Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Juan Martín el Empecinado», sayfa 5
X
Más allá de Odón nos cogió la noche, y Sardina, permitiéndose descansar en un ventorrillo que a la entrada del lugar estaba, juntó alrededor de una mesa a cuatro o cinco oficiales, entre los cuales tuve el honor de encontrarme. Tratábase de ver qué gusto tenía una torta y un zaque de vino aragonés ofrecida al jefe por unos honrados labriegos de Odón. Sardina, dando rienda suelta a su humor festivo, reía de todo, de los franceses, de los empecinados, del pastel y del vino, que eran de lo peor. Mosén Antón golpeaba con la palma de su manaza la mesa, alzábase el gorro hasta la corona, para calárselo después hasta las cejas; escupía, hablaba palabras no entendidas, hasta que interpelado bruscamente por su jefe, se expresó de este modo:
– Ya veo claro que se desea deslucirnos.
– ¿Cómo deslucirnos?
– Esta división debió marchar delante picando la retaguardia a los franceses – exclamó Trijueque, echando fuera del cráneo casi todo el globo de los ojos. – Usted no ve estas cosas; usted tiene una frescura, una pachorra… Si yo fuera jefe de la división, al ver que me dejaban a retaguardia con intento manifiesto de deslucirme y oscurecerme, habría roto la espada y retirádome de este ejército.
– Querido Antón – dijo D. Vicente con bondad, – todos no pueden ir a vanguardia. Bastante nos hemos distinguido hoy, y esto de ir en los cuartos trasteros del ejército nos sirve de descanso.
– ¡Descanso! – repuso el clérigo desdeñosamente. – ¡Que no he de oír en esa boca otra palabra!
– Si pensará el buen cura de Botorrita que todos somos de hierro como su reverencia.
– Lo que digo – gritó el clérigo dando sobre la mesa tan fuerte puñada, que el inválido mueble estuvo a punto de acabar sus días – es que si yo hubiera marchado delante con el Crudo y Orejitas, como era natural, y como lo indiqué a Juan Martín al fin de la batalla, los franceses habrían dejado la mitad de su gente entre las casas de Yunta. Pero ya… desde que Juan Martín se ha llenado de cruces y fajas y galones y entorchados como un generalote de los de Madrid, no nos permite que nosotros los pobres guerilleros harapientos y sin nombre, hagamos cosa alguna que suene y sea llevada por la fama desde un cabo a otro de la Península. Para nosotros no trompetean los diarios de Cádiz; para nosotros no hay donativos ni suscriciones; nuestros humildes nombres no figuran en la Gaceta, ni por nosotros van las damas pidiendo de puerta en puerta, ni nadie dice las hazañas de mosén Antón, las hazañas de Sardina, porque Sardina y Antón y Orejitas son tres almas de cántaro que han matado muchos franceses; pero que no se alaban a sí mismos, ni se ponen cintajos, ni tienen orgullo, ni tratan de humillar a los subalternos, ni echan sobre los demás la fatiga y sobre sí propios la gloria.
Púsose serio el jefe y volviéndose a su segundo, con las manos apoyadas en la cintura, fruncido el ceño, y haciendo repetidas insinuaciones afirmativas con la pesada cabeza, le dijo:
– Ya son muchas con esta las veces que ha dicho mosén Antón delante de mí palabras ofensivas a nuestro general; y francamente, amigo, me va cargando. Mosén Antón, usted no está contento en la partida, lo conozco; usted se cree humillado, postergado y ofendido… Pues largo el camino. Aquí no se quiere gente descontenta.
– Sí, me marcharé, me marcharé – dijo el clérigo trémulo de ira. – Si lo que quieren es que me marche. No saben cómo echarme. No me gusta estorbar, Sr. D. Vicente. Ya sé que no sirvo más que para decir misa; otros hay en la partida más valientes que yo, más guerreros que yo. ¿De qué sirve este pobre clérigo?
– Nadie ha desconocido sus servicios; todos reconocen el gran mérito de mosén Antón, y principalmente el general le tiene en gran estima y le aprecia más que a ninguno otro de la partida.
