Kitabı oku: «Episodios Nacionales: La revolución de Julio», sayfa 4
VII
13 de Enero de 1854. – Mal día para negocios que no fueran de política. En la Puerta del Sol me encontré a dos amigos que salían del Ministerio: eran Antonio Cánovas del Castillo y Ángel Fernández de los Ríos. Al primero le conocí el año pasado en casa de su tío, don Serafín Estébanez Calderón. Es malagueño, cecea un poco; su talento duro y poco flexible me cautiva precisamente por eso, por la dureza y rigidez. Ya está uno harto de los ingenios chispeantes, volubles, imaginativos, que fascinan, y no van ni nos llevan a ninguna parte. Éste no dice más que la mitad de lo que piensa, y hará, creo yo, el doble de lo que dice. Así me gustan a mí los hombres. A Fernández de los Ríos le trato desde que fundó Las Novedades, en Diciembre del 50. Quiso que yo escribiera en su periódico; pero mi pereza y el deseo de conservar la libertad de mi juicio pudieron más que mis ganas de complacerle. Es buen periodista y gran plasmante de periódico; pero mi pereza y el deseo de conservar la libertad de mi juicio pudieron más que mis ganas de complacerle. Es buen periodista y gran plasmante de periódicos. Su idea dominante es la unión de España y Portugal… ¿Cuándo madurarán esas uvas?
Ambos amigos me dijeron que no intentara ver a Sartorius, porque a nadie quería recibir; estaba con las manos en alto sosteniendo la nube que se le viene encima, y lo mismo pesa sobre el Gobierno que sobre las instituciones. Un rato fui con ellos hacia la Carrera de San Jerónimo, donde se nos separó Cánovas para entrar en la librería de Monnier, y se nos juntó Nicolás Rivero, que de ésta salía. Andando, nuestro grupo llegó a tener ocho personas, entre las que recuerdo a Romero Ortiz y al poeta Gabriel Tassara. No necesito decir que todos hablaban horrores del Gobierno, de su arrogancia frente a la opinión, y de lo arisca y deslenguada que ésta se va poniendo. En las conversaciones particulares y en los papeles clandestinos, se prodigan a la situación polaca los siguientes piropos: tahúres políticos, cuadrilla de rateros, turba de lacayos y rufianes. La tormenta empezó a levantarse a la subida de San Luis, y sus primeros rayos cayeron en Diciembre sobre el Senado, con motivo de los debates y votación famosa del Proyecto de Ferrocarriles. Derrotado Sartorius, limpió el comedero a todos los senadores que habían votado en contra, de lo que provino un mayor estallido de la tempestad, con los truenos y el furioso granizar de la prensa desmandada. Acudió el Gobierno a poner a cada periódico su correspondiente mordaza. Chillaron los periodistas por la boca de una protesta colectiva. Fue también ahogada la protesta, y de aquí vino una manifestación general, enérgicamente escrita, firmada por hombres de diversos colores y opuestos cotarros, comprendidas figuras tan grandes como Quintana y el Duque de Rivas, otras de lucida talla, como González Bravo, Pastor Díaz y Olózaga, y toda la gente joven de más valía, Cánovas, Florentino Sanz, Vega Armijo, Ayala… En este punto de la tempestad estamos ahora. En tanto que descargan nuevos rayos y se ennegrecen las pavorosas nubes, los periódicos amordazados se vengan del Gobierno y de la Casa Real, callándose todo lo que habían de decir del parto de Su Majestad. El 5 nació una Princesita, y el mismo 5 se volvió al Cielo, dicen que para no ver las cosas tremebundas que aquí ocurrirán pronto. Sé que en Palacio ha sentado muy mal el torvo silencio de la Prensa: esperaban oír los ampulosos ditirambos que en loor de la Institución se prodigan a cada triquitraque. Pero esta vez falló la costumbre: los periodistas se han callado como cartujos; no han escrito una palabra de regio vástago, ni de nada de eso… Lo que ellos dicen: «o estas trompetas suenan para todo, o no suenan para nada». Por ahí duele.
