Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Juan Martín el Empecinado», sayfa 4
VII
Después recayó la conversación sobre la tropa que acaudillaba, y nos dijo:
– Muchas satisfacciones me causa la guerra, entre ellas la del buen resultado de mis operaciones; pero no es pequeño gusto esto del cariño que me tiene mi gente. Todos ellos, señores oficiales, se dejarían matar por mí. Verdad es que yo no les trato mal. Pero vamos al decir que yo tengo a mis órdenes a los hombres más honrados del mundo. Ninguno de ellos es capaz de faltar ni tanto así.
Cuando esto dijo, sentimos a nuestra espalda un gruñido, un monosílabo dubitativo, una de esas exclamaciones inarticuladas, que no diciendo nada, lo expresan todo. Detrás de nosotros, tendido sobre un gran arcón de pino estaba un hombre, a quien atribuimos la emisión de aquel gutural elocuente sonido. Levantose pesadamente de su improvisado lecho, estiraba los brazos y piernas para desperezarse, cuando D. Juan Martín le dijo:
– ¿Qué tiene usted que decir, Sr. D. Saturnino Albuín? ¿No cree usted como yo que la gente que está a nuestras órdenes es la mejor del mundo?
– Según y cómo – dijo Albuín adelantándose con los ojos medio cerrados para resguardar de los rayos de luz sus pupilas, recién salidas de la oscuridad del sueño.
He aquí cómo era, si no me engañan los recuerdos que guarda en su archivo mi memoria, aquel célebre guerrillero, de quien hasta los historiadores franceses hablan con gran encomio. Don Saturnino Albuín, llamado el Manco, había adquirido la mutilación que fue causa de tal nombre en una acción entablada en el Casar de Talamanca. Su mano derecha fue por mucho tiempo el terror de los franceses. Era un hombre de mediana edad, pequeño, moreno, vivo, ingenioso, ágil cual ninguno, sin aquel vigor pesado y muscular de D. Juan Martín; pero con una fuerza más estimable aún, elástica, flexible, más imponente en los momentos supremos, cuanto menos se la veía en los ordinarios. Si el Empecinado era el hombre de bronce, a cuya pesadez abrumadora nada resistía, Albuín era el hombre de acero. Mataba doblándose. Su cuerpo enjuto parecía templado al fuego y al agua, y modelado después por el martillo. Yo le vi más tarde en varios encuentros y su arrojo me llenó de asombro. Cuando se oían contar sus proezas, apenas se daba crédito a los narradores, y no es extraño que un general francés dijese de Albuín: Si este hombre hubiera militado en las banderas de Napoleón, ya sería mariscal de Francia.
Vestía D. Saturnino traje de paisano con pretensiones de uniforme militar, y su chaquetón, donde lucían las charreteras y los mustios y mal cosidos bordados, estaba lleno de agujeros. Los codos del héroe, no inferior a Aquiles en el valor, se parecían a los de un escolar. En sus pantalones se veían los trazados y dibujos de la aguja remendona y zurcidora, y el correaje del trabuco que llevaba a la espalda y de las pistolas y sable pendientes del cinto, hacía poco honor a la administración de fornituras de aquel ejército. Todo esto probaba que las campañas de la partida no eran tan lucrativas como gloriosas.
– Según y cómo – repitió Albuín, poniendo su única mano sobre la mesa y atrayendo a sí la atención de los que estábamos presentes. – Eso de que todos sean gentes honradas no es verdad, señor D. Juan Martín. Los calumniadores, los chismosos que están siempre trayendo y llevando cuentos al general, ¿pueden ser gentes honradas?
– Amigo Albuín – contestó el Empecinado, – usted tiene tirria a dos o tres personas de este ejército, y por eso se le antojan los chismes y enredos.
– Sí señor, chismes y enredos, y lo sostengo – afirmó D. Saturnino, – lo sostengo aquí y en todas partes. ¿Cómo se llama si no el venir aquí contándole a usted lo que yo dije y lo que me callé? Yo no digo nada más que la verdad, y no en secreto sino públicamente, delante de Juan y de Pedro, de fulanito y de perencejo. Y esto que he dicho, ahora lo voy a repetir.
