Kitabı oku: «Episodios Nacionales: La estafeta romántica», sayfa 3
VI
Del mismo al mismo
Sin fecha.
Hoy, cuando más contentos estábamos armando bastidores, y vigilando las copias de El sí de las niñas, que al fin he impuesto a mis discípulas del arte escénico, llamaron con recio golpe al portalón de esta casa palacio. Era un huésped fúnebre, la nueva tristísima de la muerte de D. Beltrán de Urdaneta en el Maestrazgo. ¡Y qué desastroso fin el del noble y simpático viejo! No te quiero decir la que se armó aquí. Valvanera cayó con un síncope, y las niñas, afectadas de súbita pena y de cierto terror, sufrieron desmayos de menor cuantía, que afortunadamente fueron de corta duración. Todo lo tienes ya revuelto en la casa, suspendidos los trabajos de arquitectura teatral y de estudio de papeles, la vida de todos amargada y descompuesta, los pequeños recaídos en sus enfermedades, un trasiego continuo de medicinas de la botica a la casa, alteradas las horas de comida y cena, y sobre esto el chaparrón de visitas de pésame. Maltrana y yo hemos tenido que vernos enfrente de innumerables caras compungidas, de levitones negros, y de manos que se llevaban el pañuelo a los ojos. Me ha causado inmensa pena el fin desgraciado del gran prócer y libertino, que no se decidía, no, a una jubilación honrosa. Ha sido preciso que le fusilen para hacerle soltar el papel de caballero pródigo, de viejo galán incorregible. Le quería yo de veras, y él a mí mucho más de lo que merezco. Me tomó un afecto semejante al tuyo; fue también mi Mentor, y me dio consejos sapientísimos que no seguí. ¡Pobre D. Beltrán! Gozó setenta y ocho años de vida. Lástima que no haya dejado Memorias escritas, que serían el más ameno libro del mundo: infinitos ejemplos que no te digo sean ejemplares, pero sí divertidísimos, rebosantes de humanidad, de gracia, de aroma de flores, de incienso cithereo… no sigo, por no enfadarte…
Hoy estoy de malas. La murria, que había conseguido disipar dejándome querer de esta noble familia, ha vuelto a meterse en mí, negra, sofocante. La noble familia, más atenta a su dolor que al mío, me deja solo, y caigo otra vez en la cavilación tétrica que me caldea los sesos. ¿Querrás creer, mi buen amigo, que a la hora presente no he podido dilucidar el punto más obscuro de aquel desenlace funestísimo? Todavía ignoro si la traición fue consumada por la propia voluntad de la persona en quien creía yo como en Dios, o si debo ver en ello una tenebrosa conjura doméstica seguida de catástrofe, en la cual hay dos víctimas: ella y yo. No es la primera vez que ocurren estas coacciones monstruosas, confabulándose diversas personas para someter el albedrío de un ser débil, sin escatimar ningún medio: la mentira, el terror, las promesas falaces… Esta idea me hace llevadera mi desdicha. Pensando constantemente en ello, reconstruyo con segura lógica el plan y conducta de los Arratias: les veo desarrollando su odiosa maquinación con astucia mercantil, tan parecida a la diplomática. Maestros en el engaño, ávidos de absorber el patrimonio de Aura para restaurar su decaído crédito comercial, basan su horrible intriga en la impostura de mi muerte, que ellos propalan y atestiguan no sé por qué procederes indignos. Conseguido el objeto capital de mandarme al otro mundo, prosiguen en éste su designio, ejerciendo sobre la desgraciada niña una sugestión infame. Imagino mil modos y estilos de engañarla, a cuál más extravagante y malicioso. No te los refiero, porque te horripilaría la fecundidad de mi entendimiento para estas hipótesis de la humana perfidia. Prefieres, sin duda, que me atenga a los hechos, a lo que me ha pasado, a lo que he visto, a lo que me han dicho, y así lo haré, aprovechando este anhelo de confidencia que ahora siento en mí. Desde aquel tremendo día me ha repugnado hablar de mi caída sin dignidad, de mi tragedia sorda, desairada, enteramente circunscrita a la escena del alma, sin ruido, sin armas, sin gloria. Ni el placer muscular de la lucha, ni el goce amarguísimo de manifestar con violencia la ira, ni el desahogo de la venganza; nada, mi querido Hillo. Ha sido una originalidad artística que jamás pude soñar: la terminación de un drama por el vacío, introduciendo la humana pasión en la máquina neumática y asfixiándola inicua y estúpidamente.
