Kitabı oku: «Episodios Nacionales: La revolución de Julio», sayfa 14
XXVII
No sé cuántos de Julio. – Leoncio era: su alegre rostro, su gallarda soltura me cautivaron desde que entrar le vi, reconociendo en él un hermoso ejemplar de la raza de Ansúrez. Su varonil belleza respiraba salud, fuerza, y un perfecto equilibrio de los dos elementos que nos componen, el animal y el hombre. «Éste es Ley – dijo Mita haciendo las presentaciones con una sencillez encantadora, su mano en la mano de él. – Ley, aquí tienes a nuestro amigo Pepe, que, aunque nada me ha dicho todavía, nos protegerá, ¡vaya si nos protegerá!… en la cara se lo conozco. Es un buenazo, y como nosotros, tiene ideas libres». Con cierto embarazo me saludó Leoncio. Yo le animé con mi afabilidad sincera, y él se arrancó a decirme: «Don José, puede creerme que, antes de conocerle, yo le quería, por lo que mi Mita me contaba de usted… Muchas tardes, muchas noches hemos hablado de usted largamente, calculando lo que el señor haría por nosotros si nos viéramos entre las garras de la curia, por el aquel de casarnos por nosotros mismos.
– Sí haré, sí haré – dije yo con efusión de simpatía. Y él prosiguió repitiendo el último concepto: «Casarnos por nosotros mismos, y echarnos las bendiciones… Perdone el señor don José que hable tan a lo bruto, y que no sepa decir los verdaderos nombres de cada cosa… Poca instrucción tuvo un servidor… y luego, como hemos vivido Mita y un servidor tan a lo salvaje, se nos iba marchando de la memoria todo el vocablo fino… No gastábamos más que las palabras precisas para entendernos… y cada día… nos entendíamos con menos palabras.
Le hice sentar a mi lado. Mita no se sentó, porque la reclamaba el trajín de la próxima comida. Iba y venía, moviéndose graciosamente, desde la mesilla en que ponían los platos, sin mantel, y el rincón en que Leoncio y yo estábamos. Sintiéndome poseído de inmensa piedad hacia los que ya miraba como amigos de mi predilección, casados a contrafuero, burladores de toda ley, les aseguré que yo les protegería contra viento y marea. Prometí yo lo que quizás no podría cumplir, sin desconocer las dificultades del asunto. Pero en España todo se puede, aquí donde lo provisional es eterno, donde lo ilegal se legaliza, y no hay montes que no se muevan con el influjo personal y las recomendaciones… Hablando luego de las enconadas luchas de aquel día, Leoncio me contó que tenía muchas ganas de andar a tiros con los del gobierno, y sólo para desahogar su apetito y dar gusto al dedo había venido a Madrid con Mita. Se alabó de ser un buen tirador, y de conocer a la perfección el mecanismo de las armas de fuego. «Vea usted esta pistola – me dijo mostrando la que con la escopeta había dejado al entrar. – Es un arma de nuevo sistema, y casi desconocida en Madrid. La inventó un norteamericano, un Mister Colt… se llama pistola giratoria… también la llaman revólver… El armero ése del 10 de la calle Mayor la tiene de venta. Pero aquí, como no saben manejarla, los pocos que la han comprado, la descomponen a los primeros tiros. Ésta me la dio un amigo como cosa que no servía para nada. Yo la examiné, y en el taller de Rosendo, en esta misma calle, la puse como nueva… Vea usted, se carga de una vez para seis tiros…
Cuidado, Leoncio, no se escape una bala y me deje en el sitio…
– Está descargada: no tema usted. Pues hoy la estrené en los portales de Bringas con un resultado magnífico. Arrimado a un pilarote de aquéllos, me harté de apuntar a mi gusto: no perdía ni un tiro… Crea usted que con la rabia que les tengo a los que mangonean en la Nación, se me afinaba la puntería. Yo me hacía cuenta de que por cada bala que yo mandaba, había en la otra banda un enemigo nuestro que caía patas arriba. «Pim… ésta para el suegro de Mita… Pim: ésta para el cura que casó a Mita… ésta para su tía Cristeta… Pim, pim: éstas para los padrinos de su boda… ésta para los que duden que Mita es mi mujer…
– Y con todo ese furor, amigo mío, y eso de mandar las balas con sobrescrito como si fueran cartas, lo que ha hecho usted es matar a unos cuantos soldados inocentes…
– No sé, no sé a quién he matado: También pudieron ellos matarme a mí… Yo tiro contra los del Gobierno, y caiga el que caiga. Esto son las guerras… Y si por matar yo a muchos de allá, viene un gobierno que ponga las cosas en su punto, permitiendo que los mal casados se descasen, y que todo se ordene como es debido, y los pobres puedan respirar, unas cuantas vidas nada significan».