– Pues lo oiremos.
– Y no es más sino que digo y repito y sostengo – replicó Albuín con energía – que aquí se está uno batiendo, se está uno matando, se está uno destrozando el alma y el cuerpo; pasan meses, pasan años, y con tanto trabajar no salimos nunca de la miseria. Señores que me oyen, digan si es justo que D. Saturnino Albuín no tenga otros calzones que estos guiñapos que lleva en las piernas.
Hubo un momento de silencio, durante el cual todos contemplamos la prenda indicada, que en efecto no era digna de figurar sobre el cuerpo de quien habría sido mariscal de Francia, si hubiera servido a Napoleón.
– Sr. D. Saturnino – dijo gravemente don Juan Martín, – después del valor, la primera virtud del soldado es la humildad. Nosotros no combatimos por dinero: combatimos por la patria. Me ha dicho usted que sus calzones están un sí es no es destrozadillos. Tortas y pan pintado, amigo D. Saturnino. La guerra trae tales desgracias; el buen soldado no mira a su cuerpo, señores: el bueno soldado no fija los ojos más que en el cielo y en el enemigo.
Y luego, desabotonándose el uniforme, añadió:
– Señores, si les ha llamado la atención que don Saturnino lleve unos calzones rotos, miren hacia acá y verán que el Empecinado no tiene camisa.
Efectivamente, el uniforme abierto dejaba ver el velludo pecho del héroe.
– Y no me quejo, señores – prosiguió abotonándose, – no estoy siempre glarimeando como el señor Albuín. De aquí en adelante voy a mandar venir de la Corte una docena de sastres para que vistan de seda y brocado a mi oficialidad.
– Sr. D. Juan Martín – dijo el Manco, – no venga echándosela de anacoreta, usted no tiene camisa porque no quiere, porque es un desastrado y un facha. Señores, ¿les parece a ustedes propio de un general quitarse la camisa en medio del camino para dársela a un viejo pedigüeño que se quejaba de frío?… Basta de farsas. Ello es que nosotros luchamos, nosotros nos batimos y para nosotros no hay pagas, para nosotros no hay recompensa, para nosotros no hay más que palos, fríos, calores, lluvias, fatigas y por último una muerte gloriosa que para maldito nos sirve, si es que no nos coge en pecado mortal, para acabar de divertirse uno en los infiernos.
– ¿El Sr. Albuín quiere dinero? – dijo el general. – Pues bien sabe ya que no se lo puedo dar. Casi todo lo que se recauda se entrega a la junta, y si ésta no da pronto las pagas porque hay muchas cosas que atender, ya las dará. En el ínterin nosotros nos cobramos en trigo, en cebada en paja, en almortas, en bellotas, en centeno y en otras comibles especies que vamos recogiendo por los pueblos.
– Y que yo le regalo al Sr. D. Juan Martín – replicó vivamente el Manco, – para que con tales especies mantenga a su mujer y a sus hijos, y se llene el buche a sí propio, y se vista y calce… Pero voy a lo principal… ¡Ah, señor general de mi alma! Nosotros somos unos bobos, porque mientras usted y yo estamos el uno sin calzones y el otro sin camisa, en la partida hay quien se ríe de vernos desnudos y sin un cuarto.
– No dudo que tengamos aquí algunas personas ricas, como por ejemplo…
– No es eso, no, Sr. Martín Díez – replicó el Manco. – Estos de que hablo aparentan ser más pobres que las ratas, y son de los que todos los días nos piden un cigarro y dos cuartos para aguardiente; pero son de los que acaparan, de los que embaúlan lo que se recoge, de tal modo, que ni la junta ni cien juntas saben a dónde ha ido a parar. Y aguante usted esto, sí señor; aguántelo usted… y déjese usted matar por la patria y por el rey… En resumidas cuentas, se acabará la guerra, y los que lo han hecho todo quedaranse más pobres que antes, mientras que los uñilargos (aquí hizo el Manco con los dedos de su única mano un gesto muy expresivo) irán a Madrid a comerse en paz lo que han merodeado a nuestra costa. Si somos unos héroes, Sr. D. Juan Martín, si la historia se va a ocupar de nosotros y a ponernos por las nubes; pero comeremos pedazos de gloria y páginas de libro.
