Sadece LitRes`te okuyun

Kitap dosya olarak indirilemez ancak uygulamamız üzerinden veya online olarak web sitemizden okunabilir.

Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Gerona», sayfa 6

Yazı tipi:

XIII

A mi paso encontraba las familias desvalidas, formando horrorosos grupos de desolación en medio de la vía pública, con los pies en el lodo y guarecida la cabeza del sol y la lluvia bajo miserables toldos de sucias esteras. Se arrancaban de las manos unos a otros la seca raíz de legumbre, el fétido pez del Oñá, las habas carcomidas y los huesos de animales no criados para la matanza. Diestros carniceros, improvisados por la necesidad, perseguían por todos los rincones de Gerona a los pobres perros, que bastante inteligentes para comprender su próxima suerte, buscaban refugio en lo más recóndito, y aún se atrevían a traspasar la muralla, corriendo a escape hacia el campo francés, donde eran acogidas con aplauso y algazara tales pruebas de nuestra penuria. Por todas partes, en sótanos y tejados, los gatos se defendían con sus ásperas uñas del ataque de la humanidad, empeñada en vivir.

Los soldados recibían su ración de trigo seco; pero los habitantes de la ciudad tenían que buscarse el sustento como Dios les daba a entender. La caza y la pesca eran la ocupación más importante. En cuanto a los trabajos militares, no había nada, porque nuestra situación consistía en recibir bombas y granadas, sin poder apenas devolverles los saludos. En varias partes pedí que me dieran algo para unos pobres huérfanos, pero la gente me miraba con indignación, y alguno me echó en cara mi robustez. Yo estaba en los puros huesos.

En la calle de Ciudadanos y en la plaza del Vino vi muchos enfermos que habían sido sacados de los sótanos para que se murieran menos pronto. Su mal era de los que llamaban los médicos fiebre nerviosa castrense, complicada con otras muchas dolencias, hijas de la insalubridad y del hambre; y en los de tropa todas estas molestias caían sobre la fiebre traumática.

Sin quererlo yo, me apartaba a cada instante de mi objeto, que era buscar alimento para mis niños, y aquí me llamaban para que ayudasen a arrastrar un enfermo, allí me rogaban que ayudara a poner tierra encima de los cadáveres. Mi deseo era arrojarme como los demás en medio del arroyo esperando la muerte; pero el ejemplo de algunos que resistían con sin igual tesón el cansancio, me obligaba a seguir en pie. En la calle de la Zapatería Vieja sacamos fuera de los sótanos a varios clérigos, ancianos y niños, mereciendo en premio de nuestro servicio algunos pedazos de pan negro y de cecina. Los otros devoraban su parte; pero yo guardé la mía, adquiriendo con su posesión la fuerza moral que había perdido.

La calle o callejón de la Forsa, que conduce desde la Zapatería Vieja a la catedral, era una horrible sentina, una acequia angosta y lóbrega, donde algunos seres humanos yacían como en sepultura esperando quien los socorriese o quien los matase. Entramos en ella, conducidos por D. Carlos Beramendi, hombre de gran mérito que se multiplicaba para disminuir en lo posible las desgracias de la ciudad, y recogimos los cuerpos vivos y medio vivos, muertos y medio muertos, sacándolos a las gradas de la catedral, donde les bañasen aires menos corrompidos. La catedral ya no podía contener más enfermos y la plaza se fue convirtiendo en hospital al descubierto. Allí vi aparecer en lo alto de la gradería a D. Mariano Álvarez, que daba algunas disposiciones para el socorro de los heridos. Su semblante era en toda Gerona el único que no tenía huellas de abatimiento ni tristeza, y conservábase tal como en el primer día del sitio. Gran número de gente le rodeaba, y entre ellos vi con sorpresa a D. Pablo Nomdedeu con otros médicos, individuos de la junta de salubridad y varias personas influyentes. La multitud vitoreó a Álvarez, quien no dijo nada, absteniéndose de manifestar disgusto ni alegría por la ovación, y descendió tranquilamente. La gradería ofrecía el más lamentable aspecto y con la algazara de los vivas y aclamaciones dirigidas al gobernador era difícil oír las quejas y lamentos. Desde lejos se observaba claramente que muchos de los que componían la comitiva del héroe estaban afligidos ante tan doloroso espectáculo. Sin duda hablaban a D. Mariano de la escasez de víveres, porque se oyó una voz de protesta que dijo: «Señor, cuando no haya otra cosa, comeremos madera».

