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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: La estafeta romántica», sayfa 2

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III

De D. José María de Navarridas al Excmo. Sr. Marqués de Sariñá

La Guardia, 16 de Marzo.

Ilustre amigo y dueño mío: ¡Que no fuera este papel ave ligerísima, que de un vuelo llegase a las nobles manos de usted, y con ella mi alegría, mi felicitación, mis gritos de júbilo! Pero no, no seré yo el primero que a Cintruénigo comunique la fausta nueva, pues ya por diferentes conductos sabrán ustedes que nuestro D. Beltrán vive, que fue mentirosa la noticia de su fusilamiento. Acábese el duelo; huya la tristeza de la ilustre morada, y las campanas que días ha sonaron con fúnebre clamor, repiquen ahora con toque de triunfo y alborozo. ¡Ay, qué alegría tan grande, mi Sr. D. Rodrigo! ¡Mi señora Doña Juana Teresa, yo estoy loco de contento!… Abrácenme ustedes, abracémonos todos en espíritu, ya que a tan larga distancia no podemos hacerlo corpóreamente, y juntemos y confundamos nuestro gozo en una sola exclamación: «¡Ay, qué felicidad!…». Ha deshecho la impostura mi amigo y ahijado Nicasio Pulpis, de quien acabo de recibir carta en que me notifica el falso rumor de la muerte de Don Beltrán en la Codoñera, agregando que fue equivocación o trastrueque de nombres. Bueno y sano estaba el prócer en Utiel y muy considerado de Cabrera, que le sentaba todos los días a su mesa y no hacía nada sin consultarle. Incluyo la carta de Pulpis para que ustedes gocen en su lectura y lloren sobre ella de alegría, como he llorado yo. Esta resurrección de nuestro anciano viene a confirmar la idea que con tanta gracia como tesón solía manifestar, y era que él tenía hecha la contrata o asiento de un siglo de vida, y que, por tanto, lleva forrado el cuerpo con una costra de confianza que no traspasan balas ni epidemias. El cólera le mira con miedo, y la muerte vuelve la vista cuando a su lado pasa. ¡Viva, pues, D. Beltrán, y viva con su pepita, con los defectillos y púas de su carácter, los cuales no empecen para que le admiremos y le queramos todos! Bien sé que ustedes le adoran. ¿Cómo no, si es tan bueno, aunque pródigo? Y mi Sr. Don Rodrigo, penetrándose bien de la lección que nos dio Nuestro Divino Maestro en su admirable parábola, dirá: «Traed un ternero cebado, y matadlo y comamos, porque este mi abuelo era muerto y ha revivido, se había perdido y ha sido hallado».

Ya sabrán ustedes que el día 6 le hice mi funeral, todo lo que aquí puede hacerse, y entre los coadjutores y yo le hemos aplicado como unas nueve misas. Nada de esto vale. Mejor. Dios quiere que el Sr. D. Beltrán el Grande nos entierre a todos… Cedo pluma y papel a mi señora hermana, que me da prisa para tomar su vez en la demostración de nuestro júbilo por el feliz suceso. Vivan todos mil años, repite, besando las manos de usted, su muy obligado servidor y capellán, – José M. de Navarridas.

IV

De Doña María Tirgo a su amiga Doña Juana Teresa. – (Incluida en la anterior)

Hoy, lunes 16.

Ya decía yo, mi amante amiga, que os habíais corrido con harta precipitación a celebrar el funeral, dando por verdaderas las primeras noticias que recibisteis. Os movió a ello sin duda vuestra gran piedad y el deseo de ayudar al buen viejo, con vuestro sufragio, en la reparación de su alma. No necesito decirte cuánto nos hemos alegrado de que viva el noble señor, y de que aún tengáis que sufrir alguna de sus impertinencias, propias de la edad. Mil y mil felicitaciones, amados Juana y Rodrigo, por la vuelta del pródigo D. Gastón. Pero se me ocurre que si continúa tu suegro en lo que llaman el teatro de la guerra… que teatro había de ser para mayor perversión… no esté su vida muy segura, pues allí fusilan a cada triquitraque, y a muerte natural le exponen además sus años cansados y las penalidades, ajetreos y hambres que ha de sufrir. Manda, pues, que se conserve todo lo que se preparó para las frustradas honras, catafalco, blandones y demás, y si por desgracia viniese con veras lo que antes vino con engaño, cumples disponiendo un ceremonial decoroso y modestito, evitando esa traída de señores eclesiásticos, buena cosa para una vez, como demostración de la nobleza y poderío de tu ilustre casa.