– Amigo Albuín – dijo el general, – tan acostumbrado estoy a su genio endemoniado, que no me coge de nuevo lo que me ha dicho, y le perdono sus bravatas. ¡El demonio es don Saturnino! ¿Y quién al oírle diría que es el hombre mejor del mundo?… ¿Con qué dinero?… ¿Para qué quieren las personas de bien el dinero? Aquí no hay gente viciosa. Los empecinados no combaten sino por la gloria, por la libertad, por la independencia.
– Bueno es todo eso – repuso Albuín; – pero otros jefes de la partida, tales como Chaleco, Chambergo, Mir y el Médico, todos personas muy completas y honradas, sin dejar de poner a la patria sobre su cabeza, cuidan de asegurar el porvenir de sus familias, y hombre hay entre esos que ha hecho su capital en un quítame allá esas pajas.
– Conversación. Ni Chaleco ni Mir tienen sobre qué caerse muertos.
– No hablemos más – dijo D. Saturnino, – porque pierdo la paciencia. El general hará lo que guste; pero yo no sé hasta dónde podré resistir.
– Usted resistirá hasta la misma fin del mundo (12) – dijo el Empecinado mirando a su subalterno con severidad. – Basta ya de retruécanos, que me voy atufando con los humos de estos caballeros. Uno pide por aquí, otro por allí… Obediencia, Sr. Manco, obediencia y humildad – añadió golpeando la mesa. – Aquí todos semos pobres y yo el primero… Con que no digo más… Cada uno a su puesto, y prepararse para mañana.
– Buenas noches – dijo Albuín secamente.
– ¿No reza usted el rosario conmigo?
– Lo rezaré con mosén Antón – repuso el guerrillero volviendo la espalda.
VIII
Mi compañero y yo nos retiramos a nuestro alojamiento, donde disfrutábamos la compañía de los más respetables individuos de aquel ejército. Ocupeme primero en escribir a la Condesa, de quien había tenido carta dos días antes con nuevas poco satisfactorias, y luego pensé en dormir un rato. Estábamos en una anchurosa estancia baja. Junto al hogar, el Sr. Viriato contaba al amo de la casa las más estupendas mentiras que he oído en mi vida, todas referentes a fabulosas batallas, encuentros y escaramuzas que harían olvidar los libros de caballerías, si pasaran de la palabra a la pluma y de la pluma a la imprenta. Oía todo el patrón con la boca abierta y dando crédito a tales invenciones, cual si fueran el mismo Evangelio.
El Sr. Pelayo roncaba en un rincón y no se sabía el paradero del gran Cid Campeador ni de la señá Damiana. Despierto, inquieto, agitado, el descomunal clérigo mosén Antón se paseaba de un extremo a otro de la pieza, midiendo el piso con sus largos zancajos. Parecía un macho de noria. Sentado, meditabundo, sombrío, tétrico, D. Saturnino Albuín de tiempo en tiempo miraba al clérigo, como con deseo de hablarle. Deteníase a veces Trijueque ante su colega; mas dando un gruñido tornaba a los paseos, hasta que el Manco rompió el silencio, y dijo:
– Esto no puede seguir así.
– No, no mil veces. ¡Me reviento en Judas! – replicó el cura. – Eso de que hombres de esta madera sean tratados como chicos de escuela, no puede aguantarse más.
– Justo, como a chicos de escuela nos tratan – repuso Albuín. – Maldito sea el dómine y quien acá lo trajo.
– Yo, Sr. D. Saturnino – dijo mosén Antón parándose ante su compañero, – estoy decidido a marcharme a otro ejército. Me iré con Palarea, con Durán, con Chaleco, con el demonio, menos con D. Juan Martín.
