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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: La estafeta romántica», sayfa 13

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XXXIII

De la misma a la misma

Carabanchel, Septiembre.

Aquí respiro, amada mía; todas mis penas conmigo me las traigo; pero las atenúa, las suaviza la libertad, el alejamiento de mi martirio. La tía Consolación es un calmante enérgico de mi estado espasmódico, por su bendita indiferencia de todos los asuntos que no sean sus devociones y la paz de su casa, por carecer en absoluto del defecto esencialmente femenino, la malditísima curiosidad. No he visto pasta de ángel como la suya. Si ello es un profundo egoísmo, celebremos la razón de la sinrazón que en determinadas circunstancias reviste los vicios de las apariencias de excelsas virtudes, ofreciéndonos los provechos de estos. A mi tía Consolación no le importa nada de nada: vive siempre en, por y alrededor de sí misma, contenta del medio social, como los pececitos que se hallan bien en su redoma de agua limpia; hablando mucho de las excelencias de la otra vida, y procurando por todos los medios permanecer en esta el mayor tiempo posible; rodeada de curas y de médicos, a quienes oye y atiende como a sibilas de la salud espiritual y física; disfrutando de sus riquezas con parsimonia y régimen intachables; practicando la caridad con medida; exacta en todo, fría en sus afectos, cuidadosa de sus pelucas y de sus huéspedes…

A propósito de huéspedes: ¿a quién creerás que me encuentro aquí? A nuestro D. Juan Nicasio Gallego, que veranea en la quinta inmediata de Montecastro. Compite en corpulencia con mi tía Consolación, y la supera indudablemente en ingenio y en ese desahogo frailuno que nos hace tanta gracia. Su conversación me ha distraído un tanto de mis amarguras: ya me notarás semejante a mí misma, aunque todavía no puedo reconocerme todo lo yo que ordinariamente soy. Paso ratos agradables sentadita en el jardín en compañía de D. Juan Nicasio, que se ha dignado recitarme, con la entonación y compás clásicos, su oda a La influencia del entusiasmo en las bellas artes, que yo no recordaba. Se muestra lastimado de que le excluyeran de la dirección de Estudios después de haber hecho el plan de enseñanza general. La jubilación le duele como un castigo injurioso, y habla pestes del régimen traído por la sargentada, y de la nueva Constitución, que, según él, dará óptimos frutos dentro de quinientos años… Si tuviera mi espíritu sereno, a Fernando escribiría yo de mil cosillas referentes a gentes de pluma, pues también andan por aquí Bretón y Gil y Zárate: Ventura Vega viene algunas tardes a la Quinta de Vistabella. Todos me visitan, y aunque procuro huir de la sociedad, no puedo eximirme. Me acosan, me asaltan, y he de oírles, por lo menos.

Diariamente recibo noticias de Felipe, que no ha ido a la Encomienda: continúa en nuestro palacio de Madrid, sin alteración en su tristeza y aislamiento. Las noticias de hoy me hacen recaer en el abismo de mis penas, y esta tarde no he querido recibir a nadie, ni al mismo Gallego, que vino acompañado de Eulalia Montecastro y de Pilar Selva Fría. La tía Consolación le les dio chocolate de Astorga, y D. Juan Nicasio contó chascarrillos de confesiones de baturros. Desde mi cuarto, en el piso principal, oía la voz gruesa del clérigo y las francas risas de su auditorio.