– Menos cuando se dan al pobre clérigo los puestos más desairados; menos cuando se le niega confianza, no permitiéndole que mande un cuerpo de ejército; menos cuando se adoptan todos los pareceres distintos del suyo para empequeñecerle. Mosén Antón es un desgraciado, un botarate, un loco, un díscolo y un impertinente. Verdad es que mosén Antón suele acertar en los movimientos que dirige; verdad es que sin mosén Antón no se hubiera ganado la batalla de Fuentecén, ni la del Casar de Talamanca, ni se hubiera entrado en la Casa de Campo de Madrid; verdad es que sin mosén Antón no se hubiera desbaratado el ejército del general Hugo… Pero esto no vale nada; mosén Antón es un pobre hombre, un envidioso, como dicen por ahí, un revoltoso que ha sembrado discordias en la partida… ¡Váyase mosén Antón con mil demonios!… ¡Qué holgada se quedará la partida cuando el clerigote pendenciero se marche lejos de ella!
– Verdaderamente – repuso Sardina con calma, – no falta razón para acusar a usted de díscolo, revoltoso, intratable e impertinente. Pero hombre de Dios, ¿qué quiere usted? Pida por esa bocaza. No quisiera morirme sin ver a mi segundo satisfecho y contento siquiera un minuto.
– No pido ni quiero nada – dijo el guerrillero levantándose con tan poco cuidado, que sus rodillas, al pasar del ángulo agudo a la línea recta, dieron a la mesa un fuerte golpe, que la arrojó al suelo con platos y vasos.
– Hombre de Dios… – exclamó Sardina. – Otra vez, cuando se desdoble, ponga más cuidado… Nos ha dejado a medio comer. Ya se ve… para él todo esto del condumio es superfluo. Yo creo que mi jefe de Estado Mayor se alimenta con paja y cebada. Maldito sea él y sus cuatro patas.
Mosén Antón se había retirado sin oír más razones, y Sardina y los que le acompañábamos emprendimos también la marcha.
Mi inmediato jefe, hombre bondadosísimo y de excelente corazón, como habrán observado mis lectores, habíase aficionado a mi compañía y trato, y me distinguía y obsequiaba tanto, que me proporcionó un caballo para que a todas horas fuese a su lado. Sus bondades conmigo eran tales que me recomendaba al Empecinado con desmedido interés, y hacía de mí delante del general elogios tan inmerecidos, que sin duda debí a su mediación los grados que obtuve después de aquella campaña.
Cuando nos pusimos de nuevo en marcha, me dijo señalando a mosén Antón, que iba a regular distancia de nosotros:
– Este clerigote es oro como militar; pero como hombre no vale una pieza de cobre. Parece mentira que Dios haya puesto en un alma cualidades tan eminentes y defectos tan enormes. No dudo en afirmar que es el primer estratégico del siglo. En valor personal no hay que poner a su lado a Hernán-Cortés, al Cid ni a otros niños de teta. Pero en mosén Antón la envidia es colosal, como todo lo de este hombre, cuerpo y alma. Su orgullo no es inferior a su envidia, y ambas pasiones igualan las inconmensurables magnitudes de su genio militar, tan grande como el de Bonaparte.
Contesté a Sardina que ya había formado yo del citado personaje juicio parecido, e indiqué también mis observaciones respecto a los síntomas de discordia que había notado en varios de la partida, a lo cual repuso:
– Esa mala yerba de las murmuraciones, de los disgustos y desconfianzas hanlas sembrado Trijueque y D. Saturnino, que también es hombre díscolo, aunque muy valiente.
Llegose a nosotros el señor Viriato rogando al jefe que le permitiera catar de un repuesto de aguardiente que detrás conducían en rellenos barriletes dos cantineros, a lo cual le contestó Sardina que avivase el andar y entraría en calor sin acudir a irritativas libaciones. El estudiantillo le contestó con aquella máxima latina:
Si Aristóteles supiera
aliquid de cantimploris,
de seguro no dijera
motus est causa caloris.
Diole permiso Sardina para echar un trago a él y al Sr. Cid Campeador, y después sonó el guitarrillo que uno de ellos llevaba.
