Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Juan Martín el Empecinado», sayfa 12
– Gastáis bromas muy raras. ¿Me juzgáis capaz de creer tales simplezas?
– Imbécil – exclamé con exaltación, y poseído ya del vértigo que a la vez el abismo y la muerte producían en mí. – Tu alma de verdugo es incapaz de comprender una acción semejante. Prefiero darme la muerte a caer otra vez en tus manos.
– ¡Alto, bergante! – me dijo. – No deis un paso más y hablaremos… Bajad a la huerta y yo entraré en ella.
Al instante abrió la puerta que comunicaba la explanada con la huerta, y se puso junto a la tapia y debajo de mí. Estirándose todo, alargó la mano y tocó el pie del Empecinadillo.
– Está muerto de frío – dijo. – Dádmelo acá.
– Poco a poco – repuse. – Va conmigo a visitar la corriente del Henares. Apartaos de la tapia y respondedme sin pérdida de tiempo si puedo contar con vuestra bondad.
– Soy un hombre que nunca ha faltado a su deber – dijo. – Sin embargo, os dejaré marchar. ¿Cómo saltasteis del balcón?
– Con una cuerda.
– Pues bien, poned la cuerda en el tejado de los graneros, para que mañana crean que os fugasteis por las eras del pueblo.
– Es un trabajo penoso del cual podéis encargaros vos, Sr. Plobertin. La ocurrencia es hábil y no podrán acusaros mañana.
– Pero dadme acá ese bebé que se muere de frío. Le subiré otra vez a la prisión para que se crea que le dejasteis allí.
– Muy bien pensado; pero no me fío de vos.
– Cuando Plobertin da su palabra… Os digo que podéis huir tranquilo. Yo os indicaré la vereda.
– Jurádmelo por vuestro niño muerto, por la señora Catalina, por el alma de vuestros padres.
– Yo soy un hombre de honor, y no necesito jurar; pero si os empeñáis lo juro… Echad acá ese muchacho.
– Es que todavía necesito deciros algunas condiciones que había olvidado.
– Acabad.
– Necesito un capote; he hecho trizas el mío y me voy a helar por esos campos… Dadme el vuestro.
– No sois poco melindroso… Bien, ¡rayo de Dios!, os daré el capote.
– Necesito algo más.
– ¿Más?, a fe que sois pesado.
– No puedo emprender mi camino sin algún arma para defenderme. ¿Tenéis una pistola?
– El demonio cargue con vos… No sé cómo tengo paciencia y no os dejo que os estrelléis por ahí abajo… ¿Y para qué queréis la pistola?
– Para lo que os he dicho, y además para que me sirva de defensa contra vos, si me hacéis traición. En cuanto chistéis a mi lado os levantaré la tapa de los sesos.
– ¡Dudar de mí! No sois caballero como yo. Dejad caer el muchacho sobre mis brazos y tendréis la pistola.
– Si os parece bien, dadme el arma primero.
– ¡Tomadla, con mil bombas! – exclamó sacándola de la pistolera y alargándomela cogida por el cañón.
– Parece cargada… bien. Ahora hacedme el favor de ir al otro extremo de la huerta y dejar allí vuestro fusil.
Plobertin hizo lo que le mandaba. Cuando volvió al pie de la tapia, bajé sin cuidado y le dije:
– Tened la bondad de marchar delante de mí. Si gritáis o intentáis engañarme os haré fuego. Cuando esté fuera del campamento cambiaremos el muñeco por el capote. En marcha.
Plobertin abrió la puerta, seguile y me condujo a una vereda por donde podía fácilmente huir sin necesidad de atravesar el Henares, rodeando el pueblo para subir a la sierra.
– Tomad vuestro niño – le dije cuando me creí seguro. – Dios lo resucita y os lo devuelve en pago de vuestra buena obra… Escribid a la señora Catalina el hallazgo y dadle memorias mías. Es una excelente señora, a quien aprecio mucho.
– ¡Ah, no sabéis bien todo lo que vale! – dijo con la mayor sencillez.
– Adiós, vuestro capote abriga bien… No os olvidéis de poner la cuerda en el tejado de la cuadra. No os acusarán de mal centinela. Decidme: ¿el señor de Santorcaz ha salido para Cifuentes?
– Sale al rayar el día.
– Quedad con Dios.
Un momento después, yo corría por la sierra buscando el camino de Algora.