Hoy domingo. – Llegó D. José Moya, el socio del librero Boix, y he hallado un consuelito a mi pena tratando con él de un envío de libros que pienso hacer a Fernando. No puedes figurarte cuánto he gozado viendo el catálogo de obras francesas, enterándome de los precios, y oyendo apreciaciones no muy autorizadas sobre el mérito literario de estos o los otros autores. Eligiendo y desechando libros he pasado un buen rato, figurándome que Fernando estaba presente y que aprobaba mi escrutinio, enteramente acorde con mi gusto. La caja contendrá la nueva edición del Ossian con grabados magníficos, y la última Vida de Napoleón, también con láminas muy hermosas. Por cierto que hay entre estas una de la cual no quiero hablar ahora; pero ya te diré algo en ocasión oportuna. Es muy triste, Valvanera mía… A su tiempo hablaremos… También le mando la traducción francesa del Don Juan y del Giaour de Byron, y la Corina de la señora Stäel. De latinos recibirá bastante historia: Tito Livio y Suetonio, que son muy buenos, y no lo afirmo porque yo los haya leído; de españoles van Solís y Masdeu, acompañados de Quintana. Las Vidas me gustan, aunque son un poquito pesadas; pero no hay que hacer caso de mi juicio. Y para colmar la caja he añadido todo el romanticismo que encuentro en los catálogos: dramas de acá y de allá, algunos que, sin leerlos, estimo de baja literatura, por un cierto tufillo que se desprende de sus cubiertas; otros medianos, friotes, con rimbombancia de frase y pobreza de ideas… Pero, en fin, allá va todo. Son juguetes que pronto estarán rotos en manos del niño. Este Sr. Moya me promete enviar la caja mañana mismo por un ordinario de confianza. ¡Si pudiera meterme en ella, como un mal drama, qué feliz sería yo! Mi felicidad me consolaría de la pena de ser drama malo.

Martes. – Ayer me trajo Salamanca, que vino acompañado de un escribano y su acólito, un rimero de papeles que firmé. Esto y una carta de Cortina me aseguran que es un hecho la situación provisional de Fernando. Ya no puede decir nadie que sólo tiene de caballero la figura, la ilustración y los modales. Cuéntame qué impresión le causa esto; y si es grata, como supongo, me consolaré de no haberlo hecho antes. Pienso yo que las riquezas deben ser siempre para la juventud, bajo la tutela y dirección de los viejos. Lo que Fernando disfrute con la discreción y buena medida propias de su honrado carácter, será mi gloria, mi orgullo. Que tú y Maltrana le habléis de esto, demostrándole que le pertenece lo que hoy está en mis manos. Soy su arca, su hucha; no tiene que agradecerme nada, y yo mucho a él por poner en mí su confianza. Que me le aleccionéis bien, queridos Valvanera y Juan Antonio. Adiós por hoy.

