Sadece LitRes`te okuyun

Kitap dosya olarak indirilemez ancak uygulamamız üzerinden veya online olarak web sitemizden okunabilir.

Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Juan Martín el Empecinado», sayfa 13

Yazı tipi:

XXX

Hallábame después de un espacio de tiempo cuya longitud no puedo apreciar, en el interior de una venta, y en una habitación tan parecida a mi famosa prisión en Rebollar de Sigüenza, que pensé que no había salido de ella. Pero una observación atenta me hizo ver alguna diferencia y principalmente el montón de paja con que me habían cubierto, y cuyo suave calor me volvía lentamente a la vida. A mi lado estaban algunos renegados y mosén Antón. El local era la parte alta de una venta del camino ocupada por los franceses con los caseríos inmediatos.

– Estoy otra vez prisionero – dije instintivamente.

– Sí señor – repuso el clérigo con cierta socarronería. – Y ahora no se nos escapará usted.

– ¿Qué hora es? – pregunté.

– ¿Para qué quiere usted saberlo?

– Es que quisiera marcharme, Sr. Trijueque. ¿Qué distancia hay de aquí a Cifuentes?

– No es mucha; pero aunque pudiera usted salir, amiguito, y fuera a donde desea, no conseguiría nada. Otros le han tomado la delantera.

Ya había previsto la noticia, y la pena y rabia que sentía apenas se aumentó.

– Supongo que estos bandidos me castigarán por haberme escapado de Rebollar y por lo de Algora.

– Los castigos y crueldades de esta gentuza – me dijo mosén Antón acercando su rostro a mi oído y expresándose en voz muy queda, – honran y enaltecen a la víctima.

Algunos renegados salieron, y los franceses que quedaron en la habitación, dormían. Trijueque pudo hablarme con más libertad.

– Ya llegó a su colmo mi paciencia – me dijo, – y estoy decidido a romper con estos pillos. Son más orgullosos que Rodrigo en la horca y a los que nos hemos pasado a sus banderas, nos humillan tratándonos con un desprecio… Mi rabia es tan grande, Araceli, que les ahorcaría a todos sin piedad, si en mi mano estuviera. ¿Querrá usted creer que siguen prodigándome insultos, y que su insolencia para conmigo va en aumento? No satisfechos con llamarme monsieur le chanoine, se empeñan en denigrarme más, y hoy un oficial me llamó monseigneur l’éveque.

– Mosén Antón, ¿los demás renegados que están aquí piensan lo mismo que usted? – le pregunté, sintiendo que por encanto me restablecía.

– Lo mismo. Todos desean volver allá.

– ¿Cuántos son?

– No llegamos a veinte.

– ¿Y los franceses?

– En esta venta y en las casas inmediatas hay más de ciento. La lucha sería muy desigual.

– La traición ha vuelto cobarde al gran Trijueque. Somos pocos; pero vale más morir que ser juguete de esta chusma.

– Sí, y mil veces sí – exclamó el cura con exaltación. – Araceli, veo que hay un gran corazón dentro de ese cuerpo. Con que… Pero déjeme usted que le explique – añadió bajando la voz, – he sabido que Juan Martín está vivo y ha reunido alguna gente.

– También yo lo he sabido. ¿Y dónde están?

– Un pastor me dijo que Sardina había ido a parar a Grajanejos… Juan Martín pasó ayer tarde por la sierra. Muchos dispersos estaban en Yela.

– Es fácil que se hayan reunido y traten de reconstituir el ejército.

– Creo que sí, y harán bien – dijo el ogro. – Me alegraría de que diesen una paliza a esta gente. Si mi previsión militar, si mi conocimiento del país no me engaña esta vez – añadió bajando más la voz, – Juan Martín y Sardina reunirán su gente en Cíbicas que está a legua y media de aquí… ¡qué admirable posición para caer sobre este destacamento y hacerlo polvo!… Si yo estuviera en su lugar… pero ni el uno ni el otro ven más allá de sus narices.

– Hay que hacer un esfuerzo para salir de aquí. Nos uniremos a D. Juan y usted, luego que le pida perdón…

– ¡Yo perdón!… ¡perdón! – dijo el guerrillero con voz cavernosa y ademán sombrío. – Eso jamás.