– Estamos rodeados de canalla – me dijo don Vicente. – Los ejércitos donde ingresa todo el que quiere, tienen ese inconveniente. La canalla, amigo mío, capaz es en ocasiones de grandes cosas, y hasta puede salvar a las naciones; pero no debe fiarse mucho de ella, ni esperar grandes bienes una vez que le ha pasado el primer impulso, casi siempre generoso. Eso lo estamos viendo aquí. Creo que el gran beneficio producido con la insurrección y valentías de toda esa gente que acaudillamos toca a su fin, porque pasado cierto tiempo, ella misma se cansa del bien obrar, de la obediencia, de la disciplina, y asoma la oreja de su rusticidad tras la piel del patriotismo. Gran parte de estos guerrilleros, movidos son de un noble sentimiento de amor a la patria; pero muchos están aquí porque les gusta esta vida vagabunda, aventurera, y en la cual aparece la fortuna detrás del peligro. Son sobrios, se alimentan de cualquier manera y no gustan de trabajar. Yo creo que si la guerra durase largo tiempo; costaría mucho obligarles a volver a sus faenas ordinarias. El andar a tiros por montes y breñas es una afición que tienen en la masa de la sangre, y que mamaron con la leche.
– Tiene usted mucha razón – le respondí, – y estas discordias y rivalidades que van saliendo en la partida prueban que tales cuerpos de ejército, formados por gente allegadiza, no pueden existir mucho tiempo.
Sardina, conforme con mi parecer, añadió:
– Por mi parte deseo que se acabe la guerra. Yo tomé las armas movido por un sentimiento vivísimo de odio a los invasores de la patria. Soy de Valdeaberuelo; diome el cielo abundante hacienda; heredé de mis abuelos un nombre, si no retumbante, honrado y respetado en todo el país, y vivía en el seno de una familia modesta, cuidando mis tierras, educando a mis hijos y haciendo todo el bien que en mi mano estaba. Mi anciano padre, retirado del trabajo y atención de la casa por su mucha edad, había puesto todo a mi cuidado. La paz, la felicidad de mi hogar fue turbada por esas hordas de salvajes franceses que en mal hora vinieron a España, y todo concluyó para mí en Julio de 1808, cuando apoderáronse del pueblo… Es el caso que yo volvía muy tranquilo del mercado de Meco, cuando me anunciaron que mi buen padre había sido asesinado por los gabachos y saqueada mi casa, incendiadas mis paneras… Aquí tiene usted la explicación de mi entrada en la partida. Dijéronme que mi compadre Juan Martín andaba cazando franceses… Cogí mi trabuco y junteme a él… Hemos organizado entre los dos esta gran partida que ya es un ejército… Hemos dado batallas a los franceses; nos hemos cubierto de gloria… pero ¡ay!, él y yo no ambicionamos honores, ni grados ni riquezas, y sólo deseamos la paz, la felicidad de la patria, la concordia entre todos los españoles, para que nos sea lícito volver a nuestra labranza y al trabajo honrado y humilde de los campos, que es la mayor y única delicia en la tierra. Otros desean la guerra eterna, porque así cuadra a su natural inquieto, y me temo que éstos sean los más, lo cual me hace creer que, aun después de vencidos los franceses, todavía tendremos para un ratito.
– Pues yo – repuse, – aunque no tengo bienes de fortuna, ni nombre, ni porvenir alguno fuera de la carrera de las armas, siento muy poca afición a este género de existencia, y deseo que se acabe la guerra para pedir mi licencia y buscar la vida por camino más de mi gusto.
– ¿Quiere usted hacerse labrador? Yo le daré tierras en arriendo – me dijo con bondad, – perdonándole el canon por dos o tres años. ¿Estamos en ello, amiguito?
– Reciba usted un millón de gracias dadas con el corazón, no con la boca – le dije. – Si alguna vez me hallo en el caso de utilizar, no esa generosidad que es demasiado grande, sino otra más pequeña, no vacilaré en acudir a hombre tan bondadoso.