– Y yo. Me creería digno de estar envuelto en trapos como el Empecinadillo y de pedir la teta al entrar en un pueblo, si sufriera más tiempo la humillación de servir sin pagas, sin ascensos, sin botín, sin remuneración ni provecho alguno.
– El corazón de manteca de nuestro jefe, me obligará a abandonarle – dijo Trijueque. – Así no se puede seguir la guerra. Entre él y D. Vicente Sardina están haciendo todo lo posible para que el mejor día nos cojan los franceses, y den buena cuenta de nosotros.
– Ya lo estoy viendo. Y acá para entre los dos, Sr. Antón – dijo con rencoroso acento Albuín, – ¿no es un escándalo que mientras nos recomienda la humildad, él acepta el grado de Brigadier, y mientras nos tiene en la última miseria, él se está amontonando…?
Mosén Antón puso todo su espíritu en ojos y oídos para atender mejor.
– Amontonando, sí – continuó D. Saturnino accionando con la mano manca. – Eso bien claro se ve. Pues qué, ¿todo el dinero que se recoge y que él manda entregar a la junta de Guadalajara, va a su destino? ¡Patarata! Mucho gimoteo y mucho decir que no tiene camisa; pero la verdad es que buenos sacos de onzas manda a Fuentecén y a Castrillo. ¡Sr. Trijueque, están jugando con nosotros, están comerciando con nuestro trabajo y nuestro valor, nos están chupando la sangre, compañero! Ellos, él mejor dicho, se atiforra los bolsillos, y nuestros hijos, digo, mis hijos, no tienen zapatos.
Mosén Antón sin responder nada dio media vuelta, siguiendo en su inquieto pasear.
– Yo supongo – dijo el Manco – que usted tiene las mismas quejas que yo… Yo supongo que el insigne mosén Antón, terror de la Francia y del rey José, no tendrá un cuarto en el arca de su casa, ni en el bolsillo de los calzones.
Trijueque parose ante el Manco, y metiendo ambas manos en la respectiva faltriquera del calzón, volviolas del revés, mostrando su limpieza de todo, menos de migas de pan, de pedacitos de nuez y otras muestras de sobriedad. Tomando las puntas de las faltriqueras y estirándolas y sacudiéndolas, habló así con cavernoso y terrorífico acento:
– Mis bolsillos están vacíos y limpios como mis manos que jamás han robado nada. Lo mismo está y estará toda la vida el arca de mi casa, donde jamás entra otra cosa que el diezmo y el pie del altar. Pobre soy, desnudo nací, desnudo me hallo. Para nada quiero las riquezas, Sr. D. Saturnino. Sepa usted que no es la vaciedad y limpieza de estas faltriqueras lo que me contrista y enfada; sepa usted que para nada quiero el dinero; sepa usted que se lo regalo todo a D. Juan Martín, a D. Vicente Sardina y demás hombres de su laya; sepa que yo no pido cuartos: lo que pido es sangre, sí señor, ¡sangre!, ¡sangre!
Yo estaba luchando con el sopor al oír este diálogo, y en el desvanecimiento propio de los crepúsculos del sueño, retumbaba en mis oídos con lúgubres ecos, la palabra sangre, pronunciada por aquel gigante negro, cuyo aspecto temeroso habría infundido miedo al ánimo más denodado.
– ¡Sangre! – repitió Albuín fijando los ojos en el suelo, y un poco desconcertado al ver que las ideas de mosén Antón no respondían de un modo preciso a sus propias ideas. – Bastante se derrama.
– ¡Me reviento en el Iscariote! – prosiguió el cura soltando los bolsillos, que quedaron colgando fuera como dos nuevas extremidades de su persona. – D. Juan Martín y D. Vicente Sardina están de algún tiempo a esta parte por las blanduras; no quieren que se fusile a nadie, ni aun a los franceses; no quieren que se pegue fuego a los pueblos, ni que se extermine la maldita traición, ni el pícaro afrancesamiento donde quiera que se encuentre.
Albuín miró a su colega, y después de una pausa, dijo con frialdad:
– Sí, es preciso castigar a los pueblos.