En esto llegó junto a mí D. Pablo Nomdedeu, que se había separado un poco de la comitiva.

¡Comer madera! – exclamó. – Eso se dice, pero no se hace. Andrés, me alegro de verte por aquí. ¿Cómo estás, y Siseta y los chicos?

Aunque empezaba a extinguirse en mi alma el resentimiento, amenacé con el puño a Nomdedeu.

– ¡Ah, todavía me guardas rencor por lo de esta mañana! – dijo. – Andresillo, en estos casos no es uno dueño de sí mismo. Yo me espantaba entonces y me he espantado después de encontrarme tan bárbaro y salvaje. Se trata de vivir, Andrés, y el pícaro instinto de conservación hace que el hombre se convierta en fierecita. Que yo sea capaz de matar a un semejante, es cosa que no se comprende; ¿no es verdad? ¡Ay, amigo mío! La idea de que mi hija me pide de comer y no puedo darle nada, ahoga en mí el patriotismo, el pensamiento, la humanidad, trocándome en una bestia. Andrés, no somos más que miseria. Indigno linaje humano, ¿qué eres? Un estómago y nada más. Se avergüenza uno de ser hombre, cuando llegan estos casos en que todas las relaciones sociales desaparecen y reina la Naturaleza pura. Pero estoy viendo que el número de heridos es inmenso. Hoy hemos estado haciendo el recuento de medicinas, y no hay ni para la décima parte en un solo día. ¿A dónde vamos a parar? ¿Es posible que esto se prolongue? No, no puede ser. Mira qué horroroso aspecto presenta la gradería cubierta de cuerpos humanos.

En efecto, los cien escalones que conducen a la catedral ofrecían en pavoroso anfiteatro un cuadro completo de los males de la heroica ciudad.

Álvarez con su comitiva seguía bajando, y la multitud apartábase para abrirle paso.

– Señor – le dijo Nomdedeu, volviéndome la espalda. – Olvidé decir a vuecencia que los medicamentos que tenemos no bastan ni para la décima parte.

D. Mariano miró fríamente y sin marcada expresión al médico. ¡Qué bien vi entonces al célebre gobernador, y cuán presentes se quedaron desde entonces en mi mente sus facciones, su mirar y sus palabras! La cara pálida y curtida, los ojos vivos, el pelo cano, la figura delgada y enjuta, la contextura de acero, la fisonomía imperturbable y estatuaria, la tranquilidad y la serenidad juntas en su semblante; todo lo examiné, y todo lo retuve en la memoria.

– Si no hay bastantes medicinas – dijo – empléense las que hay y después se hará lo que convenga.

Esta muletilla de lo que convenga era muy suya, y con ella solía terminar sus discursos y amonestaciones, siendo en él muy natural decir: «Si no se puede resistir el asalto, y los franceses entran en la ciudad, moriremos todos y después se hará lo que convenga».

– Pero señor – añadió D. Pablo – los enfermos no admiten espera. Si no se les cura… se podrá tirar un día, dos…

Álvarez paseó serenamente la vista por el anfiteatro, y después volviéndose a Nomdedeu, le dijo:

– Ninguno de ellos se queja. Pronto recibiremos auxilios. La plaza no se rendirá, Señor Nomdedeu, por falta de medicinas. ¿No discurre usted algún medio para aliviar la suerte de los enfermos y heridos?