Pusiéronse a comer, no sin invitarme cada uno por sí, y en coro. Por causa de las porquerías que metí en el buche en la casa de Sotero, no tenía yo ni asomos de apetito. Si lo tuviera, seguramente habría participado de la pitanza de aquella pobre gente. No cabían ellos en la mesa angosta, y Rodrigo y su hermano comían de pie, cogiendo los dos del plato de Mita lo que llevaban a las bocas con la cuchara o el tenedor de peltre. «Aunque tuvieras ganas – me dijo Mita, – no podrías comer en tanta pobreza. Este guisado que nos sabe tan rico, a ti te repugnará, como las herramientas con que comemos». Y al decir esto, volviéndose en la silla, y mostrándome la feísima cuchara, el movimiento de sus hombros y de la cabeza desdecía del salvajismo pobre, pues fue movimiento de gran señora. Yo me excusé. Bebí el vino con sabor a pez que me ofreció Leoncio, y comí unas almendras con que graciosamente me obsequió Mita. Esto y pasta de higos era el único postre. Comiendo con voracidad, Erasmo Gamoneda explanaba teorías de gobierno, y profetizaba los próximos acontecimientos políticos. «Si ganamos, vendrá un gobierno de hombres del pueblo, pudientes, y lo primero que hagan será decirnos a todos que nos armemos. Milicia Nacional al canto, y ¡ay del gobernante que no ande derecho! Ladrocinio y agios no consentimos. Mucho ojo, caballeros, que aquí está el pueblo armado para vigilar, para deciros si vais mal o vais bien. Y que tendremos de todo: Infantería, Caballería, Artillería… Yo seré de Artillería, como la otra vez, por lo que sé de polvorista y de bombista… pues de todo habrá. Ingenieros también, y Ambulancias, y hasta nuestro poquito de Clero castrense… Conque, mucho ojo, caballeros».
Tiburcio Gamoneda, que se había fogueado en diferentes puntos de Madrid, nos contó que si terribles fueron los combates de las plazas del Ángel y Antón Martín, donde Bartolomé Gracián con sus valientes le quitó los moños al fantasioso de Gándara, también se habían machacado las liendres paisanaje y tropa, allá en el tras de la Universidad, plazuela de los Mostenses y calle del Álamo… Pues en la parroquia de Santiago y en toda la caída de calles que bajan a la plaza de Oriente, la tremolina fue superior, con una de tiros que daba gloria oírlo, más de cuatro muertos en las calles, y uno en un balcón, con medio cuerpo fuera… Entraron dos vecinos, el estañero del número inmediato, fabricante de jeringas y otros objetos, y un cacharrero de Puerta Cerrada, tratante y expendedor de sanguijuelas. Venían ya preparados para las faenas de la noche, con escopeta en mano y pistola en cinto. Dijeron que las tropas liberticidas no se atrevían a salir de sus posiciones. Por la noche, Madrid se cubriría de barricadas. Un día más de constancia y valor, y la masa patriótica, dueña del campo ya, podrá escoger gobernantes a su gusto. Ya se decía que la Reina quería entenderse con el pueblo, y formar un Ministerio de plebeyos ilustrados; pero que no la dejaban. Los verdugos de la Libertad y los secuaces de la Reacción tenían a Su Majestad con las manos atadas, como quien dice, y armaban mil enredos para quitarle la buena voluntad.