¡Mi entrada en Bilbao, mi aparición en la casa fatal! ¿Quieres saberla? En Portugalete, un anónimo me anticipó la verdad terrible. Alguien debió de prevenir a los Arratias de mi llegada, porque huyeron, y cuando llamé a la casa no había en ella más que una criada anciana que me saludó por mi nombre antes de que yo se lo dijera. A mis preguntas respondió empujándome suavemente hacia la puerta de la tienda: «Los señores se han ido… Casaron ayer… Si quiere saber más, avístese con D. Apolinar». Y me dio las señas. Salí furioso del local obscuro, lleno de clavazón y rollos de cabos, apestando a brea, y, en medio del delirio con que aclamaba el pueblo mártir a su libertador, emprendí mi Via crucis por calles jamás por mí pisadas, buscando al clérigo que debía darme la clave de aquel nuevo misterio de mi existencia. No podría lanzarme en peor ocasión a la cacería de un sujeto desconocido, en un pueblo que yo veía por primera vez, entre aquel remolino de entusiasmo, forcejeando con el oleaje de un vecindario loco que invadía las calles. Las canciones patrióticas retumbaban en mi cerebro como un eco de las tempestades de la noche de Luchana. Gracias a Pedro Pascual Uhagón, cuyo auxilio solicité y obtuve, di con el dichoso D. Apolinar a la caída de la tarde, en su propia casa, cuando volvía de la calle, ronco de perorar en los cuarteles y en los grupos callejeros. Demostrándome, sin faltar a la cortesía, que mi visita le era enojosa, me notificó, como autoridad eclesiástica, que el día anterior, previa manifestación de la libérrima voluntad de la niña de Negretti, y comprobada por diferentes testimonios la noticia de mi fallecimiento, había casado a la expresada señorita con Zoilo Arratia. Los cónyuges se habían ido, después de la boda, a un pueblo de la costa, donde se embarcarían para Francia. «¡Pero ya estoy vivo!» exclamé sin poder refrenar mi enojo, perdido todo respeto y olvidada toda urbanidad. A esto repuso el clérigo que él se lavaba las manos, que habiéndole pedido casamiento, lo había dado con sumo gusto, como amigo cariñoso de ambas familias, Arratia y Negretti. Uhagón no vio mejor manera de calmarme que abreviar la visita, y sacándome de allí, díjome, al bajar la escalera, que Ildefonso Negretti, paralítico, desquiciado de la voluntad y el entendimiento, era hombre al agua. Con esta noticia empecé a recibir luz, confirmándome en la existencia del complot doméstico. Aquella misma noche supe que la muñidora del precipitado casorio había sido la esposa de Negretti, marimacho arriscado y astuto que lleva el nombre de Prudencia.
No me satisfacían estas claridades, harto tenues, que arrojando iba el trato de diferentes personas sobre el obscurísimo problema, y al siguiente día, después de una noche de horrible insomnio y tensión de nervios, volví al maldecido almacén de Arratia, donde encontré a un joven llamado Martín, que me saludó tímidamente, y con voz temblorosa repitió que él también se lavaba las manos, que allá lo habían compuesto los mayores de la familia, y que los recién casados, con el padre de Zoilo y los tíos Ildefonso y Prudencia, no se hallaban en Bilbao. Repitió sus cortesanías, dictadas por el azoramiento y turbación que embargaban su ánimo, y me despidió entre paquetes de clavos y hediondas breas, incitándome a tener paciencia, a lavarme también las manos, como se las había lavado él… y ofreciéndome su inutilidad para cuanto en Bilbao se me ocurriese. Secamente le di las gracias, y salí de la horrenda casa, tan semejante por su ahogada estrechez a la bodega de un buque, que me faltó poco para sentir los efectos del mareo. Puse el pie en tierra, o sea, en la calle, arrancándome del corazón con vigoroso esfuerzo la raíz doliente. ¡Ay, cuánto dolía! Uhagón, que en aquel trance me demostró leal amistad, aconsejome que diese por terminado aquel asunto, y lo enterrara antes que sobreviniese la descomposición, echándole encima la mayor capa posible