– ¡Oh; sí, señor! – dijo el médico alentado por algunos de la comitiva que murmuraron frases más en consonancia con los pensamientos del médico que con los del gobernador. – Me ocurre que Gerona ha hecho ya bastante por la religión, la patria y el rey. Ha llegado ya al límite de la constancia, señor, y exigir más de esta pobre gente es consumar su completa ruina.

Álvarez agitó ligeramente el bastón de mando en la mano derecha, y sin inmutarse dijo a Nomdedeu:

– Ya… sólo usted es aquí cobarde. Bien: cuando ya no haya víveres, nos comeremos a usted y a los de su ralea, y después resolveré lo que más convenga.

Cuando acabó de hablar, callaron todos de tal modo, que se oía el zumbido de las moscas. Nomdedeu volvió atrás la cabeza buscándome con la vista, para disimular su turbación; y harto confuso hubo de abandonar la comitiva. Hasta mucho después de que esta pasara, no recobró el uso de la palabra mi buen doctor, y estaba pálido y tembloroso, señal inequívoca de su miedo.

– Andrés – me dijo en voz baja tomándome del brazo, y llevándome en dirección de la plaza de San Félix – ese hombre va a acabar con nosotros. Yo soy patriota, sí señor, muy patriota; pero todo tiene su límite natural, y eso de que lleguemos a comernos unos a otros me parece una temeridad salvaje.

– La entereza de D. Mariano – le respondí – nos llevará a tragarnos mutuamente; pero por lo que a mí toca, y mientras sepa que ese hombre está vivo, antes me comeré a mordidas mi propia carne, que hablar de capitulación delante de él.

– Grande y sublime es su constancia – me dijo – yo la admiro y me congratulo de que tengamos al frente de la plaza hombre cuya memoria ha de vivir por los siglos de los siglos. ¡Oh, si yo fuera solo en el mundo, Andrés! Si yo no tuviera más que mi indigna persona, si no tuviera otro cuidado que la visita al hospital y el recorrido de los enfermos que están en la calle, yo mismo le diría a D. Mariano: «Señor, no nos rindamos mientras haya uno que pueda vivir almorzándose a los demás»; pero mi hija no tiene la culpa de que una nación quiera conquistar a otra… Sin embargo, humillemos la frente ante la voluntad de Dios, de la cual es ejecutor en estos días ese inflexible D. Mariano Álvarez, más valiente que Leónidas, más patriota que Horacio Cocles, más enérgico que Scévola, más digno que Catón. Es este un hombre que en nada estima la vida propia ni la ajena, y como no sea el honor todo lo demás le importa poco. En las jornadas de Setiembre, cuando Vives, el capitán de Ultonia, se disponía para una pequeña excursión al campo enemigo, preguntó a don Mariano que a dónde se acogería en caso de tener que retirarse. El gobernador le contestó: «Al cementerio». ¿Qué te parece? ¡Al cementerio! Es decir, que aquí no hay más remedio que vencer o morir, y como vencer a los franceses es imposible porque son ciento y la madre, saca la consecuencia. ¡Esto entusiasma, Andresillo! Se le llena a uno la boca diciendo: ¡Viva Gerona y Fernando VII!, le parece a uno que ya está viendo las historias que se van a escribir ensalzándonos hasta las nubes; pero yo quisiera poder decir ¡Viva España y viva Josefina!, o que al menos entre las ruinas humeantes de esta ciudad y entre el montón que han de formar nuestros cuerpos despedazados, se alzara rebosando salud mi querida hija única que nunca ha hecho mal a España ni a Francia, ni a Europa, ni a las potencias del Norte ni del Sur.

El doctor detúvose a examinar varios enfermos, y corrí a casa de Siseta para llevarles lo poco que había recogido.