Las niñas me encargan os exprese su alegría por esta felicidad de la resurrección del caballero. Las pobrecitas lloraron por su falsa muerte, y ahora no caben en sí de satisfacción: le querían, le quieren; se encantaban oyéndole cuando aquí estuvo con vosotros, y celebraban el recreo y finura de su conversación y su especialísimo donaire para obsequiar a las damas, cualidad en que nadie le iguala debajo del sol. «¡Viva Don Beltrán! – clamaban Demetria y Gracia batiendo palmas. – Quisiéramos tenerle aquí para darle las dos a un tiempo, cada una por su lado, un abrazo apretadísimo».

Y paso a nuestro asunto. Sabrás, mi buena Juanita, que el pájaro, o llámese sujeto, ha parecido. No es que esté aquí, ¡Jesús! Por acá no ha venido, ni creo que venga; pero sabemos dónde está. Después de muchas vueltas de un punto a otro de Vizcaya, buscando en quién descargar su cólera por el chasco sufrido, ha ido a parar, ¿a dónde creerás? a Villarcayo. Allí le tienes hospedado tranquilamente en la casa de tu cuñada Valvanera. No es mal sitio para reposar de tantas fatigas y digerir las enormísimas calabazas. Pues de su presencia y descanso en tierra de Mena tenemos noticia por Sabas, un criado de casa que se llevó de escudero; y aunque todavía sigue a su servicio, ha venido a ver a su madre enferma y sacramentada. Una cosa rarísima, querida Juana: Sabas no ha traído carta del sujeto para las niñas ni para nadie de esta familia. Cuenta que tan sólo le encargó dar a todos las más finas expresiones. Mi hermano, muy contento de saber que vive y está bueno D. Fernando, ha dado en la tecla de escribirle pidiéndole noticias de su vida y milagros en todo este tiempo. Ya he dicho a José María que, persistiendo en nuestra buena memoria del Sr. de Calpena, por el servicio que prestó a las niñas sacándolas de Oñate, debemos abstenernos de entrar ahora con él en relación de cartitas y bobadas, pues ya cumplimos con lo que nos mandaba nuestro agradecimiento. Que en esto del daca y toma de cartas, se sabe dónde se empieza y no dónde se concluye; y hasta podría ser que se nos plantara aquí y no tuviéramos más remedio que alojarle en casa de las niñas o en la nuestra. No, no: bien se está San Pedro… en Villarcayo. Te pasmarás si te digo que tratando ayer en la mesa de este punto grave, de si convenía o no escribirle, y manifestándonos José María y yo de contrapuestos pareceres, Demetria apoyó mi opinión. A esta niña no la entiende nadie.

