Kitabı oku: «Episodios Nacionales: La revolución de Julio», sayfa 13
XXV
Corrí tras del hombre que en aquella ocasión a mis ojos tomaba proporciones de figura heroica, tribuno y caudillo de la plebe; pero las oscilaciones del gentío le alejaban de mí cuando ya creía tenerle al alcance de mi mano. Yo gritaba: «¡Gracián, Gracián!» Se perdía mi voz en el bramido estentóreo del viento y la mar, que esto era el pueblo, océano revuelto y aires desencadenados… Por fin, pude cogerle en el arco de la calle de Atocha, y hablamos brevemente, pues no había lugar de largas conversaciones. «¿Quiere usted armas? – me dijo. – ¿Se batirá usted con nosotros y por nosotros?
– Los hombres que se lanzan con tanto valor y entereza a una lucha desigual contra la burocracia y el militarismo, tienen todas mis simpatías. Pero yo no soy de armas tomar; no sirvo para esto… Vengo de curioso…
– De cronista quizás.
– Algo también de cronista. Quiero ver el atleta desnudo, inerme, luchando con su hermano, el otro atleta, vestido de todas armas, pueblo contra ejército, que es dos formas de pueblo la una frente a la otra. Entiendo, querido Gracián, que no hay ni puede haber en el siglo que corremos espectáculo más hermoso que este pugilato entre dos hijos de una misma madre: el hijo soldado, el hijo paisano… Dos gladiadores y una sola espada.
– Me parece que el gladiador desnudo llevará la ventaja. Ahora tenemos que ajustarle las cuentas a este asesino de Gándara, que sube de Atocha con Artillería de montaña, Ingenieros, Guardia Civil de a caballo, y la bendición del Patriarca de las Indias… Allá vamos. En la plaza de Antón Martín se verá quién es más guapo, si él o yo… Tengo antojo de merendarme a ese Gándara con toda su fachenda… Ya sabe él que estoy aquí; ya sabe que a estos pobres borregos los hago yo leones, y que con ellos y conmigo no se juega… No digo que no sea valiente… le conozco; nos conocemos: juntos peleamos el 48… Viniendo contra mí, crea usted que no viene tranquilo… En fin, ya nos veremos luego, y le contaré a usted nuestras hazañas para que las escriba».
Siguió por la calle de Atocha, precedido y seguido de una turba de aspecto feroz, armada con variedad de instrumentos mortíferos, obediente al jefe, a él sujeta por una disciplina improvisada, mezcla de respeto, de entusiasmo a estilo militar, y de terror a usanza de bandidos. Pareciome el valor de Gracián como un producto de la arrogancia histriónica y farandulera. Era valiente por el aplauso, y acometía y realizaba sus hazañas para que le viera el público. Su heroísmo era orgullo con guirindolas y cascabeles; se había imaginado el tipo del héroe popular, y como gran artista, encarnaba admirablemente el papel que para sí mismo había compuesto.
Volvimos mi escudero y yo a la Plaza, donde tuvimos poco tiempo de tranquilidad. Por la calle Mayor aparecieron tropas con intento de ocupar la Plaza, y el paisanaje corrió a cortarles el paso por los portales de Bringas y por los tres ingresos que dan a Platerías. El tiroteo arreció en pocos minutos. Adquirieron ventaja los paisanos por la ocupación previa de las casas. Mientras unos, parapetados en los porches, abrasaban a los soldados, otros, desde los altos pisos y desvanes, les dañaban horrorosamente con auxilio del vecindario: mujeres y chicos arrojaban sobre la cabeza del gladiador armado, tiestos, tejas, agua caliente y otras materias. El gladiador desnudo se defendía con todos los proyectiles que pudieran suplir la corta eficacia de su armamento. No creyéndonos seguros de un balazo en ninguna de las galerías de la Plaza, emprendimos nuestra retirada por la calle de Botoneras. Vimos un portal que se abría para dar paso a un hombre; descubrí en éste a un antiguo conocimiento mío, Sotero Trujillo, el esposo de la pobre Antoñita, que acabó sus tristes días el 48, en un segundo piso de la cercana Plaza: agraciome el tal con un fino saludo; invitome a guarecerme en su domicilio, desde donde podía ver la función sin riesgo; acepté, subimos.
