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XX
De Doña Juana Teresa, Marquesa de Sariñán, a la señora de Maltrana
Cintruénigo, Junio.
Hermana y amiga: He tardado en contestarte, esperando a tener noticias claras, fehacientes de tu padre, las cuales ayer llegaron por un propio que nos envió nuestro buen amigo D. Blas de la Codoñera. Resulta que no sólo vive, sino que goza de envidiable salud. Allá le tienes, en el campo de Cabrera, hecho un brazo de mar, agasajado por el cabecilla, bien quisto de todos, desempeñando no sé qué papeles de consejero o de asesor en negocios políticos. Es mucho D. Beltrán. No hay otro en el mundo de más suerte: allí donde matan, él vive y triunfa; allí donde reinan la desolación y la estrechez, él se las arregla para figurar en primera línea, y darse vida y tono de príncipe de sangre real. Sería curioso conocer los prodigios de labia y finura con que ha logrado catequizar a tales verdugos. ¡Qué cosas les habrá dicho! ¡Qué invenciones habrán salido de aquella cabeza fecunda en lindos enredos! Voy creyendo que tu padre tiene siete vidas como los gatos. Por conducto de D. Blas a todos saluda y bendice, añadiendo las carantoñas que sabes son muy de su carácter, y con las cuales se hace perdonar sus graves defectos: nos pide dinero y ropa. Hemos acordado Rodrigo y yo enviarle una cantidad no muy crecida, ocho onzas, que me parecen suficientes para mantener su decoro entre aquellos salvajes o para regresar si lo desea. Dime si estás dispuesta a contribuir con la mitad del dicho emolumento, o sea cuatro onzas, pues si a ello te negaras y tuviéramos que acudir solos al remedio del noble señor, nos concretaríamos a seis onzas. Justa es la mitad de esta carga tuya, y aun no sería malo que por entero la llevaras tú, pues nosotros harto hemos hecho por él teniéndole en casa y aguantándole el genio. También te digo que si cansado de aquellas glorias y de los papelones que allí hace, vuelve al arrimo de la familia, sería para nosotros un gran alivio que le tomaras tú por una temporada. Hija, no hemos de estar los de acá siempre a las agrias y tú a las maduras. Para que se reparta equitativamente la persona del primer noble de Aragón, es preciso que tú le tengas y le aguantes un año por lo menos. Así lo propondrá Rodrigo a su abuelo en la carta que le escriba mañana por el propio de D. Blas; habla tú de esto con Juan Antonio y dime lo que resolváis, sin olvidarte de mandar las cuatro onzas consabidas. Puedes estregárselas a Capistrana, a quien di el encargo de comprarme y remitirme un buen carnero merino y doce ovejas.
Mejor informada de lo que yo creía estás en el asunto de la proyectada boda de Rodrigo con la niña de Castro-Amézaga. De lo sucedido el otoño último, cuando fuimos a vistas, te enteraría tu padre, de seguro pintando las cosas con exageración y un poco de mala fe. ¡Dichoso D. Beltrán! Dios me le perdone; no puedo menos de atribuirle alguna parte de culpa en el desgraciado giro de aquel proyecto. No hubo tal desaire, ni manifestación de desagrado por parte de la entonces mayorazga: al contrario, bien nos demostró que apreciaba en todo su valor las prendas morales de mi hijo, su nobleza y virtud, y que las físicas le causaban impresión favorable, fundamento de un honesto cariño. Todo habría concluido felizmente si no mediara la envidia oculta, que por medio de cábalas y manejos viles procuró el deprecio de la moneda legítima para poder pasar la falsa. El proyecto se malogró por entonces, perdiendo más en ello Demetria que Rodrigo. Pero tengo el gusto de participarte, para que hagas correr la noticia, que reanudadas las negociaciones hace dos semanas, presentan un semblante lisonjero. Escribió mi hijo a la señorita de Castro reiterándole su anhelo de hacerla Marquesa de Sariñán, y ella contestó casi a vuelta de correo. A la vista tengo su carta, que es una monadita de humildad y discreción. Se cree indigna de honor tan grande… su negativa no fue desprecio, etcétera… ni desconocimiento de las cualidades, etcétera… fue que en aquellos días sentía vocación de soltera, etcétera. Si el sí de las niñas tiene mucho que estudiar, no son menos intrincados y misteriosos los noes de estas muchachas trabajadorcitas y que no quieren ser marquesas… El tono de la carta revela que aquellas ganitas de consagrarse a vestir imágenes pasaron ya: eran sin duda uno de tantos trastornos ocasionados por el cambio de edad, por el despertar de la imaginación, de los nervios, etcétera… en fin, tonterías, y algo de no quiero, no quiero, échamelo en el sombrero. Dice la niña que le demos un par de meses para determinarse… Esto es para no aparecer que lo desea con vehemencia, o una manera garbosa de volver sobre su acuerdo. Tantos melindres y gazmoñerías no tienen otro objeto que dar más valor a la aceptación. Yo traduzco la carta al lenguaje de la sinceridad, y leo así: «Señor Marques, estoy rabiando por casarme con usted… pero quiero darme todavía otro poquito de tono, y pongo la boca chiquita y arqueo las cejas para expresar la vergüenza que siento cuando me hablan de boda».