XXVIII
La lluvia había disminuido un poco; pero los senderos estaban intransitables. Además, no era fácil atravesar la sierra sin perderse, y a cada instante corría peligro de caer en poder de los destacamentos franceses. Esperaba hallar auxilio en los caseríos no ocupados por el enemigo y quien me proporcionase lo más necesario, es decir, ropa seca, comida, armas y sobre todo un caballo. Caminé largo trecho sin encontrar a nadie, y ya de día como sintiese ruido de cabalgaduras, aparteme de la senda y oculto tras un matorral observé quién pasaba. Eran españoles y franceses, a juzgar por algunas voces de los dos idiomas que oí desde mi escondite, y figurándome serían renegados les dejé pasar ocultándome mejor hasta que les consideré bastante lejos. Su paso, sin embargo, fue un bien para mí, porque me sirvió de guía, y algunas horas después salí de la sierra, pisando el camino real.
Pedí hospitalidad en una casucha donde había un anciano inválido y una mujer joven, ambos muy afligidos por las vejaciones que sufrieran de los franceses el día anterior, y cuando les conté cómo había escapado, con gran gozo diéronme de comer y alguna ropa que troqué por la mía húmeda y desgarrada. Pero no pudieron proporcionarme lo que más deseaba, y los dejé, continuando mi marcha hacia el Mediodía.
En un caserío cerca de Algora encontré algunos españoles, a quienes al punto conocí. Eran de la partida de Orejitas. Nos felicitamos por el encuentro y me dieron noticias de don Juan Martín.
– Dicen que D. Juan vive y ha ido con algunos hacia la sierra – me dijo uno. – Está juntando la gente, y nosotros vamos en busca suya. Orejitas está herido y D. Vicente no tiene novedad.
– Pues vamos todos allá – repuse. – ¿Decís que hacia Cifuentes?
– No; en Cifuentes está el francés.
– De todos modos, amigos míos, yo quisiera que me proporcionarais un caballo.
– ¡Un caballo! Por medio daríamos nosotros un ojo de la cara.
– Entremos en esta casa a tomar un bocado.
– ¡Muchachos, a correr! – gritaba uno viniendo con precipitación hacia nosotros. – ¡Que vienen, que vienen!
– ¿Quién viene?
– Los franceses.
– ¿Cuántos son?
– Diez.
– Nosotros seis – dije contando las filas. – Tenemos buenas armas. Pero ¿dónde están esos señores?
– Acaban de entrar en el pueblo – añadió el mensajero – y se han metido en la posada junto al molino. Son de caballería.
– Pues ataquémosles, muchachos – exclamé resuelto a todo. – Si hay alguno entre nosotros que prefiera hacer a pie la jornada, que se retire.
– Esto debe pensarse – dijo uno, que era sargento veterano en la partida. – Perico, ¿los has visto tú, o tu miedo?
– ¡Los he visto!
– ¿Han dejado los caballos y se han metido en la posada para comer y beber?
– No: están en el corralón, todos a caballo, trasegando el tinto. Parece que van a seguir su camino. Son tiradores. Llevan carabina, sable y pistola. Da miedo verles.
– ¡A ellos! – grité sin saber lo que decía. – Les quitaremos los caballos.
– Están prevenidos – repuso el sargento. – Pero por mí no ha de quedar. Vamos allá.
– ¿El posadero es nuestro? – pregunté.
– No; pero su mujer es capaz de cualquier cosa.
Algunos, considerando altamente peligrosa la hazaña, no querían seguirme. Pero al fin, echándoles en cara su cobardía, pude convencerles, y desviándonos del camino nos metimos en el pueblo por las callejas del Norte, acercándonos sigilosamente a la posada y al molino del señor Perogordo. Entramos por una puerta excusada que nos condujo a la cocina y desde allí subimos a la parte alta del edificio para explorar las fuerzas enemigas y escoger posición. Miraba yo hacia el patio por un ventanillo abierto en la alcoba de la señora Bárbara, esposa de Perogordo, mientras los compañeros aguardaban mis órdenes en la pieza inmediata, cuando sentí que por detrás me tiraban del capote. Al volverme vi a la señora Bárbara que en voz baja me dijo:
– ¿Se atreven ustedes a mandar al infierno a esos herejes?
– De eso me ocupaba, señora – repuse observando a los franceses que estaban a caballo en el patio, recibiendo el vino que les servía el criado de Perogordo.
– En la cocina – añadió la posadera – tengo un gran calderón de agua hirviendo. Lo puse al fuego para pelar el cerdo que matamos esta mañana; pero voy a rociar con él a esos marranos.