– Nos presentaremos al Empecinado…

– Yo no; mi decoro, mi dignidad… – añadió balbuciendo. – En suma, mosén Antón se cortará con sus propias manos su gran cabeza, que envidiarán más de cuatro, primero que volver atrás del paso que dio. Los hombres de mi estambre no retroceden, y lo que hicieron hecho está. Mi intento ahora es renunciar a la guerra y marcharme a morir a Botorrita.

Después de meditar un momento, mosén Antón se levantó para marcharse.

– No me deje usted solo – le dije deteniéndole.

– No puedo estar aquí más… Quiero correr fuera… quiero huir. ¿No he dicho a usted que Juan Martín está en Cíbicas?

– Mejor.

– Figúrese usted – añadió con espanto – que viene aquí, que sorprende a estos bolos, que nos coge a todos, que me ve…

– ¡Oh! Ese suceso es demasiado feliz para que pueda suceder. Estamos dejados de la mano de Dios.

– Yo me voy.

– ¿En dónde está Albuín?

– No lo sé ni quiero saberlo. ¡Ojalá se lo tragara la tierra!… Condenado Juan Martín: si tuviera dos dedos de frente, podía caer encima de este destacamento y aniquilarlo. Todos los generales del mundo son unos zotes. Si yo tuviera un ejército, ¡me reviento en…!, si yo tuviera un ejército de españoles, de franceses, de griegos, de chinos o de demonios… ¡Maldita sea mi estrella!… ¡Oh, qué gozo sería que Juan Martín aplastara a esta vil gentuza! Yo sin tomar partido por unos ni por otros, aplaudiría desde lejos; sí señor, aplaudiría… ¡Llamarme monseigneur l’éveque, ultrajar a un guerrero como yo!… Dan el mando de media compañía al hombre que puede coger cincuenta mil soldados en la palma de la mano y sembrarlos sobre el campo de batalla, sin que ninguno caiga fuera de su natural puesto… a mí, que salgo al campo, doy un resoplido, huelo media España y ya sé por dónde anda el enemigo; a mí que soy capaz… pero no quiero hacer elogios de mí mismo.

– Sr. Trijueque, usted está corroído, abrasado por los remordimientos.

– ¿Yo?… ¡qué desatino! – exclamó con enfado. – Sr. Araceli, de mí no se burla un mozalbete. ¿Soy algún muñeco para que se ponga en duda la entereza de mis acciones?

– Hagamos una hombrada, señor cura. Hable usted a los renegados que están en la venta. Sublevémonos contra esa canalla, y así acabaremos de una vez. O muerte o libertad.

Trijueque se frotó las manos y arqueó las cejas, más negras que la noche.

– ¡Admirable suceso! – dijo. – Nos sublevamos, vencemos ¿y después…?

– Nos uniremos a D. Juan Martín.

El cura frunciendo el ceño, demostró disgusto.

– No… ¡me voy, me voy a mi pueblo! – exclamó con febril inquietud. – ¿Y quiere usted que nos sublevemos, que pasemos por sobre los cuerpos de estos cobardes?… Después de hecho eso no podemos permanecer solos. Necesitamos buscar a Juan Martín, y si nos unimos a él, forzosamente me tiene que ver.

– Bien, ¿y qué?

– Y si me ve, me dirá algo.

– Y usted le confesará que se equivocó, que se alucinó.

– ¡Rayos y centellas! – gritó con furor. – ¿Soy niño de teta?… Araceli, este hombre de bronce, esta naturaleza de gigante, este Trijueque a quien Dios formó por equivocación con el material que tenía preparado para veinte hombres, no se doblega ante nadie. ¿Por qué he de exponerme a que él me vea? En este momento no temo a todos los ejércitos franceses, no temo a todo el mundo armado contra mí; pero si Juan Martín entra por esa puerta y me mira, y me echa encima el rayo de sus ojos negros, caigo rodando al suelo… ¡Váyase Juan Martín con mil demonios! Quiero huir de la Alcarria; quiero irme a Aragón y pronto, ahora mismo…

– Hagamos antes la gran calaverada. Yo estoy enfermo. Solo no puedo nada; pero al lado de mosén Antón me encuentro capaz de todo. Los renegados tienen buenas armas.

