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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Juan Martín el Empecinado», sayfa 8

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XVI

Minora canamus.

El Empecinadillo tenía más de dos años, casi tres; andaba regularmente, y despechado al fin, muy tarde por cierto y no sin malas noches y peores días, por mamá Santurrias, comía como un descosido. Todo era poco para él; pero teniendo a su favor la compasión del ejército entero, recibía mil golosinas de este y del otro.

El Empecinadillo hablaba; pero ¡qué lenguaje tan escogido el suyo! Así como la generalidad de los niños empiezan diciendo papá y mamá, él había empezado por los más abominables y horrendos vocablos del idioma. Sus palabrotas soeces, pronunciadas a medias, servían de diversión a la tropa. También decía malchen, fuego, apunten y otras voces marciales. Últimamente empezaba a ejercitarse en el discurso, expresando juicios claramente, y hasta podía sostener un diálogo tirado, siempre que se estimulase su incipiente locuacidad con horribles palabrotas.

El Empecinadillo hacía diversas gracias. Tenía un palito que le servía de escopeta para hacer el ejercicio, y otro palito más pequeño, pendiente de la cintura, el cual era su sable. Montaba a caballo en el garrote de mamá Santurrias, y cuando salía en medio del corrillo con la mano izquierda en la brida y agitando en la derecha el sable, su aspecto era terrible. Nos reíamos mucho con él, y nos le comíamos a besos.

El Empecinadillo pronunciaba los nombres de todos los oficiales, desfigurándolos con su torpe lengua. Con todos hacía buenas migas, menos con uno que le inspiraba mucho miedo. Era éste mosén Antón. En el varonil y rudo carácter del cíclope, las gracias infantiles eran como rasguños con que se quiere desmoronar una montaña. Jamás se acercó al corrillo en que nos entreteníamos viendo al Empecinadillo hacer el ejercicio. Este, al verle de lejos, huía de su temerosa figura, y le llamaba el coco.

Cuando el Empecinadillo no se quería dormir en el alojamiento y nos importunaba con sus chillidos, le decíamos: «que viene Trijueque» y callaba. Era el único medio de llamarle al orden y el solo freno de aquella alma tan impetuosa como traviesa.

Pero cuando el feísimo guerrillero se separó de nosotros, el Empecinadillo, como un individuo para quien desaparece la ley moral y el freno coercitivo de las reglas sociales, no conoció límites a su desvergüenza. Hacía lo que le daba la gana. Rompía las cacerolas del rancho, destapaba los pellejos de vino para ver correr el líquido: se emborrachaba, se subía como un gato a las sillas de los caballos cuando estaban sin jinetes; se caía rompiéndose la cabeza; hacía las aguas menores en el escaso fuego a cuyo amor nos calentábamos; escondía o perdía cuanto se hallaba al alcance de su mano; vaciaba el tintero del escribiente en la olla donde se cocía la cecina; cogía las piedras de chispa para jugar; agujereaba con una navaja el parche de los tambores, dando a estos instrumentos de guerra ronco y apagado sonido; traía siempre medio loco al Sr. Moscaverde, cerrajero de la partida, el cual componía las llaves de los fusiles, y en más de una ocasión se encontró sin herramientas; quitaba además la paja a los caballos, a los soldados los cartuchos, y a todos la paciencia con sus diabluras sin fin. Recibía sí, más azotes que un condenado a galeras; pero como buen soldado, hecho a penas y dolores, no perdía su buen humor con los castigos.

Se me ocurre nombrar a este personaje, porque, recuerdo que lo llevé en la perilla de mi cabalgadura desde Cabrera hasta cerca de Castejón, y por más señas, que me volvió loco por todo el camino haciéndome preguntas, mientras sus piernecitas espoleaban sin cesar la cruz del animal. Convengo con mis oyentes en que es en mí puerilidad casi indisculpable detenerme en contar las hazañas de este héroe, menos importantes sin duda que las de aquel cuyo nombre va al frente de esta relación; pero yo quiero que aquí, como en la Naturaleza, las pequeñas cosas vayan al lado de las grandes, enlazadas y confundidas, encubriendo el misterioso lazo que une la gota de agua con la montaña y el fugaz segundo con el siglo, lleno de historia.