Proponiéndome yo que no pasase el día sin iniciar por lo menos mis diligencias en busca de la dislocada Virginia, abandoné a mis amigos y me fui al Gobierno Civil, que desempeñaba otra vez el buen Zaragoza; mas tampoco pude verle. ¡Desgracia como ella! Fue uno de esos días aciagos en que no hay puerta ni mampara que no se cierre adustamente sobre nuestras narices. Traté de ver a Chico en el Gobierno Civil; luego estuve dos veces en su casa, y todo inútil. Evidentemente, el Cielo protegía con manifiesta parcialidad a los amantes prófugos. Ya me retiraba, reconociéndome con muy mala mano para la cacería de criminales de amor, cuando me deparó el Cielo a don José María Mora, director de El Heraldo, hombre muy amable y de extraordinaria corpulencia. Recordando al punto la gran amistad de aquel cetáceo con los Rementerías, le paré en medio de la calle; hablamos… Poco más que yo sabía del suceso; pero algo me dijo que era la primera luz que debía esclarecernos el camino de la verdad. Sus palabras, entre resoplidos, fueron: «Pero ¿ha visto usted qué trasto de niña? ¡Qué borrón para las dos familias! Y ello no tiene remedio. ¡Si aquí hubiera divorcio, como dice don Mariano José…! Pero quia: no hay lañadura para este puchero roto. Estamos muy atrasados… Pormenores no sé, mi amigo. Naturalmente, no he querido preguntar… Me ha dicho el secretario de La Previsión que Ernesto se ha ido a Canillejas… Parece que tiene obra en la casa. Quiere aumentar la altura de todas las puertas y entradas del edificio, ja, ja… Y del gavilán que se ha llevado a la paloma, nada sé… Oí que es pintor».
Nada más pude sacarle, porque el buen señor, que temía exponer al frío su gordura sudorosa en tarde tan fría, dio por terminado el plantón, y se despidió, apretándome mis dos manos con una sola suya… «¿Con que pintor? – pensaba yo, encaminándome a la casa de Socobio para recoger a mi costilla. – Algo he descubierto; no dirá esa que he perdido el día». Visitas fastidiosas que iban sin duda a guluzmear, metiendo el hocico en el dolor de los padres de Virginia, me impidieron comunicar a Ignacia mi precioso descubrimiento. Llegó a la puerta nuestro coche, nos avisaron, partimos, y al bajar la escalera desembuché lo poco que sabía. En el trayecto de la calle de las Infantas a nuestra casa, Ignacia no hizo más que burlarse de mí con desenfado y gracejo. «Yo creí que esta tarde nos traerías a los dos fugitivos, cada uno por una oreja. ¿Y Sartorius, Zaragoza y Chico no te han dado más que esa luz: que el galán es pintor? ¿Y lo sabes por el gordo Mora?… ¡Pintor! Pues eso yo también lo supe, a poco de salir tú para el Ministerio. Me lo dijo Ceferina, una de las criadas de la prófuga».
En casa, tratando del mismo asunto, mi mujer, con poca seriedad a mi parecer, me dijo: «Averigua tú ahora qué es lo que pinta ese bandido, y quizás por el género de pintura saquemos el nombre.
– No creo que sea difícil sacar el nombre por el género, y el género por referencias que yo pediré a Federico Madrazo, a Carlos Rivera, o a Jenaro Villaamil…
– Pues no tardes, que ello corre prisa.
– ¿Y no te dijo Ceferina si es pintor notable?
– Notabilísimo.
– Pues los chicos que en Madrid descuellan en la pintura se pueden contar. Verás qué pronto doy con ese pillo.
– ¿A ti qué te parece?, ¿será pintor de historia, pintor de paisaje, de asuntos religiosos, o de Mitología?
– Me parece a mí – dije viendo asomos de chacota en la sonrisa de mi mujer- que es pintor de historia, y que la pinta al fresco.
– Sí, sí – exclamó ella, rompiendo a reír, – y voy a satisfacer tu curiosidad diciéndote el género… Es pintor… ¡de puertas!
– ¡De puertas! ¡Mujer, tú te chanceas!