Tienes razón: he sido una simple al querer atar el cabo de la muerte del satírico madrileño con este otro cabo suelto de acá. Creía yo que las mismas causas podían dar los mismos efectos; pero mirándolo bien, hay menos semejanza entre los dos de lo que a mí me parecía. El de Madrid usaba, en efecto, nombre de un barbero para firmar sus romanticismos prosaicos. Demetria, que conserva todos los libros de la biblioteca de su pobre padre, a quien en otra forma mató el romanticismo, ¡Dios le tenga en su santa gloria! está muy enterada de todo esto, y dice que el difunto suicida era un hombre que con su propio pensamiento, como la cicuta, se amargaba y envenenaba la vida. A este propósito mostró Demetria un libro ya por ella leído, y que pensaba leer de nuevo, en que otro romántico de los más gordos pone el ejemplo del enamorado que se mata por tener la novia casada. Llámase Las cuitas del joven Uberte, o cosa así, y ello es una historia muy sentimental y triste, porque el hombre no se conforma con su suerte, y está siempre buscándole tres pies al gato, hasta que le da la idea negra de pegarse un tiro, lo cual debo condenar por garrafal tontería, a más de condenarlo por pecado execrable. ¡Vaya unas abominaciones que se escriben! Tu suegro debió de conocer al autor de este libro, un tudesco de nombre muy atravesado, que parece vizcaíno, así como Goiti o Goitia. Entiendo yo que Demetria ve más emparentado al D. Fernando con el personaje de esta historia, fingida o real, que con el melancólico y desesperado muerto de Madrid. Ella no dice nada; pero se lo conozco, y me da mala espina esta afición que ha sacado ahora por la literatura, prefiriendo la sentimental y de lloriqueos, tristezas y desastres, pues no sólo anda resobando al tal Uberte o Güerter, sino también a otros libros y novelas de amores contrariados, siendo más extraña esta afición, cuanto que siempre fue perezosa para toda frivolidad. Ahora la ves agrandando cada día los ratitos perdidos, o sea los que consagra a este entretenimiento de los libros, que me parecen son prohibidos, si bien entiendo que por dañosos que sean no han de causar malicia en entendimiento tan claro y voluntad tan sana como la suya. Las de Álava le han traído una historia escrita por ese que se mató, y que se titula El Doncel de no sé qué Rey, y otra de un autor escocés que tú conocerás; yo no acierto a escribir su nombre. Estaré con cien ojos, a ver en qué paran estas lecturas. A Dios, que te me guarde muchos años. – María.

V

De Fernando Calpena a D. Pedro Hillo, presbítero

Villarcayo, 28 de Febrero.

Aquí me tienes, ¡oh insigne Mentor y capellán mío! aquí está tu Fernandito, que determinado ya, por el rigor de sus desdichas, a no tener voluntad propia, abraza la orden de la obediencia, y se convierte en materia pasiva a quien gobiernan superiores, indiscutibles voluntades. Quien manda, manda. Mi supremo tirano (cuyas manos mil veces beso) dice: «que vaya el niño a Villarcayo». Pues ya tienes al niño camino de la villa menesa. «Que se aloje el chiquitín en casa de Maltrana, donde será bien recibido y agasajado». Pues aquí está gustando las delicias de una hospitalidad amorosa. Hoy no tiene tu discípulo más goce que renunciar a todos los que de su propia iniciativa pudiera esperar, ni más orgullo que la humildad, ni más albedrío que el no tenerlo, ni más independencia que la absoluta sumisión al gusto y ordenanzas de los que quieren, y por lo visto deben mandar en él. Cuando un hombre se equivoca en el grado de mis equivocaciones; cuando las propias iniciativas salen de tal modo frustradas, justo es que imponga a su torpe voluntad esta penitencia de la radical anulación.

Sí, sí, mi amado sacerdote; esta bribona de mi voluntad ha de pagarme la que me ha hecho: condenada la tengo a desempeñar por ahora en mi vida un papel semejante al de los diputados que no dicen más que sí y no, según las órdenes del Gobierno. Y que no me va mal, gracias a Dios, en el nuevo régimen de mi pasividad o vida boba, pues en este Limbo en donde la autoridad me confina, estoy a qué quieres boca, tan mimadito y agasajado, que sería yo la misma ingratitud si me quejara.