– No se precipite usted – dije deteniéndola, – porque puede malograrse el patriótico pensamiento de arrojar el agua.
– Aquí tiene usted la escopeta de mi marido, el hacha, el cuchillo grande y dos pedreñales.
– ¡Magnífico arsenal!
Entró el Sr. Perogordo, diciendo:
– Es preciso tener prudencia. Esos condenados me quemaran la casa.
– Eres un mandria, Blas – repuso la señora Bárbara. – Si les hubieras echado en el vino esos polvos que te dio el boticario para los ratones, reventarían todos, sin necesidad de hacer aquí una carnicería. Te veo yo muy agabachado, Blas… Ea, tengamos la fiesta en paz.
– Señor oficial – me dijo Perogordo, – lo mejor será que usted y los suyos salgan al camino para esperar fuera a los franceses.
– Señor Perogordo – repuse, – haré lo que me convenga para acabar con ellos. Tienen magníficos caballos que nos hacen mucha falta.
– ¡Qué bien parlado! – exclamó la posadera. – Estos tres que están bajo la ventana grande, parece que están pidiendo el agua del Santo Bautismo. Voy allá.
Y diciendo y haciendo, la diligente y más que diligente patriota señora Bárbara corrió a la habitación inmediata, y empuñando las asas de un enorme caldero de agua caliente, que poco antes había subido, vaciolo por la ventana sobre los cuerpos de los franceses, que, a pesar del frío no recibieron con agrado aquel sistema de calefacción. Oyéronse gritos horribles, relincharon con espantoso alarido los caballos, y en el mismo instante, mi gente empezó a hacer fuego desde las ventanas altas, mientras doña Bárbara, su hija y la criada arrojaban con esa presteza propia de las mujeres feroces, ladrillos, piedras y cuanto habían a la mano.
– Cese el fuego – grité furioso, – abajo todo el mundo. Atacarles cuerpo a cuerpo.
Corrimos abajo y la emprendimos con los imperiales, embistiéndoles con tanta energía, que no pudieron resistir mucho tiempo. Además de que la sorpresa les tenía desconcertado, tres de ellos habían quedado incapaces de defensa, con el horrible sacramento administrado por la atroz posadera. Los caballos les estorbaban dentro del corralón. Alguno echó pie a tierra y nos recibió a sablazos, descalabrando con fuerte mano a todo el que se acercaba; pero al fin pudimos más que ellos, porque la gente del pueblo acudió con hoces y azadas, y la señora Bárbara con su hija se dio la satisfacción de arrastrar a uno hasta el brocal del pozo (34) arrojándole dentro, sin duda para curarle con agua fría las heridas ocasionadas por la caliente.
Cuatro de ellos huyeron, corriendo a uña de caballo y los demás o quedaron fuera de combate, o se dejaron maniatar para permanecer allí como prisioneros de guerra, bajo la vigilancia de la señora Bárbara.
Perogordo se me acercó después del combate, y con gran aflicción me dijo:
– Señor oficial, ¿y quién me paga el gasto? Esa loca de mi mujer tiene la culpa de todo. Detrás de estos franceses vendrán otros, porque ahora dominan en el país, y ¡pobre casa mía!
Pero yo no me cuidaba de contestarle, y recogiendo del campo de batalla un sable, dos buenas pistolas y una escopeta, monté en el caballo que me pareció mejor. En el mismo momento agolpose la gente del lugar en la portalada del corralón, y mirando todos con espanto hacia lo alto del camino, decían:
– ¡Los franceses, los franceses!…
En efecto, venían en la misma dirección que yo había seguido; pero no eran dos ni tres, sino más de cincuenta. No quise detenerme a contarlos, y picando espuelas lancé mi caballo a toda carrera por el camino abajo en dirección a Cifuentes.
– Cuatro leguas largas hay de aquí allá – decía para mí. – Aunque el caballo está cansado, podré recorrerlas en dos horas. Esos que entraban en Algora cuando yo salía, deben ser Santorcaz y algún destacamento que les acompañe. Llegaré antes que ellos a Cifuentes y podré, si no ponerlas a salvo, al menos prevenirlas. Vuela, caballo, vuela.