XI
D. Juan Martín, luego que entramos en Aragón, tuvo a bien modificar el alto personal de su ejército. Encargó a Trijueque el mando del cuerpo que antes estaba a las órdenes de Sardina, y puso a las de Albuín otra división, nombrando al D. Vicente jefe de Estado Mayor general de todo el ejército. De este modo quiso el jefe contentar a todos, principalmente al clérigo, cuya grande iniciativa militar necesitaba en verdad un mando de relativa independencia en que manifestarse. Yo me quedé en el cuartel general entre las tropas que el mismo Empecinado tenía a sus inmediatas órdenes.
Fuimos persiguiendo a los franceses hasta el mismo Daroca. Refugiados allí los restos de la destrozada división de Mazuquelli, dejamos aquella villa a nuestra derecha y marchamos en dirección a la Almunia, también ocupada por el enemigo, y destinada también por D. Juan Martín a padecer un bloqueo riguroso y tal vez un asalto. Hicimos marchas inverosímiles por Villafeliche con objeto de caer de improviso sobre la villa, antes que desde Zaragoza se le enviase auxilio, y nuestra correría fabulosa ponía en gran turbación a los franceses de Aragón que nos suponían en Molina y a los de Guadalajara que nos creían en la sierra desbaratados por Mazuquelli. Éramos como la tempestad que no se sabe dónde va a caer, ni es vista sino cuando ya ha caído.
El sitio de la Almunia duró bastantes días y la guarnición tuvo que entregarse, después que derrotamos a la columna enviada desde Zaragoza en socorro de aquella. Los franceses, buenos para una embestida, son la peor gente del mundo para defender plazas, porque carecen de constancia y de aquel tesón admirable que dispone las almas a la resistencia.
Con motivo de la nueva distribución dada a nuestras fuerzas, dejé por algún tiempo de tratar de cerca a mosén Antón, el cual desempeñó un gran papel en la acción del 7 de Noviembre frente a los campos de la Almunia y en la del 20 junto a Maynar. Después de estos acontecimientos nos detuvimos algunos días en Ricla, y cuando el ejército salió a operaciones con intento de atacar a Borja y Alagón, quedó en aquella villa una pequeña fuerza destinada a custodiar los prisioneros.
Comenzaba Diciembre cuando ocurrió un acontecimiento no mencionado por la historia, pero que yo contaré por haber sido de suma trascendencia en el ejército empecinado y de gran influjo en el porvenir de aquellas rudas partidas de campesinos. Habiendo dispuesto el general el sitio de Borja, envió allá a Orejitas por Tabuenca, mientras Albuín se situaba en Matanquilla observando las tropas enemigas que vinieran de Calatayud. D. Juan Martín, que se hallaba sólo con algunas fuerzas en Alfamén, mandó que viniera a unírsele mosén Antón.
Por no acudir a tiempo el maldito clérigo, nos vimos en gran aprieto con la embestida inesperada que nos dieron los lanceros polacos, y a fe que si entonces no hubo milagro, poco faltó sin duda. Casi nos sorprendieron, y si nos salvamos y aun vencimos en encuentro tan formidable, fue porque el general, jamás acobardado ni aturdido, tuvo serenidad admirable, y decidiéndose a tomar la ofensiva, dispuso sus escasas fuerzas de modo que pareciese tenerlas muy grandes en el inmediato pueblo. Salvonos la sangre fría primero y después el arrojo sublime de D. Juan Martín, con la práctica de las veteranas y escogidas tropas de caballería que mandaba. Concluida la acción, y cuando se retiraron los polacos, sin que pudiéramos perseguirlos, el héroe estaba furioso, y dijo a Sardina:
– De esto tiene la culpa mosén Antón. Los polacos no nos han frito porque no estaba de Dios. Ya tengo atravesado en el gañote a ese maldito clerigón, y me las ha de pagar todas juntas.
– Mosén Antón – dijo Sardina queriendo disculpar al que había sido su subalterno – tal vez no haya podido acudir a tiempo.
