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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Gerona», sayfa 7

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XV

Al día siguiente no ocurrió novedad particular. Gasparó seguía lo mismo. Badoret y su hermano aparecieron tras larga ausencia, llenos de rasguños, contusiones, magulladuras y mordidas; pero muy contentos con los cuartos que recientemente les había proporcionado su industria. A pesar de este refuerzo pecuniario, aquel día fue el abastecimiento de la casa más penoso y difícil que otro alguno, y Siseta, desmejorándose por grados, perdía robustez y salud de hora en hora. Como entonces ocurrieron acontecimientos terribles en nuestra casa, no puedo pasarlos en silencio. Después de un breve y violento sueño, despertome al rayar el día el golpear de un pie, que no por ser de amigo carecía de dureza, y cuando abrí los ojos, encaré con el tambor del regimiento, Felipe Muro, que me dijo:

– Ha caído una bomba en la casa del canónigo Ferragut, calle de Cort-Real, y el tejado ha ido a buscar refugio dentro de los cimientos. Yo lo he visto, Andrés. Tu amigo el médico, D. Pablo Nomdedeu, salió a la calle gritando y bufando en cuanto vio arder las barbas del vecino. Felizmente la casa no ardió, y hasta hoy no tiene más avería que haber sido aplastada como un buñuelo. ¿No vas allá?

De buena gana habría corrido al lugar de la catástrofe; pero la ordenanza me ataba a la muralla de Alemanes durante algunas horas, y esperé con la más cruel ansiedad. Cuando me encontré libre y pude trasladarme a la calle de Cort-Real, vi con alegría que mi casa estaba intacta, aunque amenazada de algún deterioro por la repentina falta de apoyo de la contigua, cuya fachada yacía casi totalmente en el suelo, viéndose desde la calle el interior de las habitaciones con parte de los muebles en la misma situación en que los dejó el dueño al abandonar su domicilio. Mentalmente di gracias a Dios por haber librado de la desgracia la casa de los míos, y corrí al lado de Siseta, a quien encontré en el taller y en el mismo sitio donde la había dejado la noche anterior, junto al lecho de su hermano. La consternación de la pobre muchacha era tal, que no acerté a tranquilizarla con inútiles consuelos.

– Siseta – le dije – es preciso resignarse a lo que quiere Dios. ¿Y tu hermano?

No me contestó ni había para qué, porque su hermano se moría. Ella misma hallábase en tan lastimosa situación física y moral, que sólo por un enérgico propósito de su fuerte espíritu, se mantenía vigilante y atenta a la agonía del pobre Gasparó. Sin el dolor, Siseta habría caído al suelo, abatida por el insomnio y la inanición; pero ella despreciaba su propia existencia, y para atenderla era preciso que desapareciese la de los demás.

– ¿El Sr. Nomdedeu no ha asistido a tu hermano? – le pregunté.

– No – repuso. – El Sr. D. Pablo dice que aquí nada falta sino echarle tierra encima.

– ¿Y es posible que no te haya proporcionado algunas medicinas? Si él quisiera, podría hacerlo.

– Dice que no hay medicinas.

– Dime: ¿Gasparó ha tomado algún alimento?

– Nada. Con los cuartos que trajeron ayer los chicos, se compró un pedacito muy chico de cecina; y lo puse en las parrillas, y esta mañana vino D. Pablo, se me arrodilló delante llorando a moco y baba, y como a pesar de esto me resistiera a dárselo, amenazome con matarme y se lo llevó.

– ¿Tú tampoco has tomado nada?… ¡Oh! Es preciso que yo le siente la mano a ese ladronzuelo de D. Pablo. ¿Tenemos nosotros obligación de mantenerle a su hija? ¿Y tus hermanos?

– No sé dónde están – repuso Siseta con profundo terror. – Desde anoche no han vuelto a casa.

– Pero, Siseta – exclamé con angustia – no irían a la casa del canónigo. ¿Sabes que se ha venido al suelo?