Pero el caballo, desobedeciendo mis órdenes, no volaba, y un cuarto de hora después de la salida, ni siquiera corría medianamente. Al fin dio en la flor de pararse, insensible al látigo, a la espuela y a los denuestos, y sólo con blandas exhortaciones podía convencerle de que me llevase al paso y cojeando. Mi ansiedad era inmensa, pues temía verme alcanzado y cogido por los franceses que castigarían inmediatamente en mí la escapatoria de Rebollar y la diablura de Algora. Apenas había andado una legua después de hora y media de marcha, cuando llegué a un caserío donde ofrecí cuanto llevaba (la suma no era ciertamente deslumbradora), si me proporcionaban un caballo; pero todo fue inútil. Imposibilitado de marchar con rapidez, seguí, resuelto a abandonar la cabalgadura y a internarme en el monte, en caso de que me viera en peligro de caer en manos de los que venían detrás.
Era cerca de media tarde, cuando sentí el trote vivo del destacamento que había entrado en Algora mientras yo salía; hundí las espuelas a mi caballo; mas el pobre animal, que apenas podía ya con el peso de su propio cuerpo, dio con este en tierra para no levantarse más. A toda prisa me aparté del camino. Cuando pasaron cerca sorprendiéronse de ver el animal en mitad del camino; algunos sospecharon que yo estaría oculto en los alrededores y les vi abandonar la senda como para buscarme; pero sin duda no faltó entre ellos quien creyese más oportuno seguir camino adelante, y en efecto, siguieron. Distinguí perfectamente a mosén Antón.
Después de este suceso perdí toda esperanza. Ya no podía llegar a tiempo a Cifuentes. Mi desesperación y rabia eran tan grandes que eché a correr camino abajo deseando seguir a los jinetes. Mi sangre hervía, mi corazón iba a estallar, rompíase mi cerebro en mil pedazos y el sofocado aliento me ahogaba. Arrojeme en el suelo, maldiciendo mi suerte y evocando en mi ayuda no sé qué potencias infernales. Mis ojos distinguían por todos lados inmenso horizonte y en toda aquella tierra no había un caballo para mí. Fijé la vista en el fango del camino y todo él estaba lleno de las huellas que deja la herradura. ¡Tanto animal yendo y viniendo y ni uno solo para mí!
Aún entonces conservaba alguna esperanza.
– Ellos se detienen mucho en los pueblos – me dije. – Beben y comen en todos los mesones. Si se detuvieran más de tres horas en otra parte quizás no lleguen a Cifuentes hasta la noche. De aquí a la noche bien pueden andarse cuatro leguas. Ánimo, pues.
Seguí adelante. En el camino unos pastores dijéronme que el Empecinado y D. Vicente Sardina habían pasado muy de mañana por la sierra y que caminaban hacia Yela. Pregunté sobre los atajos que podrían llevarme más pronto a Cifuentes; pero sus noticias eran tan vagas que juzgué prudente seguir por el camino para no perderme. Avanzando siempre encontré antes de llegar a Moranchel un obstáculo en que hasta entonces no había pensado, un obstáculo invencible y aterrador, el Tajuña, bastante crecido para que nadie intentase vadearlo. La barca estaba al otro lado abandonada y sola.
XXIX
Senteme en una piedra junto al río y pensé en Dios. Al punto vino a mi memoria la Caleta de Cádiz y mi habilidad natatoria. Extendí la vista por la superficie del agua: agitome una bullidora inquietud, y aquella fuerza secreta que me impelía a seguir adelante, redoblose en mí. Pensarlo era perder el tiempo. Arrolleme el capote en torno al cuello, abandoné la escopeta, y cogiendo el sable entre los dientes me lancé al agua.
Los primeros pasos en ella me dieron esperanza; pero al poco rato sentime transido de frío; mis pies fueron dos pedazos de inmóvil hielo, mis piernas rígidas no me pertenecían y en vano se esforzaba la voluntad en darles movimiento. Aquella muerte glacial invadía mi cuerpo subiéndome hasta el pecho. Tendiendo la vista con angustia a las dos orillas, vi mas cerca aquella de donde había partido: mis brazos remaron en el agua para acercarme a ella: hice esfuerzos terribles; pero no podía llegar porque la corriente me arrastraba río abajo además la masa de agua profunda me chupaba hacia adentro. Recordando sin embargo que la serenidad es lo único que puede salvar en tales casos, me esforcé por adquirir tranquilidad y aplomo. Felizmente aún podía disponer de los brazos; trabajé poderosamente con ellos; pero aquella orilla no se aproximaba a mí tanto como yo quería. Por fin ¡Dios misericordioso!, una rama que besaba las aguas estuvo al alcance de mí. Agarrándome a aquella mano del cielo que me salvaba, pude al cabo pisar tierra. Había perdido el capote en el agua y me moría de frío en la misma ribera de donde partí.