Viernes. – En los dos días que he pasado sin escribirte me han ocurrido cosas que no puedo contarte sin emoción muy viva. Aún me dura el grandísimo dolor que he sentido ayer; encontrarás mi carta como anegada en un mar de amarguras, turbio el estilo y sin ninguna gracia. Buscaré compensación en la claridad y el fiel traslado de los hechos, huyendo de las impresiones de romanticismo, que, a pesar mío, me asaltan el magín. Con un esfuerzo supremo de mi voluntad las echo de mí, presentándote en forma descarnada lo que he visto, y lo que he padecido al verlo… Pues desde el miércoles sentía yo una viva comezón de volverme a Madrid, de entrar en mi casa y adquirir por mí misma noción clara de lo que allí ocurre. Sospechando que me ocultan algo, que no es posible la continuidad de la monotonía fúnebre que dejé allí, ayer preparé con mi doncella una escapadita, que realizamos felizmente. No tuve dificultad para entrar en casa, no diré en secreto, porque esto era dificilísimo, pero sí precavida contra las indiscreciones de los criados que me vieron. No me dirigí a mi habitación, pues para esto habría tenido que atravesar los sitios de más peligro: metime en aquel cuarto obscuro ¿sabes? entre el billar y la sala de armas, y allí permanecimos Rafaela y yo muy agazapaditas, acechando una ocasión de aproximarme al encierro de Felipe, que es el gabinete de la esquina, entre su alcoba y el salón rojo. Caía la tarde. Pasó tiempo, y sobre la casa vino la obscuridad, entristeciendo todo y poniéndome a mí más triste que las mismas tinieblas. Ya era noche cerrada cuando el Duque mandó que le llevasen luz. De puntillas acerqueme a la puerta de la habitación, que había quedado entornada al salir Mariano, después de preguntar este a su señor (así me lo figuré) si deseaba comer. Creí entender, adiviné más bien, que la respuesta había sido negativa, y lo confirmó el que pasara mucho tiempo sin que Mariano volviese con el servicio… Nadie me vio, ni yo pude tampoco ver a Felipe, sentado sin duda en el diván que hay en el mismo testero de la puerta. Esperaba yo que se pasease o que cambiara de asiento, poniéndose en el sillón de enfrente, debajo de la gran panoplia colgada entre el Ribera y el Juan de Juanes. No puedo decirte cuánto tiempo estuve en acecho sin oír ruido alguno. «¡Si yo me atreviera a entrar bruscamente! – pensé, fatigada del largo plantón. – .. Pero lo pensaba no más, hija, y la idea de hacerlo me estremecía. Cautelosa me retiraba ya, buscando las partes más obscuras del salón rojo, cuando le sentí ponerse en pie. ¡Ay, se paseaba!… ¡No, no: salía! Tuve tiempo de esconderme detrás del piano a punto que aparecía su figura en el cuadro de la puerta, iluminado por la lámpara del gabinete, y pasó, pasó muy cerca de mí, le vi perfectamente a la tenue claridad del salón. ¡Dios mío, qué impresión, qué inmensa pena! Aquel hombre no era Felipe, no era el esposo mío… o más bien era él mismo tal como pienso yo que será dentro de veinte años. ¿Pero han pasado veinte años sin que yo lo advierta?… ¿Estaré yo en ese grado de vejez? ¿La crisis que atravieso me hace avanzar de golpe casi un cuarto de siglo? Tanta era mi confusión como mi terror por lo que veía, y no daba crédito a mis ojos. La cabeza de Felipe, que apenas blanqueaba hace quince días, es ya enteramente blanca; su cuerpo, antes arrogante y derecho, se encorva hacia la tierra; su paso es vacilante; se agarra a las sillas que encuentra próximas. A la escasa luz, el rostro demacrado, cadavérico, me causó tan viva aflicción, que a punto estuve de perder el conocimiento. ¡Dios de mi vida, qué lastimosa ruina, qué desmoronamiento fugaz! Desapareció hacia la sala de armas; le seguí, apoyándome también en los muebles para no dar con mi cuerpo en tierra… Pasó por habitaciones obscuras, por habitaciones mal alumbradas. Iba hacia la mía, hacia donde yo vivo, donde duermo, donde sufro y medito y tramo mis combinaciones mentirosas. Allí está mi pensamiento, que permanece en aquel ambiente cuando yo salgo, y allá va Felipe a buscarme… No encuentra de mí más que una idea, y esto le basta. ¡Y yo tan cerca en cuerpo y alma, sin que él lo sospeche! ¡Pobre de mí! ¿Es tan grande mi culpa que merezco el suplicio de anoche? Sin ver a Felipe, porque la obscuridad me lo impedía, me lo figuraba postrado en mi sillón favorito, los codos en las rodillas, el rostro en las palmas de las manos, evocándome con su pensamiento, quizás para reñirme, para mortificarme, quizás para pronunciar palabras dulces de perdón. Hablaría con la idea de mí, reconstruyendo el pasado, nuestra larga vida matrimonial, y condoliéndose de que haya sido tan árida, tan triste… ¡Que no pudiéramos hacerla nueva, perdonándonos el uno al otro, desprendiéndose cada cual de sus asperezas!… Me faltó valor para esperarle y verle de nuevo a su regreso, que quizás sería muy tarde. ¡Sabe Dios el tiempo que durarán aquellos actos de contemplación o éxtasis!… Sentí vergüenza, y la conciencia de mi inferioridad ante aquel sentimiento intensísimo me precipitó en una fuga loca. Corrí en busca de Rafaela, y nos lanzamos fuera del palacio por la escalera de servicio, metiéndonos en el coche que nos aguardaba en la calle. Por primera vez en mi vida me he tenido por idiota: tal era la fuerza de mi estupor. Se me revelaba un mundo nuevo, ¡y cuándo, Dios mío! cuando apenas hay tiempo ya para poder apreciarlo y disfrutar de sus hermosuras. Felipe y yo hemos vivido sin duda en el seno sombrío de una fatal equivocación. ¡Tan cerca uno de otro, y no nos hemos conocido, no nos hemos visto, no sabíamos ni que existiéramos!