de olvido. Esto no era fácil; mas lo intenté, y empecé a arrojar sobre mi fosa puñados de tierra. El cadáver no se cubría, y pasados dos días de estos esfuerzos por taparlo, asomaba todo entero y aun parecía que resucitaba. Decíame constantemente Uhagón, deseoso de mi alivio, que no pensase en más averiguaciones, y abandonara mi loco propósito de perseguir a los recién casados para obtener una explicación de su traidora y desleal conducta. Hízome ver la fuerza que al complot de los Negrettis debió de dar mi prolongada ausencia, la falta sistemática de noticias de mi persona. De la indudable virtud de estos argumentos, obtuve más y más tierra con que llenar el fúnebre hoyo. Al propio tiempo, no dejaba de comprender que mi situación iba entrando en el período de ridiculez; que la monotonía de mi desesperación lúgubre comenzaba a ser enfadosa en los círculos que yo frecuentaba. Disimulé por el pronto. El carácter de Werther sin suicidio no me convenía en modo alguno, ni era papel airoso para ningún cristiano. Nunca he gustado de los llorones: yo lo fuí tan poco tiempo, que no llegué a excitar la conmiseración burlesca de mis amigos. Pero mi terquedad, debajo de los disimulos y de las composturas de mi rostro, continuaba induciéndome a la investigación solapada, al descubrimiento de la trama traidora, a la querencia de más viva luz. Decidí seguir a Espartero en las operaciones que emprendió en el interior de Vizcaya, pues me daba el corazón que podría encontrar algún rastro de mi res secuestrada o perdida; pero entre Uhagón y Fernando Cotoner me quitaron de la cabeza este audaz pensamiento, cuya realización me habría ocasionado quizás nuevos reveses y mayores desdichas. Pasé a Balmaseda, donde me puse al habla contigo y con el mundo. Venía yo de otro planeta. Tu primera carta, mi buen clérigo, fue para mí nueva revelación de mi destino, gran consuelo de mis penas. Volví a Bilbao solicitado de amistades generosas. No parecí por la tienda de efectos navales ni por sus cercanías. Sentíame bastante aliviado: el hoyo había disminuido, y el cadáver apenas se veía ya de tanta tierra como sobre él eché.
Recibida en aquellos días la orden dictatorial inexcusable de venir aquí, me apresuré a cumplirla, observando que toda presión de otra voluntad sobre la mía desmayada y caduca me hace gran provecho. «Bendito sea el despotismo – dije entonces. – Soy como un pueblo desgarrado por las revoluciones, hecho trizas por el jacobinismo y la anarquía, y que antes de perecer se entrega al dulce dominio de sus reyes históricos». La dictadura me ha traído la paz, y aunque me entristece el pisar mis iniciativas, caídas de mí como coronas marchitas y deshojadas, me consuelo con la conservación de mi existencia dentro de una plácida esclavitud. Confinado en este castillo de Villarcayo, donde me guardan los más bondadosos carceleros que es posible imaginar, se han recrudecido los dolores de mi caída, vuelven las dudas a inquietarme, y a encenderme el magín las cavilaciones acerca de las causas, todavía obscuras, de la traición no perdonada. Es que, mientras la acción del tiempo no labra las gruesas capas de olvido, el silencio y la paz favorecen el reverdecimiento de las penas, cuando estas no son muy próximas ni están aún muy distantes. Hay un período medio entre lo reciente y lo remoto, que es el más abonado para las recaídas. Yo he recaído a intervalos, sin saber por qué. Los motivos de gozo, la tranquilidad misma, son a veces causa misteriosa de reincidencia. Una palabra insignificante despierta los dormidos dolores; una escena, un paso cualquiera, sin congruencia con nuestra cuita, hácenla revivir, como otro pasaje o sucedido la adormece. Explícame esto. La tristeza que reina en esta casa por la desastrada muerte de D. Beltrán, a quien no puedo apartar de mi pensamiento, ha sido parte a que mi hoyo se vacíe de la tierra que había logrado echarle… No sigo; no quiero entristecerte.