¿Y ahora sales, ¡oh amigo maleante! con la gaita de que te cuente los pormenores de mi atroz caída y de la catástrofe de mis ilusiones? Francamente, me encuentro muy tranquilo en este descanso, y no me hace maldita gracia volver sobre sucesos que más son para olvidados que para referidos. Aún no se ha disipado la turbación que en mi alma produjeron, ni el despecho rencoroso, ni la vergüenza, que vergüenza he sentido y siento de tan inaudito desaire. ¿Pero tú qué entiendes de estas cosas, hombre solitario, apartado por tu ministerio de la mala compañía de las pasiones? Si en ello insistes, y a todo trance quieres que yo mismo te pinte mi caricatura, lo haré; mas deja que mi espíritu se sosiegue, y que mi amor propio se cure sus heridas, ya que va mejorando de las magulladuras y cardenales. Conténtate en estos días con lo que desde Balmaseda te escribí, dándote la triste síntesis del desenlace de mi drama, el cual habrá silbado, porque lo merece, como final sin lucha, sin solución ni catástrofe, terminado en las tablas por un monólogo de desesperación, mientras dentro suenan voces y cantorrios de epitalamio… Ya habrás comprendido que no me pegué el tiro mortal ni tuve intención de ello… Y a propósito, hombre: cuéntame lo del pobre Larra. Algo más habrá de lo que se dice por aquí. ¿Fue por la de C…? Y en el entierro, ¿qué? ¿Fuiste tú? Mándame los versos de ese nuevo poeta.

Quedamos en que mi tristísimo y pedestre desenlace se guarda, por ahora, inédito. Ya me lo he silbado yo. Guarda tus pitos para mejor ocasión. Y porque no te quejes de mí, satisfaré tu curiosidad, más de monja que de clérigo, dándote noticias de la hidalga familia en cuyo seno he rendido mi voluntad, obediente al supremo mandato.

Al ir hacia Bilbao… y más me hubiera valido meterme en el mismo Averno, hice conocimiento con esta noble familia. Llevome a su casa de Medina de Pomar el papá de la señora, D. Beltrán de Urdaneta, cuya interesantísima figura histórica y social te describí ligeramente en mi primera carta de Balmaseda. Obsequiado fuí entonces por el señor Maltrana y su esposa, moviéndoles a ello el cariño que me tomó el primer caballero de Aragón, a quien entré por el ojo derecho; pero mayores han sido ahora los agasajos, sin que pueda de tales extremos darme explicación: para encontrar alguna, tengo que recurrir al misterio que me rodea desde que entré en ese Madrid de mis pecados. Me han tomado por su cuenta las hadas, y pienso que las de Madrid tienen buenos compinches en las de Villarcayo. Mientras llega la ocasión de confirmar mi sospecha, soñemos, alma, soñemos.

Bueno. Sabrás que el Sr. D. Juan Antonio de Maltrana es un buen caballero, no del cuño histórico de D. Beltrán, sino de esta nueva caballería que se va creando ante nuestros ojos, transacción del rancio españolismo con las novedades del pensamiento francés. Liberal templado, adora el justo medio; detesta por igual el absolutismo y las revoluciones; cree que por componendas se obtendrá la paz de los espíritus y el bienestar de los pueblos; que debemos buscar el compadrazgo de la religión y la filosofía, de la libertad y la autoridad; y para que todo sea bienandanza, la reconciliación del romanticismo con el clasicismo dará los mejores frutos del arte. Hombre rico, espera que salgan a la venta los grandes predios que fueron de monacales para comprarlos. Entrevé el desarrollo de la riqueza, la asociación industrial, las máquinas agrícolas, el papel moneda, y otras muchas cosas que aguardan el último tiro de la guerra para pasar el Pirineo. Sus ideas no son luminosas, son propiamente sensatas, producto de la fácil asimilación, que no es lo mismo que el estudio. Su palabra es fácil, gramatical, opaca, comedida en las disputas; su elocuencia propiamente ilustrada, muy propia para unos tiempos en que la política es el arte de un conversar ameno sobre todas las cuestiones. Desea el hombre ser diputado, y lo será; y si no se planta en los primeros puestos, tampoco se quedará en los últimos. Para dártele a conocer físicamente, te diré que se parece bastante a Salustiano Olózaga, pero con más años: la misma hermosura de ojos; talla y aire majestuosos, cierta presunción o contento de sí mismo, don de gentes, cortesía exquisita.

