálido, ojeroso, amarillo, trémulo, parecía haber salido de la sepultura y esperar el canto del gallo para volverse a ella. Siseta lloraba a escondidas, y algunos de los chicos, rendidos al poderoso sueño y a la gran fatiga, habían estirado los miembros y cerrado los ojos en diversos puntos, y donde cada cual encontró mejor comodidad y fácil postura.

– Sr. D. Pablo – dije al médico – no nos mande usted bailar más, porque nosotros mismos creeremos que estamos locos.

– Hijos míos – me contestó – tengo el corazón partido de dolor. Necesito estar en batalla constantemente para contener las lágrimas que se me caen de los ojos. ¡Pobre Gerona! ¿Existirás mañana? ¿Estarán mañana en pie tus nobles casas y con vida tus valientes hijos? ¡Yo tengo espíritu para todo; para lamentar y llorar la muerte de mi ciudad natal, y atender al cuidado de mi pobre hija! ¿Qué cuesta representar esta farsa? Nada; la pobrecita se deja engañar fácilmente, y como su enfermedad no es otra cosa que una fuerte pasión de ánimo, en el ánimo se han de aplicar los cauterios, las cataplasmas, los tónicos y los emolientes que le he recetado esta noche. Puede que le hayamos salvado la vida. ¿Sabéis lo que significan en naturaleza tan delicada, tan sutilmente sensible, una triste o agradable impresión? Pues significa tanto como la vida o la muerte. Sí, hijos míos: si yo no cuidara de ocultar a mi hija las angustias que atravesamos, se pondría su alma en tales términos que el menor accidente la mataría, como un soplo de viento apaga la luz. Es preciso resguardar esta pobre lámpara del aire que la mata, y darla el que la vivifica. Así va tirando, tirando, y quién sabe si la podré salvar. Sed, pues, caritativos, y procurad divertirla. Ved cómo se ríe; reparad qué precioso color han tomado sus mejillas. La creencia de que Gerona está llena de felicidades y la esperanza de ser llevada pronto a Castellà, la fortifican y dan nueva vida. Esta noche marchamos bien; pero mañana ¿qué haré, qué la diré mañana? Si crece la escasez de víveres, como es probable, si se declaran el hambre y la epidemia, y caen bombas en parajes cercanos o aquí mismo, ¿qué comedia representaremos? Dios me favorezca y me inspire, pues para su infinita misericordia nada hay imposible.

– Estoy muerto de cansancio – dije yo, viendo que Josefina pedía más baile – y además es tarde y tengo que marcharme a mi puesto.

Siseta ya no podía tenerse en pie, y la señora Sumta, que yacía en el suelo con la inmovilidad de un talego, roncaba sonoramente, remedando en la cavidad de sus fosas nasales el lejano zumbido del cañón. Badoret, cansado ya de tocar en silencio el fluviol y la tanora, dormía como los demás chicos. D. Pablo, bastante generoso para no exigirnos imposibles, se apresuró a complacer a la enferma, poseída de cierto febril insomnio, y se puso a danzar en medio de la sala haciendo corro con cuatro chicos de los más despabilados. Cuando yo salí, quedaba el pobre señor haciendo piruetas y cabriolas con ningún arte y mucha torpeza; pero su incapacidad para el baile, provocando la hilaridad de su hija, más le inducía a seguir bailando. Daba saltos, alzaba los brazos descompasadamente, se descoyuntaba de pies y manos, tropezaba a cada instante, inclinándose adelante o atrás, hacía mil paseos estrambóticos y mil figuras grotescas que en otra ocasión me habrían hecho reír, y un sudor angustioso afluía de su rostro macilento, desfigurado por las muecas y visajes que le obligaban a hacer el fatigoso movimiento y los agudos dolores de su herida. Nunca vi espectáculo que tanto me entristeciera.