Escalones arriba, me contó Sotero que había contraído segundas nupcias con una viuda, la cual con suave dominación le había curado de su vagancia y borracheras; que su mujer era sastra de curas y ganaba buen dinero, y él, por influencias de ella, había conseguido un empleíto en la expendeduría de las Bulas… Tiempo hubo de que me contara esto y algo más, por ser la escalera larguísima… Llegamos por fin al término de la ascensión… Sotero me presentó a su cara mitad, que es fea, gorda, tuerta; no tiene pescuezo, el seno casi se toca con la barbilla, y los hombros se dejan acariciar por los pendientes de filigrana que cuelgan de sus orejas. La sala en que nos recibieron, y que estaba llena de viejas de la vecindad espantadas de los tiros, era taller de sastrería eclesiástica, y no se veían allí más que sotanas y manteos en corte o en hilván, roquetes y sobrepellices, y algún modelo de bonete colocado sobre una cabeza de sacerdote de cartón. En la pared vi retratos de diferentes Papas, Vírgenes del Sagrario, de la Cinta, de la O, de la Fuencisla, de la Valvanera, y el escudo de la Santa Cruzada junto a un cuadro de mesa revuelta, que fue la especialidad de Sotero en sus floridos tiempos de dibujante.
Con remilgos de finura me hizo los honores de su casa la esposa de Trujillo, no sin decirme que ella es de la familia de los Samaniegos, oriundos de Mena, muy señores míos, y hablamos de aquella cruel guerra en las calles, que no había de traer más que desolación, hambre, irreligiosidad y, por fin, ateísmo… No pudimos extendernos en este coloquio, porque Sotero nos invitó a salir al tejado por un buhardillón, para ver desde lo alto la tremenda lucha entre los dos hermanos, según Gracián: el gladiador vestido y el gladiador desnudo. Yo, que no deseaba otra cosa, acepté la invitación de Sotero, sin hacer caso de los arrumacos de susto con que quiso retenernos la señora; subimos por empinadas escaleras, salimos a un ventanón de donde se veía toda la Plaza… El espectáculo era desde arriba muy interesante, no exento de peligro, pues bien podían algunas balas subir más alto que la intención de los que disparaban. Los paisanos defendían las entradas de Boteros y Amargura, el callejón del Infierno y los portales de Bringas; desde los techos de la Casa-Panadería y casas próximas hacían fuego contra la calle Mayor…
Como el estado singular de mi espíritu ante la revolución visible solía distraer mi atención, apartándola de los objetos de mayor importancia para fijarla en los accesorios e insignificantes, me entretuve un momento, y aun dos momentos, en mirar los gatos que en aquellos irregulares y viejísimos tejados tienen su habitual residencia. Andaban los animales de un lado para otro, paseando su turbación, y excitados por el fuego… Contagiados por el ejemplo de los hombres, unos a otros se desafiaban con furiosos mayidos, y no lejos de mí, en un tejadillo que vierte a la calle Imperial, dos de atigrada piel vinieron a las uñas, y se sacudían y arañaban de firme como encarnizados enemigos. Probablemente se peleaban por dar gusto a la garra, y desconocían el motivo y fin de sus querellas. Observé asimismo que no se veían gorriones ni palomas por aquellos aires. Los tiros ahuyentaban a todos los pájaros que merodean en la zona urbana. Las golondrinas, menos asustadizas de la pólvora, no se habían perdido de vista, y volaban, trazando grandes círculos, en tomo a la mole de San Isidro o sobre el copete de San Justo.
De estas observaciones me apartó Ruy, llamándome a que mirara lo que en la Plaza ocurría: «Señor, mire hacia abajo. ¿Ve aquellos dos hombres que cargan un herido, uno le coge por los pies, otro por los sobacos?
– Sí les veo… y paréceme que no es herido, sino muerto el que traen… Lo tiran en el suelo, como si fuera un saco, al pie del caballo de bronce…
– Muerto parece. De los dos que lo han traído y que ahora vuelven hacia los portales, fíjese en el que va delante, que lleva un gorro colorado… Es mi hermano Leoncio».