Allá te van, pues, los pormenores que me pedías. No te quejarás ahora: bien explícito he sido, y bastante carne y hueso, despojo de mi disección lastimosa, te mando en estos renglones. Entierra toda esa miseria. Que sólo la vea quien verla debe y apropiarse los dolores que llevan esos pedazos de mí mismo. Vive y triunfa. Otro día espera ser menos tétrico tu infeliz amigo – Fernando.
VII
Del mismo al mismo
Marzo.
Desocupado sacerdote: Sabrás que anoche se me apareció Larra, quiero decir que soñé con él o que se me apareció en sueños, que es lo mismo. Era el Larra que conocí y traté hace año y medio, antes de su viaje a París. Vino a mí en un bosquecito próximo a esta casa, en el cual suelo pasar algunos ratos divagando, y se mantuvo a distancia de cuatro o cinco pasos, mirándome con la fijeza que a sus amargas bromas precedía comúnmente. No le veía yo más que medio cuerpo, de la cintura para arriba; en su cara no había más alteración que el crecimiento de la barba. Ignoro si al morir era más barbudo que cuando le conocí. Su boca entreabierta dejaba ver los dientes ennegrecidos, y lo blanco de sus ojos amarilleaba más de lo habitual; tenía los lagrimales muy rojos, con irritación que le hacía pestañear de continuo. Aunque nunca nos habíamos tuteado, yo le dije: «Hola, Mariano, dichosos los ojos que te ven». Y él a mí: «Fernando, no sé qué me pasa; no me encuentro sin oír hablar mal de mí… Verdad que ya no oigo palabra buena ni mala, porque me he quedado enteramente sordo. Háblame por señas. Y tú, ¿por qué lloras? ¿Por mí acaso?». Respondile que yo no lloraba por él ni por nadie, y la visión entonces, dando un gran suspiro, me dijo que había yo hecho mal en matarme tan joven. «Paréceme – le contesté, – que aún vivo; pero no estoy seguro de ello. Tú también vives, vienes a desmentir la noticia de tu suicidio…». Pasó un rato, en que tanto él como yo nos desvanecimos, nos apagamos, y luego volvimos a vernos en el comedor de la casa, junto a la chimenea, más cerca uno de otro; pero ni él ni yo teníamos piernas, por lo que no puedo asegurar si estábamos en pie o sentados. «Debemos matarlas a ellas – díjome Larra con triste sonrisa, – y a nosotros no. ¿Qué culpa tenemos nosotros de sus traiciones?… No pensemos en eso, que aquí no hemos venido más que a leer nuestras obras. Lo que a mí me trastorna es que se me han olvidado casi todas las mías, harto famosas, y sólo recuerdo El día de difuntos y Nadie pase sin hablar al portero. Por más esfuerzos que hace mi memoria, no consigo apoderarme de los otros títulos. ¿Verdad que era yo un gran escritor?». «Has sido único, Mariano – le dije. – ¿Y no te acuerdas del Castellano viejo, ni de la Junta de Castello Branco? ¿Has olvidado las críticas de Antony, del Trovador, de Catalina Howard…?». «Sí, sí: tienes razón; todo eso fue mío… Pero si los títulos van viniendo a mi memoria, no recuerdo nada de lo que escribí debajo de ellos. La pólvora mata la memoria… ¿no crees tú? ¿Qué medicina hay para esto?». Al decirlo tocó mi mano, y el frío intensísimo de la suya, que más que mano de hombre era un témpano de hielo, me comunicó un temblor convulsivo, agónico.
Ya puedes comprender que desperté con aquel frío glacial. Así terminó la idolopeya, que fue seguida de un desvelo enojoso, porque habiéndoseme caído, con las vueltas que di, la colcha que me abrigaba, tuve que salir del lecho para buscarla a tientas y ponerla en su sitio, y creyéndome aún despierto, en presencia del tan infeliz como glorioso escritor, continué angustiado, febril y tembloroso toda la noche… A cada instante temía ser sorprendido por la idolopeya de mi grande y simpático amigo D. Beltrán; pero no vino el buen señor, a quien sin duda ha dado Dios por premio de su trabajosa vida un hondo, inalterable descanso.