Al llegar a Carabanchel me arrojé en mi lecho sin querer ver a nadie, y lloré no sé cuánto tiempo lágrimas muy amargas. ¡Cuánto habría dado porque él las hubiera visto! Su figura claudicante, agobiada por el dolor, los blancos cabellos, el rostro extenuado, la respiración ansiosa, se representaban no sólo ante mi imaginación, sino ante mis ojos. Toda la noche me tuvo la visión en un estado de angustia contemplativa, y aun hoy, en pleno día, no ha cesado de acosarme. ¿Será esto romanticismo? Sólo sé que es verdad. Y la verdad romántica es la revolución desencadenada en nuestras almas, el pueblo que se encrespa, los tronos que caen, la pequeñez volviéndose grandeza… No sé lo que digo. Comienzo a desvariar, y suspendo mi escritura. Me tengo miedo.

Mis penas, en vez de disminuir, aumentan. Mi paz no aparece. ¿Volveré a Madrid? ¿Me arrojaré a los pies de Felipe? ¡Cuánto daría por tenerte a mi lado para que inmediatamente me respondieras a esta consulta! Yo me consulto, y no sé qué aconsejarme. Estoy loca. Sólo sé sentir; pensar no puedo. Llamo a Cortina, que es mi pensamiento.

No puedo más. Cariños sin fin de vuestra – Pilar.

XXXIV

De D. Beltrán de Urdaneta a D. Juan Antonio de Maltrana

Herrera de los Navarros, 26 de Agosto.

Amado hijo: Gracias mil por la prontitud, en estos tiempos milagrosa, con que contestasteis a la que desde Albarracín escribí a Valvanera. Me han sido entregados por el primo de Pulpis los sacros dineros, que vienen a remediar las escaseces de este vetusto prócer, y a devolverle la perdida dignidad en presencia de los señores y príncipes en cuya compañía me encuentro. Si en todas las ocasiones la carencia del precioso metal ocasiona a los humanos infinidad de males, en este mi crítico estado la desdicha del no tener llega a proporciones increíbles, amados hijos míos. Sois mis ángeles consoladores, sois la alegría de mi ancianidad, pues a más de haber contribuido con los tacaños de Cintruénigo, en la parte correspondiente, al alivio del viejo loco, añadís por vuestra cuenta mayor y más generoso alivio. Dios os lo pague en salud de vuestros pequeñuelos, mis nietos adorados.

No es flojo gusto el que me da la carta que incluís de Fernandito Calpena, mi simpático amigo, de quien conservo tan grata memoria. El saber que lleva luengos meses en vuestra compañía me colma de gozo, y si no he podido descifrar aún la charada en que Valvanera, para ejercitar mi caletre, me da como una explicación enigmática de las causas de ese hospedaje, tengan por cierto que en cuanto a ello me ponga la descifraré, que bien sabéis que soy un águila para los acertijos. Ya escribiré despacio a mi amiguito cuando tenga algún descanso, que ahora me falta. Decidle que no olvide mi parábola del árbol, y que no desperdicie ninguna coyuntura que para llevarla a la realidad se le presente. Decidle, y sabed vosotros también, que esta situación favorable en que ahora me encuentro la debo al industrioso italiano con quien fue a Oñate, y que ahora se ha trabado conmigo en grande amistad. Nos encontramos cerca de Alcañiz, cuando yo, vencido de la pesadumbre de mis años, no menos que de las horribles hambres, fatigas y sustos que he padecido, intentaba salir de este peligroso terreno tomando a pie las vereditas de mi tierra, y me brindó con su apoyo, y sustentome con sus vituallas, y me fortaleció el espíritu con su donosa conversación, como el cuerpo con sus vinos; y habiéndole yo caído en gracia por mi entender social y político, como él a mí por su fino trato, intimamos y nos unimos en los alojamientos y en las caminatas, para las cuales hubo de franquearme un hermoso caballo, aunque no iguala, no, al que gané a Fernando. De esta amistad vino la del Infante D. Sebastián, mandarín en jefe de estas tropas Reales (que así me veo forzado a llamarlas), el cual se ha dignado ver en mí no sé qué superioridad de maneras, de juicio y de conocimiento que me llena de confusión. En todo el tiempo que le deja libre el militar servicio, quiere tenerme a su lado. Nuestras pláticas, así literarias como políticas, no acaban nunca, y suelen ser de gran substancia por mi experiencia del mundo y esta larga vida mía, que con la virtud de mi feliz memoria me ha hecho histórico archivo de cosas y hombres. Conozco a medio mundo; sé juzgar lo que he visto y describir con exactas líneas los caracteres en lo privado y en lo público.