– No… Pero no vayas a creer que pinta sólo puertas. Pinta también ventanas… En fin, Pepe: hablando seriamente: sabemos el oficio, el nombre no. Oye otro dato muy importante: es un chico guapísimo.
– ¿Joven?
– No representa más de los veinte años. Decía la Ceferina… y puso los ojos en blanco diciéndolo… que nunca creyó que pudiera existir un mozo tan guapo. Por la descripción que hace del tal, debe de ser un perfecto modelo de la hermosura de hombre.
– Bueno: ¿y cómo entró en la casa? ¿Le llamaron para que diera una mano de pintura al armario de la cocina?…
– No: fue llamado para componer una cerradura, porque su verdadero oficio es mecánico.
– No compondría una cerradura sola.
– Fueron dos, tres o más. Eran cerraduras que no querían dejarse abrir. Parece que lo arregló tan a gusto de Ernestito, que éste le dio el encargo de nuevas composturas. En la casa había molinillos de café y aparatos de asador con mecanismo, que no funcionaban. Pues él lo dejó todo que no había más que pedir, muy a satisfacción de Ernestito y de la señora. Luego le dijeron que buscase un pintor; querían dar una mano de blanco a la galería grande. A esto replicó que no había por qué llamar pintor, pues él era amañado para todo, y también pintaba.
– Eso es verdad. Bien probada está su maña para todo. Bueno; y en eso empleó algunos días…
– Más de cuatro, y más de seis. Observó Ceferina que la señora iba a verle pintar, y con él pasaba ratos largos de parloteo. Cuando las criadas llegaban allí, se callaban como muertos, o sólo hablaba la señora para decir: ‘Maestro, tiene usted que dar otra mano’. En los últimos días, la señora le llevó a las habitaciones interiores para que le barnizara un entredós. No llegó a barnizarlo, y todo se quedó en la preparación, raspando y afinando el mueble con lija…
– ¿Y no sabe más Ceferina?
– No sabe más. La fuga fue el lunes por la noche. Salió sola, con un lío de ropa, y dijo a Manuela, la criada vieja, que no volvería más. La hermana de la portera la vio por la calle del Baño andando presurosa con el pintor, cerrajero y alijador… Atravesaron la calle del Prado, y se perdieron de vista en la de León…
– Pues hay una pista segura. Cuando se necesitó en la casa un oficial mecánico para componer las cerraduras, ¿a quién se dio el encargo de buscarlo?
– A un albañil que fue al arreglo de las chimeneas. Este albañil se ha ido a la Mancha. No hay rastro de él.
– El caso es raro, extrañísimo por las circunstancias de tiempo y lugar; pero no nos asombremos de él como de un fenómeno estupendo, no visto jamás bajo el sol.
– Vamos, Pepe: eres capaz de disculpar la frescura y la indecencia de esa mujer? Yo concedo a las flaquezas humanas todo lo que se quiera; comprendo las pasiones repentinas, la ceguera de un momento, de un día; ¡pero fugarse así… condenarse a la deshonra para toda la vida, a la miseria…! No creas: yo tengo en cuenta todo, y, entre otras circunstancias, lo guapísimo que es el muchacho. Pues figurándomelo como un perfecto Adonis, todavía no entiendo la pasión de Virginia: ¡Vaya, que enamoricarse de un bigardo semejante, que quizás no sepa leer ni escribir… apestando a aceite de linaza y todo manchado de pintura… con aquellas manazas!… Pero ¿no piensas tú lo mismo?
– Querida mujer, me permitirás que reserve mi opinión mientras no conozca el caso por el anverso y el reverso, por la cara que da a la Sociedad y a las leyes, y por la otra cara, generalmente poco visible, que da a la Naturaleza y al reino de las almas.
19 de Enero. – Concertado tenía yo mi plan de campaña con el gobernador don José de Zaragoza; pero este digno funcionario presentó inopinadamente su dimisión por escrúpulos políticos muy respetables, y como no conozco al nuevo Pilatos, don Javier de Quinto, me entiendo con Chico, Jefe de la Policía. Presumo que este inmenso gato, buen conocedor de todos los agujeros donde se ocultan ratones y ratoncillos señalados por la ley, sabrá coger las vueltas a los ladrones de mujeres solteras o casadas. Hace tres días le vi en el Gobierno Civil: concertamos una entrevista en su casa; en ella estuve ayer y hablamos lo que voy a referir.