De su mujer te diré que sin ser muy hermosa que digamos, cautiva más que si lo fuera, por su gracia, su afabilidad, su señorío, maravillosamente fundido con la llaneza. Como no la conoces, amado clérigo, no has visto la encarnación del buen gusto: eso es Valvanera, el buen gusto convertido en mujer, digo, en señora, pues no hay otra que mejor merezca tal nombre. Hasta en los actos más insignificantes se revela su cualidad suprema, el don de la forma. Me encanta verla dar de comer a sus hijos pequeños; si la oyes reñir a su criado, quisieras ser tú el reñido; y si por algo te reprende, no tienes más remedio que darle las gracias. Creerás que es una señora de pueblo, de esas que a la ranciedad de la nobleza y de las costumbres unen la tosquedad que da el vivir constante en villas de corto vecindario. Pues te equivocas: nacida en noble cuna, educada en los mejores colegios de Francia, Valvanera es verdadera castellana en el sentido feudal de este término; verás en ella el aire campesino y la singular majestad que dan la cuna y la educación esmeradísima. Doce años hace que vive aquí. No echa de menos el bullicio de Madrid ni la elegancia parisiense; adora la residencia obscura donde ha criado a sus hijos, y comparte con su marido el gobierno de una inmensa propiedad. Suelen bajar a Burgos por temporadas, y a Bilbao algún verano. Viven como príncipes; se sienten superiores a los que gastan su existencia y sus riquezas en las grandes ciudades, con escaso provecho del espíritu y fugaces placeres. Esta nobleza campesina se va concluyendo, mi querido Hillo, por la concentración de las principales familias en las llamadas cortes. Permanecen desperdigados en las villas algunos hidalgos adheridos al terruño, tan ordinarios ellos como sus esposas, atacados ya de la nostalgia de los centros populosos. El día en que se queden solos en el campo los pobres colonos y cultivadores de la tierra, vendrá la consunción nacional. Por esto admiro a Valvanera, que, notando en su esposo cierta tendencia centrípeta, trata de retenerle; ella es centrífuga, un tanto melancólica por la influencia de las soledades agrestes. Te aseguro que yo también me voy volviendo centrífugo. Por de pronto me hallo muy bien aquí, y bendigo la mano que me ha confinado en este dulce presidio.

Bueno, bueno, mi querido Hillo… ¿de qué estábamos hablando? ¡Ah! ya me acuerdo: de que me gusta el sosiego campestre, esta vida de chateau, esta aristocracia labradora, a la extranjera, porque, pásmate, el vivir un noble en sus propiedades rurales ha venido a ser rareza exótica y hurañía extravagante… Paréceme que al llegar aquí dirás que me estoy poniendo enfadoso con esta novísima postura, que creerás afectada, como entusiasmo caprichoso semejante al furor de las modas. Piensas que distraigo mi hastío aficionándome a lo que en elegancias se llama la última. No, hijo, no: es viejo en mí el gusto de la nobleza campesina, una de las hermosuras que vamos perdiendo, para convertirnos todos en desabridos señoretes de la Corte. Pero no sigo, no. Te veo haciendo guiños, deseoso de que te hable de cosas más gratas, y a ello voy, clérigo; aguarda un momento. Conociendo tus aficiones, te pongo delante a las dos niñas de Maltrana, Nicolasa y Pepita, tiernas y lánguidas como a ti te gustan; desaplicadas, para que sus encantos sean mayores; rebeldes a la educación clásica; la una de diez y seis años, de catorce la otra; inflamadas ambas en el santo horror de la Gramática y de la Aritmética; delirantes por el baile, por las comedias, que apenas han visto; por la sociedad, que desconocen, pues sus iguales no existen por acá; inocentes aún y cerradas a toda malicia, ¡Dios así las conserve!; obedientes a sus padres y de correctísima crianza moral; bonitas, algo traviesas y juguetonas, y no las llamo ángeles porque desconfío de los ángeles terrestres, y cuando veo alguna niña con alas, digo como el loco: «Guarda, que es podenco».