– No sé si irían allá… Esta mañana sentí un gran ruido. Creí que era esta casa la que se venía al suelo; y abrazando a mi hermano cerré los ojos y me encomendé a Dios. Pero luego que cesó el ruido, miré al techo y lo vi en el mismo sitio. La gente gritaba en la calle, y era difícil respirar a causa del polvo. No, Dios mío, no es posible que mis hermanos estuvieran hasta hoy dentro de esa casa. Yo creo que habrán ido al mercado a vender lo que hayan cogido.

Cada palabra pronunciada era un esfuerzo angustioso de la decaída naturaleza de Siseta. Cubría su frente helado sudor, y sentada en el suelo apoyaba sus brazos en la estera para sostenerse. Pálida como la misma muerte, y con los ojos apagados y hundidos, daba pena de ver cómo se agostaba aquella planta, sin poder echarle un poco de agua.

De repente bajó metiendo mucho ruido el Sr. Nomdedeu, que al verme, me dijo:

– ¡Oh, Andresillo! ¡Cuánto me alegro de que estés aquí! Supongo que traerás algo. Tú eres generoso y no te olvidas de los buenos amigos.

– Nada traigo, señor doctor; y si trajera, no sería para usted. Cada cual se las componga como pueda.

– ¡Qué bromas gastas! Supongo que traerás siquiera un poco de trigo. Y tú, Siseta, ¿tienes algo para mí? ¿Tus hermanos no han traído nada? ¡Oh, amigos de mi alma! ¿No hay nada para este pobre infeliz que ve morir a su hija? Andrés, Siseta – añadió juntando las manos y poniéndose de rodillas delante de nosotros – haced la caridad, por amor de Dios, que todo lo que tuviereis de menos en la tierra lo tendréis de más en el cielo. Ya sabéis que aquí dan uno por ciento y allá dan ciento por uno. Andrés, Siseta, queridísimos amigos míos, vosotros que nadáis en la abundancia, socorred a este mendigo. Nada me queda ya: he vendido todos mis libros, y con las plantas de mi magnífico herbario, que he reunido durante veinte años, he hecho un cocimiento para dárselo a ella. Sólo me restan las plantas malignas o venenosas, y la incomparable colección de polipodiums, que os puedo vender… ¿De veras que no tenéis nada? No puede ser. Ustedes esconden lo que tienen; ustedes me engañan, y esto no lo puedo consentir; no, no lo consentiré.

De esta manera, Nomdedeu pasaba de la aflicción más amarga a una cólera hostil y atrabiliaria, que a Siseta y a mí nos infundió bastante recelo.

– Sr. Nomdedeu – dije resuelto a alejar de nosotros huésped tan importuno – no tenemos nada. Ya ve usted. El pobre Gasparó se muere, y no podemos darle un buche de agua con vino. Déjenos usted en paz o tendremos un disgusto.

– Eso se verá. Yo no me voy de aquí sin algo. Ustedes esconden lo que van comprando con los cuartos que traen los chicos. Mi hija no puede seguir así muchas horas, Andrés. Que se rinda Gerona, sí, señor, que se rinda, y que se vaya al infierno con cien mil pares de demonios el Sr. D. Mariano Álvarez, que ha dicho esta mañana: «Cuando la ciudad principie a desfallecer, se hará lo que convenga». No sé a qué espera. Aún no cree que la ciudad está bastante desfallecida. ¡Oh! Lo que debiera hacer el gobernador es castigar a los pillos que acaparan las vituallas, privando a sus semejantes de lo más preciso, y ustedes son estos, sí, señor. Ustedes tienen esas arcas llenas de comestibles, y lo menos hay ahí diez onzas de cecina y un par de docenas de garbanzos. Esto es un robo, un robo manifiesto. Siseta, Andrés, amigos míos: ya he vendido todas las estampas y cuadros de mi casa. ¿Queréis el perrito que bordó en cañamazo mi difunta esposa cuando estaba en la escuela? ¿Lo queréis? Pues os lo daré, aunque es una prenda que he estimado como un tesoro, y de la cual hice propósito de no deshacerme nunca. Os doy el perrito si me dais lo que está guardado en el arca.

Abrimos el arca, mostrándole su horrenda vaciedad; pero ni aun así se dio por vencido. Estaba frenético, con apariencias de trastorno semejante a la embriaguez o al delirio de los calenturientos, y al hablar su lengua sin fuerza chasqueaba las palabras, entonándolas a medias, como un badajo roto que no acierta a herir de lleno la campana. Temblaba todo él, y el llanto y la risa, la pena, la ira, la resignación o la amenaza se expresaban sucesivamente en las rápidas modificaciones de su fisonomía agitada y movible como la de un cómico.

Cuando me levanté para obligarle a salir, amenazome con los puños, y en un tono que no es definible, pues lo mismo podía ser dolorido llanto que honda rabia, nos dijo:

– Miserables, ladrones de lo ajeno. Haré lo que dice el gobernador. Sí, Andrés, Siseta. Mi hija no se morirá; mi pobre hija no se morirá, porque cuando no haya otra cosa nos comeremos a ustedes y después se resolverá lo que más convenga.

Cuando se retiró, Siseta me dijo:

– Andrés, yo no sé si viviré mucho más que Gasparó. Haz el favor de buscar a mis hermanos. Si Dios ha determinado que en este día se acabe todo, se acabará. Somos buenos cristianos y moriremos en Dios.

XVI

Dejando para más tarde la exploración al mercado, marché a la abandonada vivienda de D. Juan Ferragut, canónigo de la catedral, que desde los primeros días del sitio huyó de Gerona buscando lugar más seguro. Aunque este veterano de las milicias docentes de Cristo no figura en mi relación, debo indicar que era el primer anticuario de toda la alta Cataluña; hombre eruditísimo e incansable en esto de reunir monedas, escarbar ruinas, descifrar epígrafes y husmear todos los rastros de pisadas romanas en nuestro suelo. Su colección numismática era célebre en todo el país, y además poseía inapreciable tesoro en vasos, lámparas, arneses y libros raros; pero el grande amor que tenía a estos objetos no fue parte a detenerle en su huida, abandonando la historia romana y carlovingia por poner en seguro la más que ninguna inestimable antigualla de la propia vida. Luego una bomba arregló el museo a su manera.

Entrábase en la desierta casa por una pequeña puerta que comunicaba ambos patios, y que los vecinos solían tener abierta para venir a tomar agua en el del nuestro. Cuando penetré en el patio, hallé que una gran parte de este se había trocado en recinto cubierto, formado por la acumulación de vigas y tabiques atascados en un ángulo antes de llegar al piso. Aquel improvisado techo no necesitaba sino ligero impulso, una voz fuerte, una trepidación insensible para caer al suelo. Adelantando cuidadosamente llegué a la caja de la escalera, abierta a la luz y al aire por el hundimiento de las salas de la fachada y de una parte del techo por donde penetró la bomba. Cubrían el suelo muebles confundidos con trozos de pared, vidrios y mil desiguales fragmentos de preciosidades artísticas, materia caótica de la historia, que ningún sabio podía ya reunir ni ordenar. La escalera había perdido uno de sus tramos, y para subir era preciso trepar, saltando abruptas alturas. Desde abajo veíase el interior de una alcoba que debía ser la del señor canónigo, la cual pieza con un testero de menos, y conservando parte de sus muebles, se asemejaba a los aposentos de juguete para los niños, cuando se les quita la tapa o pared lateral, cuya ausencia permite ver el lindo interior. Si algunos cuadros, cofres y roperos manteníanse arriba en los mismos puestos que desde luengos años ocupaban, en cambio la cama del canónigo yacía en lo hondo de la escalera en una postura que podemos llamar boca abajo. Los gruesos pilares de aquel mueble, que no era otra cosa que un mediano monte de roble, aparecían por diversos puntos tronchados, esparciendo sus agudas astillas, y las colgaduras en desorden dejaban ver entre sus pliegues los brazos de marfil de un Santo Cristo, y las secas ramas de unas disciplinas. De entre los despojos de la piedra, y en la oscuridad de los rincones y honduras que formaban, vi surgir el brillo de dos discos luminosos, como dos puntos, como dos ojos que me miraban. A pesar de que sentí súbito temor, bajeme a recoger aquellas luces. Eran los espejuelos del buen Ferragut.