Desde las alturas no pude ver del hombre que yo había conocido por Ley, y ahora es Leoncio, más que la gallarda estatura, el andar resuelto, y el encarnado turbante o pañuelo que ceñía su cabeza.
«Si esto se acaba y podemos andar por el suelo sin peligro – dije a mi escudero, – hemos de buscarle y echar un párrafo con él».
El tiroteo era ya menos vivo. Los defensores de Boteros se retiraron al centro de la Plaza. Vimos uniformes que avanzaban. Parapetados tras el pedestal de Felipe III, aún defendían la Plaza los más tenaces. Heridos había muchos; muertos, no pocos. Un hombre de aspecto agitanado yacía junto a un farol, el cráneo deshecho, el calañés a media vara de distancia, y arrimados a la Casa-Panadería, tres hombres tumbados, que más parecían borrachos que muertos: eran cadáveres de héroes bebidos, que habían peleado enardeciendo su patriotismo con el aguardiente. Mujeres vimos recogiendo heridos y metiéndoles en una tienda de vaciador y en la zapatería de Arnáiz… La ventaja de la tropa se manifestaba bien a las claras y crecía por momentos. Al fin el pueblo se retiró a la calle de Toledo, y los soldados ocuparon la Plaza.
Admirable punto de defensa era para el gladiador desnudo el arranque estrecho de la calle de Toledo, entre gruesos porches que le servían de amparo. Allí y en la calle de Botoneras se entabló de nuevo el combate, que no fue de larga duración, porque al gladiador armado le llegó refuerzo por la Concepción Jerónima. El paisanaje se dispersó, filtrándose por los edificios. En tanto, la tropa no podía estacionarse, por no ser suficiente para guarnecer y fortificar todos los lugares estratégicos. Su misión era despejar la extensa línea entre Palacio y Atocha para impedir que en los puntos principales de ella se fortificase la insurrección, y contener a ésta en los barrios del Sur, impidiéndole la comunicación fácil con las zonas del Barquillo y Maravillas, donde también había, por lo que después me contaron, tiroteo gordo. Despejada la plaza Mayor, la tropa siguió hacia la de San Miguel y calles de Milaneses y Santiago. Otras secciones recorrían la línea desde la plaza del Progreso hasta San Francisco.
En tanto, la más tremenda lucha de aquel día se empeñaba en la plazuela de Antón Martín, primero; después, en la del Ángel, entre el bravo Gándara y el paisanaje dirigido por el temerario Gracián y otros tales, no menos arriscados y feroces. Desde la atalaya en que nos habíamos subido, oíamos el estruendo de fusilería y cañones, y veíamos la humareda que el viento empujaba hacia el Oeste, arremolinándola en torno a la torre de Santa Cruz. Observando esto, dijimos que la torre se ponía mantilla. Si el humo nos daba idea de un terrible combate, no era menos pavoroso el efecto de los tiros. Creyérase que todo aquel núcleo de casas, entre la Trinidad y la Imprenta Nacional, entre Santa Cruz y las Niñas de Loreto, se resquebrajaba, y que a pedazos caían paredes y techumbres. La pelea se iba corriendo hacia el Este. Ya el humo no parecía tan amigo de la torre de Santa Cruz, y acariciaba la de San Sebastián. La artillería tronaba por la calle de Atocha…
A todas éstas, el reloj de la Casa-Panadería, que, por encima de la rabia y el delirio de los hombres, seguía fiel a su obligación, nos dijo que eran las cuatro; nos recordó que no habíamos almorzado ni comido, y el hambre nos advirtió que debíamos dar algún lastre a nuestros pobres cuerpos suspendidos en el aire. Discurriendo estábamos el modo y ocasión de comer algo, cuando el amigo Sotero subió a invitarnos en nombre de su señora. Aceptamos con gratitud, y la propia sastra nos sirvió unas malas sopas que sabían a sebo; una fritanga de mollejas, queso, vino y pan de picos, duro de cuatro días. Con ser tan malo el comistraje, nos supo a gloria, y reparamos las fuerzas del gran sofoco de estar todo el día sobre tejas, mirando a los hombres matarse de tejas abajo. Muy agradecidos a las amabilidades de Sotero y su esposa, abandonamos nuestra torre-atalaya; descendimos, y en la calle Imperial nos echamos a la cara un montón de muertos que había arrimado a la pared, en la rinconada del Fiel Contraste. No se llevó flojo susto mi buen Ruy, porque, viendo entre los cadáveres uno con trapos rojos en la cabeza, liados al modo de turbante, creyó por un momento que era Leoncio; mas, examinado de cerca el pobre difunto, nos tranquilizamos, y para mayor seguridad los miramos todos, pues en lo más bajo del montón vi asomar unos pies que me parecieron los del gran Sebo. Tampoco estaba Sebo entre aquellos mártires políticos, cosa natural en quien siempre tuvo por vocación lo contrario del sacrificio por una bandería pequeña o por una idea grande.