De veras te agradezco el interés que muestras por mí en este asunto; mas esto no me quita los agravios que de ti tengo, causa de que no te escribiera más pronto. Y como me estorban los enojos muy guardados en el alma, allá van los míos, Valvanera, y ojalá queden desvanecidos con tus explicaciones. Aquí estoy aguardando a que me digas la razón de albergar en tu casa, un mes y otro mes, a un sujeto con quien ni tú ni tu marido tenéis parentesco conocido. Verdad que para saber si hay parentesco falta el dato principal: quiénes son los padres de ese mozalbete y su verdadero apellido. No acabo de entender que Juan Antonio, hombre tan mirado, tan atento al decoro de su casa, consienta estos huéspedes fijos, que parece forman parte de la familia. Dime: ¿habéis puesto fonda? Y que le tratáis a cuerpo de Rey, según mis noticias, con unos mimos y un regalo que sólo se prodigan a las personas muy amadas. Podrá en esto no haber ninguna malicia; desde luego declaro que tu reconocida virtud no desmerece por esto a mis ojos; pero no debes creer que sea tan benévola como yo la opinión. No habrá malicia, repito, pero sí hay un acertijo que no entiende nadie, y Juan Antonio debe apresurarse a darnos la clave. Del misterio al escándalo poca distancia hay que recorrer, y como el escándalo habría de afectar a toda la familia, Rodrigo y yo tenemos derecho a que se nos diga quién es ese sujeto, y por qué ha echado raíces en tu casa. Del tal, a quien no puedo llamar caballero mientras no conozca su procedencia, su familia, su nombre, sólo sabemos que con pretexto de una herida leve se pasó en la casa de Castro-Amézaga tres meses y medio, a mesa y mantel, cobrándose en vida regalona los servicios que prestó a las niñas en su escapatoria de Oñate; sabemos también que es de la cáscara amarga, es decir, romántico, y el romanticismo no significa otra cosa que el disimulo de la holgazanería y los vicios: todo ello cuadra muy bien a un personaje que no se sabe de dónde ha salido, ni de quién recibe el dinero que gasta. No me saques a mí el cuento de que ignoras quién es. Esa no pasa, Valvanera: tú lo sabes, y vas a decírmelo; de lo contrario, tendría yo que imaginarlo, exponiéndome a errores. No he de suponer tampoco que tu huésped es un gorrón de oficio que reparte el año comiendo tres meses en cada casa. Como a la mía no ha de venir, porque aquí no se mantienen vagos, nada de esto me importa; pero la protección que das a ese sujeto podría ocasionarnos peor gravamen que el comernos un codo, y así te suplico me digas para qué tienes ahí a ese hombre, y qué hace y en qué se ocupa, y por qué no se va a Madrid, que es el terreno del romanticismo y del libertinaje.