– Cuénteme, don Pepito, lo que le pasa – me dijo empleando las formas confianzudas a que cree tener derecho por sus años, por su autoridad policíaca, y aun por el miedo que inspira, – y yo veré en qué puedo servirle».
Expuesto el caso, resultó que ya tenía conocimiento de la evasión por referencias de don Pedro Egaña, íntimo amigo de los Socobios, y que había mandado buscar ese rastro, sin resultado alguno.
– Lo que contesté al don Pedro se lo repito a usted, señor don Pepito, a saber: que la política nos ocupa hoy todo el personal, y aun no basta, por lo que nos es muy difícil atender a los negocios de familia.
– Ya, ya comprendo – le dije- que con el cisco que se está armando no tiene usted ojos ni manos bastantes para perseguir y cazar conspiradores…
– Mi opinión es ésta: o suprimir la policía, dejando que haga cada quisque lo que le salga de los riñones, o aumentarla hasta que tengamos tantos agentes como españoles existen. Esto está perdido. Desde que cogió San Luis las riendas, se ha desatado el infierno: aquí conspiran progresistas y moderados, paisanos y militares, las señoras del gran mundo y los cesantes de todos los ramos, que se cuentan por miles; conspiran los aguadores, los serenos y hasta las amas de cría. Yo digo a los señores: «a las cabezas, a las cabezas…».
– Y a las cabezas apuntan. Ya van saliendo deportados casi todos los Generales…
– Que es avivar la hoguera en vez de apagarla. Créame usted a mí, don Pepito, que he visto mucho, y soy, aunque me esté mal el decirlo, el testigo presencial de la Historia de España, de la Historia que no se escribe ni se lee… Pues verá usted: las deportaciones no sirven más que para poner en fiebre de revolución toda la sangre de la Península.
– En fin, parece que han salido ya los Conchas, uno para Canarias y otro para Baleares. Infante y Armero también están de viaje. ¿Y O’Donnell, a dónde va?
– Debió salir para Tenerife; pero no hemos podido echarle la vista encima. Se ha escondido, y locos andamos buscándole. Ese irlandés es muy largo… tan largo de cuerpo como de vista. Échele usted galgos.
– Para esa cacería y otras, don Francisco, le sobran a usted agudeza y olfato. Y espero que podrá dedicar parte de su atención a este asuntillo que le recomiendo. Fíjese, en que es un caso grave de violación de la fe conyugal, en que esos loquinarios atentan a lo más sagrado, la familia, el santo matrimonio…
– ¡Ay, mi don Pepito de mi alma! – exclamó moviendo la cabeza y golpeando los brazos del sillón. – Dónde está ya en España la moral, la familia y todo ese tinglado! Mire para el Cielo a ver si lo divisa por allá, que lo que es aquí, tiempo hace que volaron las virtudes. Llevo cuarenta años en esta faena, y cada día veo menos virtudes. A veces me digo: «Será que esas señoras no andan por los caminos míos». ¡Pero si yo vengo y voy por todos los caminos, hasta por las iglesias! Y de palacios no digamos… En fin, que más vale no hablar.