A pesar de tan horribles contratiempos, la tenacidad de mi propósito era tan grande que aún creí posible seguir mi camino. Sin embargo mi estado era tal que si no me guarecía bajo techo, estaba en peligro evidente de perecer aquella noche. Y la noche venía a toda prisa, lóbrega, húmeda, helada, espantosa. Miré en derredor y no vi casa, ni cabaña, ni choza, ni abrigo. Estaba desamparado, completamente solo en medio de la naturaleza irritada contra el hombre. Todo en torno mío tendía a exterminarme y no podía considerar sino que aquel suelo, aquel viento, aquellas pardas nubes venían contra mí.
Otro hubiera cedido, pero yo no cedí. Tenía delante el aparato formidable de la naturaleza y de las circunstancias que me decían «de aquí no pasarás»; mas ¿qué vale esto al lado del poder invencible de la voluntad humana, que cuando da en ser grande, ni cielo ni tierra la detienen?
Corrí para vencer el frío; pero las articulaciones me lo impedían con su agudo dolor. Procurando animarme, hablé conmigo en voz alta y canté, como los niños cuando tienen miedo. El sonido de mi propia voz me halagaba en aquella soledad horrorosa y a ratos sentía no ser dueño de mi pensamiento. Corriendo en diversas direcciones vencí un poco el frío; pero las ropas empapadas no querían secarse. Me parecía que llevaba todo el Tajuña encima de mí.
Después que cerró completamente la noche, sentí ruido de voces.
– Gracias a Dios que está habitado el planeta – dije para mí. – El género humano no ha concluido.
Las voces sonaban del otro lado del río hacia la barca.
– Alguien pasa el río – exclamé con alegría. – Dejarán la barca en este lado y podré pasar después.
Al punto conocí que eran franceses, porque algunas palabras llegaron hasta mí. Escondime aguardando a que pasaran… ¡Ay! ¡Cómo bendije su aparición! ¡Con qué gozo sentí el suave rumor del agua agitada por la pértiga! ¡Cómo conté los segundos que duró el viaje y los que emplearon en desembarcar y marcharse! Pero se me heló la sangre en las venas, cuando vi desde mi escondite que uno de ellos quedaba en la embarcación, y que otro de los que se alejaron le dijo:
– Espera ahí, pues volveremos antes de media noche. Que la barca no se mueva de esta orilla.
El peligro, sin embargo, no era invencible. Un hombre no es un ejército. Acerqueme lentamente a la orilla, miré a la barca y vi a mi marinero dispuesto a pasar bien la noche, abrigado en su capote.
– No hay tiempo que perder – dije, – echémonos encima.
En efecto de buenas a primeras, llegueme a él y le di un sablazo de plano sobre la espalda. Saltó el maldito gritando:
– ¿Quién va?… ¿qué quiere usted?
– ¿Qué he de querer? Pasar.
Al punto reconocí en él a un renegado que había servido con mosén Antón.
– No se pasa – repuso. – ¡Qué modos, hombre! ¿Y quién es usted?
– Ya me conoces bien. Si quieres ir al agua ahora mismo, ándate con preguntas y no desates la barca.
– Es Araceli – dijo, – vamos a ver, ¿y si no me diera la gana de pasar?
Sin hacerle caso, me metí en la embarcación y con la pértiga la empujé hacia la otra orilla. El renegado no puso obstáculo, y ayudándome, me dijo:
– Pero ¿no le fusilaron a usted esta mañana?
– Parece que no.
– ¿Sabe usted que andan azorados?
– ¿Quiénes?
– Los musiures . Paeje que D. Juan está en la sierra con alguna gente. Yo me voy otra vez con D. Juan. Nos han engañado.
– Dime, ¿has visto a mosén Antón?
– Ha quedado con los demás del destacamento y el Sr. D. Luis en una venta que hay a mano derecha del camino a una legua de Cifuentes.
– ¿Les has dejado allí? ¿Sabes si se detendrán mucho?
– Me paeje que sí. Están todos borrachos. Se conoce que no tienen prisa. Trijueque y el jefe francés han tenido una riña por el camino. Creo que nos empecinamos otra vez.
– ¿Tienes qué comer?
– Medio pan puedo dar a usted. Ahí va.
Antes de poner pie en tierra, comí con ansia. Luego que desembarqué, despidiéndome del renegado, seguí precipitadamente mi camino. Todavía tenía esperanza de llegar a tiempo.