– ¿Que no ha podido?… ¡Condenado le vea yo!… Ahora dirá que no sabía. Si mosén Antón estaba en Mesones como le mandé, los polacos debieron pasarle delante de las narices… Si no estaba ni está en Mesones, ¿por qué no vino? Trijueque me está abrasando las asaúras y ya no puedo con él… Trijueque ha visto a los polacos y en lugar de correr a auxiliarme se ha ido por otro lado, gozándose con la idea de que me derrotarían… ¡Críe usted cuervos, santo Dios bendito!… Ha tiempo que estoy viendo en la envidia de ese renegado un peligro para este ejército; pero he aguantado por el decir, porque no digan… pues… pero ya se acabó el aguante… ¡Mil demonios! De mí no se ríe nadie.
Acabose de poner al día siguiente D. Juan Martín en punta de caramelo, con la llegada de un emisario de Orejitas, que anunciaba haber levantado el sitio de Borja, ante la presencia de una fuerte columna enemiga. El guerrillero echaba la culpa de esta contrariedad a mosén Antón, que en vez de unírsele, había tomado la dirección de Tabuenca, sin que nadie supiese con qué fin.
Dábase a todos los demonios el general en jefe, cuando llegó otro correo de D. Saturnino Albuín diciendo que juntos este y mosén Antón Trijueque habían ganado una gran victoria en Calcena, matando setenta franceses.
– Váyase lo uno por lo otro – dijo el Empecinado. – Ya sabía yo que la mano derecha de D. Saturnino había de dar algún porrazo bueno por ahí… Pero se ha levantado el sitio de Borja y eso no me gusta. Sr. D. Vicente, entre Albuín y Trijueque se proponen hacerme pasar por un monigote… Que ganen batallas enhorabuena, pero sin echarme abajo mis planes; porque yo tengo mis planes, y mis planes son atacar a Borja, y después a Alagón, para obligarles a que saquen tropas de Zaragoza… Pero vamos, vamos a Calcena a ver qué victoria ha sido esa. Esos dos guerrilleros de Barrabás merecen al mismo tiempo la faja de generales por su bravura y se les den cincuenta palos por su desobediencia. En marcha.
XII
Al llegar a Calcena, después de medio día de marcha, advertí que el general era recibido por la tropa con alguna frialdad. Parte del pueblo ardía y los desgraciados habitantes, más cariñosos con D. Juan Martín que su misma tropa, salían al encuentro de este, suplicándole pusiese fin al incendio y al saqueo. Una mujer furiosa adelantose por entre los caballos y deteniendo enérgicamente por la brida el del general, exclamó más bien rugiendo que hablando:
– ¡Juan Martín, justicia! ¿Te has alzado en armas contra España o contra Francia?
– ¿Es señá Soleá?… ¿La misma? La amiga de mi mujer… ¿Señá Soleá, qué le pasa a usted?
– Juanillo, Juanillo, ¿mandas soldados o bandoleros? ¡Malos rayos del cielo te partan! Nos saquearon los franceses anoche, y esta mañana nos han saqueado los tuyos… ¿Qué cuadrillas de tigres carniceros son estas que traes contigo?
– Veré lo que pasa – dijo el general frunciendo el ceño.
– Juanillo, después que eres general, ya no se te puede hablar de tú – añadió la mujer, cuya fisonomía revelaba el mayor espanto. – Yo te conocí guardando los guarros de tu padre el tío Juan… yo conocí a la señá Lucía Díez, tu madre… Si no nos haces justicia, iremos a decirle a doña Catalina Fuente que eres un asesino… Juanillo, esta mañana han fusilado a mi marido porque no les quiso dar unos pocos pesos duros que teníamos envueltos en un pañuelo.
Oyose una fuerte detonación.
– Trijueque está haciendo de las suyas – dijo el Empecinado, rompiendo a caballo por entre la multitud.
– No es nada, señores – dijo Santurrrias, que con su niño en brazos apareció, mostrándonos su abominable sonrisa. – Es que están fusilando a los pícaros franceses prisioneros, que nos hicieron fuego desde la casa del alcalde.