Lunes. – Hice propósito esta mañana de romper lo que ayer te escribí de mis sabrosas pláticas nocturnas con las ánimas del Purgatorio; mas luego he pensado que no merecen estas aberraciones de nuestra mente, mientras dormimos, absoluto menosprecio, por disparatadas o ridículas que al despertar nos parezcan. Ejemplos mil hallaremos del misterioso sentido con que suelen estos delirios anunciarnos sucesos felices o desgraciados de la vida real, y vas a verlo, mi buen Mentor, en lo que hoy te escribo. Pon mucha atención en esto, y no te rías. La idolopeya del satírico sin ventura fue como un vaticinio simbólico de otra visita que hoy tuve, no de fingida, sino de real persona; no de espectro hablador, sino de individuo callado. En el mismo bosquete donde me paseo meditabundo, se me apareció, serían las tres de la tarde, un personaje llamado Churi, a quien no vacilo en colocar entre las figuras poemáticas de segundo orden, comúnmente enviadas por las deidades que rigen los destinos de los héroes para comunicarles revelaciones o mensajes. Veo tu asombro, motivado por el desconocimiento de tal figura, y satisfago tu curiosidad diciéndote que Churi es un sordo que habla. Aquí tienes la primera relación entre el sueño y la realidad, pues recordarás que Larra me dijo: «heme quedado enteramente sordo». Churi, primo carnal del ladrón de mi ventura, fue quien me anunció, camino de Bilbao, con signos expresivos y enigmáticas escrituras, la traición que se me preparaba. En aquellos días, y no hace mucho, cuando se me apareció en Balmaseda saliendo de entre las matas de un monte, cuyo pie baña el poético Cadagua, vi en él una figura mitológica, de las que llamáis ex-machina, emisarios del enojo o de la protección de algún dios que no quiere dar la cara. Tiene algo de Fauno o de Silvano, por la ligereza con que corre, o de las personificaciones de los vientos portadores de divinos mensajes, y que se llamaban Coecias, Boreas, Euronoto y qué sé yo qué. Pues verás: otra relación de Churi con la idolopeya es que cuando puso su mano en la mía con ademán cariñoso, sentí un frío glacial que me corrió por todo el espinazo. No quiero entrar en explicaciones de este mi sordo ex-machina, y voy a la substancia del coloquio de hoy. En Balmaseda me había contado su fuga de la casa paterna sin explicarme las razones de ella, añadiendo que no volvería más a Bilbao. Hoy me ha dicho que por servirme y ayudarme al castigo de los traidores irá nuevamente al seno de su familia. Mi primera impresión ha sido de repugnancia y miedo; luego me he dejado tentar de aquel diablete o correveidile fabuloso, y nos hemos metido en un coloquio de extremada dificultad, pues su sordera es desesperante, y tienes que valerte de signos y modulaciones labiales muy acentuadas para hacerte comprender. Se expresa en un lenguaje híbrido, rudo, atropellando los términos castellanos con los vascuences. Al decirme «no te mates», su fisonomía, su mirada, su boca, eran las mismas de Larra al pronunciar en correcto castellano la misma frase. Poco a poco fueron interesándome sus revelaciones. Lo culminante de ellas es que mi traidora no lo fue realmente por dictado de su libre voluntad, sino por el maleficio con que la trastornó ese pillo de Zoilo, bigardón dotado de una formidable terquedad vizcaína, y con esa fuerza de terquedad, que es como el poder que gozan los magnetizadores y taumaturgos, reduce a esclavitud a cuantas personas caen bajo su dominio. Añadió que si yo quiero puedo fácilmente romper ese poder de encantamiento con que el primo tiene aprisionada en sus redes maléficas la voluntad de Aura, y volverla a su ser propio. No pude sustraerme al efecto que hicieron en mi espíritu las ideas con rudeza y profunda convicción expresadas por el maldito sordo, y como yo, mostrándome conforme y dispuesto a todo, preguntara qué medios emplear debíamos para quebrantar el encanto, díjome que empezáramos escribiendo yo a la Negretti una carta, que él se encargaría de poner en sus manos sin que Zoilo ni la tía Prudencia se enteraran de ello. ¡Tentación irresistible! Díjele que lo pensaría, y que volviese. No te pido tu parecer, porque desde luego lo tengo por contrario a la reincidencia que me propone este endiablado sátiro, que tal me parece, o geniecillo maléfico de los bosques. Déjame a mí que lo resuelva. Estoy loco. Las brasas que quedaban entre las cenizas se han avivado, y ya son llamas otra vez. Quiero apagar, y no puedo…