«Ya parecerá – dije a mi escudero, – debajo de alguna mesa, o embutido dentro de un armario donde los masones guarden los trastos y chirimbolos de sus ritos… Y entre tanto, Ruysillo, hazme el favor de guiarme hacia donde yo pueda ver y saludar a los queridísimos salvajes Mita y Ley».
Aprovechando el despejo de las calles de Toledo y Latoneros, Ruy me llevó a la de Cuchilleros, diciéndome: «Antes de llegarnos a la cangrejería, donde me parece que no encontraremos a nadie, entremos en el establecimiento del señor Erasmo…». Siguiéndole, miraba yo los rótulos de las estrechas tiendas y pobrísimas industrias de aquel rincón de Madrid. Vi taller de estañero, con muestrario de jeringas; vi tienda de albayalde y ocre; vi albardero y jalmero, cestero, jaulero… Por fin, dijo Ruy: «aquí es»; y por la entornada puerta nos colamos en el local angosto de una tienda que tiene por muestra: Obleas, lacre y fósforos.
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XXVI
Vi un taller parecido a los laboratorios de nigromantes o brujos que aparecen en las comedias de magia, calderos y vasos de extraña forma, hornillas, telarañas, y una pátina de polvo y mugre sobre paredes y techo; el suelo de tierra, apelmazado y endurecido por las pisadas. Suspenso el trabajo, sin fuego los hornos, volcados los calderos, todo revelaba pobreza y el mísero rendimiento de las industrias que viven un día sí y otro no, conforme a la desigual demanda de consumidores. Verdad que aquellas modestísimas artes se relacionan con otras artes o granjerías de alguna importancia: las obleas son hermanas de las hostias; el lacre tiene algo que ver con los barnices, y los fósforos con la pirotecnia. Por esto había surtido de carretillas de pólvora para jugar los chicos; pasta para pegar cristalería y porcelanas rotas, y diversas materias malolientes, en frascos y pucheros, solidificadas al enfriarse; cola, pez, trementina, ingredientes tintóreos y mixturas de todos los diablos… Me detuve a contemplar aquella miseria, y a considerar los esfuerzos que representa, titánicos, pero ineficaces para obtener un pedazo de pan. ¡Lo que luchan y se afanan estas clases inferiores de la industria para sostener una existencia mezquina sin esperanzas de mejora! Y los infelices que en aquel taller echan diariamente el quilo, estarían seguramente en las calles haciendo fuego contra el poder establecido, y presentando su pecho a las balas y a las bayonetas del Ejército.