Han hecho los Maltranas cuanto en lo humano cabe para dar a sus niñas, en la estrechez de esta vida rústica, la educación que a su clase corresponde. Un aya francesa las acompaña constantemente y les enseña idiomas y el código de las etiquetas sociales; un preceptor les llena la cabeza de principios científicos y de conocimientos históricos; un maestro de música traído de Zaragoza, y otro de baile que de Bilbao viene por temporadas, las instruyen en las artes llamadas de adorno; y con esto y el cuidado de su buena madre, serán dos mujercitas bien dispuestas para la vida en altas esferas. ¿Cuál será su suerte? Presumo que no ha de ser buena, y me contrista verlas tan gozosas de la vida presente, desconociendo la verdad de la humana desdicha. Las casarán con mayorazgos de campo, con militaritos bien apadrinados que lleguen pronto a generales, quizás con algún título de Madrid, y en cualquiera de estas posiciones serán desgraciadas, contribuyendo a ello su educación misma, que les abre los ojos a toda la miseria y podredumbre del cuerpo social. ¡Venturosos los ignorantes, los que se mantienen del fruto que arrancan de la tierra o que extraen del mar! Sí, sí: estoy pesimista, mejor dicho, lo soy, y todo lo veo negro, no porque finjan caprichosamente la negrura mis ojos turbados, sino porque lo es. Sí, querido capellán, todo es del color de tu sotana, y lo poquito que colorea y fulgura imita el viso de ala de mosca que tienes en ella.

Mayor tristeza me dan las niñas de Maltrana cuando considero lo endeble de su salud. Azarosa es la vida de sus padres, que si las oyen toser se echan a temblar, y a cada instante les mandan sacar la lengua. Probablemente morirán en el paso peligroso de los diez y ocho a los veinte años. Sí, hombre, se mueren: no lo dudes, ni alardees de una confianza basada en ñoñerías religiosas. Y si quieres que te diga una barbaridad, te la digo. Si se van, como creo, se libran del sufrimiento humano, y eso van ganando. Habrán vivido tan sólo en la época feliz, o que lo sería sin el martirio de las lecciones y del odiado estudio, que no ha de servirles para nada. Figúrate el jugo que sacarán en la otra vida de sus conocimientos gramaticales de acá. ¡Tanto mortificarse por conjugar, por construir las oraciones, por escribir correctamente la ge y la jota! ¿Pues y las nociones geográficas? ¡Qué les importará de nuestras pobres penínsulas, de nuestros ríos y continentes, de si Prusia linda con la Polonia o con las Batuecas! No, no creo que nuestras sabidurías permanezcan allá, pues la Muerte no sería, como dicen, dulce amiga, si al caer en sus brazos no saliera de nuestros cerebros todo este serrín que nos metéis a la fuerza los profesores, amenazándonos con el infierno de la ignorancia, el cual tengo yo por un bonito y cómodo infierno.