Y vamos a otro asunto que con este no tiene, supongo, ninguna relación. La carta que contesto es la primera tuya en que me hablas de mi hermana Pilar, cosa que me sorprende, pues siendo mis relaciones con ella tibias, casi nulas, no parece lógico que me pidas a mí noticias de su salud, mayormente cuando con ella te carteas tan a menudo. Yo soy quien debo pedirte a ti noticias de mi desgraciada hermana, pues siempre fuiste tú su amiga y confidente. ¿A qué sales ahora con la falsa tecla de que no sabes de ella y temes por su salud? Sea lo que fuere, te diré que directamente nada sé de Pilar; pero por referencias me consta que está buena, mas con la grandísima pesadumbre de haber perdido a su criada Justina, su mujer de confianza; la que poseía todos sus secretos, que no debían ser pocos, según mi cuenta. Yo también he sentido a la pobre Justina, mujer de una lealtad a toda prueba, reservada y discretísima, como correspondía a quien consagra su vida al servicio reservado de una señora como Pilar. Pues bien: cuando cayó enferma Justina, fue a verla Jerónima, su hermana, que, como sabes, reside en Cintruénigo, y al volver me dijo que Pilar menudea cartas contigo, y que cada semana te emborrona cuatro pliegos. Con que… ten cuidado, Valvanera, ten cuidado: ya ves qué pronto te he cogido en una mentirilla… Es que sois tontas de remate; yo soy lista, muy lista, aunque me esté mal el decírlo, y ninguna simplona como Pilar y como tú, cada cual por su estilo dañadas de romanticismo, ha conseguido engañarme nunca. Nadie me iguala, puedes creerlo, en descubrir en la menor palabra, en cualquier frasecilla insignificante, la punta de un hilito. No puedes figurarte hasta qué punto son sutiles mis dedos para coger la hebra casi invisible y tirar de ella. Claro es que algunas veces me equivoco, y no saco nada; pero otras ¡suelen venir a mis manos ovillos tan gordos!… Con que… ándate con cuidado conmigo, Valvanera, y no me busques el genio, que lo tengo muy malo, quiero decir, sagaz, investigador, calculista. Hame dado en la nariz… Y no más por hoy.
Pues dejando esto aparte, hazme el favor de decir a Pilar, en tu primera contestación a sus largas epístolas, que no la quiero mal; que me duelen nuestras discordias, motivadas por mil pequeñeces que no debieran enemistar a dos hijas de un mismo padre; que debemos perdonarnos recíprocamente nuestros agravios y picardihuelas, y esperar la muerte tratándonos como hermanas. Queda convidada a la boda de mi hijo con la niña de Castro, si, como creo, se realiza en el otoño próximo, y tendré una gran satisfacción en alojarla en mi casa, siempre que venga sola, pues con Felipe no espero hacer nunca buenas migas… Y aquí pongo punto final, guardándome todavía no pocas cosillas y reconcomios que ya irán saliendo. Un abrazo mío muy apretado mando a Juan Antonio, a tus hijos muchos besos, y a ti todo el afecto de tu cariñosa hermana – Juana Teresa.
XXI
De Fernando Calpena a D. Pedro Hillo
Villarcayo, Junio.
Querido capellán: Hemos pasado unos días crueles con la enfermedad de los niños. Cayó Nicolasa con calenturas el 15 del pasado, reponiéndose al séptimo día; mas antes de que esto sucediera, el segundo de los varones, Federico, fue atacado del mismo mal, que degeneró en tabardillo. Veinte días hemos tenido a la pobre criatura entre la vida y la muerte. Figúrate la ansiedad de los padres, que ha tiempo vienen siendo enfermeros de su prole, dañada de no sé qué mal profundo, insidioso. Tengo la satisfacción, en medio de mis tristezas, de haberme asociado a los afanes de esta noble familia, y por fin, al gozo de verles vencedores del terrible mal. A fuerza de cuidados y desvelos hemos rechazado a la muerte, y lo digo así porque no he sido yo menos padre que ellos, en el sentido de la solicitud vigilante. Cuando el cansancio les rendía, yo he ocupado su puesto, poniendo toda mi alma en aquel servicio humanitario. La gratitud de estos nobles amigos me envanece más que si hubiera yo ganado laureles de los que vivamente halagan el amor propio.