Martes. – He dicho a Churi que no vuelva. Es posible que no quiera obedecerme…
Apenas me puse a escribir esta, sentí gran ruido y movimiento en toda la casa, voces de alegría. «Fernando, Fernando – gritaba Valvanera, – hijo mío, ven, ven…». ¿Qué había de ser, mi querido Hillo, sino la estupenda, felicísima nueva, de que D. Beltrán de Urdaneta, el gran aragonés, ha resucitado? Falsa era la noticia de su muerte, llorada por toda esta familia; inútiles los funerales y misas que se aplicaron por su alma. Ya lo decía yo. ¡Si a ese no le parte un rayo! ¡Si es el siglo, si es la época, si es un período histórico que no puede terminar hasta que la propia ley histórica lo dé por fenecido! Figúrate el júbilo de estos señores, y el mío también, pues a ese buen viejo le quiero, como le querrías tú si le trataras. ¡Con cuánto gusto iría yo a su encuentro si, como dicen, viene hacia acá triunfante y vendiendo vidas! Pero estoy preso y no puedo salir de mi dulce cárcel; en cuanto se lo indiqué a Valvanera, arrugó el divino entrecejo, al de Juno semejante, y me notificó que no piense en obtener la libertad mientras ella, mi tirana por delegación, no rompa los hierros que me oprimen. Su grave sonrisa, su maternal dulzura, convierten en rosas los eslabones de mi cadena. No me muevo por no ajarlas. Mi carcelera varía de conversación con gracia, incitándome a continuar las interrumpidas obras del teatro; aplauden las niñas; corro en busca de mis papeles de El sí; quiero atender a todo: al ensayo de la obra y a la preparación de los trebejos teatrales. Paso toda la tarde ocupadísimo. Churi no parece, y como el tal es entrometido y pegajoso, y se cuela burlando la vigilancia de la servidumbre, doy órdenes terminantes para que no le dejen llegarse a mí.
Se me ocurre cambiar de obra, sustituyendo la magistral comedia de Moratín por Bertrand et Ratôn, que aquí llamamos Arte de conspirar. Tradujo esta obra el pobre Larra, y es de vivísimo interés. Recuerdo bien a Luna en el papel de Rantzau, y me parece que yo le imitaría muy bien. Pero no, no quiero lucirme: que se luzcan ellas, las simpáticas y enfermizas niñas de esta casa. También he pensado en Marcela, que desecho porque sólo hay en ella un papel importante de mujer… Nada, nada: a Moratín me atengo y a mi D. Diego… Perdóname; viene el pintor a enseñarme un boceto de telón de boca, el cual se compone de un pórtico griego albergando la estatua de la Libertad en paños menores; un pavo real con la cola abierta se posa en el frontón, y en el pico sostiene un letrero que dice: Coliseo doméstico de los excelentísimos señores de Maltrana. Enmiendo el pórtico, cuyos pilares me sabían a gótico; convierto el pavo en águila; borro el letrero, sustituyéndolo por el castigat ridendo mores; le quito al cielo unas nubes que parecían morcillas; indico una bandada de pajarillos que van volando para romper la monotonía del azul sin nubes; propongo algunas modificaciones en la estatua para que se parezca más a la Comedia que a la Libertad, la proveo de ropa, le quito las Tablas de Ley que lleva en la mano izquierda, poniéndole un libro que diga Plauto, Calderón, Moratín… y doy instrucciones para la decoración de posada que necesitamos. Con tantos quehaceres, no serán largas las epístolas que ahora te mande. Dícenme que no hoy ni mañana sale correo por causa del temporal de agua. Detengo esta, y si mi esclavitud me ofrece alguna peripecia, lo que no es creíble, tendrás el honor de que te la comunique tu príncipe y señor. – Fernando.