Y dicho esto, voy a contar lo que ocurrió cuando encontramos a D. Juan Martín.

XVII

El cual estaba en Almadrones con la mayor parte de las fuerzas de su ejército. Cuando le contamos lo que se decía entre nosotros sobre la defección de Trijueque, enfureciose y nos dijo:

– No me vengan acá con embustes. Eso no puede ser. Mosén Antón tiene sus defectos; es capaz de abrasarme las entrañas con sus majaderías; pero antes me creeré a mí mismo traidor que suponerle vendido a los franceses… Por vida de… ¿Ustedes han pensado bien lo que dicen? ¡Pasarse Trijueque al enemigo?…

– Pronto hemos de salir de dudas – dijo Sardina, que no participaba del optimismo de su jefe y amigo. – Un hombre envidioso es capaz de todo. Yo tenía a Trijueque por persona díscola; pero con un fondo de rectitud superior a traiciones, dobleces y alevosías, como las de D. Saturnino. Sin embargo, tengo comezón por saber…

– Y yo – repitió D. Juan con ademán sombrío.

Dicho esto el héroe quedó profundamente pensativo. Estaba inmóvil junto a la ventana de su alojamiento delante de un espejillo, y dispuesto a afeitarse, tenía en la mano derecha la navaja y cubierta de jabón la barba. Nosotros callábamos viendo su melancolía. Por fin dando un suspiro alzó el brazo como quien se va a degollar, y a toda prisa se rasuró con movimientos tan inseguros y nerviosos, que su curtida piel quedó adornada con algunas cortaduras. Luego volviéndose a Sardina, le dijo:

– ¿Le parece a usted que salgamos esta noche en busca de esa canalla?

D. Vicente miraba el paisaje exterior al través de los turbios cristales verdosos.

– Mala noche nos espera. La nieve cae con gana, y los senderos están cubiertos y desfigurados. ¿No vale más que esperemos a mañana?

– De esta, amigo D. Vicente – exclamó con ira el general, – o me dejo matar por ellos, o cazo a los renegados en alguna parte. El pellejo de Albuín y de Trijueque me parecerán poco para componer los tambores rotos. Hay que ir tras ellos… hay que cazarlos con perros, y abrirles luego en canal para sacarles las entrañas… ¡Malditos sean! Un lobo de estos montes es más leal que los canallas que se pasan al enemigo… ¡Dios mío he vivido para ver esto!… ¿De qué me valen la fama, la buena suerte, el buen nombre, si los amigos me hacen traición y los que favorecí me venden?… En marcha ahora mismo, señor Sardina… en marcha.

– ¿Pero a dónde vamos? – preguntó con turbación el segundo jefe.

– ¡Al demonio!… – repuso con exaltación D. Juan.

– ¿También usted se me encabrita? ¿Pues no dice que a dónde vamos? En busca de esos granujas… ¿Necesito decirlo otra vez? Si usted lo quiere, ladraré.

– ¿Usted sabe dónde les encontraremos? ¿Usted sabe que están solos, y no acompañados con fuerzas considerables del francés?

– Aunque esté con ellos el mismo Napoleón con un millón de hombres… – añadió en el colmo de su rabia el guerrillero. – ¡Si quiero que me maten a mí!… ¿Pues qué, no me explico bien?… Si quiero que me maten esos condenados… ¡Si quiero morir!…

– En marcha – dijo Sardina. – Aprovechemos lo que resta de día para salir de la sierra.