Y no es esta la única conquista que he realizado en estos días de prueba. Ya sé lo que es calor de familia; en mí anidaron y criaron sentimientos dulcísimos que ya llevaré conmigo en lo que de vida me reste; me va muy bien con ellos; me espanta la soledad en que yo quedaría si estos sentimientos me faltasen, y me compadezco de mí, acordándome del tiempo en que no los conocía. Tengo que razonar para convencerme de que no es mi hermano el pobre niño que hemos salvado de la muerte; sus padres no sé qué son míos: sólo afirmo que les quiero y que me quieren. En los días de ansiedad y de lucha con la muerte, respirábamos los tres con un solo aliento; ellos me daban su temor; yo les daba mi esperanza.
La mañana feliz en que consideramos salvado a Federico, Valvanera selló nuestro espiritual parentesco con una confianza sublime. Incapaz de contener su efusión maternal, me llamó a su cuarto, y en presencia de Juan Antonio me descifró el enigma de mi vida. Ya sabía yo que ella y mi madre son amigas íntimas, que desde la infancia se adoran. Ahora sé el nombre que ignoraba, la condición social y otras particularidades de mi nacimiento y de mi niñez… El desgarrón del velo que envolvía mi origen me hizo caer en un estupor parecido al idiotismo: he pasado un día sin darme cuenta de cosa alguna, mirando con embargada atención la fórmula resolutiva de mi problema, y los nuevos problemas que de aquella solución se derivan… Por la noche, solo en mi aposento, lloré largo rato, sintiendo dentro de mí un desconsuelo inexplicable, no sé qué, sin duda reflejo de las aflicciones que por mí ha pasado la persona que me dio la vida. Pensaba que si yo hubiera muerto al nacer, habría evitado sus acerbas penas, y luego las mías. Ya no puedo evitar nada; soy impotente para todo, y la idea de que mi amor y mi gratitud a ese noble ser han de esconderse en la obscuridad y en el disimulo como si fueran delitos, me vuelve loco.
En tanto, mi drama se ha empequeñecido. Dentro de mi espíritu lo veo cada día perdiendo volumen y claridad. Síntomas de olvido empiezan a manifestarse: he notado que pasaban largas horas sin que de su terrible argumento y de sus personas me acordase. Pero ayer y hoy he advertido que me ronda, que viene en mi busca. Una nueva carta de Pedro Pascual me informó ayer de que los Arratias están furiosos contra mí. No ha podido averiguar mi amigo si Aura había regresado al domicilio conyugal: sospechaba que no. Como puedes comprender, estas noticias me inquietan, me trastornan, impidiéndome condensar las ideas y fijar mi voluntad en una sola dirección. Tengo que dividir mi espíritu, como un caudillo militar que dispersa sus tropas para la ofensiva necesaria en un punto y la defensiva en otro. Me halaga la esperanza, querido clérigo, de que se den órdenes para que no se aplace más tiempo tu viaje. Aunque Valvanera y Juan Antonio colman mis anhelos de sociedad y de amistad y todo, parece que me falta algo. ¡Que vengas, hombre! Quiero marearte un poco y hacerte rabiar. Por esta noche no escribo más.
Sábado. – He pasado el día haciendo muñecos de papel al niño convaleciente. Te asombrarías como yo de mi habilidad en este arte. He construido una docena de clérigos graciosísimos con sus tejas descomunales, y otras tantas monjitas con blancas tocas; sobre la cama los iba poniendo en correcta formación el pequeño. En la sección de animales he sido menos afortunado; pero aun así, mis gatos, mis burros y mis elefantes han cumplido el objeto para que fueron creados. Por cada cucharada de alimento o de medicina que toma el chiquillo, cobra anticipadamente una figura, y en ocasiones un cuarto. Por la noche, cuando le rinde el sueño, y después que el contacto de su frente y muñecas nos dice la frescura de su sangre, recogemos en una cestita todas las colecciones clericales y zoológicas, para hacer en ellas las reparaciones convenientes. Pero dudo que mañana obtengan el mismo éxito; ya se me ha indicado para mañana un nuevo mundo que debe salir de mis manos hacedoras: torres, puentes, barcos de guerra y fortalezas con cañones.