Decía esto el fiero polizonte desfigurando por un instante su rostro seco y amarillo con una sonrisa que adelgazó más sus delgados labios. Sentado estaba frente a mí en un dorado sillón, estilo Luis XV… mirábale yo con examen casi impertinente; en él veía una figura del pasado siglo, rígida, severa y no falta de elegancia. La chafadura que tiene en la nariz, efecto de la pedrada con que le obsequiaron en su juventud, le da la expresión de mal genio y de carácter torcido, atravesado. Pues luego que echó de su boca los amargos conceptos acerca de la dudosa moral de nuestros días, varió de tono para decirme: «En ese asunto de la señora escapada con un silbante se hará lo que se pueda. Considere que si tuviera yo un millón de agentes, no me bastarían para perseguir los papeles clandestinos, y descubrir quién los escribe, quién los imprime y los reparte. Son una peste las tales hojas secretas. En los años que llevo en este oficio, no he visto desvergüenza mayor… Y, como usted sabe, ya no van las injurias sólo contra el Gabinete: van contra la misma Reina, de la que dicen horrores… ¿Cómo demonios se arreglan para que los papeles lleguen a todas las manos, para que Su Majestad misma se los encuentre en su tocador? Yo no lo sé… Digo, sí lo sé. Es que en Palacio hay manos traidoras, blancas o sucias, que de todo habrá… y el Gobierno no tiene poder para cortarlas o siquiera echarles un cordel… Allí dentro no puede nada Francisco Chico… Yo se lo digo a Sartorius: ‘Señor don Luis, mire que en Palacio hay mar de fondo y peces muy malos…’. Él suspira… Tampoco puede nada».
Dijo esto poniéndose en pie, forma cortés de señalar el término a la visita. Me despidió con esta útil advertencia, que no he de echar en saco roto: «Y ya sabe, don Pepito: en cuanto adquiera usted alguna noticia por referencia, por soplo, por anónimo, véngase al instante acá. No desprecie usted ningún dato, aunque le parezca mentiroso, inverosímil…».
VIII
24 de Febrero. – La tempestad que tenemos encima ha lanzado en Zaragoza chispazos que ponen miedo en los corazones. ¿Qué ha sido? Continuación de la Historia de España, sublevación militar. Malo es que empiecen los soldados con estas bromas, porque serán la Historia o el cuento de nunca acabar. Dice la Gaceta que la intentona fue sofocada al instante, y lo creo, porque en estos duelos puramente españoles entre la fuerza y la ley, el primer golpe suele ser en vago; el segundo ya se verá. Refieren lenguas, no sé si buenas o malas, que el brigadier Hore, impulsor y víctima del movimiento, contaba con más fuerzas de las que efectivamente arrastró a la sedición, y que los compañeros comprometidos le volvieron la espalda en el momento crítico. Es la eterna quiebra y la eterna inmoralidad de estos arriesgados y obscuros negocios, porque a los que desde el borde de la prevaricación se vuelven a la disciplina, les premia el Gobierno con ascensos y honores. En fin, que al pobre Hore le mataron en las calles de Zaragoza… La polaquería se pavonea con su victoria, sin ver el larguísimo rabo que falta por desollar.
Voy creyendo que este Gobierno toma por modelo al de la Sublime Puerta. No ha celebrado su triunfo de Zaragoza con actos de clemencia, sino a la manera turca, decretando nuevas proscripciones, y metiendo en las cárceles a cuantos infelices se han dejado coger. Previa declaración del estado de sitio, la policía echó su red para pescar a los periodistas de oposición, y a los directores de los diarios de más ruido. Cayeron Rancés y López Roberts, de El Diario Español; Galilea, de El Tribuno, y Bustamante, de Las Novedades. Los cuatro fueron inmediatamente empaquetados para Canarias. Eusebio Asquerino, que estaba enfermo, pasó de la cama al Saladero, y a Bermúdez de Castro no le valió la procedencia moderada, ni el haber sido Ministro de Hacienda en el Gabinete Lersundi: al romper el día le sacaron de su casa, y en silla de postas, acompañado de guardias civiles, fue a tomar aires al castillo de Santa Catalina de Cádiz… Más listos otros, supieron imitar la viveza escurridiza del sagaz O’Donnell, dándose buena maña para no estar en sus casas ni en las redacciones cuando se personó en ellas la policía para ofrecerles cortésmente sus respetos. No han sido habidos Fernández de los Ríos, ni Montemar, ni Romero Ortiz, ni Barrantes, de Las Novedades; volaron también Coello, de La Época, y Lorenzana, de El Diario Español. Pero ninguno de los pájaros perseguidos ha dado tanta y tan inútil guerra como Cánovas, contra quien se desplegó todo el ejército policíaco; ¿sabéis por qué?… Porque en sus conferencias del Ateneo sobre los políticos de la casa de Austria retrató el malagueño a nuestros ministriles en las figuradas personas de don Rodrigo Calderón y del Conde-Duque, describiendo tan al vivo y con tan fino matiz de actualidad sus mañas y picardías, que el público lo celebró como una sátira de las picardías y mañas presentes… Desapareció, como he dicho, Cánovas, burlando a los ojeadores y sabuesos. Pero no ha salido de Madrid: en Madrid está; lo sé, y sé también dónde.