– Quiero morir o cogerles para atarles una cuerda a la cintura y pasearles delante del ejército… ¡España está deshonrada! ¡Juan Martín está deshonrado! ¿Hay más traidores en mi ejército? ¿Hay alguno más? Pues que venga acá… quiero ver a uno delante de mí.

Sus brazos se agarrotaban, contraíanse sus dedos, estrangulando en el vacío imaginarias víctimas, y la mirada del héroe, extraviada y salvaje, parecía querer herir con su rayo todo aquello en que se fijaba.

Por lo que he referido se ve que el Empecinado no permitió ningún descanso a los que acabábamos de llegar. Calientes aún las sillas de las cabalgaduras, volvimos a montar en ellas, y la partida se puso en marcha. El tiempo era tan malo que la tarde parecía noche y la noche, que vino poco después de nuestra salida, horrenda y desesperante eternidad. El suelo estaba cubierto de nieve, en cuya floja masa se hundían hasta las rodillas hombres y caballos; habían desaparecido los caminos bajo el espeso sudario blanco y los cerros vecinos parecían una cosa destinada a la muerte, una inmensa losa sepulcral, un monumento cinerario, bajo cuya glacial pesadumbre se escondía el alma de la Naturaleza buscando el calor en las entrañas de la tierra. El cielo no era cielo, sino un techo blanco. Alumbraba el paisaje esa fría claridad de la nieve, la luz helada como el agua, semejante al fúnebre reflejo de tristes lámparas lejanas.

Malo el camino de por sí, era detestable por ser invisible y los caballos resbalaban al borde los precipicios. Los jinetes bajábamos de nuestras cabalgaduras para vencer andando el frío. La partida iba silenciosa y resignada. Mirando de lejos la vanguardia que se escurría despacio buscando el incierto sendero, parecía una culebra negra que resbalaba inquieta y azorada tras el calor de su agujero. No he visto noche más triste ni ejército más meditabundo. Nadie hablaba. El tenue chasquido de la nieve polvorosa al hundirse bajo las plantas de tanta gente, era el único rumor que marcaba el paso de aquellos mil hombres abatidos por fúnebre presentimiento.

Junto a D. Juan Martín reinaba el mismo silencio. Con la barba hundida en el cuello del capote, el héroe había abandonado las riendas de su corcel, que marchaba, como animal práctico e inteligente, cuidando de poner en sólido la herradura y tanteando cuidadosamente el terreno.

En Mirabuenos, adonde llegamos por la mañana, supimos que los renegados (pues desde luego recibieron este nombre) estaban con el general Gui hacia Rebollar de Sigüenza. Reanimose con la noticia D. Juan Martín y a eso del medio día, después que descansamos y comimos lo que se encontró, la partida se puso de nuevo en marcha.

– Esta noche – me dijo el general – les encontraré en un lado o en otro, y me cazan o les cazo. Prepare todo el mundo el pellejo para la más gorda hazaña de nuestra historia… ¡Maldita sea nuestra historia! Señores, mi alma es hoy un volcán. O echa fuera el fuego que tiene dentro o revienta… ¡Pasarse al francés, pasarse al enemigo!… Ni por miedo a las penas del infierno, por toda la eternidad, lo haría yo… A ver: ¿hay alguno más en mi ejército que quiera hacer traición?… Que me lo traigan… quiero verlo… pónganmelo delante… deseo ver la cara del demonio… Adelante, pues… ¿Están en Rebollar de Sigüenza? ¿Cuántos son? ¿Quinientos mil? No importa… Si no quieren ustedes seguirme, iré yo solo.

Nadie le contestó. La frialdad de la temperatura reinaba también en el ejército. Allí no había más volcán que el pecho de D. Juan Martín.