Te dije ayer que el drama me acecha: hoy te digo que ha venido Churi; pero no le han permitido entrar en la casa, ni yo he de salir a verle: le tengo miedo. Desde mi ventana le he visto rondar por estas inmediaciones, con cara famélica y ansiosa. ¿Qué querrá decirme? ¿Me traerá alguna carta? Mejor es que no lo sepa. Juan Antonio ha encargado a uno de los mozos que le despabile, amenazándole con dar parte a la justicia y meterle en la cárcel si no se larga de estos contornos. ¡Pobre Churi! ¿Qué me querrá?
Valvanera y su marido me han predicado un cariñoso sermón sobre la obediencia, y yo he reconocido que a ella me obligan todos los respetos y las nuevas afecciones que siento en mí. No haré más que lo que ellos dispongan. Forzosamente vuelvo a la niñez. La querida persona que se ha pasado lo mejor de su vida sin poder acariciarme y gobernarme, quiere hacerlo ahora, y yo me apresuro a ofrecerle mi sumisión incondicional. Es difícil, no obstante, que pueda darle gusto en una cuestión que, según me ha declarado Valvanera, es su sueño dorado. Bien comprenderá que no puedo disputar al Marqués de Sariñán la excelsa niña de Castro, cuyos méritos son tales que hoy me avergonzaría yo de dirigir hacia ella mis aspiraciones. ¿Qué piensas de esto? Sería imponerme una ridiculez; sería lanzarme quizás a un nuevo desastre. Me siento sin fuerza moral para tal empresa; necesito un largo reposo, y restaurar mi espíritu desquiciado y en ruinas.
Y sobre todo, ¿quién soy yo, ¡triste de mí! para pretender honor tan grande como la posesión de esa maravilla de la humanidad? ¿En qué sentimientos he de fundar mi campaña? ¿En la admiración que hacia ella siento? Eso no basta. Mi conciencia, hoy por hoy, no me permitiría expresar otros sentimientos… Me ha revelado Valvanera la situación social dolorosísima en que mi existencia pone a mi madre, y esto acaba de hundirme. Me achico cada día más; me siento enano, microscópico; me pierdo entre las multitudes plebeyas, y deseo que nadie se fije en mí, ni me pregunte quién soy ni de dónde he venido.
La tristeza se me va aposentando en el alma, no como huésped, sino como propietario que se decide a ocupar por siempre su domicilio heredado: no podré arrojarla nunca; la siento que se acomoda y agasaja, que enciende el hogar, que coloca sus muebles, que imprime aquí y allá su huella, y va calentando este y el otro rincón. ¿Pero qué me importa no ser nadie, si soy todo para una sola persona, y esa persona es todo para mí? Te aseguro que si no existiera mi madre y la cadena que a ella me une, para mí no habría un bien como la muerte. Me halaga la idea de no sentir nada; de sentir, si acaso, la vaga impresión de la quietud, de la carencia de todo estímulo. Es dulce notar vacíos de interés los dramas y dormidas en nuestro regazo las pasiones. Ayer fui con el párroco a visitar el cementerio: no puedes figurarte la envidia que me daba de los que duermen bajo aquellas lápidas, protegidos por una cruz. Los hay sin lápida; los hay anónimos, de olvidada filiación; los hay sin cruces ni signo alguno. Toda la noche he visto en mi mente las cruces solitarias, algunas no muy derechas, y me ha sido grato pensar en la placidez de los que duermen en la tierra, soñando quizás que han desaparecido del mundo el mal y la ridiculez. Mándame las Noches de Young, que encontrarás en la librería de Boix, Carrera de San Jerónimo, o en la de Pérez, calle de las Carretas, frente al Correo. Mándame también las Noches lúgubres de Cadalso. Adiós: me acuesto sin sueño.