Sentí lástima de aquella pobre gente, y también admiración muy viva, pues desde la hondura de su vida miserable se lanzaban impávidos a la conquista de una España nueva. Cuanto tenían, las vidas inclusive, lo sacrificaban por aquel ideal de pura soñación, y por un programa de Gobierno que no habrían podido puntualizar, si fueran llamados a realizarlo. Y después de pasarse largos días y noches en tan peligrosas andanzas, volvería cada cual a sus obligaciones. El uno seguiría fabricando obleas y lacre; el otro, jeringas, y el tercero vendiendo sanguijuelas, para ganar un triste cocido y vivir estrechamente entre afanes y miserias. Todo lo soñaban, menos llegar a ser ricos, o al menos, vivir con desahogo. ¡A luchar y a pelearse por un principio fantástico, vagaroso, como las formas de hombres y animales que se dibujan en las nubes! ¡Y luego volver al trabajo, a las privaciones, a la insignificancia! ¿Cómo no admirarles si, en medio de su ruda ignorancia, advierto en ellos una elevación moral que en mí propio y en los de mi clase no veo, no puedo ver, por más que la busco?
Esto, con más concisa palabra, dije a Mita, mientras los hombres, en grupo aparte, hablaban de su plan defensivo. «Yo no entiendo de esas cosas – respondió la salvaje; – pero quiero que peleen… y no importa que muera alguno, con tal que no sea Ley; que haya mucha trapisonda y se estremezca todo eso que llaman el Trono y el Altar, para que resulte vencedora la Libertad. Sí, Pepe: que me traigan Libertad… y gobiernos muy libres… ¿No vendrá también, entre las libertades nuevas, el libre matrimonio, y el descasarse, que es, como quien dice, divorcio?»
Con una sonrisa le contesté, por no atreverme a manifestarle de palabra mi escepticismo acerca de los progresos de nuestro país en la legislación matrimoñesca. Luego, viéndola descorazonada, le dije: «Sí, que peleen y se destrocen, a ver si la sangre nos trae mucha Libertad, pero mucha; ideas nuevas, prácticas de otros países. Quién sabe, Mita: no pierdas la esperanza. Esta revolución será tan tremenda, que el Altar y el Trono quedarán necesitados de una mano de carpintería que los componga y los deje como nuevos. Confiemos en la Providencia; esperemos que después de estas guerras no se diga, como otras veces, que todo queda lo mismo que estaba.
– ¡Ay, Pepillo!, en la manera de decirlo te conozco que no tienes fe… ¿Tú piensas que todo quedará lo mismo?
– No, hija, esperemos… Vendrá libertad, libertad a chorros, a torrentes…
No quise seguir tratando este punto, por no empañar con mi escepticismo las ilusiones de aquella Libertad áurea con que Mita soñaba, y que, según ella, debía organizar en forma nueva el mundo de los enamorados. Leoncio, llegándose a nosotros, dijo que si la caída del polaquismo y el triunfo de los patriotas traía mucha Libertad, vivirían ellos tranquilamente en un pueblo; pero que si la tal Libertad no venía, grande y con alma, poniendo patas arriba todo lo existente, se irían a Marruecos, y tomarían trazas y habla de moros, para vivir tranquilos. En Marruecos tiene él un hermano que se ha hecho al vivir berberisco, y ya no le conocería por español ni la madre que le parió… Esto y algo más que dijo del hermano marroquí, me movió a preguntarle por su hermana Lucila, que a dos pasos de donde estábamos vivía. Sin dar reposo a la lengua, Leoncio limpiaba sus armas y se proveía de pistones para una larga función de guerra, ayudándole solícita la que me atrevo a llamar su mujer, y su hermanillo, aunque más entendido en violines que en pistolas. Lo primero que contaron de Lucila fue que es dichosa en su matrimonio con el señor Halconero: ha sabido adaptarse a la vida campesina, y no se halla bien fuera de su casa y tierras. Vino a Madrid acompañando a su marido, por diligencias de éste, y esperan que amaine la revolución para meterse en la tartana y volverse al pueblo. «Es tan guapa mi cuñada – dijo Mita con extremos de admiración, – que cuando la veo me quedo embobada, y no sé quitar de ella mis ojos. Pienso que escultores y pintores debieran tenerla siempre delante para sacar del rostro de ella toda la belleza de sus cuadros y estatuas, porque de seguro no ha criado Dios modelo más perfecto de hermosura de mujer… modelo de que se podrían sacar los retratos de Diosas y Vírgenes para los museos y las iglesias.