XI

Esto que he referido a ustedes se repitió algunos días. Después vinieron circunstancias distintas y todo cambió. Los franceses escarmentados con la vigorosa y nunca vista defensa del 19 de Setiembre, mediante la cual estrelláronse contra todos los puntos de la muralla que quisieron franquear, no se atrevían al asalto. Tenían miedo, dicho sea sin petulancia; conocían la imposibilidad de abrir las puertas de Gerona por la fuerza de las armas, y se detuvieron en su línea de bloqueo, con intención de matarnos de hambre. El 26 de Setiembre llegó al campo enemigo el mariscal Augereau, el cual dicen se había distinguido en las guerras de la república y en el Rosellón; trajo consigo más tropas, las cuales poniéndonos por todos lados cerco muy estrecho, nos encerraron en términos que no podía entrar ni una mosca. Excusado es decir a ustedes que los pocos víveres que había se fueron acabando hasta que no quedó nada, sin que el gobernador diera a esto importancia aparente, pues cada hora se sostenía más en su tema de que Gerona no se rendiría mientras él viviese, y aunque media población sucumbiera a las penas del hambre y a las calenturas que se iban desarrollando al compás de no comer.

Ya no era posible pensar en socorros, como no vinieran por los aires. Ya no teníamos el triste recurso de buscar la muerte en las murallas, porque ellos no se cuidaban de asaltarlas, y era forzoso cruzarse de brazos y dejarse morir, mirando la efigie impasible de don Mariano Álvarez, cuyos ojos vivos no paraban nunca observando aquí y allí nuestras caras, por ver si alguna tenía trazas de desaliento o cobardía. Estábamos moralmente aprisionados entre las garras de acero de su carácter, y no nos era dado exhalar una queja ni un suspiro, ni hacer movimiento que le disgustara, ni dar a entender que amábamos la libertad, la vida, la salud. En suma, le teníamos más miedo que a todos los ejércitos franceses juntos.

Morir en la brecha es no sólo glorioso, sino hasta cierto punto placentero. La batalla emborracha como el vino, y deliciosos humos y vapores se suben a la cabeza, borrando de nuestra mente la idea del peligro, y en nuestro corazón el dulce cariño a la vida; pero morir de hambre en las calles es horrible, desesperante, y en la tétrica agonía ningún sentimiento consolador ni risueña idea alborozan el alma irritada y furiosa contra el mísero cuerpo que se le escapa. En la batalla, la vista del compañero anima; en el hambre el semejante estorba. Pasa lo mismo que en el naufragio; se aborrece al prójimo, porque la salvación, sea tabla, sea pedazo de pan, debe repartirse entre muchos.

Llegó el mes de Octubre y se acabó todo, señores: se acabó la harina, la carne, las legumbres. No quedaba sino algún trigo averiado, que no se podía moler. ¿Por qué no se podía moler? Porque nos comimos las caballerías que movían los molinos. Se pusieron hombres; pero los hombres extenuados de hambre, se caían al suelo. Era preciso comer el trigo como lo comen las bestias, crudo y entero. Algunos lo machacaban entre dos piedras, y hacían tortas, que cocían en el rescoldo de los incendios. Aún quedaban algunos asnos; pero se acabó el forraje, y entonces los animalitos se juntaban de dos en dos y se mantenían comiéndose mutuamente sus crines. Fue preciso matarlos antes que enflaquecieran más; al fin la carne de asno, que es la más desabrida de las carnes, se acabó también. Muchos vecinos habían sembrado hortalizas en los patios de las casas, en tiestos y aun en las calles; pero las hortalizas no nacieron. Todo moría, humanidad y naturaleza, todo era esterilidad dentro de Gerona, y empezó una guerra espantosa entre los diversos órdenes de la vida, destruyéndose de mayor a menor. Era una guerra a muerte en la animalidad hambrienta, y si al lado del hombre hubiera existido un ser superior, nos hubiéramos visto cazados y engullidos.

Yo padecía las más crueles penas, no sólo por mí, sino por la infeliz Siseta y sus tres hermanos, que carecían absolutamente de todo. Los chicos eran al principio los mejor librados, porque ellos salían a la calle, y merodeando o husmeando aquí y allá, siempre sacaban alguna cosa; pero Siseta, la pobre Siseta, no tenía más amparo que yo, y yo me volvía loco para buscarle el sustento. Había, sí, algunos víveres en la plaza, y se encontraban pececillos del Oñá, que más que peces parecían insectos, y pájaros escuálidos, que eran cazados desde los tejados: también había alguna carne de mulo y de perro; pero para adquirir estos artículos se necesitaba dinero, mucho dinero, y nosotros no lo teníamos. La ración de trigo seco había llegado a sernos tan repugnante como un veneno.