El vecindario clamaba a grito herido. Don Juan Martín, haciendo valer al instante su autoridad, penetró en la plaza, entró en la casa del Ayuntamiento e hizo llamar a su presencia a los dos cabecillas Albuín y Trijueque. No tardó este en presentarse. Su rostro, ennegrecido por la pólvora, era el rostro de un verdadero demonio. El júbilo del triunfo mostrábase en él con una inquietud de cuerpo y un temblor de voz que le hubieran hecho risible si no fuera espantoso. Sin aguardar a que el general hablase, tomó él la palabra, y atropelladamente dijo:
– ¡He derrotado a mil quinientos franceses con sólo ochocientos hombres!… ¡bonito día!… ¡Viva Fernando VII!… He cogido cuatrocientos prisioneros… ¿para qué se quieren prisioneros?… Cuatrocientas bocas… lo mejor es pim, plum, plam, y todo se acabó… Demonios al infierno.
Hacía ademán de llevarse el trabuco a la cara, y cerraba el ojo izquierdo, haciendo con el derecho imaginaria puntería.
– Celebro la victoria – dijo con calma don Juan – pero ¿por qué abandonaste a Orejitas?
– ¡Oh! – exclamó con diabólica sonrisa el guerrillero, – ya sé que no doy gusto a los señores… Ya sabía que mi conducta no sería de tu agrado, Juan Martín… Mosén Antón Trijueque es un tonto, un loco, y no puede hacer más que desatinos… He ganado una batalla, la más importante batalla de esta campaña; pero ¿esto qué vale?… Es preciso anonadar y oscurecer a mosén Antón.
– Lo que vale y lo que no vale harto lo sé – repuso el Empecinado alzando la voz. – Respóndeme: ¿por qué no fuiste a ayudar a Orejitas? De mí no se ríe nadie (y soltó redondo un atroz juramento), y aquí no se ha de hacer sino lo que yo mando.
– Pues bien – dijo mosén Antón, haciendo con los brazos gestos más propios de molino de viento que de hombre: – abandoné a Orejitas porque el sitio de Borja me pareció un disparate, una barbaridad que no se le ocurre ni a un recluta… Cuidado que es bonita estrategia… ¡Sitiar a Borja, cuando los franceses andan otra vez por Calatayud! Perdone Su Majestad el gran Empecinado – añadió con abrumadora ironía – pero yo no hago disparates, ni me presto a planes ridículos.
– ¿Redículos, llama redículos a mis planes? – exclamó D. Juan fuera de sí. – No esperaba tal coz de un hombre a quien saqué de la nada de su iglesia para hacerle coronel. ¡Coronel, señores!… Un hombre que no era más que cura… Trijueque – añadió amenazándole con los puños – de mí no se ríe ningún nacido, y menos un harto de paja y cebada como tú.
Mosén Antón púsose delante de su jefe y amigo; desgarró con sus crispadas manos la sotana que le cubría el pecho, y abriendo enormemente los ojos, ahuecando la temerosa voz, dijo:
– Juan Martín, aquí está mi pecho. Mándame fusilar, mándame fusilar porque he ganado una gran batalla sin consentimiento tuyo. Te he desobedecido porque me ha dado la gana, ¿lo oyes?, porque sirvo a España y a Fernando VII, no a los franceses ni al rey Botellas. Manda que me fusilen ahora mismo, prontito, Juan Martín. ¿Crees que temo la muerte? Yo no temo la muerte, ni cien muertes; ¡me reviento en Judas! Yo no soy general de alfeñique, yo no quiero cruces, ni entorchados, ni bandas. El corazón guerrero de Trijueque no quiere más que gloria y la muerte por España.
– Mosén Antón – dijo D. Juan Martín – tus bravatas y baladronadas me hacen reír. Semos amigos y como amigo te sentaré la mano por haberme desobedecido. Además, ¿no tengo mandado que no se hagan carnicerías en los pueblos?…
– Este pueblo dio raciones a los franceses y no nos las quería dar a nosotros. Los calceneros son afrancesados.
– Eres una jiena salvaje, Trijueque – dijo cada vez más colérico. – Por ti nos aborrecen en los pueblos, y concluirán por alegrarse cuando entren los franceses.