Como hablara yo de su gordura, recordando lo que Rodrigo aseguró, los dos salvajes se echaron a reír, de lo que no se abroncó poco el pequeño. «Está en el punto preciso de las buenas formas de mujer – dijo Mita: – ni un punto más ni un punto menos que la medida y peso justos.
– Su cuerpo – indicó Leoncio- es como su cara: la perfección, señor don José. Cuantos la ven lo dicen. ¿Sabe por qué ha dicho este tontaina que Lucila está de libras? Porque él tiene en su cabeza un tipo de mujer enteramente espiritado, y a toda la que no sea un palo vestido, la llama gorda.
– Ya ves, Pepe – dijo Mita riendo: – él es como una espátula, y tiene una novia que allá se va en corpulencia con el arco del violín. Perdidamente enamorado está de semejante lombriz… Mira, mira qué colorado se pone cuando hablamos de sus amores. La verdad, Pepe, no es fea la muchacha.
– Sería bonita si echara unas pocas de carnes… Pero a Rodrigo así le gusta, porque está enamorado de lo magro. Magro es lo que toca en el violín; magro todo lo que piensa.
– Su bello ideal, como se dice, es un alambre, y cuando ve comer a su novia pierde la ilusión. ¿Verdad, Rodrigo? Quieres que todo sea música; que las vidas sean, como las notas musicales, almas sin cuerpo.
Los tres nos reíamos de mi escudero, que ruboroso se defendía torpemente con monosílabos. Reconoció al fin que se había equivocado al decir que su hermana está gorda. Fue aberración de sus sentidos, incapaces de apreciar la verdad material y la verdad numérica, por natural desvarío de gran artista. Y no sólo había desvariado en lo de la gordura, sino en lo de la fecundidad, pues hablando los cuatro aquella tarde, se deshizo el engaño de que Lucila era madre de numerosa prole. No tiene más que un niño, precioso como un ángel, y no hay indicios hasta hoy de que aumente la descendencia de Halconero. «Estos benditos músicos – dijo Mita con agudeza y donaire- no aprecian el número, y de una cosa hacen siempre dos. No hay aria que no tenga su ritornello. Así este tonto vio un niño; luego vio otro… y aun creyó que iba a venir un tercer niño.
– Es verdad que me equivoco en el número, y que duplico los objetos, y que, por gustarme lo flaco, paréceme gordo lo que no lo es – dijo el violinista burlándose de sí mismo. – Esto será porque mi maestro don Juan Díaz me dice a cada instante: «Afina, hijo, afina… no rasgues el sonido. Hay que ahilar, ahilar… busca el hilo del sonido… el hilo delgado, delgadísimo». Y cuando me vuelvo yo tarumba para que el sonido me salga delgado y puro, el maestro me dice: «Repite, hijo: otra vez… otra».