He leído a mi mujer estos párrafos, y le han parecido bien. Después nos hemos puesto a hablar mal del Gobierno, y no porque éste nos haya hecho ningún daño, sino por la imposibilidad de sustraernos al enconado pesimismo del medio ambiente. Repetimos todos los horrores que se dicen de Sartorius y de sus desgraciados compañeros, y luego, por fin de fiesta, dirigimos nuestros tiros a la calle de las Rejas, palacio de Cristina, que es, según la fraseología de los papeles clandestinos, el antro de la corrupción, el inmundo taller de los chanchullos de ferrocarriles, y más, mucho más… es un serrallo, es un pandemónium donde se fraguan todos los planes maquiavélicos contra la Libertad. Observamos luego que el sinnúmero de términos estrambóticos, a troche y moche difundidos por periódicos y hojas volantes, traen harta confusión al pueblo, que los oye y los repite ignorando lo que significan. A este propósito me contó Ignacia que la servidumbre de nuestra casa estaba el otro día en gran controversia sobre el significado de la palabra agio. Tanto la oyen, que sienten, ¡pobrecillos!, la necesidad de saber lo que es. Entró mi mujer en el comedor de criados cuando más acalorada era la disputa, y Bonifacia, la pincha, pidiole que sacase de dudas a la reunión. «Señorita, ¿quiere hacer el favor de decirnos qué son agios? Porque dice la Juana que debe ser algo así como ajos echados a perder…». Echose a reír Ignacia, y como Dios le dio a entender despachó la consulta. Pero vino la más gorda. Tiburcio, el mozo de cuadra, planteó a la señorita un problema mucho más grave. «Señorita, ¿quiere decirnos lo que es eso de que tanto hablan los papeles, el pandemónium? (y lo pronunció acentuando la última sílaba), porque, como no sea el pan de munición que se da a los soldados, no sé qué demonches podrá ser». Mi mujer se moría de risa, y no pudo explicarles lo que es pandemónium, porque ella tampoco lo sabe.
– Bueno, querida mía – dije yo a mi cara mitad, cuando acabamos de reír. – Estas jocosidades de la plebe también tendrán un hueco en mis Memorias.
Pues, hijo, mal historiador de tu tiempo serías si no lo hicieras. En nada de lo que ves y oyes hay tanta Historia como en eso que te he contado de los agios y del pandemónium. Ya ves: ¡un pueblo que pide las cabezas de sus gobernantes sin saber de qué se les acusa!
– ¡Sí lo sabe, sí lo sabe! El pueblo, que no es solamente la clase inferior de la sociedad, sino el conjunto de todos los seres que se llaman españoles, la gran masa nacional, posee la percepción clara de la conducta de sus mandarines. ¿Cómo adquiere este conocimiento? Ello ha de ser por fenómenos morbosos que nota en sí misma, estados eruptivos, congestivos, qué sé yo… por algo que le duele y le pica… Este picor doloroso es la conciencia nacional… Este picor dice: «los que me gobiernan, me engañan, me tiranizan y me roban». La gran masa todo lo sabe. Poco importa que los menos instruidos desconozcan el valor de algunas voces. El enfermo, cuando algo le duele, tampoco sabe designar su dolor con el terminacho científico que le dan los médicos.
– Está muy bien, gran Pepito. Y ahora, ¿por qué no empleas tu perspicacia en buscar a Virginia, para que sus infelices padres tengan algún consuelo?… Tanto hablar, tanto ir y venir los primeros días, y después nada.