Entrada ya la noche, el ejército se detuvo. Estábamos en una vasta e irregular planicie. A nuestra izquierda se elevaban altos cerros; a nuestra derecha el terreno descendía bruscamente en rápido y vertiginoso declive hasta terminar en un barranco cuya profundidad no podía distinguirse. Parecía la noche más oscura, más tenebrosa y siniestra que la anterior. Una lluvia menuda y glacial, nieve fina o agua congelada en invisibles puntas de aguja, nos azotaba el rostro. El frío era horroroso y temblábamos bajo los capotes, sintiendo imposibilitados los dedos para empuñar las armas.

Un soldado se acercó al general, diciendo:

– Por aquellos cerros de la izquierda baja alguna gente. Han disparado un tiro.

– No puede ser – dijo Sardina. – Estáis viendo visiones. No hay nadie capaz de apostarse en aquellos empinados cerros a estas horas, con este frío, y no sabiendo fijamente que pasaríamos por aquí.

– Sí, hay alguien capaz de eso y de más – dijo D. Juan Martín con arrebato. – Allí está mosén Antón… lo veo… sólo mosén Antón es capaz de quitarles su puesto a los cernícalos para acechar la carne que pasa.

– ¡Que viene gente! – dijo otra voz.

– ¿Son españoles o franceses?

– ¡Españoles!

– A ellos – gritó D. Juan Martín. – Esperemos a esos cobardes. Esta planicie es buena… desplegad la caballería… Lo malo es este barranco de la derecha… Pero no hay cuidado… aquí estoy yo.

Avanzamos y nuestra vanguardia rompió el fuego.

– ¡Ahí están, ahí están! – exclamó exaltado y con júbilo el general. – Conozco a Trijueque… él es… Enriscarse en esa altura para sorprendernos… eso no puede hacerlo más que el diablo o Trijueque… No bajarán, tienen que venir rodando o volando… Ánimo… que no haya confusión… Dejar sola a la vanguardia… Prepárense los caballos en el llano… Toda la demás gente a retaguardia… no se necesitará… Es Trijueque, no me queda duda. Yo le he enseñado estas hazañas… le veo rodando entre las piedras por la montaña abajo, y el aire que hacen sus alas negras me llega a azotar la cara… No puede ser otro. Sus cuatro patas, al bajar, se llevan por delante medio monte… Es el bravo animal, la bestia traidora más valiente que cien leones, y con una cabeza que no cabe dentro del mundo. ¡Adelante, muchachos! Hay que cazar esa fiera que se nos ha escapado, y volverla a la jaula.

Efectivamente, una partida de españoles nos quería cortar el paso; pero no sabíamos si era mandada por Albuín o Trijueque. Al principio permanecieron en su altura haciendo fuego: los nuestros quisieron escalarla, mas en vano. Un segundo esfuerzo sirvió para que los empecinados dominasen una parte del terreno enemigo; pero este era tan favorable que tuvieron que abandonarlo. En la llanura no podíamos temerles, y siendo nuestro objeto pasar adelante, el general dispuso que algunas fuerzas contuvieran a los renegados, mientras el resto del ejército pasaba de largo. Pero nos equivocamos respecto al número de enemigos, y respecto a su intención de no bajar a la llanura. Bajaron sí, de improviso y con tal empuje, que lograron por un momento desconcertar nuestras filas, arrojando sobre la nieve muchos cuerpos heridos o muertos.

– Aquí los quiero ver – exclamó D. Juan Martín abalanzándose al frente de su tropa escogida. – Aquí los quiero ver… que bajen, que vengan acá.

El impetuoso caballo del general lanzose sobre la infantería enemiga entre un diluvio de balas, y corrimos ciegos tras él los demás, acuchillando y aplastando con furia salvaje. Zumbaban las balas en nuestros oídos, y las bayonetas buscaban el pecho de los fogosos corceles. La embestida no careció de confusión; pero fue tremenda y eficaz, porque deshicimos a los renegados que habían bajado de la montaña.

El caballo de D. Juan Martín cayó gravemente herido. Al punto ofrecí al general el mío, quedándome a pie. En tanto los renegados se retiraban a toda prisa a su altura, donde era difícil seguirles.