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XXVIII
Detonación cercana nos hizo estremecer. Recogió Leoncio todos sus bártulos de guerra para lanzarse a la calle. Mita quiso detenerle un rato más, y no lográndolo, dijo que ella también saldría… Salimos todos. ¿Qué habíamos de hacer allí? En la calle vimos sin fin de paisanos que subían a la plaza por la Escalerilla. No tomó Leoncio aquella dirección, sino la de Latoneros, donde le aguardaban los amigos a cuyo lado combatía siempre. Entramos en una tienda de cedazos, ratoneras, cucharas de palo y molinillos para el chocolate. Celebrose allí una especie de consejo de guerra o conferencia entre caudillos. No me enteré bien de lo que discutían; sólo al fin pude comprender que todos los patriotas allí presentes, que eran más de siete y más de ocho, declaraban que no se batirían a las órdenes de Gracián, a quien tacharon de orgulloso y déspota, execrando su vanidad y su afán de lucirse él solo y de tomar para sí las glorias de los demás. No llegaron a mi oído razonamientos más detallados ni pormenores precisos de la conducta del héroe popular, porque Mita y el hojalatero me hablaban de cosas diferentes a las cuales no podía negar mi atención. Cuando de la tienda salimos, anochecía ya. En la calle obscura veíanse, como sombras fugaces, los patriotas que acudían a sus puestos. Despidiose Leoncio de su mujer, con la orden de que se fuese a la casa de Lucila y le esperase allí a media noche, o cuando tuvieran fin las refriegas que se preparaban. Le vi partir sereno, y acompañé a Mita hasta los soportales de la calle de Toledo, frente a la Imperial, notando que a pesar de su fe ciega en la invulnerabilidad de Ley, la salvaje no gozaba de tranquilidad. Es difícil que la fe y las balas se pongan de acuerdo, y a lo mejor la divinidad que protege a ciertos hombres escogidos sufre lamentables distracciones. Sobre esto me dijo algo la pobre Mita cuando íbamos hacia los porches, añadiendo que si Dios se volviese atrás de lo dicho y dejase morir a Ley, ella se iría para el otro mundo sin perder momento.
Ni Mita me invitó a subir a la habitación del señor Halconero, ni habría yo subido aunque me invitara. El síntoma más penoso de mi Ansia de belleza era que la atracción y el miedo del ideal se juntaban en un punto. Después me dijo Ruy que el señor Halconero es muy celoso, y aunque Lucila no le da motivo de escama, no gusta de que en su casa entren hombres, ni menos señoritos. Yo no entraría, ni tenía para qué. Entendía que mi dolencia, más punzante y angustiosa en aquel triste anochecer, requería como eficaz remedio el largo pasear y el tender mi espíritu por diferentes calles. Así lo hicimos, metiéndonos por la calle del Grafal y la Cava Baja hasta Puerta de Moros, regresando luego por la Costanilla de San Pedro y calle del Nuncio. Animación y bulla vimos por todas partes; ventanas y balcones con luminarias en todos los sitios dominados por el pueblo; obscuridad siniestra en los parajes ocupados por tropa. El acaso nos trajo de nuevo al punto de partida. Desde Puerta Cerrada habíamos querido salir a Platerías por la plazuela de San Miguel, para irnos a casa por las Hileras y Santa Catalina de los Donados; pero no hallamos camino franco. Tenebrosas estaban aquellas barriadas, y a cada momento daban los soldados el quién vive.
Cuando llegamos a los portales de la calle de Toledo, ya habían echado los insurrectos el fundamento de la barricada, la cual avanzaba en ángulo para hacer frente con una de sus caras a la calle Imperial, y con otra a la de Toledo. Mi admiración de aquellos inocentes vecinos subió de punto viéndoles trabajar como hormigas en el parapeto que había de protegerles contra las iras del poder público, y no sólo sacrificaban su vida y su tiempo por un ideal político que entendían como la escritura chinesca, sino que también ponían en ello el ajuar pobre de sus casas. Era de ver la diligencia con que hombres y mujeres, y también chiquillos, acarreaban de las casas trastos y trebejos para echarlos en el montón, y luego ponían encima los colchones, privándose de dormir en blando con tal de ofrecer cómodo abrigo a los defensores del pueblo. ¿En dónde y cuándo se ha visto mayor abnegación, ni entusiasmo más candoroso? El señor Erasmo Gamoneda, que como artillero con pujos de ingeniero dirigía la barricada, me dijo que los españoles sacrifican colchones, esteras, y aun sofás de paja de Vitoria, en aras del patriotismo. Cuando les pareció que la barricada tenía bastante altura y que la escarpa de ella ofrecía resistencia eficaz a las balas enemigas, se ocuparon en decorar la fortificación. Eran pueblo, que es como decir niños, y el poder imaginativo les arrastraba a la juguetería. En el extremo de la derecha, tocando al portal último, pusieron un retrato de Espartero clavado en la pared; al otro extremo, unas banderas en pabellón, donadas por un vecino ebanista, y que habían hecho su papel en el adorno de la calle cuando entró doña María Cristina para casarse con Fernando VII, y en el vértice del ángulo, un lienzo con el retrato de la Virgen de la Paloma, desclavado del bastidor y muy estropeadito. Después de servir de imagen titular en una tienda de la calle de Latoneros en el pasado siglo, estuvo largos años en un portal, con ofrenda de velas y aceite, parando al fin Nuestra Señora en patrona y capitana de la plebe amotinada. Desde el palo en que pusieron la Virgen hasta los dos extremos de la barricada, tendieron cuerdas con banderolas y pingajos de diferentes colorines; moñas de toros, y el indispensable cartel de Pena de muerte al ladrón.