– Yo no soy policía. Habrás visto que, en estos tiempos, Dios guarda las espaldas a los que huyen, y protege a los escondidos. Si hay una nube providencial para O’Donnell y Cánovas, haya también para Virginia y su pintor… el pintor de su deshonra. Yo continúo estudiando el caso, que es singularísimo, y hoy mismo he descubierto un dato muy importante. Voy a decirlo: esta tarde he visto al Joven Anacarsis guiando un carricoche en la Castellana. En su rostro epíscopo-infantil vi pintada una tranquilidad seráfica y un evangélico menosprecio de los juicios de la opinión. Ya veo claro que Virginia, no aviniéndose a tener por marido a un marmolillo, lo ha tirado al arroyo.
– Pepe, no desbarres… ¡Vaya una moral que sacas tú ahora! Cierto que los Rementerías, hijo y padre, están más frescos que una lechuga. Anoche dio don Mariano José una gran comida…
– A la que asistieron, lo sé, la flor y nata de la polaquería: el imponderable Domenech, Ministro de Hacienda; Saturnino de la Parra, y Eduardo San Román… También se atracó allí, como de costumbre, el cetáceo Mora, y a los postres, al olor del riquísimo café y de los puros de a cuarta, acudió el brigadier Rotalde, que ahora pide la bicoca de ochenta mil duros por las obras del Teatro Real… Y me dice el corazón que se los van a dar. ¡Viva Polonia!… Volviendo a Virginia y al pinturero, te diré que me alegro de que no parezcan.
– ¡Pepe, Pepito!… si no fuera por el aquél de que eres mi marido, te tiraba un arañazo… No me hagas reír.
Marzo de 1854. – ¡Bomba, bomba!… ¡Gran novedad, estupenda noticia!… No, no es cosa de la Revolución… Digo, revolución es; pero no la chica, no la de liberales, o sean chorizos contra polacos, sino la grande, la de… Ha llegado otra carta de Virginia.
La trajo el correo interior… Aquí la copio, retocándole la ortografía: «Pepillo, mala persona: ¿con que se pone en movimiento la policía para buscarnos? Fastídiate, que no nos encontrarán… Porque recibas ésta con franqueo del Interior, no vayas a creer que estamos en Madrid. Buenos tontos seríamos, y tú más simple que las habas si lo creyeras. Vivimos muy lejos de esa Babilonia sucia; pero no tan lejos que no nos llegue el mal olor… Ya sabemos que se está armando una muy gorda. Yo le pido a Dios y a la Virgen que haiga revolución, que haigan tiros, y que escabechen a tantos lairones… Quiero que por mi manera de escribir comprendas que me estoy golviendo muy ordinaria. Es lo que deseo: jacerme palurda, y olvidarme de que fui señorita del pan pringao y señora de poco acá.
«Para que tú rabies, y hagas rabiar a otros contándolo, te diré que estoy contenta, fuera de la penita que me da el no saber de mis padres. Harás el favor de decirles que me acuerdo mucho de ellos, y les deseo paz y salud. La mía es buena. ¿Quieres que te cuente mi vida? Pues lee. Dos semanas llevamos albergados en un magnífico garitón, llámalo más bien pajar, donde no pagamos alquiler. Nos han dado esta espaciosa vivienda de teja vana y paredes de tablas, con la condición de que trabajemos. ¿En qué? No te lo digo. Él y yo trabajamos, y sin gran apuro nos ganamos la casa y el sustento… Dormimos tranquilos, nos levantamos antes que el sol, y oímos los canticios de las aves del Cielo, que nos regocijan el alma. Rendidos nos acostamos a la entrada de la noche; y como a nadie envidiamos ni nadie nos envidia ni tenemos cavilaciones, nos coge pronto el sueño… Hay aquí un prado verde por donde yo ando descalza, Pepe, riéndome mucho de los zapateros. ¡Vaya con el negocio, que harán conmigo! El viento me despeina y me vuelve a peinar: es un peluquero à la dernière, que no pasa la cuenta como Monsieur Pinaud, el de la calle de las Infantas… Más abajo del prado pasa un río, en el cual me meto yo hasta las rodillas y lavo mi ropa y la de Él. Luego la tiendo al sol, y con este aire bendito, pronto se me seca, y me la traigo a casa más blanca que la nieve… ¡Ay, Pepe!, ¡de qué buena gana te convidaría a las sopas que hago yo al anochecer en mi cazuela puesta sobre una trébede!… No has comido nunca cosa más rica. Le pongo de todo lo que encuentro, y encima nuestra alegría, que es la sal, y nuestro buen diente, que es el picante. Son unas sopas que ajuman. Ya ves qué fina me estoy volviendo. Bueno; pues te lo diré en francés: cenamos potage aux finis yerbis, y luego alabamos a Dios, acostándonos en nuestra cama grandísima, que también es de yerbis… Sabrás que no la cambio por la de la Reina.