– Estamos haciendo el papel que han hecho siempre los franceses en esta clase de guerra – dijo el Empecinado con rabia – y ellos están haciendo el mío… Cría cuervos… ¿Qué gente hemos perdido? Poca cosa. Adelante… ¿Dónde están los carros? Recoger los muertos… digo, los heridos.

Cuando esto decía, oyose de repente vivo fuego de fusilería. No sonaba, no, en la altura que servía de fortaleza a los renegados: sonaba delante de nosotros, allá por donde se extendía el camino que pensábamos seguir. Hubo un momento de angustiosa perplejidad. Miramos y nada vimos; las sombras de la noche ocultaban el cercano peligro. De repente en el ejército mil voces clamaron:

– ¡Los franceses, los franceses!

– ¡Gracias a Dios! – gritó D. Juan Martín. – Franceses y traidores, todo junto… Así les acabaremos a todos de una vez.

XVIII

– Tenemos retirada segura – gritó Sardina que había examinado el terreno a nuestra espalda.

– ¿Cómo retirada? – bramó el general. – Maldita noche que no alumbra. Que se repliegue toda la tropa, y esperemos… A ver, que los de Orejitas tomen posición a la izquierda.

– Es mal sitio, porque amenazan los renegados desde la altura.

– Pues a la derecha.

– A la derecha, sí: pero cuidado con el barranco.

– Esta gente no sirve para nada. ¿Son muchos los franceses?

– No vemos nada.

– Son muchos, muchísimos – gritó una voz.

– Mejor, mucho mejor… El Crudo a vanguardia. Crudo, mucho cuidado. Clavarse en el suelo… hasta ver si empujan fuerte. Si empujan blando echarse encima… si empujan gordo… aguantar. Aquí estoy yo con mi gente… Buena presa vamos a hacer hoy.

La avanzada francesa embistió a nuestro ejército. El vivo fuego indicaba empeño formidable de una y otra parte. Nuestra vanguardia llevaba ventaja; pero ¡ay!, sobre la blancura de la nieve se destacaban enormes masas de franceses, y de pronto no sólo la vanguardia, sino toda la línea se vio amenazada.

Apretando los dientes y crispando los puños D. Juan Martín gritó:

– ¡Morir antes que retirarnos!

Destrozada nuestra derecha, y no pudiendo desarrollarse por aquel lado táctica alguna a causa de la peligrosa configuración del terreno, retrocedió con violencia. Sardina, tratando de restablecer el orden para la retirada, se internó entre la tropa y pudo conseguir algo. Pero los franceses, cuyo número era muy superior al nuestro, se echaban encima, no daban tiempo a ordenar la resistencia, y hostilizados nosotros por el frente y desde la montaña, nos hallábamos en la situación más crítica que darse puede.

D. Juan Martín, extraviado, furioso, febril, vociferaba de este modo:

– ¡Aquí estoy, venid aquí!… Vengan traidores y franceses.

– No podemos hacer nada, ¡rayo! – exclamó Sardina; – pero aún podemos salvarnos.

– ¡Resistir a todo trance!… Los empecinados no pueden rendirse – exclamaba el general.

Y abandonando el caballo se lanzó sable en mano al combate. Su presencia hizo muy buen efecto, y aquellos pobres soldados, rendidos de fatiga y muertos de frío, resistieron en medio de la nieve el tremendo ataque de los franceses. No peleaban en correcta línea nuestros guerrilleros, porque ni sabían hacerlo, ni el sitio y la oscuridad lo permitían, y la cuestión se decidía en luchas parciales de grupos que encontrándose frente a frente se destrozaban con ferocidad. En los sitios de mayor empeño estaban D. Juan y Sardina con todos los de su comitiva, defendiéndonos más bien que atacando, pues ya no era posible conservar ilusiones respecto al resultado de aquel funesto encuentro. Era difícil demarcar con exactitud los límites de cada uno de los ejércitos, ni señalar dónde acababa uno y empezaba el otro, pues en aquella revuelta masa habíanse mezclado los unos con los otros en brutal choque sin arte ni táctica. La nieve pisoteada era fango y sangre, y nos hundíamos en aquel mar de espuma, que nos salpicaba al rostro. Los movimientos eran difíciles por la falta de suelo, y más que batalla, aquello parecía un baile de exterminio en las regiones a donde por vez primera se llevaran los odios humanos.