– ¡Cómo castigar! Yo les quitaría de enmedio, que es lo más seguro. De algún tiempo a esta parte, desde que D. Juan Martín ha dado en el hipo de mimar a los pueblos, estos favorecen a los franceses. ¿No lo está usted viendo, Sr. D. Saturnino? Los enemigos mandan comisionados secretos a estos lugares de la Alcarria; reparten dinero, se congracian con los aldeanos, y de aquí que el enemigo encuentre siempre qué comer y nosotros no. Toda esta tierra está llena de espías. No hay más que un medio para manejar a tan vil canalla. ¿Se coge a un pastor de cabras? Fusilado. Así no irá con el cuento. ¿Llegamos a un pueblo? A ver: vengan acá los más talluditos del lugar, los de más viso, el alcalde si lo hay… Cuatro tiros, y se acabó. ¿Se encuentran en tal punto algunos hombres útiles que no han tomado las armas? Pues a diezmarlos o quintarlos, según su número, y no se hable más del asunto… No se hace esto, bien sabe usted por qué. Los pueblos se ríen de nosotros… entramos como salimos, y salimos como entramos… Los destacamentos franceses recorren tranquilos todo el país, agasajados por los alcarreños… ¡Cuando uno piensa que todo esto se podría remediar con un poco de pólvora…! ¡Sí, y habrá bobos que crean que de tal manera vamos a traer a D. Fernando VII…! Por este camino, Sr. D. Saturnino, tendremos pronto que ir a besarle la zapatilla a José Botellas.
Dijo esto último en tono de burla y sonriendo, lo cual producía una revolución en su fisonomía y gran sorpresa en los espectadores, pues el desquiciamiento de sus quijadas, y la aparición inesperada de sus dientes, eran fenómenos que rara vez turbaban la armonía de la creación en el orden físico. Terminó para mí la conversación en aquella sonrisa del ogro, porque me vencía paulatinamente el sueño, y al fin sumergime en el océano de las oscuridades y del silencio, donde se me apareció de nuevo más terrible, más siniestra que en el mundo real la inverosímil sonrisa de mosén Antón.
IX
– ¿A dónde vamos? – pregunté en la mañana siguiente al Sr. Viriato, viendo que la partida se disponía a marchar a toda prisa.
– Vamos a donde nos quieran llevar – repuso. – Parece que iremos hacia Molina. ¡Hermosa vida es esta, amigo D. Gabriel! Si durara siempre, debería uno estar satisfecho de ser español. Somos la gente más valerosa y guerrera del mundo. ¿Para qué queremos más? Es una brutalidad estarse matando delante de un telar de lana, como los tejedores de Guadalajara, o hacer rayas en la tierra con el arado, como los labriegos de la campiña de Alcalá. ¿No es mucho mejor esta vida? Se come lo que se encuentra. Dios, que da de comer a los pájaros, no deja perecer de hambre al guerrillero.
Echome este discurso el Sr. Viriato, mientras el Sr. D. Pelayo, que no había podido pasar de asistente, ensillaba el caballo de don Vicente Sardina y el del propio Viriato. Llegó a la sazón el buen Cid Campeador repartiendo un poco de aguardiente, y nos dijo:
– Hay que tomar bríos, porque la jornada será larga. Dicen que vamos hacia Molina.
– El general – dijo la señá Damiana Fernández, que apareció pegándose en las faldas un remiendo arrancado a los abrigos del Empecinadillo – quiere que vayamos a un punto; mosén Antón quiere que vayamos a otro punto, y D. Saturnino a otro punto. Son tres puntos distintos. Hace un rato estaban los tres disputando y los gritos se oían desde la plaza.
– De la discusión brota la luz – dijo Viriato con socarronería, – y el error o la verdad, señá Damiana, no se descubren sino pasándolos por la piedra de toque de las controversias.
– Antes estaban a partir un piñón – dijo D. Pelayo dando la última mano al enjaezado, – y lo que decía y mandaba el general era el santo Evangelio.