– He fusilado a unos cuantos pillos afrancesados – repuso mosén Antón. – También hice mal, ¿no es verdad? Si este clérigo no puede hacer nada bueno. Juan Martín, fusílame por haber ganado una batalla sin tu consentimiento… Es mucha desobediencia la mía… Soy un pícaro… Pon un oficio a Cádiz diciendo que mosén Antón está bueno para furriel y nada más.
– ¡Silencio! – exclamó de súbito con exaltado coraje el Empecinado, sin fuerzas ya para conservar la serenidad ante la insolencia de su subalterno.
Y sacando el sable con amenazadora resolución, amenazó a Trijueque repitiendo:
– ¡Silencio, o aquí mismo te tiendo, canalla, deslenguado, embustero! ¿Crees que soy envidioso como tú, y que me muerdo las uñas cuando un compañero gana una batalla? Aquí mando yo, y tú, como los demás, bajarás la cabeza.
Mosén Antón calló, y sus ojos despidieron destellos de ira. Púsose verde, apretó los puños, pegó al cuerpo las volanderas extremidades, agachose, apoyando la barba en el pecho, y de su garganta salió el ronquido de las fieras vencidas por la superioridad abrumadora del hombre. La autoridad de Juan Martín, el tradicional respeto que no se había extinguido en su alma, la presencia de los demás jefes, y sobre todo, la actitud terrible del general, pesaron sobre él humillando su orgullo. El Empecinado envainó gallardamente el sable y acercándose a Trijueque asió la solapa de su sotana u hopalanda, y sacudiole con fuerza.
– A mí no se me amedrenta con palabras huecas ni con ese corpachón de camello. Harás lo que yo ordeno, pues soy hombre que manda dar cincuenta palos a un coronel. El que me quiera amigo, amigo me tendrá; el que me quiera jefe, jefe me tendrá, y no vengas aquí, jamelgo, con la pamema de que te fusilen. Yo no fusilo sino a los cobardes, ¿entiendes? A los valientes como tú, que no saben cumplir su obligación ni obedecen lo que mando, no les arreglo con balas, sino a bofetada limpia, ¿entiendes?, a bofetada limpia… Como me faltes al respeto, yo no andaré con pamplinas ni gatuperios de oficios y órdenes, sino te rompo a puñetazos esa cara de caballo… ¿estás?… Vamos, cada uno a su puesto. Se acabaron los fusilamientos. Celebremos la batalla con una merienda, si hay de qué, y aquí no manda nadie más que yo, nadie más que yo.
Salió de la estancia mosén Antón cuando ya empezaba a oscurecer. La expresión de su cara no se distinguía bien.
D. Juan Martín salió también a recorrer el pueblo, que ofrecía un aspecto horroroso, después del doble saqueo. En las calles veíanse hacinadas ropas y objetos de mediano valor que los soldados habían arrojado por las ventanas; los cofres, las arcas abiertas obstruían las puertas, y las familias desoladas recogían sus efectos o buscaban con afanosa inquietud a los niños perdidos. La plaza estaba llena de cadáveres, la mayor parte franceses, algunos españoles, y por todas partes abundaban sangrientas y tristísimas señales de la infernal mano del más cruel y bárbaro de los guerrilleros de entonces. Por todas partes encontrábamos gentes llorosas que nos miraban con espanto y huían al vernos cerca. La tropa ocupaba el pueblo; los cantos de algunos soldados ebrios hacían erizar los cabellos de horror. Persistían otros en cometer tropelías en la persona y hacienda de aquellos infelices habitantes y nos costó gran trabajo contenerlos.
De vuelta a la casa del ayuntamiento, comimos con mayor regalo del que esperábamos: verdad es que los soldados de la división de Trijueque no habían dejado en las casas del pueblo ni un mendrugo de pan, ni una gallina, ni un chorizo, ni una fruta seca de las muchas y excelentes con cuya conservación se envanecía Calcena. La comida fue, sin embargo, triste. El general estaba pensativo, y Sardin, Albuín, que acababa de entrar, Orejitas y los ayudantes y amigos y protegidos de unos y otros, que les acompañábamos a la mesa, no decíamos una palabra. Aunque guerreros, todos estaban conmovidos, y el fúnebre clamor de la pobre villa asolada se repetía en nuestros corazones con ecos lastimeros.
