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XIV
Púsose de nuevo en práctica el plan primitivo de D. Juan Martín, y Borja y Alagón fueron sitiadas. Respondía esto a las instrucciones del general Blake, defensor de Valencia, que deseaba por tal medio entretener en Aragón las tropas destinadas a reforzar la expugnación de aquella gran plaza. Los hechos militares del Empecinado en Noviembre y Diciembre de aquel año fueron de gran beneficio a las armas españolas, y logró distraer durante aquel tiempo a un gran ejército francés, prolongando el respiro de los valencianos. Pero todos saben que Valencia cayó a principios de 1812, y entonces las cosas variaron un poco.
Durante corto tiempo, el conde de Montijo mandó personalmente el ejército empecinado, en virtud de una combinación de las siempre inquietas e intrigantes Juntas; pero D. Juan Martín estuvo sólo algunos días separado de sus soldados, y las necesidades de la guerra le llevaron otra vez a ponerse al frente de la partida grande, que él sólo sabía dirigir.
En Diciembre pasamos de Aragón a tierra de Guadalajara, fatigados con las repetidas acciones y las penosas marchas. Sigüenza había quedado definitivamente por nosotros después de haberla ganado y perdido repetidas veces. Con la ocupación de Valencia, las condiciones de la campaña habían variado para nosotros, y hallándose en libertad de operar con desahogo considerables fuerzas francesas, nos cumplía a nosotros la guerra defensiva en vez de la ofensiva que anteriormente habíamos hecho. Hallando en Sigüenza posición ventajosa, el Empecinado dispuso no renunciar a ella; y mientras recorría los alrededores de Guadalajara, dejó en la ciudad episcopal una fuerte guarnición. En dicha guarnición, mandada por Orejitas, estaba yo.
Y ahora viene bien decir que la condesa con su hija, de quienes yo me había separado cuatro meses antes en Alpera, dejándolas camino de Madrid, se habían refugiado al fin en Cifuentes, como lo indicó Amaranta la última vez que nos vimos. En la citada villa, del dominio señorial de la familia de Leiva, tenía esta un famoso castillo que fue arreglado para palacio en el siglo anterior por el abuelo de quien entonces lo poseía.
Cómo y por qué hicieron las dos damas este viaje huyendo del bullicio de la corte, sabralo el lector más adelante, y por de pronto, y para que no carezca de noticias sobre dos personas que no pueden sernos indiferentes, mostraré parte de la correspondencia que sostuve con Amaranta en aquellos días. Mi desdicha quiso que permaneciese algún tiempo en Sigüenza, como encerrado, mientras la mayor parte del ejército recorría su campo natural y favorito de la Alcarria; pero imposibilitado de visitar a mis dos amigas, la movilidad de las partidas me permitió comunicarme con ellas alguna vez, como se verá por los documentos que a la letra copio: Cifuentes 16 de Diciembre de 1811.
«Querido Gabriel: al verme en la necesidad de salir de Madrid, no he encontrado residencia mejor que esta villa de Cifuentes. Verdad es que aquí me hallo, como si dijéramos, dentro de un campo de batalla; pero ¿en qué lugar de España puedo refugiarme sin que pase lo mismo? En Madrid no puedo estar por razones que no me atrevo a decirte por escrito y que sabrás de palabra cuando vengas acá. Podía haber escogido otros lugares de Castilla, en Burgos, Zamora o Salamanca; pero en todos arde la guerra lo mismo que aquí, y carezco en ellos de la cariñosa adhesión de estas buenas gentes y colonos míos, a quienes mi padre y yo hemos hecho tantos beneficios.
Ven pronto a vernos. Todos los días entran y salen pequeñas partidas de tropa y voluntarios, y desde que suena el tambor, nos asomamos a la ventana esperando verte pasar. Entrego esta carta al que me ha traído la tuya, cierto feísimo vejete llamado Santurrias, que lleva consigo un gracioso niño de más de dos años, el cual habla mil herejías con su media lengua y es muy querido del ejército. Santurrias me está dando prisa y no puedo extenderme más. Le digo a Inés que concluya la suya; pero aunque empezó hace dos horas, no lleva trazas de concluir todavía. Si no vienes pronto, en la primera que te escriba te referiré la vida que hacemos ella y yo en este histórico castillo, con lo que te has de reír. – La condesa de X.»