Trijueque iba a contestarme cuando sentimos gran ruido abajo, ruido de gente de armas a pie y a caballo, que acababa de entrar en la venta.

– Ahí están – dijo el clérigo. – ¿No conoce usted una voz entre todas las voces? Es la de su amigo de usted el Sr. D. Luis de Santorcaz.

Ciego de ira me lancé hacia la puerta; pero un francés que la custodiaba, me detuvo, amenazándome con ensartarme en su bayoneta. Al principio no vino a mi mente palabra bastante dura para manifestar mi cólera: luché un rato con el atleta que me prohibía salir, y grité repetidas veces…

– ¡Bandidos! ¡Infame Santorcaz, embustero y falsario!

Trijueque llegose a mí y con una sonrisa de brutal estoicismo que me hizo el efecto de un bofetón, me dijo:

– Sr. Araceli, es increíble que un guerrero animoso tome tan a pechos este sainete de amores.

– Quite usted de en medio a ese miserable que me impide salir y veremos.

Eché mano a la empuñadura del sable que el guerrillero llevaba en el cinto; pero con rápido movimiento Trijueque detuvo mi mano. En el mismo instante, sentí gritos de mujer que helaron la sangre en mis venas. Pugné de nuevo por salir; pero manos poderosas me sujetaron. Mi cuerpo ya no era hielo, era una antorcha en que se enroscaban las abrasadoras llamas de mi odio. Respiraba fuego.

Entró precipitadamente un hombre que no era otro que el Sr. D. Pelayo, el cual dijo:

– ¿Dónde está el señor obispo?… ¡Ah!, ya le veo… Necesitan abajo a Su Ilustrísima.

– ¿Para qué, deslenguado y sin vergüenza? ¿Va a marchar mi compañía?

– No señor. Es que se han atascado las ruedas del coche en que llevamos a esa señorita, y como la mula no podía tirar de él, dijeron: «¡Que venga Su Ilustrísima!». ¡Pronto abajo (36)… a tirar del carro… arre!

– D. Pelayo – dijo Trijueque, – no te estrangulo por conmiseración. Dile al falsario y bellaco que te mandó, que tire del carro, si gusta.

– D. Luis está más borracho que una cuba – repuso D. Pelayo riendo. – ¡Oh, qué noche! Y todavía no sé cuánto voy ganando. Me ha prometido hacerme oficial de la guardia del rey José…

Imposibilitado de hacer movimiento alguno, vomité los denuestos más horribles sobre aquel miserable.

– Muy bravo está el Sr. Araceli – me dijo envalentonándose al ver que no podía hacerle daño.

– Infame tahúr, pide a Dios que no te deje caer en mis manos, si algún día puedo hacer uso de ellas.

Sentí otra vez angustiosos gritos de mujer que pedía socorro. Al verme hacer colosales esfuerzos para desasirme, al oír mis alaridos de furor, Trijueque, poseído de indignación, si no tan ruidosa, tan intensa como la mía, abandonó la estancia, diciéndome:

– Esto no se puede tolerar… Mi sangre hierve.

D. Pelayo, riendo como vil bufón, exclamó:

– ¿Se enfada también porque chilla la de Cifuentes?… ¡Qué guapa es! Mimos y suspiritos por todo el camino… Nos traía locos… Será preciso taparle la boquirrita con un pañuelo… Araceli, que pase usted buena noche. Adiós.

Todo esto se ofreció a mis sentidos como las imágenes de un delirio. «¿Estoy despierto?» me preguntaba. Mi cuerpo se blandía entre las lazadas de la cuerda con que aquellos bárbaros le habían sujetado y no me quedaba libre más que la voz para echar por su conducto en forma de improperios (38) horribles toda mi alma. Cuando pasado algún tiempo, quedó en silencio la venta y alejáronse los que poco antes entraran en ella, yo había sufrido una transformación horrorosa. Me había vuelto imbécil. Surgían en mi pensamiento las ideas con un aspecto entre risible y monstruoso, y dominado por un pueril terror no podía expresar cosa alguna sin reír, sin desbordarme en una hilaridad atrabiliaria que desgarraba mi pecho, envolviendo en sombras tristísimas mi alma.