D. Pablo Nomdedeu gastaba todos sus ahorros para poner a su hija una mala comida, y fue de los que dieron por una gallina diez y seis o veinte pesos, cuando algún payés, afrontando mil peligros y venciendo obstáculos mil, lograba entrar en la plaza. En los días de la gran escasez, la señora Sumta no bajaba nada a casa de Siseta, y los chicos se secaban los ojos mirando a la escalera por ver si descendía por ella algún maná. Llegó también el día en que Badoret, Manalet y Gasparó se cansaron de sus correrías por las calles, porque de todas partes eran expulsados los muchachos vagabundos, por la mala opinión que había respecto a la limpieza de sus manos. Flacos y casi desnudos, mis tres hermanos o mis tres hijos, pues como a tales traté siempre, inspiraban profunda compasión, y formando lastimero grupo junto a Siseta, permanecían largas horas en silencio, sin juegos ni risas, tan graves como ancianos decrépitos; inertes y quebrantados, sin más apariencia de vida que el resplandor de sus grandes ojos negros, llenos de ansioso afán. Siseta les miraba lo menos posible, deseando así conservar la calma que se había impuesto como un deber, y hasta se atrevía a mostrar conatos de severidad, creyendo equivocadamente que en tal trance la fuerza moral servía de alguna cosa.

Yo estuve tres días sin verlos, porque mis obligaciones me impedían ir a la casa. Cuando fui, encontreles en la situación que he descrito.

Desde luego admiré la entereza de los pobres niños, bastante inteligentes para no importunarnos pidiéndonos lo que sabían no podíamos darles. Únicamente Gasparó, comiéndose sus puños y bebiéndose sus lágrimas, faltaba a la circunspección sostenida por sus hermanos. Llegó un momento en que Siseta, no pudiendo contener su dolor, empezó a llorar amargamente registrando después los últimos rincones de la casa por ver si parecía de milagro alguna vianda. Yo salí, volví a entrar, salí de nuevo y regresé, después de dar mil vueltas, con la terrible evidencia de que no podía encontrar nada. Siseta y yo convenimos en que era preciso rezar, con la esperanza de que a fuerza de ruegos, nos enviase Dios por sus misteriosos caminos, algo de lo que tanto necesitábamos. Pero rezamos y Dios no nos mandó nada.

XII

Repentinamente me ocurrió una idea salvadora.

– Siseta – dije a mi amiga. – Hace días que no veo a Pichota; pero supongo que andará por ahí con sus tres gatitos.

– ¡Oh! – me respondió con dolor. – ¿No sabes que el Sr. D. Pablo ha acabado con toda la familia? ¡Pobre Pichota! Él dice que es una carne excelente; pero yo creo que me moriría de hambre antes de comerla.

– ¿Ha muerto Pichota? No sabía nada: ¿y también los tres angelitos?…

– No te lo quería decir. En estos últimos días que has faltado de casa, D. Pablo bajaba con frecuencia. Un día se me puso delante de rodillas rogándome que le diera algo para su hija, pues ya no tenía víveres, ni dinero para comprarlos. Cuando esto me decía, uno de los gatitos me saltó al hombro, y D. Pablo, echándole mano con mucha presteza, se lo guardó en el bolsillo. Al día siguiente bajó de nuevo y me ofreció los muebles de su sala si le daba otro de los hijos de Pichota, y sin aguardar mi contestación, entró en la cocina, después en el cuarto oscuro, púsose en acecho y lo mismo que un gato caza al ratón, así cazó él al gato. Cuando salió tuve que curarle los arañazos que traía en la cara. El tercero pereció de la misma manera, y después de esto Pichota ha desaparecido de la casa, tal vez por haber entendido que no está segura.