De pronto un remolino espantoso agitó aquellos cuerpos incansables; redobláronse los gritos y todos cambiamos de sitio, mezclándonos más que antes; fuimos arrastrados, como si la movediza escena corriera de un punto a otro, dividiéndose, quebrándose en pedazos mil. Nuevas fuerzas francesas habían entrado en el campo de batalla avanzando con orden, y dejando tras sí, a gran número de empecinados.

– ¡Que nos copan! – gritó con pánico una voz que reconocí como la de Sardina.

Miré en derredor mío, y no vi a ninguno de los que peleaban a mi lado. Pero no tardé en sentir muy cerca de mí la voz del Empecinado, que gritaba:

– Aquí estoy, ¡cuernos de Satanás! ¡Rayo de Dios! Veremos si hay quien se atreva a ponérseme delante.

Corrí allá. D. Juan Martín, acompañado de sus más fieles amigos, se defendía con bravura, y allí mataban franceses y renegados de lo lindo. Era un grupo aquel que atraía y fascinaba. En el centro, el general se multiplicaba, y con el espectáculo de su heroísmo no había a su lado quien no se sintiera con fuerza sobrenatural y un gran aliento para ayudarle. La idea de que cayese prisionero dábanos a todos un coraje loco que retardaba el fin de tan encarnizada lucha.

Al fin, de entre la masa de enemigos que teníamos delante, destacose una negra figura a caballo. Era mosén Antón, que venía gritando:

– ¡Ahí está!… No le dejéis escapar.

– ¡Ven a cogerme!… animal… – exclamó el Empecinado. – ¡Aguarda, traidor Judas!

Y quiso lanzarse en medio del fuego. Una mano vigorosa asió por el brazo al jefe de la partida y le arrastró hacia atrás. En medio del estruendo de aquel instante supremo oí la voz de Sardina, diciendo:

– Retirémonos… Juan, ahí tienes mi caballo… Vuela en él.

En derredor mío yacían muchos cuerpos que cayeron para no levantarse más. Yo me asombraba de encontrarme vivo… Retrocedimos haciendo fuego. Los aullidos de los franceses y los renegados anunciaban el júbilo de la victoria. Íbamos a caer prisioneros. Ya no había resistencia posible, y permanecer allí era locura, porque si los fusileros con quienes nos habíamos batido apenas inspiraban cuidado, detrás venía una fuerte columna de dragones con mosén Antón a la cabeza. Estábamos vencidos. Era preciso escapar.

– No hay remedio – dije para mí. – Nos cogen prisioneros.

Retrocedí sin precipitación, aguardando con relativa tranquilidad mi suerte, y al borde del barranco encontré a D. Juan Martín, llevado, o mejor dicho, arrastrado por sus amigos.

– ¡Que vienen… que nos cogen! – gritó una voz.

Los caballos, con rápida carrera, avanzaban acuchillando a los dispersos. En un instante estuvieron sobre nosotros, y algunos renegados, a pie, avanzaban trabuco en mano.

– ¡A ese, a ese… ahí está! – gritaban con feroces berridos.

Todos corrieron por el llano; D. Juan Martín, agitando los brazos con temblor frenético, vomitó estas palabras:

– Ladrones… ¡venid por mí! ¡Coged al Empecinado!

Y diciéndolo, se precipitó por el barranco abajo, y resbalando por la nieve, se hundió en aquel abismo, cuyo fondo ocultaba la oscuridad de la noche.

Los bandidos miraban a todos lados; los caballos se encabritaron al llegar al borde y perdiose en aquellos toda esperanza de echar mano al bravo guerrillero. Esto pasó en un período de segundos más breve que el tiempo empleado por mí en contarlo. No me es posible precisar de un modo exacto todos los detalles de aquel suceso, y hasta es probable que altere sin saberlo el orden con que se sucedían, porque lo que pasa en tales momentos de confusión y espanto queda en la memoria con rasgos y formas indecisas como la sensación producida por el relámpago o las turbias sombras de la pesadilla… Sólo puedo decir, sin precisar sitio ni momento, que el Crudo, otros tres y yo nos vimos rodeados por una chusma que nos quería coger prisioneros.

– Aquí nos tienes – exclamé asiendo vigorosamente la carabina por el cañón y descargando con la culata golpe tan vigoroso sobre la cabeza del más cercano, que lo tendí sobre la nieve.

Nos dispararon varios tiros; el Crudo cayó a mi lado y una navaja atravesó mi manga derecha rozándome la piel… Sé que corrí hacia un punto donde sentía la voz de Orejitas y Sardina… Sé que no pude llegar hasta ellos, y que me encontré junto a otros empecinados que aún se defendían bravamente… Pero no puedo decir por dónde escaparon los que lograron hacerlo… En la confusión con que mi mente me presenta hoy estos recuerdos, sólo veo con claridad lo que voy a contar, y es que por un espacio de tiempo que me pareció muy largo corrí sobre la nieve sin encontrar a nadie en mi carrera, oyendo, sí, gritos, voces, juramentos, aullidos, que ora sonaban a mi derecha, ora a mi izquierda. Miré hacia atrás y vi algunos caballos, no sé si diez o ciento que corrían en la misma dirección que yo… apreté el paso y vi delante de mí sobre el pisoteado fango de nieve un bulto, un trapo, un envoltorio, del cual salía un lastimero llanto. A pesar de la oscuridad se distinguían dos delicadas manecitas, alzándose hacia el cielo. Maquinalmente y casi sin detenerme, cogí el bulto entre mis brazos y seguí corriendo. Pero los caballos que seguían mis pasos, me alcanzaron al fin.

– ¡Date, date! – gritaban a mi espalda.

Me sentí asido fuertemente. Había caído prisionero.

En derredor mío había muchos franceses, todos frenéticos, poseídos de la terrible borrachera de la victoria. Uno de ellos apuntome con su fusil al pecho, con intento de matarme. Otro, desviando el cañón, me dijo mezclando el francés con el castellano:

– ¿Qué traes ahí, fripon?… Un petit… ¿Dónde lo has robado?

– Deja a un lado el petit, que te vamos a fusilar – dijo otro.

– Es un oficial – indicó un tercero, mostrándome benevolencia.

El guerrillero llamado Narices estaba a mi lado sujeto por dos robustos dragones, y al poco rato aparecieron otros cuatro empecinados prisioneros.

– Para esta canalla no debe haber cuartel – exclamó un sargento; – fusilémosles.

Narices, con un movimiento rapidísimo, se desasió de los que le sujetaban, y esgrimiendo la navaja, gritó:

– ¡Compañeros, a mí!… Despachemos a estos cobardes.

Y asestó tal puñada al sargento, que le dejó seco. Íbamos a secundar su movimiento; pero acudiendo otros, nos ataron despiadadamente. Al ver un camarada muerto, quisieron rematarnos a todos allí mismo; pero un oficial dio orden de diferir la ejecución, y luego presentose un hombre, cuya cara reconocí al momento.

– Es Araceli – me dijo – después hablaremos.

– Recoja usted su petit – me dijo el oficial.

Dos horas después, al cabo de una marcha penosa, entraba yo en Rebollar de Sigüenza custodiado por los dragones franceses. Éramos doscientos.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
240 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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