A mis preguntas sobre este particular, contestó Ruy que era dueño del titulado establecimiento un pobre hombre, que había gastado su vida en aquellos trajines. Un hijo le quedaba, de los tres que tuvo, y ambos eran tan furibundos patriotas como cuitados menestrales, que empleaban toda su fuerza física y moral en la conquista de unas sopas, y éstas, ¡ay!, no se lograban todos los días. Representaban allí el patriotismo dos estampas: una, de Espartero a caballo; de Martín Zurbano la otra, en el acto de ponerle la venda para fusilarle. Yo no las había visto: estaban adheridas con engrudo a la pared, y del humo y la mugre apenas se conocían las figuras. Díjome Ruy que ambos, hijo y padre, tienen la monomanía de las revueltas, y son los primeros en echarse a la calle en días de motín, y que apetecen los puestos de mayor peligro. ¿Y por qué lucha esta gente? Por ésta o la otra Constitución que no conocen, por derechos vagos que no entienden, o por idolatría fetichista de hombres y principios, cuyas ventajas en la práctica no han de disfrutar jamás. De fijo que si esta revolución triunfa y tenemos Milicia Nacional sobre sólidas bases, como dice el programa de Manzanares, estos dos hombres, Erasmo Gamoneda y su hijo Tiburcio, serán los primeros que se gasten cuanto tienen para endilgarse el uniforme y salir a pintarla militarmente en procesiones y paradas. Y con esto se quedarán muy satisfechos, sin reparar que siguen y seguirán tan pobres como antes, y que irán al sepulcro sin que conozcan ni aun parte mínima del bienestar posible dentro de los humanos. ¡Inocentes y generosos hombres! De veras les admiro.
– Señor – me dijo Ruy, – espérese aquí un poquito, mientras yo subo a ver si está Virginia… Ella no bajará, ni le mandará subir a usted sin saber quién la visita, porque no se le pasa el miedo de la policía ni aun con estas trifulcas. Siempre está con cuidado. Se viene acá, porque los Gamónedas, primos de mi padre, son gente de toda confianza que en ningún caso la venderían».
Desapareció Ruy por una escalera empinadísima, angosta como de dos tercias, con los peldaños de fábrica, gastados. Empezaba en un pasillo, al fondo del taller, y no se le veía el fin… Yo no quitaba mis ojos de los peldaños más altos, últimos para el que subiera, primeros para el que bajase, y no tardé en ver unos pies de mujer, una falda azul… Pies y falda se pararon cuando sólo estaba visible menos de la mitad inferior del cuerpo. Yo me agaché para ver algo más… La media figura seguía inmóvil. «¿Será Mita?», me decía yo. Salí de dudas cuando ella, doblándose por la cintura, me mostró su cabeza ladeada al nivel del techo del taller… Con una exclamación de júbilo avancé hacia la escalera, y ella gritó: «Pepe, Pepillo, pero ¿eres tú de veras?» Bajó dos escalones y me alargó su mano para darme apoyo y guía en aquella subida gimnástica… Sin soltarme de la mano, me llevó a un aposento de bajo techo, pobrísimo, lleno de estrafalarios objetos, herramientas y cacharros. En el fondo obscuro, una mujer de mediana edad, sentada cerca de un anafre, cuidaba de los pucheros puestos a la lumbre. Era la dueña de la casa… Después de presentarme, Virginia me acercó una silla de paja desfondada, y en otra se sentó ella. «Me parece mentira que nos vemos, que me ves tú – fue lo primero que ella dijo en cuanto nos sentamos. – ¿Sabes, Pepe, que por primera vez, en mi vida de salvajismo, siento… no sé cómo lo diga… vamos, que me da vergüenza de que me veas en esta facha?»
La tranquilicé, mirándola bien y apreciando con rápido examen toda su persona, de pies a cabeza. Entiendo que está más bella de salvaje que lo estuvo de señorita y señora, y que los efectos del sol y el aire superan a cuantos cosméticos inventa la industria del tocador. No obstante, se advierte en su rostro la fatiga del trabajo duro, que acabará por deteriorar su belleza si no le depara Dios un vivir reposado. Entre la Virginia de Madrid y la Mita de los bosques, entre la damisela frívola y la dríada correntona, ha puesto la Naturaleza sus mayores distancias elementales. Es ya otra mujer: figura, modales, expresión, y hasta la voz, han cambiado; conserva la gracia y el ingenio. Hablando con ella largo rato, pude advertir que sobre sus facultades brilla hoy un sol nuevo que todo lo ilumina, la razón, antes apenas perceptible, como un resplandor de aurora entre brumas. Noto que se han desmejorado extraordinariamente las manos, antes blancas, finísimas, de perfecta forma, hoy ásperas, coloradotas; los dedos, que fueron los más bellos instrumentos de la holgazanería, son hoy duros, acerados, con lóbulos que marcan la deformación de los huesos, por causa de la ruda faena de lavar ropa en agua muy fría… En su vida silvestre ha sabido Mita conservar la limpieza y corrección de su dentadura; su peinado no es del estilo de pueblo, con moñitos y picaporte, ni tampoco el que en Madrid se usa, sino más bien un estilo propio suyo, sencillo y airoso; el calzado muy tosco, y bastante usadito, disimula la pequeñez y buena forma de sus pies. En su ropa, de todo hay: remiendos, agregados, telas que lucieron en Madrid, y otras que proceden del mercado de Bustarviejo, así como el corte del cuerpo denuncia los figurines de Miraflores de la Sierra.