Yo meditaba sobre la deserción del pobre animal cuando se nos presentó de repente Nomdedeu. Su aspecto era por demás macilento y cadavérico, habiendo perdido a fuerza de padeceres físicos y morales hasta aquella bondadosa expresión y el dulce acento que le distinguían. Su vestido estaba desordenado y roto, y traía la escopeta de caza y un largo cuchillo de monte.

– Siseta – dijo bruscamente, y olvidándose de saludarme, a pesar de que hacía algunos días que no nos veíamos. – Ya sé dónde está esa pícara de Pichota.

– ¿En dónde, Sr. D. Pablo?

– En el desván que hay en el fondo del patio y que servía de pajar y granero cuando yo tenía caballo.

– Tal vez no será ella – dijo mi amiga en su generoso anhelo de salvar al pobre animal.

– Sí, es ella, te digo que es ella. A mí no se me despinta Pichota. La muy tunanta saltó esta mañana por la ventana de la despensa y me robó un pernil que allí tenía. ¡Qué atrevimiento! Comerse la carne de su propio hijo. Es preciso acabar con ese animal. Siseta, ya te he dado gran parte de mis muebles en cambio de los gazapos. No me queda otra cosa de valor que mis libros de medicina. ¿Los quieres a trueque de Pichota?

– Sr. D. Pablo, ni los muebles, ni los libros tomaré; coja usted a Pichota, y ya que nos vemos reducidos a tal extremidad, dé una parte a mis hermanos.

– Está bien – respondió Nomdedeu. – Andrés, ¿te atreves a cazar ese terrible animal?

– No creo que sean precisos tantos pertrechos militares – respondí.

– Pues yo sí lo creo. Vamos allá.

Barodet y su hermano quisieron seguirnos, pero Siseta los contuvo, diciéndoles que no fueran curiosos ni entrometidos; y solos el médico y yo subimos al desván, entrando despacio y con precauciones por temor a ser acometidos del rabioso carnicero, a quien el hambre y el instinto de conservación debían haber dado una ferocidad extraordinaria. D. Pablo, porque la presa no se escapara, cerró por dentro la puerta y quedamos casi en completa oscuridad, pues la débil luz que por un estrecho ventanillo entraba, no aclaró el lóbrego recinto sino cuando nuestros ojos fueron perdiendo poco a poco el deslumbramiento de la luz exterior. Multitud de objetos, como muebles destrozados y viejos obstruían buena parte de la estancia y sobre nuestras cabezas flotaban densos cortinajes de tela de araña, guarnecidos por el polvo de un siglo. Cuando empezamos a ver los contornos y las oscuras tintas del recinto, buscamos con los ojos al prófugo; pero nada vimos, ni se oyó ruido alguno que indicase su presencia. Manifesté mis dudas a D. Pablo; pero él me dijo:

– Sí, aquí está. La vi entrar hace un momento.

Movimos algunas cajas vacías, arrojamos a un lado algunos pedazos de silla y un pequeño tonel, y entonces sentimos el roce de un cuerpo que se deslizaba en el fondo de la pieza atropellando los hacinados objetos. Era Pichota. Vimos en el fondo oscuro sus dos pupilas de un verde aurífero, vigilando con feroz inquietud los movimientos de sus perseguidores.

– ¿La ves? – dijo el doctor. – Toma mi escopeta y suéltale un tiro.

– No – repuse riendo. – Es muy fácil errar la puntería. De nada sirve en este caso el fusil. Póngase usted a ese lado y deme el cuchillo.

Las dos pupilas permanecían inmóviles en su primera posición, y aquella lumbre verdosa y dorada que no se parece a la irradiación de ninguna otra mirada, ni de piedra alguna, produjo en mí fuerte impresión de terror. Después distinguí el bulto del animal, y sus manchas parduscas y negras sobre amarillo se multiplicaban a mis ojos, ensanchando su cuerpo hasta darle las proporciones de un tigre. Yo tenía miedo, ¿a qué negarlo con pueril soberbia?, y por un momento sentime arrepentido de haber emprendido obra tan difícil. D. Pablo que tenía más miedo que yo, daba diente con diente.