De todo ello ha resultado que el Infante quiere llevarme en su Cuartel Real hasta Madrid, hacia donde marchan resueltamente. Parece que ahora va de veras, y que están las cosas bien amasadas para que la discordia de las dos ramas tenga un término dichoso, y se ataje este río de sangre que en todas las partes de la madre patria brota por las crueles heridas de la guerra. No puedo deciros más sobre este punto, sino que, habiendo recapacitado en la conveniencia de llevar a Madrid estos pobres huesos, acepto la invitación del excelso Infante, y mediante el beneplácito de su señor tío, a quien a boca llena llamamos Rey, me agrego a la Corte, y con ella voy, como el famoso loro, a onde me leven, siempre con el sano propósito de desviarme si el punto de parada definitiva no es la Villa del oso. En esta me aguardan innúmeros amigos, y algunos intereses desperdigados a los que no vendrá mal mi presencia para entrar en vereda. De Madrid, si llegan allá mis nobles pedazos, os escribiré.

En un lugar cercano, Villar de los Navarros, se dio ayer una batalla en la cual quedaron vencidos los que aquí llaman facciosos, mandados por Buerens. Perdieron mucha gente; corrió sin tasa la sangre. ¡Oh desdicha, oh tiempos! El brazo derecho y el brazo izquierdo de la Nación, contra el pecho de esta descargan a compás furibundos golpes. ¡Cuánto he visto, Dios mío, y cuántas abominaciones me permitirás ver todavía!

Vaya, no más. Mi bendición a todos, mis amantes besos a los niños, y a ese gallardo mancebo, el de la charada, un cariñoso abrazo de vuestro padre – Beltrán.

XXXV

De D Beltrán de Urdaneta a Fernando Calpena

Madrid, Septiembre.

Feliz mortal: Díceme una linda boca, a quien ni los años ni las penas han privado de su nativa gracia, que te recreas en los estudios históricos. Yo voy a contarte sucesos recientes, presenciados por mí, y que mañana, si hoy mismo no, han de entrar en los dominios de Clío; que no es bien que yo me muera sin transmitirte conocimientos que mi vejez ya no puede utilizar. Tú, joven inteligente y lleno de vida, archivarás este como otros sucesos que te he contado, para que los perpetúes si quieres, dedicándote a la enseñanza de gentes y a la extirpación de la ignorancia, el más grande mal que hay sobre la tierra.

Ya sabes que tu amigo Rapella, el siciliano astuto que anduvo en esos fregados de concertar las dos ramas borbónicas, obrando mancomunadamente con un francés que responde por Neuillet, y con otros pájaros que revolotean en la Corte trashumante, fue quien me puso en candelero entre la caterva militar y civil de D. Carlos. A él debo los honores y atenciones que he merecido de D. Sebastián; por él he llegado sano y salvo a Madrid, y esto bastará para que yo le esté muy agradecido los pocos años que me quedan. Débole asimismo algunas ideas referentes al embrollo que traía, las cuales, con el auxilio de mi natural perspicacia, me han servido para descubrir todo este pastelón que ofrezco a tu paladar de historiador curioso.