»¡Qué gusto tan grande no tener que ocuparse de lo que dirá don Efe y don Jota, ni de lo que murmurarán las de Eme! Este vivir libre y sano no lo conoces tú, ni ninguno de los desgraciados que se pudren en ese presidio, condenados a pensar en el sastre, en la modista, en lo que traerá el cartero, en lo que dirá el periódico, en si cae el Gobierno, en las pisadas del aguador y en el precio de la carne… Sólo de pensar que he vivido de ese modo, se me nublan las alegrías… ¡Ay, Pepe!, para que le puedas decir a Madrid todo mi desprecio, te pongo aquí una larga fila de emes…
«Con que, mi buen Pepín, haz el favor de poner a un lado la moral, o morral, que gastáis vosotros para disimular tantos crímenes, y dejarnos aquí en paz, o donde estuviéramos. ¡Cuidado con echarnos la policía! Nosotros no hemos hecho daño a naide; semos libres, y el único que podría perseguirme, que es ese Caranarsis, o Acanársilis, ya no me acuerdo, no dará ningún paso contra mí, por la cuenta que le tiene.
»Y ahora, señor morralizador, allá van memorias para los que por mí preguntaren. Al Ernesto, aunque no pregunte, le dirás que estoy muy contenta desde que le he perdido de vista, y como cosa tuya le das una palmadica en las mejillas sonrosadas. A mi suegro, director de La Previsora, por mal nombre El Robo ilustrado, le darás expresiones. Paréceme que le tengo delante cuando, después de atracarse como un buitre en las comidas, se lleva la mano a la boca con finura para tapar un regüeldo. Con las expresiones le darás un papirotazo en las narices… como cosa tuya, se entiende. Y si quieres que después del papirotazo te dé don Marianico las gracias, asegúrate la vida aunque sea por dos cuartos al año… A todos los que suelen ir de comistraje a la maldita casa donde tanto pené, les das mis recuerdos, y con disimulo les metes pica-pica por el cuello de la camisa, para que se estén rascando tres días con sus noches. Eso pensé yo hacer con el Ministro de Hacienda, señor Domenech; pero no me atreví. Me parece que le estoy viendo, tan pulcro, tan tiesecito, sin juego de la bisagra del pescuezo. Siempre que tiene que mirar a un lado, ladea todo el cuerpo… Al gordo don José Mora, memorias también, y que deseo que alguien le dé una patada y que vaya rodando, para que reviente y podamos ver lo que lleva dentro de aquel barrigón… A mi tía Cristeta, que es una enredadora, de ti para mí, y la que lleva los chismes a Palacio, le dirás que le deseo una pulmonía. Ella es, para que lo sepas, la que mete en la cámara de la Reina los papeles clandestinos, y al mismo tiempo alcahuetea en otras cosas. Es mi tía y no digo más. En señal del amor que le tengo, te encargo que le levantes las enaguas y le des una buena solfa en semejante parte… Expresiones a la Puerta del Sol, que yo vea convertida en hoguera donde se achicharre tanto pillo; expresiones a la Cibeles, llevándole de mi parte un poco de cordilla para sus leones; memorias al salooon del Prado, y le pongo muchas oes para expresar lo que me he aburrido en él; y memorias a los teatros. Te vas a cualquiera, y echas una mirada al público, y le dices de mi parte que estoy contentísima de no verle. Doy gracias a Dios porque me ha concedido oír el ruido del viento en vez de oír palmadas, y el jipío de las actrices…