No copiaré la carta de Inés, por no contener cosa alguna que pueda interesar a mis lectores, y exhibo estotra de la condesa: Domingo 28.
«¡Qué gran chasco nos hemos llevado esta mañana! Nos despertamos sobresaltadas sintiendo ruido de caballos y rumor de soldados, y como viéramos a muchos de éstos con uniformes, creíamos vendrías tú entre ellos. Al poco rato pidió permiso para saludarnos un señor Sardina, que más que sardina parece tiburón, y nos dio tus cartas. Hablamos del señor de Araceli, y nos dijo muchas picardías de ti.
Hoy ha entrado bastante tropa y no pocos heridos, pues ayer parece que hubo una sangrienta batalla hacia Ocentejo. ¡Qué lastimosos espectáculos hemos presenciado Inés y yo! Se nos ha llenado la casa de heridos, y en todo el día no hemos podido descansar un rato, ¡tanto nos da que hacer nuestro cargo de enfermeras! Les damos lo que hay, bien poco por cierto. Nosotros carecemos algunos días hasta de lo más preciso, y de nada nos sirve nuestro dinero para luchar con la espantosa miseria de este país.
No te he dicho nada de mi castillo, y voy a ello. Perdona el desorden que hay en mis cartas, pero escribo a toda prisa, y luchando con el sueño, que a estas horas empieza a querer rendirme. Son las doce; los heridos siguen bien, excepto tres que me parece darán cuenta a Dios esta madrugada.
Vuelvo a mi castillo que es la mejor pieza que ha albergado señores en el mundo. Tiene cuatro habitaciones vivideras. Lo demás está en situación verdaderamente conmovedora, de tal modo que por las noches, cuando sopla con fuerza el viento, parece que se oye el ruido de las piedras dando unas contra otras, y las almenas se mueven como dientes de vieja mal seguros en las gastadas encías. Ciertamente no es ningún niño este nuestro castillo, pues parece construyó la parte más antigua de él D. Alfonso el Batallador, rey de Aragón y esposo de doña Urraca, el cual ganó a los moros toda esta tierra y el señorío de Molina. Me entretengo en recordar esto, porque al escribirte, la idea de mal traer en que andan y de la decadencia en que yacen todas nuestras grandezas, no pueden apartarse de mi pensamiento. Estos sitios, con su gran ancianidad y su tristeza, me son muy agradables, y si no existiese la guerra que todos los días nos hace presenciar escenas lastimosas, me gustaría residir aquí por algún tiempo. Tiemblo al pensar que entren aquí los franceses, o que unos y otros se encuentren en estas calles. ¡Pobre castillo mío! ¿Cómo va a resistir el ruido de los cañonazos? Desgraciado de aquel ejército sobre quien caigan sus gloriosas piedras.
He preguntado a varios de la partida cómo se podrá mandar esta carta a Sigüenza, y un estudiantillo a quien llaman Viriato me ha dicho que el general manda mañana no sé qué órdenes a esa plaza. Ha llegado Sardina, el cual me da prisa. Adiós; no puedo ser tan prolija como deseara. En Cifuentes… – La condesa de X».
Ocho días después, Orejitas recibió dentro del correo de la guerra otras dos cartas que decían así: 2 de Enero.
«Querido Gabriel, por milagro estamos vivas Inés y yo. El castillo, el pícaro castillo, hizo al fin lo que yo temía. Sin embargo, puedo vivir para contártelo. El sábado entraron los franceses en Cifuentes. Sabiendo que debían ocupar este histórico edificio de cuya capacidad se tiene idea muy equivocada mirándole desde afuera, abandonamos las habitaciones vivideras y nos refugiamos en uno de los torreones de la parte ruinosa, hoy trastera, con lo cual nos creímos seguras. En efecto, entraron los franceses, se arrellanaron en nuestras camas, y comiéronse lo poco que teníamos para vivir. Todo fue bien hasta la mañana del domingo y hora en que se les antojó a los artilleros disparar un cañón contra los reyes de armas y figurones de piedra que hay en el torreón del homenaje. Nunca tal hicieran, porque con la violencia del golpe y estremecimiento del tiro las paredes de aquella fachada, que anhelaban ya de antiguo descansar de su gloriosa vigilancia, se arrojaron gozosas en tierra. ¡Ay!, ¿quién no se fatiga de estar de pie durante siete siglos? Demasiado han hecho, y no hay que vituperarlas. La torre del homenaje se desmoronó como un bizcocho, y por milagro del cielo el torreón en que Inés y yo nos guarecimos, mantúvose derecho sin duda por respeto a los últimos vástagos de la familia.