Y antes de continuar, doy gracias a Dios por verme libre de la pejiguera de llamar Rey a D. Carlos, Reales a las tropas, y Generalísimo al señor Infante, mi amigo. La justicia oblígame a declarar que debo también gratitud al titulado Rey, por haberme permitido agregarme a la expedición desde Albarracín hasta Arganda; algunas atenciones le merecí, pocas y frías, de esas que no llegan al corazón. Tuvo mi respeto, pero nada que a cariño se pareciese, y me atrevo a decir que la mayor parte de los que le siguen se hallan en la propia situación de ánimo. El hombre no sabe ser guerrero ni político, ni posee el arte de tratar a las personas cuyo concurso anhela. Distingue a los clérigos de los seglares; pero ni a estos ni a los otros sabe distinguirlos entre sí. Entiendo que me ha mirado con benevolencia desdeñosa, no considerándome buena presa, es decir, no creyéndome útil para su partido, por causa de mi decaimiento y pobreza, que han cuidado de revelarle los aragoneses que me conocen. En la misma moneda de compasivo respeto le he pagado yo. Declaro en conciencia, sin asomos de pasión, que la única vez que he tenido el gusto de escucharle, comiendo en la casa de los Muñoces, en Tarancón, oí de sus augustos labios soberanas vulgaridades. No tenía yo ideas muy optimistas de su inteligencia; mas aquel día formé opinión cabal y definitiva de los puntos que calza esta pobre Majestad, y no vacilo en afirmar que no calentará el Trono, si en él llega a sentarse.

Trataré de poner método en mi relato, Fernandito mío, para que te enteres bien. Lo primero que te digo es que no creas que esta carta es falsificada, como la que recibiste con la firma de un Miguel de los Santos Álvarez, y luego resultó escrita por blanca mano; que no fue mal bromazo el que te dieron. Esta es mía, obra de mi feliz memoria y de mi cacumen, sin que tenga con aquella otra semejanza que el ser también escrita para distraerte y aventar tus penas, de las cuales ¡ah! me río yo después de sabido lo que sé. Fernando de mi corazón, eres el niño mimado de la fortuna, y han sido tus amas de cría y tus niñeras todas las hadas de los cuentos infantiles. Entras en el mundo con pie derecho; tú lo tendrás todo: la Naturaleza te dotó generosamente, y las diosas y ninfas de la tierra te abren sus amantes brazos… Yo te bendigo, yo te auguro un esplendoroso porvenir, porque tú… Pero dejemos esto, y vuelvo a mi asunto.

Con el pegote de mi asendereada persona, salió la Real expedición de tierra de Teruel, pasando a la de Burgos, donde se nos unió Zaratiegui. Huyendo de la persecución de Espartero, nos volvimos hacia el Este, corriéndonos hacia Cuenca. No quiero hablarte de las batallas, más bien encuentros y escaramuzas, que he presenciado. Ellas son de una monotonía desesperante. No sé si a ti te pasará lo que a mí, que jamás he podido leer ningún libro que relate exclusivamente batallas y contradanzas de campeones. Y lo que no me gusta leer, no me agrada escribirlo. Te ahorro los malos ratos que he pasado yo, contemplando de cerca la estupidez de estas guerras. Es una demencia sin ningún brillo, y un pugilato salvaje con mecánica bravura y poco o ningún arte polémico. Compadezco al que tenga que escribir esta parte de la historia patria. Me figuro que andando el tiempo, si nos civilizamos, nadie leerá las páginas que de esto se emborronen, o más bien determinaremos que se envuelva el aciago período en una espesa capa de silencio, y las generaciones echarán capa sobre capa, hasta erigir en honor de la guerra civil, de sucesión o como quiera llamársela, el grandioso monumento del olvido.

Quedamos, pues, en que le escamoteo a la señora Clío las idas y venidas de estos llamados ejércitos, que más bien son bandas; la sorpresa de aquí, la derrota de más allá, el inmolar de prisioneros, las rápidas marchas y contramarchas. Si mal dirigido anda el brazo del Pretendiente, no lo está mejor el de acá. Uno y otro brazo no dan más que palos de ciego. Francamente, en la campaña contra la Expedición Real no he reconocido el militar arranque de mi amigo Baldomero. Es hombre de rasgos, de momentos, de inspiración; pero se las arregla mal sobre el mapa. Verdad que la desorganización del Gobierno es causa de que ninguno de nuestros Generales tenga en su mano los elementos precisos para combatir con éxito. Córdova con su talento macho, Oraa con su pericia, Espartero con su bizarría, no han podido realizar más que hazañas aisladas: no vemos resultados de conjunto, y ello consiste en que no hay cabeza que administre y gobierne. Todo se vuelve aquí intrigas y discursos, miedos grandes de mujeres y ambiciones pequeñas de hombres. Falta un noble carácter de Rey, juicioso, valiente y honrado. Los liberales no tienen cabeza, y la de los facciosos es una cabeza de cartón. Te reirás de mi filosofía histórica; pero lo dicho dicho está, y pruébame tú lo contrario.