Jueves. – Estoy contento; reboso de satisfacción y orgullo; me siento Mecenas, quiero proteger a todo el mundo. Como el primero de los humildes que miro debajo de mí, y el más atrasadito en su carrera eres tú, por ti empiezo el derroche de mercedes con que quiero manifestar mi alegría. No me satisfago con hacerte canónigo. Hágote cardenal, que eso y mucho más te mereces tú. Eres desde hoy príncipe de la iglesia romana, y te firmarás Pedro, cardenal de Hillo. Te vestirás como los cangrejos, de colorado. Allá te mandaré la birreta con el ordinario, y la estrenas en la primera corrida de toros a que asistas. Ahora proponme las demás mercedes que repartir quiero entre mis fieles súbditos. A propósito: ¿anda por ahí el bonísimo D. José del Milagro? Me le figuro pereciendo de necesidad, en los horrores de su cesantía famélica, y recurriendo al caso extremo de comerse a sus hijos, como Ugolino. Lo sentiré por toda la familia, y mayormente por la niña mayor, o la segunda, no recuerdo bien, que tocaba el arpa con tanta maestría y gusto. Pues le dirás, no a la niña, sino al infeliz padre, que de golpe y porrazo le nombro Ministro de Hacienda, previa decapitación del Sr. D. Pío Pita Pizarro, que por la cacofonía de su nombre, amén de otros delitos, merece la última pena. A Nicomedes Iglesias, si le ves, puedes anunciarle que se le expedirá dentro de pocos días su nombramiento de Comisario General de Cruzada, para que se redondee y no conspire más…
Bromas aparte, te diré que la causa de mi contento es para mí desconocida. Heme levantado con el propósito de reintegrarme en la dignidad de mi persona, para lo cual es indispensable que no queden impunes los que me han burlado inicuamente. Pensando esto, se apodera de mí la convicción de que debo escribir la carta propuesta por Churi, trámite inicial de esta obra de justicia… Entro, pues, en lo que los retóricos llamáis catástasis, la complicación del asunto, precursora de la catástrofe, que es a mi espíritu necesaria, pues no me conformo, no, no, con el desabrido desenlace que conoces, el cual cada día pesa más sobre mi alma y la enturbia y ennegrece. Yo era un hombre honrado y bueno; dejaré de serlo si no consigo dar un fin decoroso a mi sin igual aventura. Tú, clérigo, ¿qué entiendes por amor propio, dignidad social? La resignación que me recomiendas no es virtud caballeresca. Suprime la ley de honor en estas sociedades complejas, ¿y qué queda? Nada… Te digo que no puede ser. Hace poco creía yo que estaba de más en el mundo. Hoy pienso que el que está de más es otro. Si uno de los dos sobra, urge que se vaya, que despeje. Próximo está el abismo, y uno de los dos forzosamente caerá en él.
¡Ay, mi querido Hillo, no estoy contento! Interpreta al revés todo lo que te digo, y lee: «Estoy rabiando, estoy dado a los demonios». Quiero engañarme con las bromas o con las pedanterías que escribo. Pero mi risa, volviéndose uñas, se clava en lo más sensible de mi alma… En verdad, de ayer a hoy soy digno de compasión. Tal es el estado nervioso en que me encuentro, que vivo en perpetuo sobresalto, presagiando mayores desdichas, recelando de todo el mundo, temiendo las horas que vienen tanto como abomino de las que han pasado. Esta mañana me entregaron una carta que ha traído el correo para mí, y aún no he querido abrirla: veo, presiento en ella una nueva desdicha. Por más que examino la letra del sobrescrito, no puedo adivinar a quién pertenece. No es la primera vez que veo esa escritura; pero todas mis cavilaciones no bastan a descifrar la enigmática persona que se esconde detrás de aquellos rasgos. Y que se esconde, divirtiéndose con mi curiosidad y mi turbación, no tiene duda. Es un espíritu burlón, que traza sus pensamientos con letra firme y correctísima. Pero adivíname quién es… Ya te veo reír, diciéndome que fácilmente saldré de esta horrible duda abriendo la carta. Te contesto: «Gran señor, no quiero».
Entran iracundos y dando voces Doña Irene y Calamocha… Hace media hora que les tengo a todos de plantón aguardándome para el ensayo. La verdad, no me acordaba. Tiene la culpa este maldito clérigo, que me entretiene preguntándome cosas. ¡Allá voy!… Ya ves, me riñen por causa tuya… Algo me queda por decir… Aquí, en la negra cavidad del tintero, lo dejo bien guardadito para otro día. Duerme, come y vive mejor que tu amicísimo – Fernando.