Mas el terror que aquello nos produjo, el miedo de vernos sepultadas entre las ruinas de nuestro asilo, obligonos a salir, desbaratando el engaño de nuestro encierro. No poco se alegraron los franceses al vernos; pero por fortuna nuestra, eran los huéspedes de mi desgraciada vivienda personas bien nacidas y decentes, oficiales todos; y lejos de hacernos daño, se nos ofrecieron muy rendidos, no sin vislumbres de enamoramiento en alguno de ellos. La verdad es que la explosión, el hundimiento y el presentarnos nosotras dos de improviso saliendo por los huecos de despedazados tabiques, parecen cosa de las que pasan en las novelas o en el teatro. No les negué mi nombre, apelando a su caballerosidad para que fuésemos respetadas, y se contentaron con imponernos una fuerte contribución que me ha dejado sin un cuarto. No te rías de lo que voy a decirte. Estoy tan pobre que vivo de lo que mis colonos me quieren dar.
El lunes por la tarde entraron los españoles, y parece que han hecho algo de provecho por el lado de Algora. También han traído heridos, muchos heridos. No puedo seguir. Es preciso curarlos. Cuando veo esto, me alegro de que sigas ahí. Adiós… – La condesa de X».
16 de Enero.
«Querido amigo, estoy llena de tristeza. Una gran desgracia me amenaza sin duda. Sospechas tal vez las razones que me movieron a salir de Madrid; mas no las sabes todas. Había algo más que el cambio de personas, algo más que el aislamiento en que me encontraba y la mala voluntad del gobierno francés para conmigo. Vigilada sin cesar por un hombre que tiene hoy en su mano poderosos medios, mi vida ha sido en la corte un suplicio insoportable. Lo que me anonada y confunde es que creí estar aquí completamente olvidada de mis enemigos, y me he equivocado. Hace dos días volvieron a entrar aquí los franceses y con ellos venía el hombre a quien tanto temo y cuya proximidad me hace temblar. Por los oficiales a cuya generosidad apelé, después de la ruina del edificio, supo que estaba aquí. No se ha atrevido a entrar en nuestra casa; mas por las preguntas que ha hecho a individuos de mi servidumbre, comprendo que fragua algún plan abominable contra nosotras. ¿Quién me defenderá? Yo estoy loca, yo me muero de tristeza, de pavor, de sobresalto, y los más negros presentimientos turban mi alma. Inés no sabe ni entiende nada de esto. No le permito separarse de mi lado. Ven pronto, necesito de tu protección como militar. No puedo seguir más tiempo en Cifuentes y estoy meditando el modo de trasladarme a otro punto, caminando al amparo de la partida, para evitar la persecución de mis enemigos. Te repito que vengas pronto. Tu presencia me tranquilizará.
Post-scriptum. – He hablado con las gentes del pueblo sobre los franceses que estuvieron aquí desde el lunes hasta el domingo por la mañana, y me han dicho que ese personaje civil que acompaña al ejército ha tiempo que recorre el país sobornando con promesas, halagos, destinos, honores, grados militares y dinero a las personas distintas. Él es, según aseguran, quien ha logrado armar las contraguerrillas o sea partidas de gente perdida que defienden la causa francesa, y últimamente parece haber conseguido seducir a uno de los más célebres guerrilleros de este país, un hombre a quien llaman el Manco. Esto se dice de público y lo han confirmado esta mañana los partidarios que entraron de madrugada, con el propio D. Juan Martín, quien estuvo un rato en casa. Le pusimos un mediano almuerzo, pero no le quiso probar. Parece muy disgustado y abatido, no come ni duerme y todo se vuelve hablar consigo mismo. Este pesar proviene, según he oído, de la jugada que le ha hecho ese pícaro Manco.
El mismo D. Juan Martín me ha dicho que se va a dar orden para abandonar a Sigüenza. Albricias. Haz por venir aquí, y entonces Inés y yo seguiremos la partida hasta que tengamos ocasión de salir de España. ¡Dios tenga piedad de nosotras!…». Etc., etc.