Dentro de la barricada, en las dos bandas de soportales, tenía la calle aspecto de feria. Paseamos por un lado y otro, viendo las hileras de tiendas, que de día me parecían cavernas forradas de bayetas y paños. En noche de revolución estaban cerradas, o a media puerta, para entrar y salir la gente armada. Las mujeres y los niños se refugiaban en los entresuelos, tan lóbregos de noche como de día. Cerradas las tiendas, se destacan los rótulos: aquí nombres muy acreditados en el comercio, como el famoso Tío Rico, celebridad choricera; allí denominaciones simbólicas al uso, como La Perla, El Jazmín, que anuncian ropa de niños, camisería y género de punto. De todo hay en aquellas grutas, donde guarda su hacienda un pueblo de afanosas hormigas. Desde la puerta de una de estas tiendas señaló mi escudero al piso segundo de la casa de enfrente, dirigiendo mi atención a una ventana más iluminada que las demás de la calle, y me dijo: «Vea, señor: aquella ventana de tanta luz que parece un retablo, es de las habitaciones donde viven mi hermana Lucila y su marido don José Halconero». «Liberal de veras será tu cuñado – observé yo, – cuando tan espléndida luminaria pone en su casa». Y él: «Liberal y patriota fue, según dicen, en tiempo de aquel que llamaron Héroe de las Cabezas, verbigracia, Riego; y él mismo cuenta que en una batalla que dieron los Milicianos en el Arco de Triunfo, el día tantos del mes de Julio de un año de aquel tiempo, se batió como un león, y sacó dos heridas en la cabeza que por poco le cuestan la vida. Hoy sigue liberal y partidario del Progreso; pero ya no le queda más que el compás, y todo lo que dice es: «¡Ah, en mi tiempo!… ¡Oh, aquellos eran hombres!…». También mi hermana Lucila es patriota, al modo de mujer, clamando por que triunfe el Adelanto; pero dice que no vendrá civilización grande si no tenemos antes Diluvio… el Diluvio, señor.
– Tiene razón Lucila. En este inmenso secano, no puede haber buena cosecha sin lluvias abundantes.
Sin hablar más de esto, pasamos al otro lado: nos llamaba Erasmo Gamoneda con fuertes voces, y en cuanto nos tuvo al habla díjonos que habíamos de tomar las armas o largarnos de la Plaza; éramos un estorbo y un cuidado, y no estaban allí los valientes para custodiar a los petimetres que venían de mirones. Antes de que yo le manifestara mi ineptitud para el heroísmo, y aun para el manejo de las armas de fuego, salió Ruy diciendo que bien podía yo permanecer en la Plaza sin necesidad de cargar el chopo, pues venía como historiador, y a los historiadores se les respeta en los campamentos por el bien que traen narrando las hazañas. Al oír esto Gamoneda, cambió de tono, y con gesto y expresiones corteses demostró la admiración que siente por los que consagran su ingenio a reproducir y encomiar las glorias de la patria. «Bien, muy bien, señor mío – me dijo estrechándome la mano. – Ya leeremos todo lo que Vuecencia escriba de este sufrido pueblo… y si sale esa Historia por entregas, a cuartillo de real, los pobres podremos comprarla…
– Yo – declaró un ciudadano, que a nuestro grupo se acercó, fusil al hombro- me quitaré el pan de la boca para tener en casa esa Historia y leérmela de corrido… Pero tenga cuidado de que no se le olvide nada.