Celebramos consejo de guerra, del cual salió que debíamos tomar la ofensiva; pero cuando cobrábamos algún valor sentimos un sordo ronquido, un ruido entre arrullo y estertor que anunciaba las disposiciones hostiles de Pichota. En su lenguaje, la gata nos decía: «Asesinos de mis hijos, venid acá, que os espero».

Pichota, que primero estaba en postura de esfinge, se agachó sentando la angulosa cabeza sobre las patas delanteras, y entonces su mirada cambió, despidiendo una luz azul que proyectaba de dos rayas verticales. Parecía fruncir el torvo ceño. Luego irguió la cabeza, pasose las patas por la cara, limpiando los largos bigotes; y dio algunas vueltas sobre sí misma, para bajar a un sitio más cercano, donde se puso en actitud de salto. La fuerza muscular que estos animales tienen en las articulaciones de sus patas traseras es inmensa, y desde su puesto podía saltar hasta nosotros. Yo observé que las miradas del animal se dirigían más rectamente a D. Pablo que a mí.

– Andrés – me dijo – si tú tienes miedo, yo me voy encima de ella. Es una vergüenza que un animal tan pequeño acobarde de este modo a dos hombres. Sí; señora Pichota, nos la comeremos a usted.

Parece que el animal oyó y entendió estas amenazadoras palabras, porque aún no había acabado de pronunciarlas mi amigo, cuando con ligereza suma lanzose sobre él, haciéndole presa en el cuello y en los hombros. La lucha fue breve y la gata había puesto ya en ejecución el conjunto de su potencia ofensiva, de modo que el resto del combate no podía menos de sernos favorable. Acudí en defensa de mi amigo, y el animal cayó al suelo, llevándose en las uñas algunas pequeñas partículas de la persona del buen doctor, haciéndome a mí algunos desperfectos en la mano derecha. Corrió luego en distintas direcciones, pero al lanzarse sobre mí, tuve la buena suerte de recibirla con la punta del cuchillo de monte, lo cual puso fin al desigual combate.

– Este animal es más temible de lo que creí – me dijo D. Pablo, apoderándose del cuerpo palpitante.

– Ahora, Sr. Nomdedeu – dije yo – partiremos como hermanos la presa.

El doctor hizo una mueca que indicaba su profundo disgusto, y limpiándose la sangre del cuello, me dijo con tono agresivo que por primera vez entonces oí de sus labios:

– ¿Qué es eso de partir? Siseta contrató conmigo a Pichota a cambio de mis libros. ¿Tú sabes que mi hija no ha comido nada ayer?

– Todos somos hijos de Dios – repuse – y también Siseta y los de abajo han de comer, Sr. D. Pablo.

Nomdedeu se rascó la cabeza, haciendo con boca y narices contracciones bastante feas; y tomando el animal por el cuello me dijo:

– Andrés, no me incomodes. Siseta y los bergantes de sus hermanos pueden alimentarse con cualquier piltrafa que busquen en la calle; pero mi enferma necesita ciertos cuidados. Después de hoy viene mañana, y tras mañana pasado. Si ahora te doy media Pichota, ¿qué le daré a mi hija dentro de un par de días? Andrés, tengamos la fiesta en paz. Busca por ahí algo que echar a tus chiquillos, que ellos con roer un hueso quedarán satisfechos; pero haz el favor de no tocarme a Pichota.

De esta manera el corazón de aquel hombre bondadoso y sencillo se llenaba de egoísmo obedeciendo a la ley de las grandes calamidades públicas, en las cuales, como en los naufragios, el amigo no tiene amigo, ni se sabe lo que significan las palabras prójimo y semejante. Oyendo a D. Pablo, despertose en mí igual sentimiento egoísta de la vida, y vi en él un aborrecido partícipe de la tabla de salvación.

– Sr. Nomdedeu – exclamé con súbita cólera – he dicho que Pichota se partirá, y no hay más sino que se partirá.

El médico al oír este resuelto propósito, mirome con profunda aversión por algunos segundos. Sus labios temblaban sin articular palabra alguna: púsose pálido, y luego con un gesto repentino, me empujó hacia atrás fuertemente. Yo sentí que mi sangre abrasada corría hacia el cerebro, un repentino escalofrío que circuló por mi cuerpo me crispaba los nervios. Cerrando los puños, alargué las manos casi hasta tocar con ellas la cara de Nomdedeu, y grité:

– ¿Con que no se parte Pichota? Pues mejor. Mejor, porque es toda para mí. ¿Qué tengo yo que ver con la señorita Josefina, ni con sus males ridículos? Dele usted telarañas.