XV
Orejitas recibió orden de abandonar a Sigüenza, antes que fuera sitiada por las imponentes fuerzas francesas que vinieron de Teruel. Las excursiones que habíamos hecho a los alrededores nos habían dado escaso resultado. En Cabrera nos unimos a la partida de mosén Antón, quien dijo que los franceses habían pasado por Torre Sabiñán y que él era de opinión que tratásemos de salirles al encuentro, pues teníamos fuerzas suficientes para darles un golpe. Repúsole Orejitas que él se ajustaría estrictamente a las órdenes de don Juan Martín, que le mandaba bajar a esperarle en Almadrones, y añadió:
– Hoy he sabido que D. Saturnino Albuín está con los franceses. Si parece mentira… ¿No será equivocación, Sr. Trijueque?
– ¿Qué sé yo? – repuso con enfado el clérigo. – ¿Acaso soy guardián de D. Saturnino, para que todos me pregunten lo que ha hecho? El Manco es dueño de hacer lo que le acomode, y si se vio maltratado y vejado por nuestro general… Ya dije que había de suceder…
– ¿Cuántos hombres se llevó consigo?
– Al pie de cuatrocientos.
– Oí decir que los franceses le han dado cuatro talegas en pago de su traición. También aseguran que le ofrecieron hacerle marqués y capitán general…
– No hay que hacer caso de las habladurías de esta gente de los pueblos. Un hombre tan de bien como Albuín no toma resolución de esa naturaleza sin motivo para ello.
Decían esto los dos jefes, sentados a la puerta de un ventorrillo. En los intervalos de su diálogo oíase el ruido de los dientes del caballo de mosén Antón, los cuales, a espaldas de este, molían pausadamente la cebada, metido el hocico negro y huesoso dentro de un saco.
– Come bien, leal amigo – dijo Trijueque volviéndose hacia su cabalgadura, – que la jornada será larga.
– ¿A dónde va usted? – le preguntó con viveza Orejitas.
– Ya lo he dicho – repuso el cura guerrillero, acariciando el cuello del gigantesco animal. – Sé que el general Gui ha pasado por Torre Sabiñán, y no quiero que me quede la comezoncilla de no darle un buen golpe.
– El general Gui trae mucha gente – repuso Orejitas, bebiendo por octava vez, pues era uno de los principales empinadores de codo que había en la partida, – y con la fuerza que tenemos usted y yo juntos no es posible pensar en salirle al encuentro. Si bajamos de la sierra al llano y acertamos a topar con los mosiures, pienso que no quedaremos ninguno para contarlo.
– Sr. Orejitas – dijo Trijueque bebiendo también, aunque en menos dosis que su colega. – Usted hará lo que mejor le convenga y lo que su miedo le dicte… Yo voy en busca de Gui… Le estoy viendo debajo del filo de mi sable.
– Y yo – añadió Orejitas, – estoy viendo al gran Trijueque bajo las herraduras de los caballos de un escuadrón polaco. Vámonos a donde nos mandan y no comprometamos la partida.
– Bien se conoce que ese corazón amadamado – dijo el cura – no simpatiza con el peligro, ni padece lo que yo llamo enfermedad de la gloria, una palpitación dolorosa, una angustia sublime acompañada de cierta fiebre… Cuando se tiene esta enfermedad la victoria está cerca, Orejitas. Y para acabar – añadió levantándose, – ¿viene usted o no viene?
– Yo no – contestó el otro guerrillero, dando fin al contenido del jarro. – Temo que Juan Martín me riña por no obedecerle.
– ¡Ah!, corazones de alcorza – exclamó Trijueque golpeando el suelo con el sable, – ¡que se asustan cuando arquea las cejas y se rasca el cogote Juan Martín! ¡No conoce usted que si hiciéramos lo que nos manda ese pobre hombre, ya estaría la partida disuelta y todos nosotros ensartados en cuerda de presos como cuentas de rosario, para marchar a Francia? Sr. Orejitas, tengamos iniciativa, ganemos batallas contra la voluntad de nuestro general, proporcionémosle los grados y las vanidades que tanto ama, y no nos reñirá… No dudo que habrá en la partida muchos valientes que pudieran seguirme. A ver, Araceli, ¿se decide usted a hacer la hombrada?
– Yo no me separo de mi jefe, el Sr. Orejitas – repuse.
– Este es un bravo mozo – me dijo el jefe, golpeándome el hombro. – Lástima que no hubiera cogido tres cuartillas en vez de dos en la bodega del alcalde de Cabrera.