Domingo. – Hoy, oyendo misa con Juan Antonio en la parroquia, no he cesado de pensar que podrías interpretar torcidamente lo que anoche te escribí acerca de mis nuevas amistades con la muerte. El recelo de que supongas en mí intentos de suicidio me inquieta, querido capellán, pues nada más lejos de mi ánimo que el propósito de poner fin a mi pobre existencia. La convicción de que si a mí mismo no me necesito para nada, a otras personas queridísimas soy necesario, me obliga a rectificar aquellas ideas. El vivir no me gusta; pero es un deber; como tal acepto la vida, y procuraré su conservación. No quiero hacer más víctimas. Que las personas que aman mi vida la tengan, aunque a mí me pese. ¿Sabes lo que discurría anoche, desvelado, dando vueltas en mi cama? Pues que Dios debiera pasar a mi naturaleza la enfermedad, raquitismo, o lo que sea, que destruye a los hijos de Maltrana, transmitiendo a estos mi salud vigorosa. ¡Qué contentos se pondrían sus padres con este cambio! Pues aunque a mí me lloraran, me llorarían una vez, y sus hijos son cinco, cinco duelos en perspectiva. Hoy me rectifico, amado clérigo, y no pido a Dios semejante cambio de naturaleza; es mucho mejor que los chicos y yo vivamos. Por consiguiente, verás que tacho el párrafo en que te pedía me mandases las Noches de Young y de Cadalso. Déjame a mí de Noches, hombre, y mándame días si los hay. En vez de esos librotes que inducen a la melancolía, haz un paquete con el nuevo drama de Víctor Hugo, Angelo, tirano de Padua, con la Gabriela de Belle Isle, de Dumas, y todo lo demás que de este género encuentres en casa de Boix, y me lo echas para acá con el primer ordinario que salga. Que sean en francés: no quiero traducciones.
Última hora: a mí llega un run-run que, si se confirma, me librará de la falsísima, indelicada posición a que quiere llevarme mi buena madre, haciéndome pretendiente de secano de la sin par Demetria. Susurran de La Guardia que al fin hay arreglo, y que en el frontispicio de Castro-Amézaga se pondrá la corona de Sariñán y de Villarroya de la Sierra. Tú lo verás si vas por allí, que yo no pienso verlo. Paréceme muy lógica tal unión, y no siento más que no tener aquí a mi D. Beltrán para pasarle la noticia por los morros. ¿Serán felices? Averígualo tú, que yo no puedo. Vuelvo a creer que sólo los muertos son dichosos.
Ahora que me acuerdo: mándame también el tomo de poesías de Víctor Hugo, Hojas de otoño. Este poeta me enloquece. De Walter Scott quiero la Fiancée de Lamermoor, que conozco y quiero leer de nuevo, y la Hermosa de Perth, que no conozco. Me siento ávido de poesía y literatura; mas no me mandes nada clásico, que me apesta. Tu D. Javier de Burgos y tu D. Félix Reinoso, que me esperen allá hasta el día del Juicio, con sus versos acartonados, que ya deben de saber de memoria sus lectores fervientes, los ratones. Al buen Horacio déjale dormir en mi baúl, junto al somnífero Despreaux. En cambio, me harás feliz si me empaquetas para acá los volúmenes que me quedaban de Lope, ya que no sea posible recuperar los que le presté a Pepe Díaz y a García Gutiérrez, y añades los dos tomos que tenía de Schiller. Relamiéndome estoy pensando en el drama Los bandidos, que leeré hasta aprendérmelo de memoria. Vaya, no te da más jaqueca tu férvido amigo y discípulo – Fernando.
P. S. – Me enseña Juan Antonio un periódico de Madrid que anuncia la reciente publicación de un nuevo tomo de Víctor Hugo, Les voix intérieures. Por lo que más quieras, Hillo de mis pecados, vete corriendo a casa de Boix y cómprame ese libro, si lo tiene, y si no lo tiene dile que lo pida al momento. Aquí no hay medio de encargar ningún libro a París, como no mandes un propio con el dinero. Ya me muero de ansiedad por leer esas Voces… Ya me parece que las oigo antes de leerlas. ¿Quién no tiene voces dentro? Sospecho que las que ha escrito Hugo no son las suyas, sino las mías. – Vale.