Vuelvo a mi asunto para decirte que mi temor de la desgracia de estas niñas no es infundado. El hijo mayor de Maltrana murió tísico en Madrid hace tres años, contando diez y siete, y aquí tienes explicado el aborrecimiento de Valvanera a esa Villa y Corte. Los otros hijos son tres, varones y pequeñuelos, el mayor de diez años, el chiquitín de cinco. Su raquitismo, malamente combatido con la vida del campo, con los continuos paseos, el estudio y cuidado que en alimentarles se emplea, es el tormento de sus padres. Son inteligentes, muy desarrollados de cerebro, zanquilargos, flacuchos, y tan propensos a los enfriamientos, que es gran felicidad que no estén constipados. Siento una pena indecible ante estas tres criaturas: en sus rostros, como en los de sus hermanitas, veo la fúnebre sentencia, que les condena a seguir los pasos precoces del primogénito hacia un mundo que llamamos mejor antes de conocerlo. Yo tengo mis dudas; sólo afirmo que peor que este no puede ser… Pues para mí no hay mayor confusión que esta descendencia menguada y enfermiza, siendo Maltrana un hombrachón vigoroso, que se precia de no haber padecido en su vida ni un dolor de cabeza, y Valvanera una mujer saludable y fuerte, aunque algo seca de carnes. Será una manifestación aislada, como otras mil que vemos, del cansancio y pesimismo de la raza española, que indómita en su decadencia, dice: «Antes que me conquiste el extranjero, quiero morirme. Me acabaré, en parte por consunción, en parte suicidándome con la espada siniestra de las guerras civiles». Si tuviéramos buenas estadísticas, se vería que ahora muere más juventud que antes. ¿Y qué me dices de la facilidad con que los chicos y chicas que han sufrido algún desengaño siguen las huellas del joven Werther? ¿Pues y la guerra civil, esta sangría continua, esta prisa que se dan unos y otros a fusilar rehenes y prisioneros, como si cobraran de la tierra o del negro abismo un tanto por cadáver? ¿No es esto, en la vida española, una instintiva querencia del aniquilamiento? No te rías… Yo aplico mi oreja a la raza, y la oigo decir: «Puesto que ya no sirvo para nada, quiero darme a la tierra». Si no piensas como yo, no me importa, ignaro capellán.

Pues sabrás que las niñas de Maltrana, a quienes sus padres no niegan ningún esparcimiento de buen gusto, han dado ahora en la flor de representar en casa una comedia o drama, distribuyéndonos los papeles entre todos, según las aptitudes escénicas de cada uno. Se me ha encargado de dirigir la construcción del teatro en la más grande pieza de la casa, y asistido de un carpintero y pintor de brocha gorda, daré hoy comienzo a mi tarea de armar bastidores y el tablado, y la batería de luces, y todo lo demás que constituye una perfecta escena. La obra elegida por las niñas es El Trovador, ¡ay de mí! Están locas con ese drama. Lo han leído no sé cuántas veces, y se lo saben de memoria. De Nicolasa, me ha dicho su madre que se despierta a media noche declamando con sonora entonación los famosos versos del ensueño. Lo terrible es que se empeñan en que yo he de hacer el Manrique, creyendo que en este papel dejaré tamañito a Carlos Latorre. No sé cómo salir de paso. Trato de quitarles de la cabeza la idea de estrenarnos con obra tan difícil; no me llega la camisa al cuerpo pensando que tengo yo que salir vestido de trovadorcito, con mi laúd y todo, y soltar la andanada:

 
En una noche plácida y tranquila
que recuerdo, Leonor: nunca se aparta
de aquí, del corazón: la luna hería
con moribunda luz tu frente hermosa,
y de la noche el aura silenciosa
nuestros supiros tiernos confundía.
 

No, no me llama Dios por ese camino: lo haré muy mal. Ya les he dicho que debemos elegir El sí de las niñas, y Maltrana y Valvanera me apoyan en este juicioso consejo. Pero las chiquillas no conocen la obra, y, por más que les explico el argumento, no se dan a partido. No sienten la sencillez ni la prosa en el teatro, que para ellas, o es verso patético o no es tal teatro. Desgraciadamente no he podido encontrar ningún ejemplar de la comedia, aunque para ello hemos revuelto todo Villarcayo. Se pidió a Bilbao, y contestaron que ningún despacho de libros lo tiene. Espero que nos lo facilitará un amigo de Medina de Pomar, moratinista furibundo. Si lo encuentro, haré los imposibles por convencer a las niñas, enseñando a la más pequeña el papel de Paquita, y a la mayor el de Doña Irene. Yo seré el Don Diego; es mi papel… Pues te aseguro que lo haré con gusto, y aun que lo haré bien. Hay dentro de mí mucho que ha envejecido. Me siento Don Diego… Pero en este instante, ¡oh mi dulce mentor! lo que prevalece en mí, ahogando todo sentimiento y toda idea, es un sueño intensísimo. Obediente a la naturaleza, pongo fin a esta carta deseándote lo que no tiene tu triste. – Telémaco.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
240 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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