– Les dejo a ustedes entregados al vino – dijo mosén Antón, – y me voy. Que haga buen provecho la mona.
Luego, mientras Orejitas se internó en la próxima cuadra para ver su caballo, llevome aparte el insigne clérigo, y me dijo lo que sigue:
– Sr. Araceli, usted no puede hacer buenas migas con ese bárbaro y borracho de Orejitas, arriero y mozo de mulas en Junio de 1808, y que ha hecho fortuna en la partida, gracias a la cerrazón de su mollera. Es el perro de presa de Juan Martín. Usted vendrá conmigo: tengo necesidad de un oficial de ejército entendido y valiente para esta operación que tengo en el magín.
El gigante hacía todo lo posible para que la contracción de su rostro y despliegue de su boca se pareciese a una sonrisa de benevolencia. Estratégico incomparable en los valles y sierras Trijueque, era completamente inexperto en la táctica del humano corazón, y los recursos de su facultad seductora adolecían de brusca torpeza.
– Según y cómo – le respondí, fingiendo acceder, con objeto de que me descubriera mejor sus mal ocultos pensamientos. – Para desobedecer a mis jefes y marchar con usted a donde quiera llevarme… entiéndase bien, a donde quiera llevarme, necesito promesa manifiesta de que me ha de resultar algún provecho. No están los tiempos para sacrificar por boberías una buena reputación.
El ogro, fácilmente engañado, como todos los ogros que hacen algún papel en los cuentos de niños, no supo disimular su repentina alegría, y mostrando sin embozo su apasionado corazón, respondiome:
– Ya sé que es usted también de los descontentos. Un oficial de tanto mérito debiera estar mandando una columna. Juan Martín habla bien de usted pero es para embaucarle, me consta que es para embaucarle. Puede usted tener la seguridad de que, aunque la guerra dure treinta años más, no saldrá de ese ten con ten. Aquí no se aprecia el mérito. Con tal que nuestro general tenga batallas ganadas por mí, que le sirvan de asunto para poner oficios a la Regencia, haciéndose pasar por un Julio César, o un Pompeyo… en fin, venga usted con Trijueque y no le pesará.
Al decir esto, apoyaba su mano en mi hombro y me hacía tambalear hacia adelante y hacia atrás. Mirándome con interés, sonreía.
– Soy gran admirador de Trijueque – le dije; – hago justicia a sus altas prendas y me río de las inculpaciones con que quieren desacreditarle.
– Bien dicho, muy bien dicho – exclamó en tono de predicador.
– Estoy pronto a partir con usted; pero ¿a dónde vamos, señor cura? Porque si es cosa de salir por ahí a disparar unos cuantos tiros, matar dos docenas de franceses y coger otras tantas de prisioneros, yo no me muevo. ¡Hemos hecho lo mismo tantas veces! Ya estoy harto de ver que con proezas no se saca aquí el vientre de mal año. Sepamos lo que voy ganando, como dijo el gallego del cuento.
Trijueque llevose el dedo a la boca y su rostro expresó satisfacción y victoria. Viendo que se acercaban algunos individuos, íntimos amigos de Orejitas, me dijo:
– Parto al instante con mi gente. Por este barranco que se ve a espaldas de la venta, pienso pasar al valle de Pelegrina. ¿Ve usted aquella casa arruinada que hay abajo? Allí le espero, allí le diré a dónde vamos, sin peligro de infundir sospechas a estos borrachos. Si me sigue usted, me sigue, y si no… Adiós.
Fuese mosén Antón y yo busqué a Orejitas, mas el guerrillero, sintiéndose en la cuadra acometido de gran sopor, por efecto sin duda de no ser agua cristalina el contenido del jarro que yo llené en la bodega del alcalde, echose sobre un montón de paja, donde sus ronquidos se acordaban musicalmente con el respirar de los caballos y el mugido de un par de becerros flacos y medio enfermos. Procuré traerle al mundo, con algunos puntapiés; mas no quiso salir de la beatífica esfera en que sin duda con gran fruición revoloteaba su espíritu.