XXXI

A pesar de mi singular situación de espíritu, entendía perfectamente lo que a mi lado hablaban.

– Este fue el que escapó de la casa de Ayuntamiento en Rebollar de Sigüenza – dijo uno. – Bravo mozo.

– Y el que dirigió la matanza de nuestros compañeros en la batalla de Algora – afirmó otro. – No se asesina a los franceses impunemente. Es preciso quitaros de en medio.

– Sin embargo, merece un vaso de vino – digo un tercero, acercándolo a mis labios.

Un comandante subió y estuvo examinándome largo tiempo.

– Parece que se finge demente este joven para evitar el castigo. Desatadle y veremos.

Hicieron lo que se les mandaba.

– Si os pusiera en libertad – me preguntó el comandante – ¿qué haríais?

– ¡Matar! – repuse con siniestra calma.

– ¿Es cierto que os escapasteis de la prisión en Rebollar?

– Sí.

– ¿Y asesinasteis a los tiradores que llevaban un parte mío al general Gui?

– Yo quería un caballo – respondí.

– Responded a lo que os pregunto – dijo con enfado, – y no hagáis el tonto. Puedo mandaros fusilar al momento.

– Es lo que deseo – repuse, sintiéndome otra vez invadido por la risa.

– Si pensáis salvaros así, es peor. Estoy inclinado a la benevolencia, porque ha intercedido hace poco por vos una persona a quien estimo, un español de orden civil que sirve lealmente al rey José.

La imagen de Santorcaz pasó sangrienta y terrible por delante de mis ojos.

– No le hagáis caso – dije. – Es un borracho, como vos y como vuestro rey José.

Dije esto, no como quien habla, sino como quien escupe. Con tales palabras pronuncié mi sentencia. Pero había llegado a una situación física y moral tan deplorable, que la muerte era para mí un accidente sin importancia. Me sentía enfermo otra vez, mortificado por acerbos dolores; y además, la idea de que Dios me había abandonado en mi noble empresa decretando el triunfo del crimen, dábame un profundo desaliento, en virtud del cual casi empezaba a morir. Recordaba los sucesos de aquella noche con la vaguedad indiferente y triste con que el alma inmortal parece ha de recordar en los instantes que siguen a la muerte los últimos accidentes del mundo recién abandonado, de cuya esfera el infinito acaba de separarla.

Cuando me bajaron, apenas me podía mover; mas los franceses, con inhumanidad indisculpable, me empujaban golpeándome. Un oficial, sin embargo, me tomó la mano y con noble delicadeza rogome que descansase en uno de los bancos de piedra que había en el patio. Allí escuché claramente estas palabras, dichas al comandante por otro oficial:

– Este joven no debe de estar en su sano juicio.

– Interrogadle otra vez – ordenó el comandante, alejándose.

– ¿Habéis servido mucho tiempo a las órdenes del general Empecinado? – me preguntaron.

Entrome de nuevo el ansia de reír y les contesté de un modo que no les satisfizo.

– ¿Estuvisteis en la acción de Rebollar, donde murió el célebre D. Juan Martín Díez?

Al oír esto contúvoseme la risa y sentí alguna claridad en mi espíritu.

– D. Juan Martín no ha muerto – respondí.

– ¿Vive ese buen hombre? – dijo con ironía uno de los oficiales. – ¿Por dónde lleva ahora sus fabulosos ejércitos de bandidos?

– Si vive – añadió otro de los que me observaban, – no debe tener un solo hombre consigo, pues disuelta la gran partida, unos están con nosotros y otros han formado cuadrillas de salteadores.

Solté de nuevo la risa, y el oficial afirmó:

– El miedo y los padecimientos le vuelven imbécil: haced un esfuerzo y fijaos bien en lo que os pregunto. ¿No sabéis a dónde se ha retirado lo que quedó del disuelto ejército de don Juan Martín?

Un rayo de luz entró en mi mente.

– El ejército de D. Juan Martín – respondí con serenidad, – no se ha disuelto. Se dividió y ha vuelto a reunirse.