Nomdedeu rechinó los dientes, y sin contestarme se fue derecho hacia el animal que yacía en tierra desangrándose. Hice yo igual movimiento; nuestras manos se chocaron, forcejeamos un breve instante, descargué sobre él mis puños, y Nomdedeu rodó por el suelo largo trecho, dejándome en completa posesión de la presa.

– ¡Ladrón! – exclamó. – ¿Así me robas lo que es mío? Aguarda y verás.

Recogiendo la víctima, me dispuse a salir. Pero Nomdedeu corrió, mejor dicho, saltó como un gato hacia donde estaba la escopeta, y tomándola, me apuntó al pecho diciendo con trémula y ronca voz:

– Andrés, canalla: suéltala o te asesino.

Miré en derredor mío buscando el cuchillo de monte; pero ya D. Pablo lo tenía en el cinto. Corrí a la puerta del desván y no pude abrirla; entrome de súbito un terror que no pude vencer, y salté maquinalmente, sin saber lo que hacía, hacia los cajones vacíos, los muebles viejos y el montón de cachivaches donde se nos había aparecido Pichota. Mis pies se hundían entre tablas desvencijadas cuyos clavos me lastimaban, y mi cabeza tropezó en las vigas del techo haciendo caer el polvo, la polilla y las repugnantes inmundicias depositadas por dos siglos.

– Bárbaro – grité desde arriba – ya me las pagarás todas juntas.

Pero Nomdedeu seguía tras mí, buscando la puntería y con pie firme hollaba las rotas tablas; yo corrí de un extremo a otro seguido por él, y dimos varias vueltas, subiendo, bajando, hundiéndonos y levantándonos en los desfiladeros, laberintos y sinuosidades de aquella caverna.

Por fin, habiendo salido el tiro, Nomdedeu extendió su hocico como ávido cazador, por ver si me había alcanzado. Felizmente la bala no me tocó.

– No me ha tocado – dije con furiosa alegría, disponiéndome a caer sobre mi enemigo.

Pero él desenvainó al instante su cuchillo, y con acento más frenéticamente alegre que el mío, gritó en medio del desván:

– ¡Ven, ven!… ¡Ladrón, que quieres matar de hambre a mi hija!… Suelta a Pichota, suéltala, miserable.

Y sin esperar a que yo le acometiera, corrió hacia mí. Entrome mayor pánico que cuando me perseguía con la escopeta, y de nuevo nos lanzamos a los precipicios en miniatura, tropezando y saltando, yo delante, él detrás, yo gritando, él rugiendo, hasta que rendido de fatigas caí entre destrozadas tablas que me impedían todo movimiento. Me encontré débil y me reconocí cobarde, sintiéndome incapaz de luchar con aquella furia, metamorfosis del hombre más manso, más generoso y humanitario que yo había conocido.

– Sr. D. Pablo – dije – tome usted a Pichota. No puedo más. Se ha vuelto usted tigre.

Sin contestarme nada, y mostrando la horrible agitación y crisis de su alma en un sordo mugido, recogió el animal que yo había arrojado lejos de mí, y abriendo la puerta, se marchó.

Yo, después de pasada la irascibilidad de aquel cuarto de hora, apenas me podía tener, salí, bajé a casa de Siseta, y cuando esta me vio magullado, arañado y cubierto de polvo, tuvo miedo. En pocas palabras contele lo ocurrido, y los tres muchachos me oyeron con espanto.

– No hay nada por hoy – les dije con angustia. – Voy a la calle a ver si encuentro una persona caritativa.

Siseta se abrazó a sus hermanos, derramando lágrimas de desesperación, y yo corrí desolado fuera de la casa. En la calle marchaba como un ebrio, sin dirección, ni aplomo, ni camino, y con la mente en ebullición, cargada, atestada y henchida de criminales ideas.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
210 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

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