Un hombre se presentó en la sala. Era alto, enjuto, moreno, amarillento, de pelo entrecano y erizado como el de un cepillo; con los ojos saltones y vivarachos, fisonomía muy expresiva y continente grave y caballeroso cual frecuentemente se nota en campesinos aragoneses. Al entrar buscó con la mirada una cara entre todas las caras presentes, y hallando al fin la del Empecinado, que era sin duda la que buscaba, dijo así:
– Ya te veo, Juanillo Martín. Cuesta trabajo encontrar la cara de un amigo debajo de la pompa y vaniá de un señor general como tú. ¿No me conoces?
– No a fe – respondió D. Juan examinándole.
– No es fácil – añadió este con desdén. – No es fácil que un señor general conozca al tío Garrapinillos, que le llevaba en su mula desde Castrillo a Fuentecén y le compraba rosquillas en la venta del camino.
– ¡Tío Garrapinillos de mi alma! – exclamó el general extendiendo los brazos hacia el campesino. – ¿Quién te había de conocer hecho un hombre grave? Ven acá, amigo. Yo para ti no soy otro que Juanillo, el hijo de la señá Luciíta. ¿Te acuerdas de cuando llevabas los títeres a la feria de Castrillo? ¿Y la mona que te ayudaba a ganar la vida?… Cuando era niño, yo te tenía por el primer personaje de España después del rey, y si yo hubiera tenido entonces en mi mano las Indias con todos sus Perules, los habría dado por los títeres y la mona. Pero siéntate y toma un bocado.
– No quiero comer – repuso Garrapinillos con dignidad. – Ya no hay nada de títeres ni de monas… Me establecí en este pueblo… puse un bodegoncillo, y con él mi familia y yo íbamos matando el hambre.
– ¿Qué familia tienes?
– Mujer y siete chiquillos. El mayor no llega a diez años.
– ¡Hombre te comerán vivo!
Garrapinillos exhaló un suspiro, y luego mirando al cielo dijo:
– Juan Martín, ¿no sabes a qué vengo?
– No, si no me lo dices.
– Pues vengo a que me devuelvas lo que me han robado – exclamó con violenta cólera el campesino, cerrando los puños y jurando y votando. – Si no, tú y todos los tuyos se las verán conmigo, pues yo soy un hombre que sabe defender el pan de sus hijos.
– ¿Qué te han robado, Garrapinillos, y quién ha sido el ladrón?
– El ladrón – dijo el labriego señalando con enérgico ademán a Albuín – es ese.
El Manco, que a consecuencia del mucho comer y de las copiosas libaciones, dormitaba con la cabeza oculta entre los brazos y estos apoyados sobre la mesa, despabilose al instante y miró a su acusador con ojos turbios y displicente expresión.
– Garrapinillos – dijo D. Juan Martín, – pué que te hayan sacado algún dinero, si los jefes impusieron contribución para sostenimiento de las tropas, porque la junta no nos paga, y el ejército ha de vivir.
– Yo he pagado mis tributos siete veces en dos meses – contestó el reclamante; – yo he dado en aguardiente y en pan más de lo ganado en un mes. Esta mañana me pidieron doce pesos y los di, quedándome sólo con dos y medio.
– ¿Y eso es lo que te han robado?
– No es eso, que es otra cosa – respondió acompañando sus palabras con gestos vehementes. – Lo que me han robado es treinta y cuatro pesos que mi mujer tenía guardados en su arca… ¡porra!, lo ganado en diez años, Juanillo. Mi mujer iba guardando, guardando, y decíamos «pus compraremos esto, pus, compraremos lo otro…».
– ¿Y dices que entró la tropa y abrió las arcas?
– Entró ese con otros dos, ese que nos está oyendo – exclamó el robado señalando otra vez a Albuín tan enérgicamente como si quisiera atravesarlo de parte a parte con su dedo índice, – ¡ese tunante que no tiene más que una mano!