– ¿En dónde está?

Desde el patio donde nos encontrábamos se veía todo el país cercano por Occidente. Era la hora en que las primeras claridades del alba comienzan a iluminar la tierra, y sobre el turbio cielo se destacaban vagamente unos cerros escalonados. Mirando al horizonte, señalé con mi mano temblorosa, y dije:

– Allí.

– Allí – repitieron los oficiales. – En esa dirección, a legua y media de distancia, hay una aldea llamada Cíbicas. Sabemos que a prima noche merodeaba por allí una cuadrilla de bandoleros. ¿Es ese el ejército que decís? ¿En qué os fundáis para asegurar que allí se han reunido los grupos disueltos del ejército empecinado?

– Lo adivino – repuse experimentando otra vez el sacudimiento nervioso que me hacía reír.

– El estado de este joven – dijo uno de ellos – es tal que debe suponerse no existe en él verdadera responsabilidad.

– Sois demasiado jurista, Saint-Amand – dijo otro. – Los guerrilleros son gente astuta. Acordaos de aquel bárbaro patriota gallego que después de haber envenenado a treinta franceses, se fingió tonto para eludir el castigo.

Otro de los oficiales se apartó de mí para dar algunas órdenes y vi que varios soldados marchaban de acá para allá. Entonces oí claramente que un zapador que acababa de entrar en el patio dijo a los demás:

– Los escuchas han anunciado la aproximación de alguna gente del lado de Cíbicas.

– Merodeadores y gente menuda.

– Pienso que se debe enviar media compañía a vigilar el sendero que hay en aquel cerro. ¿Dónde está el comandante?

– Duerme – repuso otro, – y ha mandado que no se le despierte, a menos que venga aviso del general Gui.

Oyose un disparo.

– Ha sonado un tiro en las avanzadas. ¿Qué es eso?

En el mismo instante el vivo redoblar de un tambor llegando hasta nosotros, infundió cierta inquietud a aquella gente, y empezaron a no ocuparse gran cosa de mí.

– No es nada – indicó uno.

– ¿Cómo que no es nada? – exclamó azoradamente un oficial que con precipitación acababa de entrar en el patio. – Por el sendero de Cíbicas ha aparecido mucha gente. Se corren por ese cerro de la izquierda que está sobre nuestras cabezas. ¡A las armas!

– Llamar al comandante.

– Es preciso escarmentar a esos miserables. Son ladrones de caminos.

Oí un disparo y después otro, y luego muchos.

Varios soldados franceses aparecieron corriendo con precipitación, y un grito terrible resonó en aquel recinto, un grito que al punto puso gran pánico en el ánimo de aquellos desapercibidos guerreros. El grito era:

– ¡Los empecinados! ¡A las armas!

En efecto eran los míos. El movimiento previsto por la atrevida mente de mosén Antón se había verificado, y las tropas que asediaban el destacamento francés eran unos quinientos hombres que con gran trabajo había logrado reunir Sardina. Las guerrillas no necesitan, como los ejércitos, mil prolijos melindres para organizarse. Se organizan como se disuelven, por instinto, por ley misteriosa de su inquieta y traviesa índole. Desparrámanse como el humo, al ser vencidos, y se condensan como los vapores atmosféricos, para llover sobre el enemigo cuando menos este lo espera.

Bien pronto se entabló la lucha. Los guerrilleros atacaron con brío, como gente ofendida y rabiosa que quiere vengar un agravio. Los franceses se defendieron bien; mas no les fue posible contener a mis amigos, que tuvieron tiempo de acercarse en silencio y escoger la posición y el punto de ataque que les pareció más ventajoso. Un pelotón de imperiales, colocado al abrigo de una casucha inmediata al edificio en que yo estaba, resistieron con sublime denuedo; pero no tenían los franceses bastante gente, y los de Sardina entraron por distintos puntos de la aldea atropellándolo todo. No he visto nunca mayor saña para acorralar y destruir a un enemigo que se replega y cede después de haber hecho colosales esfuerzos. Los empecinados no daban cuartel a nadie y ¡ay de aquel que se oponía a su paso! Cuando entraron victoriosos en el patio, grité con toda la fuerza que me permitía mi voz:

– ¡Aquí, bravos compañeros! Dadme un sable, que todavía os puedo ayudar. En la cuadra de la derecha se han escondido algunos… Otros tratan de escaparse por el arroyo… ¡A ellos! Rematadlos.