– Ahora cada cual tira por su lado – indicó el Cid Ruy-Díaz, – y los grandes capitanes de esta partida obedecen a regañadientes las órdenes del general.
La señá Damiana acercose más al grupo, y apoyándose en la grupa del caballo, con voz misteriosa habló así:
– Muchachos, mosén Antón dijo ayer al Sr. Santurrias que se marcharía de la partida porque don Juan Martín es un acá y un allá.
– Señá Damiana – indicó Viriato, – las leyes militares castigan al soldado que critica la conducta de sus jefes. Si sigue vuecencia faltando a las leyes militares se lo diré al general para que acuerde lo conveniente.
– Señor Viriato de mil cuernos – repuso la mujer, – yo le contaré al general que vuecencia estaba ayer hablando pestes de él y diciendo que con las fajas y cruces y entorchados se ha convertido en una madama.
– Señá Damiana, por curiosear y meter el hocico en las conversaciones de los hombres, yo condenaría a vuecencia a recibir cincuenta palos. Las hembras a poner el puchero y a remendar la ropa.
– Si creerán que me dejo acoquinar por un sopista hambrón – dijo la guerrillera apartándose del grupo y tomando una actitud tan académica como amenazadora. – Aquí le espero, y verá que sirvo para algo más que para limpiarle el mugre de la sotana.
Se me figura que Viriato tuvo miedo. Lo cierto es que contempló de lejos los puños de la militara, y tomando el lance a risa, exclamó:
– ¡Bien dice San Bernardo que la mujer es el horno del diablo! ¡Bien dice San Gregorio, ese fénix de las escuelas, señores, que la mujer tiene el veneno del áspid y la malicia del dragón! Señá Damiana, baje esos brazos, abra esos puños y desarme esa cólera, que aquí todos somos amigos y no hemos de reñir por vocablo de más o de menos.
Un personaje, en quien no habíamos fijado la atención, terció de improviso en la disputa. Era el Crudo, hombre temible, fornido, bárbaro, de apariencia más que medianamente aterradora, pero de carácter noble, leal, franco y generoso, el cual, alzando la voz ante el concurso de estudiantes, les apostrofó así:
– Ya sé que ustedes son los que andan por ahí metiendo cizaña contra el general… El general lo sabe y va a hacer un escarmiento… Bien dije yo que los estudiantes y las mujeres no servirían más que para enredijos. En la partida hay traición, en la partida se trama alguna picardía. Ya parecerán los gordos; pero en el ínterin yo les advierto a los estudiantillos sin vergüenza que si les oigo decir una sola palabra que ofenda a nuestro querido general D. Juan Martín, les cojo y les despachurro.
Hizo un gesto tan elocuente, que los claros varones a quienes iba dirigida la filípica, tuvieron a bien callarse fijando en el suelo sus abatidos ojos.
Poco después marchábamos hacia las alturas de Canredondo, donde se nos unió la división de Orejitas. Este y D. Vicente Sardina siguieron la dirección de Huerta Hernando y la Olmeda, mientras el general en jefe, con D. Saturnino Albuín y casi toda la caballería, se acercaba a la raya de Aragón por Sierra Ministra. No hallamos franceses en nuestro camino, ni tampoco gran abundancia de comestibles, pues los pueblos de aquella tierra habían dado ya a uno y otro ejército lo poco que tenían.
Al llegar cerca de Molina, conocimos que se nos llevaba a poner sitio a aquella histórica ciudad, guarnecida y fortificada entonces por los franceses. Ocupamos los lugares de Corduente, Ventosa, Cañizares, y pasando el río Gallo por Castilnuevo, cortamos el camino de Teruel y el de Daroca, por donde se temía que vinieran tropas enemigas en auxilio de la ciudad bloqueada. A los míos y a mí, con otras fuerzas que mandaba Trijueque, nos tocó esta última posición, la más arriesgada y difícil de todas, por lo que después hubimos de ver. Durante algunos días encerramos a los franceses dentro de la plaza sin permitir que les entrara cosa alguna. No podían hostilizarnos por ser pocos en número; pero nuestro gran peligro estaba en las fuerzas que esperábamos viniesen de Daroca.