Al salir para ver partir a Trijueque, y pasando por cierto edificio ruinoso que había al fin del caserío, sentí la algarabía de una riña, y oí claramente la voz de la señá Damiana en concierto chillón con las de los tres famosos estudiantes. Es el caso que el llamado Cid Campeador dio en aporrear a la Fernández por suponer en aquella Ximena veleidades en favor del llamado D. Pelayo. Defendiose de palabra la acusada; mas percatándose después de que todo el zipizape provenía de chismes y enredos, obra del ingenioso intellectus de aquella lumbrera complutense, nombrada el Sr. Viriato, la emprendió con este, adjudicándole varias patadas o sean coces, y puñadas y rasguños, una parte de los cuales fueron a caer de rechazo sobre la respetable persona del Sr. Santurrias, que se ocupaba en dar al Empecinadillo cucharada tras cucharada de sopas. Dos de los estudiantes partieron a escape, dejando que la contienda acabase con sus consecuencias naturales, cuando Dios se fuese servido ponerle fin, y Viriato y la guerrillera y Santurrias quedaron enzarzados con el engaste de las uñas y de las manos, hasta que los separamos, recogiendo del suelo al Empecinadillo que por poco perece en aquel trance.
La Damiana, que ya tenía medio ahogado al estudiante, cuando fue separada del grupo, vociferó de esta manera:
– El muy canalla piojoso me llamó mujer de Putifarra… El Putifarro será él… Señor oficial – añadió dirigiéndose a mí, – este Viriato es un traidor y quiso seducirme.
– Tan gran delito no puede quedar sin castigo. ¿Qué marca la Ordenanza contra los Viriatos que quieren seducir a las Damianas?
– Eso quisieras tú, Euménide, harpía de seis colas, marimacho de mil demonios – dijo el de Alcalá poniendo el dedo sobre las distintas heridas de su cuerpo para tantear la gravedad de ellas.
– Sí señor, me quería seducir, para que me pasara con ellos al francés.
– Calla, bruja, sargentona; o te estrangulo – gritó Viriato. – Aquí está Santurrias que puede decir si soy traidor o no.
– Sí, sí, sí – gritó la guerrillera en medio del camino agitando los brazos con una furia loca. – Estos endinos son traidores como D. Saturnino, y se pasan a los franceses. Allá va – añadió señalando el barranco, – ¡allá va mosén Antón que se pasa a los franceses con sus amigos!
Mosén Antón, seguido de su tropa, desfilaba tranquilamente por detrás de la venta, bajando al barranco.
– ¡Allá van, allá van! – añadió Damiana con exaltación salvaje. – ¡Fuego en ellos, fuego en los traidores! ¡Sr. Orejitas, que se han vendido al francés!
– Repara bien lo que dices, Damiana.
– Sé lo que digo – exclamó atrayendo en torno suyo mucha gente. – Anoche han estado hablando de eso más de tres horas. ¿Creyeron que yo lo iba a callar? ¡Ah, tunante Cid Campeador, me las pagarás todas juntas!
Mosén Antón se alejó más aprisa, y entre la tropa que se quedó en el caserío corrió de boca en boca este rumor terrible:
– ¡Mosén Antón se pasa a los franceses!
Reinó gran agitación; oyéronse gritos, amenazas, juramentos. Algunos corrieron a tomar las armas; pero Trijueque se alejaba, se perdía en la profundidad del barranco, y parte de su gente aparecía ya en la vertiente opuesta, internándose en la espesura de un monte.
– No crean a esta Lais bachillera, a esta loca Aspasia, a esta Samaritana sin vergüenza – exclamó Viriato. – ¿Quién hace caso de una mujer? Si la dieran cuatro tiros, como merece, no diría que mosén Antón Trijueque es traidor.
– ¡Sí lo digo! – prosiguió Damiana gritando con voz ronca en medio del camino. – Es traidor, y se va con D. Saturnino. Lo digo cien veces, porque lo sé, y el Sr. D. Pelayo andaba contratando gente para esta picardía. ¡Yo soy muy patriota, yo soy muy española, yo soy muy empecinada, y viva Femando VII! ¡Viva D. Juan Martín! ¡Viva Orejitas!
Estos vivas fueron repetidos con calor, y su estruendo fue tan grande, que llegó hasta el mismo espíritu de Orejitas por el conducto de los aletargados sentidos. Levantose del lecho de paja, y enterándose de lo ocurrido y de la voz general, y de la acusación formidable contra su colega, dijo:
– No puede ser. Sigamos nuestro camino, y le contaremos esto a D. Juan Martín.