Desde la fácil victoria de Villar de los Navarros hasta que se nos unió Cabrera en Buenache de Alarcón, en mi memoria se marcan principalmente los días por los Te Deum que cantaban algunos pueblos al ver entrar al Rey, por las misas que este mandaba celebrar, por la continua matanza de prisioneros. Las fragosidades de Albarracín por la parte de Teruel y por la de Cuenca nos vieron correr de misa en misa, de ración en ración, de susto en susto. ¡Qué horribles pueblos! Me resisto a inscribir en las lápidas de la Historia los nombres de Villar del Humo, Trama Castilla, Calomarde, Salvacañete, Campillo de Alto Buey… No puedo asociar a tales nombres más que la miseria y la barbarie. La incorporación de Cabrera me fue muy grata, porque en él he visto siempre un caudillo de verdad, y en aquella ocasión hallé un amigo que me consideraba más de lo que yo merezco. Verías allí cómo todo se animó en el ejército Real, donde se codeaban los admiradores del tortosino con los envidiosos de su gloria. Con tal hombre en su mano, otro Rey habría intentado un golpe decisivo; pero aquel buen señor es incapaz de golpe alguno, como no sean los golpes de pecho. Ni sabe lo que posee, ni distingue los hombres extraordinarios por su mérito efectivo de los que lo parecen por su destreza en la lisonja. Les mide por la adhesión idolátrica que le manifiestan; ha venido haciendo el ídolo de pueblo en pueblo, fiado en que Madrid le tendría dispuesto el altarito.

En confianza te diré que tuve una conversación a solas con el leopardo, y las medias palabras que pronunció me revelaron su pensamiento, conforme con el mío, de que con este buen señor no se va a ninguna parte. Recelaba el fiero cabecilla que la aproximación a Madrid era un movimiento político antes que militar, y que corríamos a un desenlace de comedia de figurón. Preguntome si sabía yo algo de enjuagues proyectados: respondile que no, en lo cual me permití ser más diplomático que verdadero, pues así me lo exigía mi delicadeza. Lo que yo sabía, no podía decírselo a Cabrera ni a nadie, y si a ti te lo cuento ahora es porque el fracaso del laborioso arreglo me libra del compromiso de la discreción. Si aún conviene guardar el secreto en las conversaciones frívolas, no pequemos de remilgados frente a la Historia, y la Historia eres tú, el hombre del porvenir, ante quien este viejo del pasado vacía el saco de sus conocimientos.

Los personajes de mi comedia son la Reina Doña María Cristina; su hermano el Rey de las Dos Sicilias; la Infanta Doña Luisa Carlota; Luis Felipe, Rey de los Franceses; Don Carlos V, pretendiente al Trono de España; y por bajo de estas cabezas más o menos coronadas, y no muy provistas de seso, figuran embajadores y mensajeros con nombres efectivos o figurados: el Príncipe de La Tour Maubourg, emisario del francés; el Barón de Milanges, enviado del de Nápoles, y otros como tu amigo Rapella, de quien he sabido que anduvo en Francia ostentando un título de Marqués. Figura también entre los actores el banquero Rostchild, que habla poco, pero con substancia. Los ministros de la Reina, o no se han enterado, o hacen como que no se enteran; pero hay algún general y más de cuatro próceres que están en el secreto, aunque no dan la cara, por lo cual me abstengo de escribir sus nombres, que no conozco con absoluta certeza. No apunto más que lo que sé, y dejo dentro del saco las sospechas y presunciones.