XIV

Casi juntamente conmigo entró Barodet, que había salido a hacer una excursión por la plaza de las Coles, y volvía tan alegre y saltón, que le juzgué portador de víveres para ocho días.

– ¿Qué hay, Badoret? – le preguntamos Siseta y yo.

Nos contestó abriendo los puños para mostrar algunas piezas de cobre, y cerrábalos después, bailando con frenesí en medio de la sala.

– ¿De dónde traes eso? ¿Lo has cogido en alguna parte? – le preguntó su hermana con enojo, sospechando sin duda que el chico había hecho incursiones lamentables en la propiedad ajena.

– Me los han dado por el ratón… Andrés, un ratón tan grande como un burro. En cuanto llegué con él a la plaza, un viejo soltó tres reales por él.

– ¿Para comérselo? – exclamó Siseta con horror.

– Sí – repuso Badoret dándole los cuartos. – Tú no lo quisiste, pues a venderlo.

– Mira, Andrés – me dijo Siseta – luego que tú te fuiste, estos condenados bajaron al patio, y por la puertecilla que está junto al pozo, se metieron en la casa del canónigo D. Juan Ferragut, que está abandonada como sabes. A poco volvieron con una rata tan grande como de aquí a mañana… ¡Qué patas! ¡Qué rabo!

– La carne de este precioso e inteligentísimo animal – dije yo dando a Siseta lo que llevaba – no es mala, según dicen los muchos que en Gerona la están consumiendo. Por ahora, muchachos, remediémonos con esto que os traigo, y Dios dará más adelante otra cosa.

Comimos, si así puede llamarse una refacción tan exageradamente sobria, que más parecía hecha para dar entretenimiento a los dientes, que sustancia al cuerpo. Yo me dormí sobre el suelo poco después, y cuando desperté, Siseta con gran aflicción me dijo:

– Gasparó está malo. Ha cesado de llorar, y está como desmayado con el cuerpo ardiente y temblando de escalofríos. ¿Tardará en volver el Sr. Nomdedeu?

Examiné al chico, y su aspecto me hizo temblar, porque no dudé un momento que estuviese atacado de la fiebre a que sucumbía diariamente parte de la población; pero procuré tranquilizar a su hermana, asegurando que los síntomas del mal que tenía delante, no eran parecidos a los que a todas horas se observaban en los sitios más públicos de la ciudad. Pero Siseta, en su buen sentido, no daba crédito a mis consuelos, comprendiendo la gravedad de su hermanito. Con la mayor naturalidad del mundo, y olvidando en su preocupación las circunstancias de la ciudad, me mandó que le llevase algunas medicinas, y tuve que emplear mil rodeos y circunlocuciones para decirle que no las había. La infeliz muchacha estaba inconsolable.

Una hora después entró D. Pablo Nomdedeu, al cual llamamos para que asistiese al enfermo, y se prestó a ello de buen grado.

– ¡Pobre Gasparó! – dijo al verle. – Ya he dicho varias veces que con los alimentos que diariamente se consumen aquí, estos chicos no han de llegar a viejos.

– Pero mi hermano no se morirá, señor don Pablo – afirmó Siseta llorando. – Usted que es tan buen médico, le curará.

– Hija mía – repuso fríamente el doctor – tiende la vista por esas calles, y observa de qué valen los buenos médicos. Lo que respiramos en Gerona no es aire, es una sutil e invisible materia cargada de muertes. ¡Ay! Vivimos por especial don de Dios, los que vivimos. Tenemos un gobernador de bronce que manda resistir a estos hombres que se caen muertos por momentos. D. Mariano Álvarez no ve en el cuerpo humano sino una cosa con que rellenar los cementerios, y que no pudiendo servir para batirse no sirve para nada. Él no atiende más que al inmortal espíritu, y fijando su atención en la vida perpetua que con los miserables ojos de la carne no podemos ver, desprecia todo lo demás. Sí, la magnitud de ese hombre me tiene asombrado por lo mismo que es superior a mí. El gobernador resistirá el hambre, las privaciones, las enfermedades, mientras tenga una gota de sangre que mantenga en pie la urna de su grande espíritu, pues su alma es el alma menos atada al cuerpo que he conocido; y si no pudiese resistir, será capaz de comerse a sí mismo… Pero veamos qué se hace con ese pobre Gasparó, hija mía; yo creo que debes ir a enterrarle a la plaza del Vino, donde se ha hecho una gran fosa, porque si dejamos aquí su pobre cuerpo, puede corromperse la atmósfera de esta casa más de lo que está.