Me sentí poseído del trágico furor de la matanza, y las crueldades de mis camaradas con los franceses enardecían mi alma. En medio del patio, un espectáculo terrible puso límite a mi exaltación. Un hombre bajó precipitadamente de las habitaciones altas. Era el comandante francés. Viendo a los suyos que saltaban las tapias para huir, o se escondían en los sótanos, gritó blandiendo el sable:

– Deteneos, miserables, y ved aquí a qué precio vende su vida un guerrero de las Pirámides y de Austerliz .

Y acometió a los nuestros con furia, más propia de leones que de hombres.

– ¡Atrás, bandidos! – gritaba. – No hay más rey de España que José I.

Diciendo esto, cayó en tierra para no levantarse más.

Poco después me estrechaba en sus brazos el bravo y noble Sardina.

XXXII

La partida victoriosa tornó al punto a la sierra. Diéronme ropa, un caballo, y medianamente enfermo les seguí. No me fue posible adquirir noticia alguna de la dirección que había tomado Santorcaz con su presa, y mientras la Providencia me deparaba alguna luz, resolví bajar a Cifuentes, que estaba a muy corta distancia del sitio donde hicimos alto al medio día. No había peligro alguno en tal expedición, porque acordadamente con la marcha de Sardina, D. Juan Martín había hecho otra sobre Cifuentes, cuya guarnición puso a tiempo pies en polvorosa.

Bajé, pues, a la villa, donde me recibió D. Juan con gran agasajo. Tenía un brazo derecho en cabestrillo, a consecuencia de la fuerte contusión alcanzada cuando se salvó, como dice la historia, echándose a rodar por un despeñadero abajo. Contome cómo pudo allegar alguna gente y congregarla sin descanso, gracias a la docilidad y buenas prendas de los que a todo trance le seguían; y yo a instancias suyas le referí los lances de mi prisión y las dos entrevistas que tuve con el gran Trijueque.

No me detuve con él en largas conferencias, porque impaciente por ver a Amaranta, corrí sin perder tiempo al célebre castillo. Encontrela en estado tan deplorable de cuerpo y de espíritu, que tardó en reconocerme cuando me presenté. ¡Cómo había decaído en el breve espacio de algunos días aquella incomparable naturaleza tan potente en su fenomenal hermosura, que parecía destinada a no ajarse ni con los años ni con las pesadumbres, cual inalterable modelo de una raza perfecta! Aumentada con la palidez y la demacración la intensa negrura de sus ojos, había perdido aquella dulce armonía de su rostro. Ya no era esbelto y flexible su talle, y un enflaquecimiento repentino desfiguraba los hermosos hombros y garganta, que no habían tenido rival. La voz, cuyo timbre producía antes inexplicable sensación en los que la escuchaban, se había debilitado y enronquecido, y por la congoja del pecho, necesitaba hacer dolorosos esfuerzos para hacerse oír.

Cuando me reconoció, arrojose llorando en mis brazos, estrechándome en ellos durante largo tiempo con fuerza nerviosa y un ardiente anhelo de que sólo es capaz el maternal cariño. Ni ella ni yo podíamos hablar. Sus lágrimas mojaban mi seno.

Mirome luego, asombrándose de encontrarme tan desfigurado como yo la encontré a ella. Volviome a abrazar con efusión, y me dijo:

– ¡Hijo mío! ¡Cuánto has padecido!

– Inútilmente – repuse sentándome junto a ella y besando sus manos, – porque he llegado tarde.

Callamos de nuevo, sin acertar con las palabras propias para expresar nuestra congoja.

– ¡La hemos perdido para siempre! – exclamó elevando al cielo los ojos bañados en lágrimas. – ¡Bien sospechaba yo que ese hombre no me perdonaría jamás! ¡Ha esperado largo tiempo la ocasión de su venganza, y al fin la ha consumado!