– ¡Ah! – indiqué yo, – de eso trato, de no perder el menor detalle de estas grandezas.
– Nos dará luego la Segunda Parte – dijo Gamoneda, – que traerá todo el relato del establecimiento de la Milicia Nacional… Yo, como dije al señor don José, seré de Artillería, por lo que entiendo de materias para disparos y explosiones…».
Invitáronme a visitar el local que allí tenían, en la cabecera de la barricada, un almacén que fue de paños, ya desalquilado y vacío. Ocupáronlo por ley de guerra los patriotas, y en él pusieron su almacén de provisiones de guerra y boca, con botijos de agua fresca, dos catres para los heridos, depósito de armas, y líos de esteras viejas para refuerzo de la barricada. Entramos y nos ofrecieron como asiento unas cubas vacías. Mientras Gamoneda daba órdenes a unos tipos con morriones de miliciano del año 22, y que debían de ser ayudantes o cosa parecida, el otro ciudadano me hacía los honores del Cuartel general, y de paso daba unos toques políticos y sociales: «Para mí, señor, la Revolución no debe cuidarse sólo de traer más Libertad. Venga, sí, toda la Libertad del mundo; pero venga también la mejora de las clases… porque, lo que yo digo, ¿qué adelanta el pueblo con ser muy libre, si no come? Los gobernantes nuevos han de mirar mucho por el trabajo y por la industria. Hay que proteger al trabajador, y echar leyes que abaraten el comestible y den mayor precio a las cosas de fabricación. Yo, señor, soy fabricante de zorros para quitar el polvo a los muebles. Mi establecimiento está en la rinconada del Almendro, donde el señor tiene su casa, y puede visitar los talleres cuando guste. La muestra dice: Hermosilla. Zorros y plumeros. Hermosilla es un servidor, para lo que guste mandar… Mis zorros son especiales… Castiga usted con ellos los muebles de tapicería sin deteriorarlos, porque empleo material escogido de orillo. Ahora me dedico también al plumero, que fabrico para los muebles finos de Francia, que están de moda. Es un plumero tan suave, que se come todo el polvo y hasta el polvillo, y es de larga duración si cae en manos de criadas que lo manejen con suavidad, acariciando, señor, acariciando, sin dar golpes…».
Con todo lo que dijo estaba yo conforme, y así se lo manifesté al bueno de Hermosilla con franca urbanidad, añadiendo que la Revolución no sería eficaz si no nos traía un gran desarrollo de las artes industriales. Luego me quedé solo con Ruy, el cual me llevó por los espacios interiores de aquel local vacío, que iba a parar a la calle de Cuchilleros. «Esta puerta – me dijo mostrándome una claveteada y con fuertes cerrojos- da a la escalera por donde se sube al piso en que vive mi hermana Lucila, y por la misma se puede salir a cuchilleros; pero está cerrada y por aquí no podemos salir. Vámonos por donde entramos, señor, y veamos de procurarnos un sitio de descanso, ya que no pueda el señor ir a su casa y yo acompañarle, como es mi deber». La idea de volverme al seguro de mi casa me halagó un instante; pero me sentía perezoso, o más bien, una fuerza de adhesión casi irresistible, pegajosa, en aquellos lugares me retuvo. Cierto que mi mujer estaría sin sosiego; pero ya se tranquilizaría viéndome entrar a media noche o a la madrugada… Con esta idea fuimos a la Plaza, y después de vagar por ella nos refugiamos en el quicio de una cerrada puerta, junto a la calle de la Sal… Fatigado yo y anhelando la quietud, me senté en el suelo; Ruy se puso a mi lado. Parecíamos dos mendigos: no nos faltaba más que alargar una mano y soltar la quejumbrosa plegaria para solicitar la caridad del transeúnte. El vivo resplandor de mi espíritu en aquella hora triste de la noche, que no parecía sino que cien hogueras ardían en él, es de tal importancia en estas memorias, que necesito tomarme tiempo y descanso para referirlo como Dios manda. Mañana, amiguita Posteridad, seré otra vez contigo.
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