Felizmente el general en jefe había previsto todo, y sabedor por sus espías de la salida de tres mil quinientos hombres de Daroca, abandonó la sierra para bajar a la carretera. Fue el 26 de Setiembre cuando sostuvimos en Cuvillejos una de las acciones más reñidas y sangrientas de aquel período. Venían mandados los franceses por el jefe de brigada Mazuquelli, y traían cuatrocientos caballos y cuatro piezas de artillería, y si en el número no nos llevaban gran ventaja, teníanla sí, como es fácil comprender, en la organización. D. Saturnino ocupó las alturas de Rueda en cuanto se tuvo noticia segura de la aproximación del francés, y D. Vicente Sardina nos escalonó entre Anchuelas y Cuvillejos. Según su costumbre, venían los imperiales desprevenidos, con aquella fatua confianza que tanto les perjudicaba; pero bien pronto les sacamos de su distracción cayendo sobre ellos con el empuje propio de guerrilleros españoles, que tienen de su parte la elección de sitio, hora y el abrigo del terreno, con posición favorable y retirada segura.
No cansaré a mis lectores, describiéndoles con minuciosidad aquella batalla no mal dirigida por una parte y otra. Fue de las más encarnizadas que he visto, y nos hallamos más de una vez seriamente comprometidos. En una carga que nos dieron, no sé qué hubiera sido de la división de el Crudo, donde yo iba, si mosén Antón, desplegando aquel arrojo fabuloso e inverosímil de que sabía dar tan extraordinarias pruebas, no contuviese a los débiles y reunido a los dispersos, e impedido el desorden. Sublime y brutal, aquel monstruo del Apocalipsis arrojose en medio del fuego.
Brincó el descomunal caballo sobre el suelo, brincó el jinete sobre la silla y ambos inflamados en la pasión de la guerra, se lanzaron con deliciosa fruición en la atmósfera del peligro. El brazo derecho del clérigo, armado de sable, era un brazo exterminador que no caía sino para mandar un alma al otro mundo. Detrás de él ¿quién podía ser cobarde? Su horrible presencia infundía pánico a los contrarios, los cuales ignoraban a qué casta de animales pertenecía aquel gigante negro, que parecía dotado de alas para volar, de garras para herir y de incomprensible fluido magnético para desconcertar. Un tigre que tomara humana forma, no sería de otra manera que como era mosén Antón.
Por otro lado D. Saturnino y el Empecinado, tuvieron que hacer grandes esfuerzos para aguantar el empuje de los franceses, y aunque al fin logramos derrotarles, obligándoles a volverse hacia Daroca, tuvimos muchas y sensibles pérdidas. El campo estaba sembrado de muertos y heridos de una y otra nación. Afortunadamente para nosotros, los franceses al retirarse no habían podido salvar sus bagajes, y en ellos halló nuestra hambre con qué satisfacerse y los heridos algunos remedios. Pero no se nos permitió largo descanso, ni tampoco auxiliar con calma a los que lo habían menester, y poco después de la victoria la partida emprendió la persecución del enemigo derrotado.
Los carros de que dispusimos se llenaron de heridos amontonados con desorden, y una pequeña fuerza rezagada se encargó de custodiarlos, dejándoles en los pueblos del tránsito. Los demás nos pusimos en marcha. Albuín iba de vanguardia, mortificando a los fugitivos a lo largo del camino de Yunta, y mosén Antón, obligado a marchar a retaguardia, bramaba de ira por considerar su papel un poco deslucido en aquella expedición.
En las aldeas por donde pasamos tuvimos ocasión de presenciar escenas tristísimas, pero que eran inevitables en aquella cruel guerra. Los habitantes del país cometían mil desafueros y crueldades en los franceses rezagados, bien ahorcándolos, bien arrojándolos vivos a los pozos. Por una parte les impulsaba a esto su odio a los extranjeros, y por otra el deseo de congraciarse con los guerrilleros que venían detrás, y evitar de este modo que se les tachase de afectos al enemigo.