Las primeras expresiones de Mita fueron para sus padres, dulce recuerdo acompañado de la indispensable ofrenda de lágrimas. Como yo hablase de posible reconciliación, con el solo objeto de sondar su ánimo, me dijo: «Pensar en eso es locura, Pepe. Para volver a llamarme hija, mis padres me pedirán que deshaga yo todo lo hecho desde mi fuga, y que me ponga el capisayo de un arrepentimiento que me parece tan absurdo como si el sol saliera por Poniente. ¡Arrepentirme yo de lo único bueno que he sabido hacer en mi vida! Esto no lo verá mi familia… Por encima de mi familia está Ley y el amor que le tengo. Los padres son padres, y una les quiere porque a ellos debe la vida; pero sobre todos los amores está el del hombre que será padre de los hijos que una tenga… ¿No lo ha establecido así el mismo Dios?… El amor entre hombre y mujer ha de mirar más a lo que ha de venir que a lo que pasó. ¿Me das en esto la razón?
– Te la doy, hija… Pero es lástima que por algún medio no puedas consolar a tus padres de la tristeza en que viven.
– Pues busca tú ese medio, Pepe; búscalo con ayuda de los Cuatro Evangelistas, de los Siete Sabios de Grecia y de las Nueve Musas; porque yo he pensado mucho en ello, y no veo de dónde puede venir ese consuelo, que deseo más que nadie. Que maten al que se llamó mi marido por la Iglesia, o que reformen todo ese catafalco de la Religión y la Sociedad… A ver, a ver… vengan esos guapos reformadores y consoladores. Yo, dispuesta estoy a todo… a todo lo que quieran, de Ley para abajo… porque lo que es sin Ley, siendo Ley menos que el mundo entero, que no me hablen a mí de arreglitos…».
Por giro natural, la conversación fue a parar a su hermana. «Sácame de dudas, hombre – me dijo. – ¿Es dichosa Valeria? ¿Está contenta de su marido? En Valeria pienso cuando me sobra algún rato del tiempo que tengo que consagrar a mis cosas… y no sé por qué se me figura que mi hermana no es feliz… Siempre tuve a Rogelio por un tarambana; sería milagro que, por la sola virtud de las bendiciones de un cura, se volviera listo y bueno el que de soltero no inventó la pólvora, ni supo hacer nada con sentido… No, no me digas que mi hermana es dichosa, porque no lo creeré… Sospecho que se aburre, que se distrae recibiendo y pagando visitas, y asistiendo a todos los teatros… A no ser que le dé por matar el fastidio en las iglesias, comiéndose los santos… Si es así, de veras la compadezco».
Respondile que yo también dudo de la felicidad matrimonial de Valeria, y que ésta no tiene el mal gusto de distraer sus ocios en devociones insustanciales, entre clérigos y beatas. La señora de Navascués, desatendida por su esposo, busca en los trapos elegantes y en los muebles de lujo y novedad el regocijo de su alma. Mimada por sus padres, Valeria es protectora de los que se dedican a la importación de telas suntuarias y de tapicería y ornamento de casas nobles. No hace muchos días me dijo: «¿Cuándo volverá Rogelio? No quiero estar sola: le aguardo y le tiemblo… todo me lo estropea. ¡Es tan bruto!… En cuanto entra en casa, se tumba en los sillones de la sala, forrados de terciopelo, y allí echa sus siestas… como si mis sillones fueran camastros de campaña. Por más que le riño, no hace caso. Las colchas de seda, que cubren las camas durante el día, y otras cosas que son de puro adorno, no le merecen ningún respeto. A lo mejor se quita las espuelas y las pone en el platillo de ágata que tengo en la chimenea de mi gabinete; las alfombras las trata como si fuesen esteras; entra con las botas llenas de barro y todo me lo deja perdido… La mantelería fina la he retirado del uso diario, porque… parece que lo hace adrede… siempre que come en casa, derrama el vino y hace mil porquerías… En fin, que es muy bestia… no se hace cargo de mis afanes para tener la casa tan bien adornada y tan decentita».