Sale Cristina maldiciendo, en férvido monólogo, la llamada revolución de la Granja, que ha mancillado su Real dignidad. He aquí la Corona de España manoseada por cuatro sargentos, y la suprema autoridad traída y llevada del cuartel a la cámara regia. La Reina no se cree tal Reina, sino un juguetillo masónico, y la situación liberal nacida de aquella rebeldía grotesca, cáusale pavor y repugnancia. Desde su palacio ve a los liberales enjaretando con infantil candor una nueva Constitución, que se ve obligada a reconocer y jurar como el mejor de los entretenimientos posibles. Ha vuelto los ojos a los moderados, que no calman sus ansias, pues también se hallan dañados de liberalismo, y ve sombrío y dudoso el porvenir de sus tiernas niñas. Los remedios y soluciones que le propone su esposo morganático, D. Fernando Muñoz, no tranquilizan su turbado ánimo, pues entre los moderados no se alcanzan a ver fuerzas y caracteres que repriman la patriotería, acabando al propio tiempo la lucha civil. Sale la Infanta Carlota, mujer de pesquis y entereza, y afirma que el mal grande, comprensivo de todos los males, es la guerra, y que mientras no se dispare el último tiro, ya sea con bala, ya con pólvora seca, no puede esperarse que las cosas de la Real familia vayan por el camino derecho. Retírase Muñoz por el foro, y las dos hermanas continúan hablando en italiano con familiar viveza, ambas avispadas, nerviosas. Sostiene Carlota que urge terminar la guerra como se pueda, sacrificando algo si es menester, no parándose en pelillos, pues no están los tiempos, ni las cosas de los tiempos, para escrúpulos y fililíes. Sálvese una parte, si no todo, de lo que se posee, y no se haga puntillo de honor de los llamados derechos, pues estos, en toda ocasión histórica, no son tales derechos si no les acompaña y robustece la fuerza. Donde no hay más que una fuerza limitada, intercadente, quebradiza, los derechos se debilitan y acaban por ser torcidos: nadie les hace caso. Llegan, por fin, las dos señoras italianas a la conclusión de que la realidad impone una franca inteligencia con D. Carlos, el cual, a su vez, por no disponer tampoco de toda la fuerza que ha menester, no ha de llevar a punta de lanza la cuestión de derechos. Cediendo cada parte un poco de su divinidad legal, se celebrará un acto de concordia, quedando todos contentos y disfrutando por igual de sus provechosos puestos en las cabeceras de la mesa nacional.

Salen en esta parte de la escena multitud de partes de por medio, italianos y franceses, que llegan de Nápoles o reciben instrucciones para partir hacia allá. Cambia la escena. Aparece Fernando II, Rey de las Dos Sicilias, trayendo a su lado por confidente a Rapella, y le dice que ha meditado en el caso gravísimo de la sucesión de España, sacando en limpio de sus cavilaciones que María Cristina es prisionera de la revolución y un instrumento de la anarquía española. Desea, pues, el Soberano de Parténope que su querida hermana se aleje del foco revolucionario, cortando relaciones con la caterva masónica que ha convertido el suelo ibérico en una morada infernal. Por usurpadora tiene la llamada Causa de la angélica Isabel, y reconoce y declara como legítimo sucesor de Fernando VII a D. Carlos María Isidro, en quien ve el escudo de la fe y la salvaguardia de los buenos principios de gobierno. Acuerda, pues, proponer a su hermana Doña Cristina que busque medio de evadirse del cautiverio en que la tienen liberales y democratistas, trasladándose a un punto donde pueda reconocer la legitimidad de su egregio cuñado. Corren emisarios con estas determinaciones hacia el Cuartel Real de Guipúzcoa y hacia Madrid, los cuales regresan trayendo misivas en que se acepta el plan de reconocimiento de D. Carlos como única Majestad Católica, a condición de que las hijas de Fernando VII obtengan la posición más próxima al Trono, y si es posible, en el borde del Trono mismo. Se propone un casamiento, y para la Reina madre se piden preeminencias y jerarquía de Soberana exenta, sin que sea parte a menoscabar su dignidad el casamiento equívoco con D. Fernando Muñoz.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
240 s. 1 illüstrasyon
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Public Domain
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