– ¿De modo que usted le da por muerto? – preguntó Siseta con desesperación.

– Siseta, nuestra misión en el estado a que han llegado las cosas, sin alimentos ni medicinas que recomendar, se reduce a evitar los horribles efectos de la descomposición atmosférica. Si pudiéramos tener a mano buenas tazas de caldo, un poco de vino blanco y algunos emolientes y heméticos, creo que sería fácil tornar la salud a la robusta naturaleza de ese niño; pero es imposible: no hay nada. ¡Felices los que se mueren! Si no consigo salvar a mi hija, me pondré en la muralla, cuando haya otro asalto, para morir gloriosamente… Pobre Gasparó: ¡con cuánto placer te cuidaría si viera en ti esperanzas de vida! Siseta, sentiría mucho que mi hija conociera la proximidad de un moribundo. En caso de que Gasparó llore o chille, le mandarás callar. Adiós, adiós, hijos míos; cuidado con mis instrucciones.

Y subió. Tenía todas la apariencia de un loco.

Siseta destrozó un mueble, calentó agua con él y diose a aplicar al enfermo en diversas formas una terapéutica de su invención, compuesta de agua tibia en bebida, en cataplasmas, en friegas, en rociadas, en parches. Como advirtiera cierta quietud en el enfermo, creyola repentina mejoría, por efecto de sus extraordinarios específicos, y dijo con tanta inocencia como alegría:

– Andrés, me parece que está mejor. Se ha dormido. Mi madre decía que el agua del Oñá era la mejor medicina del mundo, y con agua se curaba ella todos sus males. ¿Ves cómo está más tranquilo? Cuando despierte querrá ir a jugar con sus hermanos. ¿Pero dónde están esos malditos? ¡Badoret, Manalet!…

Siseta los llamó gritando varias veces, y los muchachos no parecían. Estaban en la casa del canónigo.

Yo subí a ver a D. Pablo y a su hija, y encontré a esta tan abatida y desfigurada, que cuando cerraba los ojos quedándose sin movimiento con la cabeza hundida entre los almohadones, parecía realmente muerta. Ya era casi de noche y Nomdedeu, sentado junto al velador, escribía su diario.

– Andrés – me dijo el doctor – te agradezco que vengas a hacerme compañía. ¿No me guardas rencor por lo de esta mañana? Eres un buen muchacho, y sabes hacerte cargo de las circunstancias. En estos casos, no hay amigo para amigo, ni hermano para hermano. Ahora mismo, si metieras tu mano en el plato donde va a comer mi hija, creo que te mataría.

– ¿Y la señorita Josefina – le pregunté – cree todavía que hay fiestas en Gerona, y que mañana irá a Castellà?