Todo esto le conté a Virginia para que se enterara del estado psicológico de su hermana. Me oyó con interés, mostrando sorpresa, disgusto… después se distrajo, haciendo menos caso de mí que de su propia inquietud y sobresalto por la tardanza de Ley. «¿Qué te pasa, hija?… ¿Esperas a tu hombre?… ¿Temes por él?
– Siempre temo, Pepe, y no puedo estar tranquila – dijo Mita mirando a la calle por un ventanucho no mayor que su cabeza. – Tengo una fe ciega en que Dios ha de guardar a Ley y librármele de todo daño; pero la fe es una cosa y el temor es otra. No estoy tranquila, y las horas que pasa en esas calles, disparando sus armas, se me han hecho siglos…
– Si tienes fe, no temas… Yo le he visto, serían las cuatro… Estaba en la plaza Mayor recogiendo heridos…
Rodrigo corroboró este informe; pero Mita, sin acabar de tranquilizarse, mandó al hojalatero que se diese una vuelta por la plaza Mayor y calle Imperial. Luego seguimos hablando de Valeria y de Navascués, y contesté como pude al sin fin de preguntas que me hizo acerca de ellos y de los Rementerías, hijo y padre, sin ocultar el desprecio que estos le merecen. De los míos también hablamos. Tanto se interesó Virginia por María Ignacia y por mi niño, que hube de referirle las gracias de éste, y hacer cuenta de los dientes que le han salido.
«Sácanos de una duda, Virginia. Ni mi mujer ni yo hemos podido desentrañar el significado de tu nombre salvaje. ¿Qué quiere decir Mita?
– Tonto, el amor tiene lengua de niño para abreviar los nombres. Al declaramos libres, quisimos olvidamos hasta de cómo nos llamábamos… Él me decía Mujercita… y quitando letras y letras, vino a parar en Mita… Yo, sin saber cómo, convertí el Leoncio en Ley… Los salvajes, ya lo sabes, cuando no tienen otra cosa que comer, se comen las sílabas…
En esto llegó Rodrigo diciendo que detrás de él venían su tío Gamoneda y su primo Tiburcio… A Leoncio nada le pasaba. Entró un momento en casa de su hermana Lucila… Pronto llegaría. Tranquilizadas Virginia y la otra mujer, activaron la comida que hacían en el anafre, y pusieron la mesa. Entraron el Erasmo y su hijo, satisfechos, alabándose de su ardimiento, y de haber causado a la tropa el mayor daño posible. Por la noche tendríamos barricadas. Hijo y padre eran hombres de talla menos que mediana, desmedrados, paliduchos. El tizne de sus rostros y el desgaire de su ropa derrotada amedrentaría a cualquiera que se les encontrase de noche en un camino solitario. Arrimaron sus escopetas a la pared y vinieron a saludarme, a punto que Mita les decía mi nombre y mi antiguo conocimiento con su familia. Hablamos de la revolución, y de lo que vendría o debía venir. «Para mí – dijo el fabricante de obleas y lacre, – la partida está ganada. La Reina no tendrá más remedio que llamar a la gobernación a los hombres del Progreso, y lo primero que pongan será la Milicia Nacional… Con Milicia no puede haber polaquismo, ni pillería, ni chanchullos. Ya estaremos al tanto para llevar al gobierno por buen camino… y todo marchará como Dios manda, y habrá pan para las clases… ¡Abajo el monopolio!» De estas y otras frases que luego echó de su boca tiznada, colegí su inocente optimismo. Pensaba que con el establecimiento de la Milicia Nacional se venderían más obleas, más lacre y más fósforos.
Alguien subía la escalera silbando, canturriando. Con decir que desalada corrió Mita a su encuentro, se dice que era Leoncio el que subía.
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