– Señora – le dije, – no se ha perdido todo. Yo buscaré a Inés por toda España, por todo el mundo, si es preciso, y al fin, con la ayuda de Dios, espero encontrarla.

La infeliz, sin contestarme de palabra, expresó en su rostro la más dolorosa duda.

– No – repitió, – ya sabía yo que ese hombre no me perdonaría… Pero esto me parece un sueño. Mi hija desapareció de mi lado sin que hasta ahora me haya sido posible averiguar cómo y a qué hora. Sé que unos aldeanos la vieron conducida en un coche y custodiada por españoles y franceses… y nada más. El corazón me dice que no la volveré a ver… ¿Piensas tú lo mismo? Ese hombre me impondrá condiciones ignominiosas que no podré aceptar sin deshonrarme.

Cubriose el rostro con las manos.

– Señora – le dije, – o no valgo nada, o la arrancaré del poder de ese hombre. Es para mí una deuda de honor y a satisfacerla me consagraré, mientras tenga un aliento de vida. Este infame atropello me hiere en lo más delicado de mi ser. He sido robado, señora, vilmente robado, porque Inés es mía, ¿no lo sabía usted?

– Es tuya – respondió la condesa. – No me atrevo a negarlo. En este momento terrible, cuando me siento herida, castigada sin duda por Dios; cuando veo por tierra mi orgullo; cuando volviendo a todos lados los ojos, no veo más que ruinas; en esta triste ocasión, en que considero disipadas mis glorias, oscurecido el lustre de mi casa, perdido mi prestigio y valimiento; ahora que me veo enferma y quizás próxima al sepulcro, me parece que el mayor, el único consuelo de mi alma es estrecharte entre mis brazos y llamarte mi hijo. Gabriel, te prometo, te juro que si encuentras a Inés, si me la devuelves, será tu mujer. ¿Quién puede oponerse a esto?

– Nadie, señora – respondí con orgullo. – Nadie.

Estreché sus hermosas manos entre las mías. Era el único lenguaje que mi emoción me permitía.

– Solo en el mundo, abandonado a mí mismo – le dije después de una larga pausa – me echo de hoy para siempre en los brazos de la que fue mi ama y hoy representa para mí la familia, la amistad, el amor, todo aquello que me ha faltado, y que busco con el afán del sediento en mi solitaria vida.

– Y yo te recibo en ellos – exclamó. – ¿Por qué no? ¿Quién me lo impide? Dios ha lanzado tu vida con la nuestra y todas las potencias de la tierra no pueden separarla. ¿Debo atender a mi familia? Pero yo estoy loca. ¿Acaso tengo familia? Perseguida por mis parientes, olvidada de todos, Dios ha dispuesto las cosas de modo que mi único amparo, mi único consuelo sea este generoso joven, tú, Gabriel, que con mi pobre hija llenas el vacío de mi corazón. ¡Cómo se elevan las personas, Dios mío, cómo triunfan finalmente las dotes elevadas del alma, abriéndose camino por entre la miseria, la humildad y el olvido del mundo, para establecer su imperio sobre las gentes! ¿De qué valéis, grandezas exteriores, títulos vanos, fortuna y pompas de los hombres? Como ejemplo de lo que sois, aquí me tenéis. En cambio, ¿quién puede negar que existe una aristocracia de las almas cuya nobleza, aunque la ahoguen desgracias y privaciones, al fin ha de abrirse paso y llevar su dominio hasta las mismas esferas donde campean llenos de hinchazón los orgullosos? Ejemplo eres tú, ¡hijo mío!… Me siento desfallecer al darte este nombre que trae a mi espíritu desconocidas alegrías… Gabriel, búscala, búscala por piedad, pronto, hoy mismo. De eso depende que veas en mí la más desgraciada o la más feliz entre las mujeres nacidas; de eso depende el cariño que te debo tener, que tengo ya por ti; de eso depende todo, querido mío. Vas a probarme la energía de tu voluntad, el temple de tu alma y si eres digno de aquello que con tan noble audacia has deseado y solicitado, desafiándome a mí, a toda mi familia y al mundo entero.