En la imposibilidad de subir, di voces al pie de la escalera, por ver si desde aquellas solitarias cavidades me respondía alguno de los muchachos a quienes buscaba. Grité con toda la fuerza de mis pulmones: ¡Badoret, Manalet!, pero nadie me respondía. Recorrí todo lo bajo, explorando lo más escondido y lo más peligroso de los escombros, y sólo encontré la barretina de uno de los chicos; pero esto no era suficiente razón para suponer que ellos existiesen bajo las ruinas. Por último, regresando al hueco oí un agudo silbido, que resonaba en lo más alto del tejado. Aguardé un rato, y en breve oyéronse de nuevo los mismos agudos sones, y apareció una figura, que desde arriba con evidente peligro se inclinaba para mirar hacia el fondo. Era Badoret.

El muchacho, poniéndose ambas manos en la boca, gritó: ¡Manalet, alerta!

Y luego forzando la voz, añadió: – ¡Allá van! ¡Allá va Napoleón, con toda la guardia imperial, y la tropa menuda!

Dicho esto desapareció, y yo me quedé absorto esperando ver a Napoleón con toda la guardia imperial. En efecto; por la rota escalera descendía a escape tendido un numeroso ejército cuyos precipitados pasos metían bastante ruido. Saltaban de peldaño en peldaño por entre los pedazos de vigas, y con ligereza suma franqueaban los claros de la escalera, gruñendo, chillando, escarbando, describiendo piruetas, curvas, círculos, y empujándose, confundiéndose y precipitándose unos sobre otros.

Delante iba el mayor de todos que era grandísimo, como ser de privilegiada magnitud y belleza entre los de su clase, y seguíanle otros de menos talla y muchos pequeños, entre los cuales había jovenzuelos, juguetones y muchos graciosos niños. No eran docenas, sino cientos, miles, ¡qué sé yo!, un verdadero ejército, una nación entera, masa imponente que en otras circunstancias me habría hecho retroceder con espanto. Las oscilaciones de sus largos rabos negros eran tales, que parecían culebras corriendo en medio de ellos, y sus brillantes ojos de azabache expresaban el azoramiento y la ansiedad de retirada tan vergonzosa. Venían hostigados, y la inmunda caterva pasó junto a mí y en derredor mío con rapidez inapreciable escurriéndose por entre los escombros hacia el patio. Seguíalos yo con la vista, y por una oscura puertecilla que vi en la pared, sumergiéronse todos en un segundo, como chorro que cae al abismo.

Yo no había visto aquella puerta abierta en un ángulo y que ocultaban dos toneles puestos en el patio. Acerqueme a ella y desde la boca grité:

– Manalet, ¿estás ahí?

Al principio no sentí rumor alguno, sino un lejano y vago son de hojarasca que me parecía producido por las pisadas de la guardia imperial sobre montones de yerba seca. Pero al poco rato creí sentir como voces y lamentos que al principio parecieron aprensión mía o eco de mis propios gritos; pero oyendo que se repetían más acentuados cada vez, resolví aventurarme en lo interior del aposento oscurísimo que ante mí se abría.

Nada pude ver en los primeros momentos; mas a poco de estar allí distinguí las formas robustas de las tinajas y toneles, cajones rotos, arreos de caballerías y de carros, y mil objetos de indefinible configuración, que iban saliendo poco a poco de la oscuridad a medida que mis ojos se acostumbraban a ella.

El sitio era poco agradable, y no sé por qué las barrigas de aquellas tinajas me ofrecían un aspecto temeroso, causa para mí de invencible horror. Yo reconocí en aquellas formas extravagantes las de ciertos monstruos que venían a amedrentarme en mis sueños de enfermo, y no les faltaba más que cuatro patas resbaladizas, húmedas, cartilaginosas, para arrojarse sobre mí. A los pocos pasos produje el mismo ruido de hojarasca que antes había sentido, y observé que pisaba grandes capas de yerba seca, depositada allí sin duda para bestias que no habían de comerla.

De pronto, señores, sentí que las hojas sonaban pisadas por mil patitas, y los cabellos se me erizaron de espanto. ¿Por qué, si allí no había leones, ni tigres, ni culebras, ni ningún animal verdaderamente fuerte y temible? Lo cierto es que tuve miedo, un miedo inmenso que heló la sangre en mis venas, dejándome atónito y paralizado. Quise huir y hundime en la yerba seca. Revolví los ojos en torno mío, y aumentó mi terror al ver que se disponía para acometerme por distintos lados con la rabia de mil bestias feroces todo el ejército imperial.

En un instante me sentí mordido y rasguñado en los tobillos, en las piernas, en los muslos, en las manos, en los hombros, en el pecho. ¡Infame canalla! Sus ojuelos negros y relucientes como pequeñas cuentas, me miraban gozándose en la perplejidad de la víctima, y sus hocicos puntiagudos se lanzaban con voracidad sobre mí. Grité, pateé, manoteé; pero la flojedad del suelo en que me sostenía imposibilitaba mi defensa, y con esfuerzos extraordinarios pugnaba por echarme fuera de aquel mar de hoja seca en el cual, si era difícil el correr, más difícil era el nadar. La turba insolente, aguijoneada por el hambre, se atrevía a atacarme. ¿Qué puede uno solo de aquellos miserables animales contra el hombre? Nada; pero ¿qué puede el hombre contra millares de ellos, cuando la necesidad les obliga a asociarse para combatir al rey de la creación? Hallándome sin defensa, exclamé con angustia: ¡Badoret, Manalet, venid en mi auxilio! ¡Socorro!

Por último, conseguí poner el pie en tierra firme, y sacudiendo manotadas a diestra y siniestra, logré aminorar el vigor del ataque. Corrí de un lado para otro, y me siguieron; subime a un gran tonel, y veloces como el rayo subieron ellos también. Su estrategia era admirable; adivinaban mis movimientos antes de que los realizase, y como saltara de un punto a otro, me tomaban la delantera para recibirme en la nueva posición. Animábanse en el combate por un himno de gruñidos que a mí me daba escalofrío, y parecía que rechinaban en acordada música militar sus dientes, demostrando gran rabia y despecho todos aquellos que no podían hacerme presa.

¡Terrible animal! ¡Qué admirablemente le ha dotado la Providencia para que se busque la vida a despecho del hombre, para que se defienda contra las agresiones de fuerza superior, para que venza obstáculos naturales, para que haga suyas las más laboriosas conquistas humanas; para que mantenga su inmensa prole en lo profundo de la tierra y al aire libre, en los despoblados lo mismo que en las ciudades! La Providencia le ha hecho carnívoro para que encuentre alimento en todas partes; le ha hecho un roedor para que devore a pedazos lo que no puede llevarse entero; le ha dado ligereza para que huya; blandura para que no se sientan sus alevosos pasos; finísimo oído para que conozca los peligros; vista penetrante para que atisbe las máquinas preparadas en su daño, y agudo instinto para que con hábiles maniobras burle vigilancias exquisitas y persecuciones injustas. Además posee infinitos recursos y como bestia cosmopolita, que igualmente se adapta a la civilización y al salvajismo, posee vastos conocimientos de diversos ramos, de modo que es ingeniero, y sabe abrirse paso por entre paredes y tabiques para explorar nuevos mundos; es arquitecto habilísimo, y se labra grandiosas residencias en los sitios más inaccesibles, en los huecos de las vigas y en los vanos de los tapiales; es gran navegante, y sabe recorrer a nado largas distancias de agua, cuando su espíritu aventurero le obliga a atravesar lagunas y ríos; se aposenta en las cuadernas de los buques, dispuesto a comerse el cargamento si le dejan, y a echarse al agua en la bahía para tomar tierra si le persiguen; es insigne mecánico, y posee el arte de trasportar objetos frágiles y delicados, secretos de que el hombre no es ni puede ser dueño; es geógrafo tan consumado, que no hay tierra que no explore, ni región donde no haya puesto su ligera planta, ni fruto que no haya probado, ni artículo comercial en que no haya impreso el sello de sus diez y seis dientes; es geólogo insigne y audaz minero, pues si advierte que no disfruta de grandes simpatías a flor de tierra, se mete allí donde jamás respiró pulmón nacido, y construye bóvedas admirables por donde entra y sale orgullosamente, comunicando casas y edificios, y huertas y fincas, con lo cual abre ricas vías al comercio y destruye rutinarias vallas; y por último, es gran guerrero, porque además de que posee mil habilidades para defenderse de sus enemigos naturales, cuando se encuentra acosado por el hambre en días muy calamitosos, reúne y organiza poderosos ejércitos, ataca al hombre, y al fin, si no halla medio de salir del paso, estos ejércitos se arman unos contra otros, embistiéndose con tanto coraje como táctica, hasta que al fin el vencedor vive a costa del vencido.

Poseyendo un gran sentido civilizador, se acomoda al carácter de las comarcas y regiones que escoge para desarrollar su genio activo, y come siempre de lo que hay. Eso sí, no respeta ni sabe respetar nada: en el tocador de la dama elegante se come los perfumes; y en casa del boticario las medicinas. En la iglesia hace mil condimentos con las reliquias de los santos, y en los teatros se apropia los coturnos de Agamenón y la loriga de D. Pedro el Cruel. Artista a veces, si el destino le lleva a los museos, se almuerza a Murillo y cena con algo de Rafael, y cuando acierta a penetrar en casa de los anticuarios o de los eruditos, se convierte en uno de estos por la influencia de la localidad, es decir, que se traga los libros.

Todas estas eminentes cualidades las desplegó contra mí la inmensa falange. Aquellos padres que por dar de comer a sus hijos; aquellos amantes esposos que por librar de la muerte a sus mujeres, no vacilaban en mirar frente a frente a un ser superior, tenían toda la perversidad que dan las supremas exigencias de la vida. Pero era realmente una vergüenza para mí el rendir mi superioridad de fuerza y de inteligencia ante aquella chusma de los bodegones, que procedentes de distintos puntos de la ciudad, por caminos sólo sabidos de ella sola, se había reunido en tal sitio. Así es, que reponiéndome al cabo de algún tiempo de mi primitivo susto, arrebaté un palo que al alcance de la mano vi, y haciendo pie firme sobre el tonel, comencé a descargar golpes a todos lados, increpando a mis enemigos con todos los vocablos insultantes, groseros y desvergonzados de la lengua española.

Si no obtuve desde luego por este medio ventajas positivas, conseguí al menos amedrentar a los pequeños, que eran los más insolentes, y sólo los grandes continuaron empeñados en roerme. Pero los grandes me ofrecían un blanco más seguro, y he aquí que después de un rato de combate peligroso, incesante, en que multiplicaba los movimientos de mis brazos y piernas con rapidez más propia de un bailarín que de un guerrero, comencé a adquirir alguna ventaja. La ventaja en las batallas, una vez que se manifiesta, va creciendo en proporción geométrica, determinada por los temores y recelos del que flaquea, por el orgullo y reanimación del que gana terreno, y esto me pasó a mí, que al fin, señores míos, a fuerza de trabajo y de angustia pude adquirir el convencimiento de que no sería devorado.

Cuando me vi libre de la guardia imperial (pues no renuncio a darle este nombre) me hallaba tan cansado que di con mi cuerpo en tierra.

– Si me atacan otra vez – dije para mí – acabarán conmigo.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
210 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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