– ¡Ay!, no. La ilusión duró hasta el día siguiente nada más. Su estado moral es espantoso. Ya no puede ocultársele nada, y es inútil representar comedias como la de la otra noche. Lo sabe todo, y no ignora los últimos pormenores, gracias a una indiscreción de esa endiablada señora Sumta, a quien de buena gana arrastraría por los cabellos. Figúrate, Andrés, que una de estas noches, cuando yo estaba curando enfermos por esas calles, la tal señora Sumta, que a más de ser curiosa como mujer, es entrometida y novelera como un chico de diez años, deseando dar a su entendimiento el pasto de una belicosa lectura en armonía con sus aficiones militares, sacó de la alacena de mi despacho este diario que estoy escribiendo, y se puso a leerlo aquí mismo delante de mi hija. Esta sintió al instante deseos de leer también, y la muy necia de la señora Sumta se lo permitió, añadiendo de su propia cosecha comentarios encomiásticos de los empeños y heroicidades del sitio. Cuando volví, mi hija había llegado a las últimas páginas, y en su calenturienta atención y curiosidad se le iba el alma a pedazos. La lectura la embelesaba y la mataba al mismo tiempo, y el terror y la admiración compartíanse el dominio de su alma. ¡Ay, cuánto trabajo me costó arrancarle de las manos el malhadado diario! La pobrecita no durmió en toda la noche, y puesto su cerebro en erección, allí era de ver cómo imaginaba batallas en la calle, cómo sentía el ruido de las bombas, cómo aseguraba estarse quemando con el resplandor de los incendios, cómo miraba los ríos de sangre que enrojecían el Ter y el Oñá, sin que me fuera posible tranquilizarla. La infeliz corría de una parte a otra de la habitación como una loca; y llamaba a gritos a D. Mariano Álvarez, ensalzando la bravura y grande ánimo de nuestro gobernador. Otras veces, dominada por el miedo, me pedía que la escondiese en lo más profundo de los pozos para no oír el zumbido de los cañonazos ni ver el resplandor de las llamas. Tan pronto su delicado organismo nervioso, que es su naturaleza toda, se crispaba dándole actividad febril, como cuando dominados por el entusiasmo nos centuplicamos; tan pronto abatiéndose llorosa, su cuerpo caía flojo y blando como una madeja. Precisamente la falta del sentido acústico, que parece debía ser un descanso para su espíritu, es un verdadero tormento, porque oye rumores que sin tener existencia real retumban en su cerebro; y los espectros del sonido aterran su imaginación más que los de la vista. ¡Pobrecita hija mía! Creí verla morir en una de aquellas crisis. Era su vida como un hilo muy delgado que por intervalos se pone tirante, tirante, amenazando romperse. Yo tenía el alma en suspenso, y comprendiendo que contra tal estado de nada valen la ciencia ni los cuidados, me crucé de brazos y bajé la frente esperando el fallo de Dios. De este modo ha pasado algunos días, Andrés, y últimamente todos los síntomas de desorden nervioso han desaparecido, para no quedar más que el del miedo, un miedo en el último grado de lo deprimente, que la tiene aplanada, moribunda. ¿Ves esa cara, ves esa expresión soñolienta y abatida, esa diafanidad propia de los primeros instantes de la muerte? ¿Por ventura eso tiene apariencia de vida? No parece sino que este simulacro de existencia permanece ante mis ojos por disposición milagrosa del cielo para consolarme durante la ausencia real de mi verdadera hija.

Después de un largo y triste silencio, continuó así:

– Andrés, mañana saldrá el sol; mañana habrá lo que en nuestro lenguaje llamamos día; mañana tendremos otro hoy, es decir, nuevos apuros. Veremos qué miga de pan me reserva Dios para el día que ha de venir. Como quiera que sea, mi hija tendrá mañana su plato en esta mesa. Así ha de ser, cueste lo que cueste.

Y dicho esto, siguió redactando su diario.

Cuando volví al lado de Siseta, la encontré más tranquila, engañada por el aparente alivio del pobre niño. Su principal inquietud consistía entonces en la ausencia de Badoret y Manalet, que a pesar de lo avanzado de la noche, no volvían a casa. Pero de acuerdo les supusimos ocupados en explorar la habitación vecina, y no se habló más sobre el particular. Retireme yo a mi guardia, pesaroso de dejarla sola, y durante toda la noche estuve mortificado por cavilaciones y presentimientos que no me dejaron dormir.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
210 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre