Kitabı oku: «Episodios Nacionales: La estafeta romántica», sayfa 12
XXX
De la misma a la misma
Madrid, Septiembre.
Amada mía: Estoy en la noche que precede al día crítico. Te daré cuenta del romanticismo que se apodera de mí como una enfermedad del cuerpo y del alma, con fiebre y terrores, en los cuales no puedo menos de ver algo de belleza, a ratos una belleza extremada, sin que ello me cause vanagloria, por no ser mi dolencia muy original que digamos. Los sentimientos y visiones que me turban paréceme que no son míos; no han nacido en mi ser; son algo que he leído; son el arte ajeno, que se convierte en ansiedades propias, en dramáticos lances. La ignorancia ¡ay! es una bendición; el saber un suplicio. Me creo espejo de la vida artística, y sus imágenes en mí se vuelven reales. Vas a creer que estoy loca. Más lo creerás cuando te cuente que esta noche he tenido por real y efectiva la escena que voy a referirte. No sé a qué hora, Valvanera de mi corazón, mas era sin duda la hora del miedo, Felipe me mandó llamar. El pobre Pantoja, nuestro anciano mayordomo, me trajo el recado con una solemnidad teatral, inclinando su venerable cabeza calva al manifestarme el deseo del señor Duque. Allá me fui, de sala en sala, arrastrando por los pavimentos esterados de fino junco la cola de mi vestido, sin que entonces ni después supiese yo la causa de aquella prolongación de mi ropa, ni entendiese lo que me decía el extraño ruido que tras de mí iba dejando al andar. Pasé por obscuras estancias, por estancias iluminadas. En algunas conocía mis cuadros y tapices; en otras vi objetos y adornos que no eran de mi casa. Llegué por fin a la sala de armas, donde encontré a Felipe y a Fernando platicando de cosas de guerra, armas y ciencia militar, y si no me causó sorpresa verles juntos, tampoco me asombró que mi esposo y mi hijo hablasen de asaltos de castillos, de combates encarnizados, con espadas, lanzas y mosquetes. Todo me parecía natural, y el cariño y confianza que uno y otro se mostraban éranme tan gratos, que permanecí silenciosa y embelesada el tiempo que tardaron en advertir mi presencia. Por fin, el señor Duque me presentó a Fernando, y este y yo nos saludamos con pausadas inclinaciones de cabeza, sin decirnos una palabra. Sin duda no era conveniente que aparentáramos conocernos de muy antiguo, desde que él vino al mundo y yo inauguré la era de mis desgracias. El Duque me dijo que Fernando era un famoso capitán que entraba a su servicio, y que por tal servidor valiente de nuestra causa le reconociese yo. Manifesté mi benevolencia con una sonrisa, ignorando todavía qué causa era aquella en que nos había salido tan esforzado paladín. A una señal del Duque, trajo Pantoja ánforas de plata y copas de oro. Debíamos beber los tres a la salud de la familia y de su nuevo defensor. Mandome el Duque que escanciara yo el vino; llené las tres copas; a la mitad de esta operación me temblaba la mano; miré a Felipe, cuya cara parecía de cartón; miré a Fernando, que aguardaba con grave compostura. Mi marido cogió una de las copas, y al dármela para que yo la ofreciese a Fernando, lancé un grito… Esto que te cuento, Valvanera mía, me pasó estando despierta, te lo aseguro… lo vi como estoy viendo ahora el papel en que te escribo… No sé lo que pasó después de aquel instante en que rompí a chillar… ¿Bebió Fernando? Creo que no… Felipe se me apareció entonces con armadura, en una facha altamente caballeresca, que nada se parecía a su común vestir y actitud usual. Su talla crecía, su ademán era noble y fiero. Yo di vueltas y me pisé la cola, enredándome en ella… Te aseguro que todo esto acaeció hallándome sentada en la misma silla en que estoy ahora. Entendiendo que mi mente exigía disciplina, cogí la Imitación de Cristo, y su lectura me produjo gran consuelo. No tardé en reírme de aquel delirio, y prepareme para los actos religiosos con que debo inaugurar, dentro de algunas horas, el día de la tremenda prueba. No ceso de pensar en D. Manuel, y de figurarme las expresiones que emplear debe para la exposición de mi deshonra ante Felipe… ¿Permitirá Dios que al fin salga yo de este infierno? Tremenda es la boca de salida, y el dragón que la guarda quiere devorarme; pero le arrojo mi reputación, mi dignidad si es menester, y mientras su glotonería se satisface, me escapo, agarradita a la mano del gran Cortina.
Al fin siento algo de sueño, más bien atonía cerebral. Me acostaré, figurándome que voy a dormir; mas con mi engaño no engañaré las horas. Hasta mañana.
Martes. – Pásmate: he dormido; he despertado con la impresión de un sueño muy bonito. Fernando y yo visitábamos la Alhambra, paseándonos solos por sus patios y estancias, agarraditos del brazo… Serían las ocho, cuando comulgué en mi capilla, después de confesarme. Gran consuelo han sido para mí los actos de religión, y a ellos debo la serenidad con que aguardo mi sentencia. Humillándome ante Dios y sometiéndome a su soberana voluntad, he fortalecido mi alma, he serenado mi conciencia. Y pues mis faltas no pueden desaparecer del tiempo, venga la nueva, la real situación que la propia falta impone. ¿Qué ganamos con vivir en el engaño social, desempeñando mentidos papeles, decorándonos con una opinión ficticia, y haciendo creer que somos lo que no somos? Cada uno es lo que es: bueno o malo, tuerto o derecho, cada ser representa su propio carácter. Apartémonos de la comparsa social, renunciemos a la fastidiosa obligación de marchar a compás, haciendo figuras más o menos airosas. Lo que cada uno es ante Dios, séalo ante los hombres. Impere la verdad, siempre superior a los embustes mejor compuestos y con más arte pintorreados. Arrojemos las pelucas, los postizos, los afeites, las ballenas que oprimen, los mil artificios que son deformación y tormento de nuestro ser. Dios abomina de los cosméticos, de las máscaras y de toda farsa. Nos quiere sinceros, puros, con nuestra conciencia bien diáfana, manifiestos nuestros delitos si los tenemos, así como nuestras virtudes, que algunas hay siempre. Así he de ser yo, y el valor que ahora siento no ha de faltarme.
Me encierro en mis habitaciones, conforme a la voluntad de Cortina. El calor es hoy extremado, arde la atmósfera, y el cielo parece que está preparando rayos y centellas, quizás un pedrisco asolador. Oigo truenos lejanos.
A prima noche. – Esta tarde, mientras estallaba una de las tempestades de verano más ruidosas e imponentes que he visto en mi vida, he sentido un pánico horroroso. La idea de que entrase Felipe en mi cuarto a recriminarme, pronunciando el trueno gordo, me ha causado un sobresalto indecible. La tempestad casera que he temido y temo, me asustaba más que la que rodar sentía por los espacios, con sus nubes negras preñadas de electricidad. A las cinco, próximamente, mi susto era tan vivo, que determiné huir. Vestime en un instante; mi doncella recogió alguna ropa en una maletita. Concertamos que ella traería un buen coche de alquiler, situándolo en la Ronda, y que nos escaparíamos lindamente por la puerta del jardín sin que nadie nos viese. Luego me pareció algo ridícula esta manera de ausentarme, y determiné salir rápidamente por la escalera y puertas principales sin decir nada. Fuera de mi cuarto ya, retrocedí, acordándome de que había prometido a D. Manuel no tomar resolución alguna sin su dictamen, y he vuelto a mi encierro, donde estoy como en capilla. Heme acogido al Kempis, que por donde quiera que se abra nos muestra un admirable pensamiento, de pasmosa concordancia con lo que sentimos o padecemos. He leído: Cuando el hombre se humilla por sus defectos, entonces fácilmente aplaca a los demás, y sin dificultad satisface a los que le odian.
A media noche. – A las nueve y media, cuando yo acababa de mal comer en mi habitación, entró Cortina. Antes que me hablase, conocí en su rostro grave que el paso había sido tremendo, y que el servicio que me ha prestado merece eterna gratitud. Llorando quise besarle las manos, lo que él no permitió. La revelación, según me dijo, lenta, dificultosa, impresionó a Felipe de un modo tal, que nuestro amigo llegó a temer un acceso de locura. Vino después un abatimiento hondísimo, postración de todas las energías físicas y espirituales, y el hombre se reconcentraba en su dolor con cristiana paciencia. Había cogido el Kempis y leía: El humilde, recibida la afrenta, está en paz, porque descansa en Dios, no en el mundo.
Habíase encerrado en su aposento con rigurosa consigna, como yo. Cortina le acompañaría hasta media noche, procurando conservar en su ánimo la serenidad, y prepararle para los actos razonables. Lo que no tiene remedio debe afrontarse con valor y espíritu de concordia. Terminó diciéndome que continuase yo prisionera de mí misma, alejando de mí todo temor de escenas ruidosas y de manifestaciones imponentes. Sus últimas palabras me hirieron en el corazón: «Felipe la ama a usted con locura… Esta es la verdad… quizás sea forzoso reconocer que no ha sabido amarla, porque el amor, dígase lo que se quiera, no sólo es un sentimiento, sino también un arte. Adiós, amiga mía. Ya estamos del otro lado».
Miércoles por la mañana. – No ceso de repetir la última frase de mi salvador: «ya estamos de la otra parte». Me parece mentira. Ya Fernando es mío, y yo soy suya. Ya podré vivir para él a cara descubierta. ¡Cuánto me ha costado llegar a esto! Pero al fin he llegado, estoy en mi terreno, donde pisaremos él y yo libremente. Dale, dale la feliz noticia, con las discreciones y atenuantes que tu buen juicio te sugiera. Que participe de mis esperanzas. En medio de mi triunfo, que triunfo es, estoy triste: no se aparta de mi mente la imagen de Felipe abrumado de dolor por mi causa. ¡Cuántos años de mentira y disimulo! ¡Y cómo pesarán sobre él!… Si queriéndole yo nos aliviáramos ambos de este horrible peso, mi corazón se halla dispuesto al amor de todos, a la concordia, a la reconciliación. No sé si esto será posible, dado su orgullo, su dignidad puntillosa, llena de asperezas… Pero por mí no quede. Quiero amar a todos, y que todos me amen, merézcalo o no. Abro el Kempis y leo: Espera un poquito y verás cuán presto se pasan los males.
Por la tarde. – El silencio y la quietud reinan en mi casa. Parece esto un panteón, y a mi sepulcro no llega ningún rumor. ¿Qué pasará en el de Felipe? A ratos me entran vivos deseos de correr de mi cripta a la suya y decirle… No, no me atrevo. Espero que el muerto de allá me visite. Lo deseo y lo temo. Me inquieta que hoy no haya venido Cortina; mas por mi doncella sé que pasó toda la mañana en las habitaciones de Felipe.
Ha roto esta monotonía un billetito de Salamanca, diciéndome en estilo de negocios: «Hecho. Mañana otorgaremos la escritura. Espero instrucciones». Le contesto que se entienda con Cortina. Ya ves: vamos bien. El programa se cumple, y mis deseos se van condensando en la realidad. Pronto será Fernando poseedor de un millón de reales; ya no podrán decirle que se ignora de quién recibe el dinero que gasta. Afirmar puede ya que es rico, porque lo es su madre, y su madre soy yo, que aún tengo otros milloncitos guardados para él. Ya no es humillante su actitud ante la incomparable niña de Castro-Amézaga. Con valer ella tanto, mi hijo no desmerece, y aun sostengo que vale más, por su gran cultura, por su talento y finísima educación. Dile a Juana Teresa, si le escribes, que se vaya a paseo, que busque la Marquesa de Sariñán entre los Almontes de Tarazona, enriquecidos por la usura, o entre los Sopuertas de Alagón, que a fines del siglo pasado fabricaban albardas, y ahora las llevan ellos, rellenas de vales reales. La niña de Castro es para mí, para nosotros, y en todo caso, les cedo la pequeña, siempre que no repugne unir sus floridos años a la seca y utilitaria juventud del mayorazgo de Idiáquez.
Rabio de ganas de escribir a Fernando directamente diciéndole todo lo que se me ocurra, y firmando con mi nombre entero, según la usanza y fuero de mi mayorazgo, que me manda poner en primer término el apellido materno. Recibid el corazón y el alma de – Pilar de Loaysa.
XXXI
De Valvanera a Pilar
Villarcayo, Agosto.
Amada mía: La ansiedad que revelas en tu carta se me comunica, y no vivo hasta saber el término y solución de la gran crisis de tu destino. Bendigo a esos buenos señores, amigos fieles, Cortina y Salamanca, que te ayudan en tu magna empresa. Inspíreles Dios, y a ti te dé fortaleza y serenidad. No ceso de pedirte que encierres con cien llaves tu romanticismo, todo ese imaginar insano que debes a las lecturas continuas, al hábito de vivir dentro del misterio, a esa fatalidad de tener drama oculto, vida de novela por dentro. ¿Me explico? Aguardo impaciente la carta en que me digas el resultado de lo que llamas operación quirúrgica. Encomiéndate a Dios, que no dejará de mostrársete benigno, viendo atenuada tu enorme falta por el sentimiento purísimo que es consecuencia de ella. El pecado y la virtud ¡qué cosa más rara! se ven enlazados en la vida humana, y donde menos lo piensas encuentras un eslabón de oro entre los de hierro de tu cadena. Te reirás de las figuras que se me ocurren. Algo se me pega de tu florido ingenio.
Delicadísima es tu situación frente a Felipe, y todo el tacto que empleares para sortearla me parecerá poco. Considera, Pilar, que las espinas de su carácter están en la superficie; su corazón es bueno. Desgracia grande ha sido que no supiera conquistar el tuyo, aun después del tropiezo. Ya es tarde para la concordia. Si el cariño no puede existir, sálvense la estimación y el mutuo respeto. Te digo todo lo que se me ocurre, sin reparar en que mis exhortaciones lleguen tarde. Pongámonos en manos de Dios, que ha de resolver este magno problema. Él decidirá de tu vida futura, poniendo fin a tus sufrimientos, o dándote otros en vez de los actuales. Si así fuere, acéptalo con resignación recordando estas dulces palabras del Kempis: Tanto se acerca el hombre a Dios, cuanto se desvía de todo consuelo terreno. Y tanto más alto sube hacia Dios, cuanto más bajo desciende en sí y se tiene por más vil.
Quiero endulzar tus penas contándote cosas de acá, placenteras: teníamos a Fernando alicaído y triste; hoy está muy gozoso con la visita de su amigo D. Pedro, que se nos entró por las puertas ayer tarde, sin previo aviso. Figúrate la alegría del pobre Telémaco. En el tiempo que aquí lleva, nunca le he visto tan animado, tan expansivo y bien dispuesto. Juan Antonio y yo hemos recibido en palmitas al Sr. de Hillo y le agasajamos todo lo que se merece. En cuanto habla, se manifiesta el cariño que tiene a Fernando, y el afán de verle dichoso. Lástima que sólo esté en nuestra compañía hasta mañana, pues tiene que partir para Vitoria, con no sé qué graves comisiones de su ministerio castrense. Creo que Fernando le acompañaría de buena gana; pero no nos resolvemos a concederle autorización para este viaje. Tanto él como nosotros nos hacemos cargo de que en estas difíciles circunstancias, y en la expectativa de la gran crisis tuya, no debe alejarse. Podría ser necesaria en un momento dado su presencia aquí, tal vez en Madrid. Dice D. Pedro que volverá, y esto me alegra, porque su compañía, su afecto y su festivo temple son el mejor antídoto de las melancolías de nuestro amado caballero.
Y allá van otras noticias, que aunque parezcan extrañas a nuestro asunto, quizás tengan con éste indirecta relación. He recibido carta de mi padre, desde Albarracín, donde se hallaba muy obsequiado por los figurones de la facción. ¡Qué hombre, qué carácter flexible y ameno! No hay quien le iguale en el don de ganar amigos y de hacerse simpático a todo el mundo. Me dice que su salud es excelente; que tras las penalidades sufridas con cristiana conformidad, ha recobrado su vigor, el apetito de sus mejores tiempos, la fácil labia y el prurito social. No hay otro D. Beltrán de Urdaneta. Es el prodigio de la Naturaleza y la unión del siglo pasado con el presente. Me dice que quieren agregarle a la expedición de D. Carlos, el cual parece no ha de parar hasta Madrid. En la presunción de que mi padre recale por la Villa y Corte, y de que vaya a parar a tu casa, como otras veces, he pensado que no debes vacilar en informarle del asunto, ganando su voluntad antes que los Idiáquez. Creo que teniéndole preparado y conquistándole hábilmente, como tú sabrás hacerlo, le tendremos a nuestra absoluta devoción en el delicado negocio de La Guardia. ¿Estás enterada?
Ayer hemos expedido un propio para llevarle nuestra carta y el dinero que nos pide, necesario para que pueda incorporarse decorosamente a esa ambulante corte del llamado Rey, que quizás lo sea pronto de verdad, por convenio entre las dos ramas borbónicas. Le hablo de Fernando, a quien profesa paternal cariño, diciéndole que le albergo en mi casa desde principios de año, y añado algunas explicaciones de los motivos de este hospedaje, que entiendo han de ser para él una revelación. Le encargo que si a Madrid va, hable contigo de mi huésped, y con esto me parece que ayudo bastante a su penetración y agudeza. Estoy bien segura de que a un hombre como mi D. Beltrán, de tanto conocimiento en cosas y aventuras pasadas, le bastarán las medias palabritas que le escribo para posesionarle de tu secreto. Cualquiera que sea el resultado de esta crisis, cree que el saberlo mi padre no puede ocasionarte ningún perjuicio, y sí ventajas grandes. Agasájale, sé sincera y cariñosa con él, y tendrás un excelente apoyo, un leal consejero y auxiliar.
Y punto final por hoy. Te anuncio el milagro de que mis cinco hijos están buenos, sin ninguna molestia ni alifafe. Dios me les guarde así mucho tiempo. Fernando se ocupa en reanudar los ensayos del Sí. En buen hora sea. Adiós, querida: que tu carta próxima me traiga felices nuevas, el término de tus afanes, el alivio de tu conciencia, y vea yo sobre tu cabeza la bendición divina y la piedad humana. Concluyo recomendándote que mires a Felipe con respeto y cariño. El amarle será para ti un inmenso consuelo. No te canso más. Tuya siempre – Valvanera.
XXXII
De Pilar a Valvanera
Septiembre.
Amiga de mi alma: Pensaba escribirte hoy cosas gratas, y mi destino dispone que no lo sean. Sobre mí pesa sin duda una maldición. No creo en maldiciones: creo en castigos, y el mío es grande, más doloroso y largo de lo que a mi parecer me corresponde, sin duda por la magnitud de mis faltas. En los dos días que han pasado desde el memorable de la espantosa revelación, mi alma se consume en una ansiedad monótona y sin accidentes. Felipe no sale de su cuarto. La noticia de que está enfermo, a mis oídos llegada por referencias de servidores más o menos discretos, me causó ayer inquietud, hoy pena indecible. He llamado a Pantoja, el cual me asegura que el señor Duque no padece más que una indisposición nerviosa. En distintos aposentos de una misma casa, mi marido y yo vivimos tan distantes como si fuéramos antípodas uno de otro. Esto es horrible, y de una tristeza que anonada. Hoy, por dos veces, no pudiendo refrenar mi ardiente afán de hablar con él, he salido de mi habitación con ánimo de entrar resueltamente en la suya. A la mitad del camino heme vuelto para mi hemisferio, temblando de pavor. Llegué a mi alcoba rendida y sin aliento, como quien ha corrido largo trecho por senderos pedregosos. Anoche pasé horas de terrible miedo, creyendo que a mi cuarto venía; sentía sus pasos, era él… Componía yo mi rostro, preparaba las frases compungidas que debía dirigirle al entrar… Pero no era, no: mi espíritu, no sé si deseándole o temiéndole, fingía la proximidad de su persona, sus pasos, su acento, su cara… Hoy puedo decirte que sin dejar de temerle, deseo ardientemente que venga y me diga lo que, según la gravedad del caso, debe decirme. Su silencio me duele tanto como mi culpa. Imagino en él padecimientos crueles, que agravan los míos. Por primera vez en mi vida, creo que siento con él, que su corazón y el mío laten a la par.
No puedo seguir. De estas cosas no hables nada a Fernando. Que sepa cuanto a mí se refiere; pero esto no, aunque seguramente lo comprendería. Dile tan sólo que le amo mucho, y que Dios quiere sin duda que mi amor arda en nuevos crisoles para purificarse. Tarda en llegar el bien; aún está lejos la paz dulce y hermosa… No le hables de esto, no; que podría descorazonarse, como yo, y caer en hondísima tristeza. Basta con que sepa que vivo y viviré para él.
Viernes por la noche. – Otros dos días han pasado, querida mía, en la misma lúgubre calma, sin que Felipe me vea, sin que pronuncie una palabra delante de mí. Ni me habla, ni me mira, ni me injuria, ni me mata, ni me perdona. Esto es horrible. El buen letrado me ha dicho que espere. Hoy no vino a verme, y su ausencia pone el remate a mi tribulación. Mañana rompo esta cárcel de silencio y soledad en que estoy metida: necesito una palabra de mi esposo, cualquiera que sea; necesito mi libertad, cueste lo que costare.
Dícenme que Felipe no está en cama; que no recibe ninguna visita, ni aun la del médico; que pasa los días sentado en un sillón, o paseándose en su cuarto; que no prueba la comida; que escribe cartas larguísimas y las rompe… No sé qué daría yo por saber si pregunta por mí. Recados suyos a mi calabozo no llegan. Yo repito los míos esperando respuestas que no vienen, que no quieren venir por mas que las llamo. Lo único que me dice Pantoja es que el señor asegura que no está enfermo, que apetece la soledad, que despide a sus servidores con expresiones de bondad flemática. Me asombra saber que no riñe, que no se impacienta por cualquier motivo baladí, que no alza la voz para dar sus órdenes; esto me inquieta más, porque un cambio tan radical en su carácter indica trastorno profundo. La magnitud de la impresión, la sorpresa y dolor han desquiciado su naturaleza, revolviéndola y agitándola desde lo más hondo a lo más superficial. Lo peor será que tras esta crisis venga una enfermedad grave, la muerte quizás. ¡Y ello sería por mi culpa! Amada mía, no le digas esto a Fernando: confidencias tan delicadas, tan íntimas, son exclusivamente para ti. Sólo las mujeres entendemos esto.
Sábado. – Llega Cortina y me dice que la situación moral de Felipe es la misma; que debemos esperar a que la benéfica acción del tiempo le restituya a su ser normal. Me recomienda, dando a entender que obra por inspiración propia, pasar unos días en la quinta de mi tía Consolación en Carabanchel. Al pronto, acepto con regocijo la idea que abre un paréntesis en mi ansiedad, y me saca de esta atmósfera de panteón o presidio; pero luego me nacen en el alma energías de protesta contra tal viaje, que se me figura una forma delicada de expulsión. Cierto que mi salud exige descanso, cambio de aires, y en ello insiste D. Manuel, añadiendo que intentará convencer al Duque de la conveniencia de buscar distracción y recreo en el campo. Es probable que pase un par de semanas en la Encomienda, y el mismo tiempo debo yo permanecer junto a mi tía. Accedo a todo: me invade la obediencia, sobreponiéndose a todas las fuerzas de mi espíritu. Me siento máquina…
Dentro de una hora saldré para Carabanchel, donde espero recobrar mis facultades dispersas. Aguardad un día, dos, y recibiréis la verdadera expresión personal de vuestra amantísima – Pilar.