– Como saben que nadie les ha de estorbar – dije para mí, – irán con calma. Dios alargue su borrachera… Sin embargo, si resuelven poner en ejecución su plan a prima noche, es cosa perdida. Si le dejan para mañana… ¡Dios poderoso, llévame pronto allá!
El frío me mortificaba mucho, sin que me fuese posible vencerlo con la velocidad de la carrera, porque lleno mi cuerpo de dolores agudísimos, me era muy difícil andar a prisa. No llovía, y a causa del recio viento que reinara durante el día, el piso estaba algo duro, además de que la fuerte helada de aquella noche petrificaba el suelo. A poco de alejarme del río, noté que necesitaba gran esfuerzo para seguir andando; quería avivar el paso, pero mientras más a prisa marchaba, más viva sentía aquella resistencia de mis piernas a llevarme adelante. Senteme para recobrar fuerzas, y al sentarme aumentó mi malestar. Dentro de mí surgía una inclinación enérgica al reposo, un deseo profundo de no mover brazo ni pierna. Quise sacudir la pereza y anduve otro poco; pero al corto trecho sentí que desde las rodillas abajo mi persona no era mi persona, sino un apéndice extraño, una extremidad de madera o de hierro que me obedecía sí, pero ¡de qué mala gana!
Moví los brazos, y ¡cosa singular!, encontreme sin manos, es decir, perdí la sensación de poseerlas. Esto me produjo mucha congoja; pero aún permanecía potente en medio del invasor enfriamiento el horno de mi corazón que no anhelaba descanso sino carrera.
– Tú no te enfriarás, corazón – exclamé. – Mientras tú conserves una chispa de calor, el cuerpo de Gabriel marchará adelante. Si es preciso me daré de palos.
Quise gritar y cantar; pero mi garganta se negó a articular sonidos. Parecía que una invisible mano me la apretaba.
– Esto no es nada – pensé. – Ninguna falta me hace la voz. Ánimo, corazón. Parece que llevo una fragua dentro de mí. Pero la fragua se iba extinguiendo también. Bien pronto mis rodillas fueron una masa dura, rígida, mohosa, un gozne roñoso y sin juego. Al notarlo, hice lo que me había prometido, me apaleé. Pero ¡ay!, mi brazo derecho no pudo manejar el sable, que se me escapó de la mano… Anduve más… quise de nuevo correr, y mis piernas se doblaron. ¡Qué sensación tan extraña! El suelo helado me parecía caliente.
Erguí la cabeza, moví el cuerpo, pero nada más. Mis manos que aún conservaban alguna sensibilidad, tocaron unos objetos largos, inertes y fríos, y al notar que eran mis piernas, no pude evitar una sonrisa fúnebre. Mi voluntad poderosa quería reanimar aquel vidrio que había sido mi carne y mi sangre; pero no pudo. El corazón latía con furia y en mis oídos un zumbar monótono me enloquecía con lúgubre música. De momento en momento me achicaba. La conciencia corporal iba estrechando los límites de mi persona: y sentí que el mundo exterior, el cosmos, digámoslo así, aunque parezca pedantería, empezaba en mi cintura y en mis hombros.
– Tremendo es – pensé – que esté uno metido dentro de una cosa que se hiela como el agua… ¡Dios inhumano, un rayo que me derrita!
Yo tenía un alma y me reconocía piedra.
Mi cuerpo tendía cada instante con más fuerza a la inmovilidad absoluta. Como el moribundo desea la vida, deseé que alguien viniese y a martillazos me machacara.
Con ansiedad inmensa mi vista exploró el camino, y allá lejos, muy lejos, observé gente que venía. Sonaba rumor de caballos, que acrecía acercándose.
– Serán franceses – me dije. – ¡Malditos sean! Me salvarán, y otra vez estoy en poder de esa canalla.
Efectivamente, eran franceses, si bien cuando estuvieron próximos, a pesar de que iba yo perdiendo el claro uso de mis sentidos, creí distinguir voces españolas empeñadas con las francesas en viva disputa. Venían también algunos renegados. Después de tantos esfuerzos, de tantas luchas, cuando se había agotado la energía de mi cuerpo y de mi espíritu, volvía a encontrarme prisionero. Casi anhelé que pasaran de largo sin hacerme caso. Pero oí a mi lado la voz de mosén Antón, que decía:
– Aquí hay un hombre helado. Es Araceli. Es preciso llevarle al mesón.