– Señora y madre mía – exclamé puesto de rodillas frente a ella, con la solemne expresión de quien descubre ante Dios lo más hondo de su conciencia, – no hay dentro de mí una sola gota de sangre que me pertenezca. Pertenezco a mi familia, por quien desde hoy vivo. Si no amase a Inés como la amo, la buscaría por la tierra y moriría cien veces por devolverla a la persona que con cuatro palabras ha engrandecido mi alma a mis propios ojos, abriéndome los horizontes de la vida; haciéndome ver que los latidos de mi corazón no eran un esfuerzo solitario, inútil y perdido en el caos de los sentimientos humanos; llenando de una vez este vacío y poblando esta soledad espantosa que desde el nacer me rodea. Si no la amara como la amo, y aun con la certidumbre de que no había de ser para mí, yo emplearía toda mi voluntad, toda mi fuerza y la vida toda en rescatarla de sus infames secuestradores. Tengo la seguridad de que lo conseguiré. Señora, Dios está con nosotros; y si en la ocasión terrible que acaba de pasar no nos ha favorecido, es porque nos exige mayores y más nobles esfuerzos para merecer el galardón de su misericordia infinita. Señora condesa – añadí levantándome, – ánimo. Dios está con nosotros.

La desgraciada madre se arrojó de nuevo en mis brazos. Entonces advertí su deplorable situación en lo relativo al vestir y a las diversas comodidades domésticas que una persona de su posición exigía. Contestando a mi pregunta, dijo:

– ¿Pero no sabes que los franceses al retirarse esta mañana se llevaron todo lo que había en la casa? Hace ya días que me quitaron el último dinero que tenía. Hoy no han dejado ni una pieza de ropa, ni una manta de abrigo, ni un mantel. Rompieron toda la loza porque no podían llevársela. Nada te digo de la plata y vajillas de valor, pues todo eso pasó hace tiempo al tesoro del rey José. En suma, hijo mío, esta mañana he necesitado un alfiler, y he tenido que pedirlo prestado. Esta ropa con que me visto es de la tía Pepa, mujer de uno de los guardas del monte. ¿Verdad que estoy guapa?

– Poco a poco se irá usted curando de su afición a los extranjeros – le dije con melancólica jovialidad.

– No, ya estoy curada por completo… Pero di, ¿qué piensas hacer? ¡En qué horrible trance nos hallamos! ¿Has averiguado algo de la dirección que tomaron esos bandidos?

– Es demasiado pronto. No será imposible averiguarlo. Debe tenerse en cuenta que su vida no corre peligro. Además, para ocultarla de un modo absoluto, Santorcaz tendrá que ocultarse también él mismo, y un hombre que funda su poder en un cargo público, ha de estar visible en alguna parte. La situación no es desesperada ni mucho menos. Santorcaz es un hombre, no un demonio.

– ¿Podrás darme hoy mismo alguna esperanza, alguna noticia satisfactoria? – me preguntó con amargo desconsuelo.

– Es difícil. Entre tanto, procure usted reposar de tanta fatiga, calmar un poco las angustias de su corazón destrozado… Es urgente proporcionar a usted algunas comodidades.

– No te preocupes de eso, ni emplees en mí un tiempo precioso. Yo estoy bien así.

– Escribiremos a Madrid para que el administrador de la casa envíe a usted ropas, vajilla y dinero.

– Es inútil – me respondió sonriendo. – Mi señor administrador tiene orden del jefe de la familia para no darme nada mientras yo misma no escriba a dicho jefe, pidiéndole perdón de mis… faltas. Y como antes que dar este paso pediré limosna de puerta en puerta…

Esta revelación me indujo a tristes meditaciones.

– Ya te he dicho que vienen penosísimos y horribles días para mí… Hablan de mis faltas. Sin duda he cometido alguna muy grande, inmensa… – dijo cerrando los ojos como aletargada o para rodearse de las sombras que le permitieran explorar con ojo seguro su conciencia.

La contemplé largo rato, lleno de tristeza y consideraba a qué extremo de desventura había descendido la que yo conocí en el apogeo de la grandeza, de los honores y del orgullo. Después de largo silencio, abrió los ojos y mirándome inmóvil a su lado, me tomó la mano y besándola me dijo:

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
240 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre