Kitabı oku: «Episodios Nacionales: La revolución de Julio», sayfa 5
«Pepito, siento que no conozcas una cosa que yo he descubierto y disfruto en algunos instantes, después que me tomé lo que era mío: mi preciosa libertad. ¿No sabes lo que es esto que yo disfruto y tú no? Pues es la alegría, una onda fresca que sale del fondo del alma y te embriaga, y te hace más enamorada de lo que amas, y más… en fin, no sé decirlo. Tú lo entenderás, porque, como buen entendedor, ya lo eres.
«Si yo supiera que tranquilizabas a mis padres y les convencías de que no deben llorarme, sería completamente dichosa, y te estaría muy agradecida. Hazlo, por Dios, Pepe; hazlo por tu niño y por tu mujer. A esos tus seres queridos, mando abrazos y besos. Y ya sabes que, sin saber dónde, tiene dos buenos amigos: te lo dice la que lo fue y lo es… Virginia.»
IX
Marzo. – Mi mujer y yo:
– Ese idilio… ¿no se dice idilio?, será interrumpido, cuando menos lo piensen, por la Guardia Civil.
– La Guardia Civil, mujer, está ahora muy ocupada con otros idilios.
– Según eso, ¿tú crees que les durará la libertad, y que esa alegría, de que habla la muy bribona, será eterna? ¿Crees que se pueda vivir en ese salvajismo, sin que les salgan mil calamidades, la miseria, la envidia y las malas voluntades de los pueblos, y acaben por hacerse aborrecibles el uno al otro, y maldecir la hora en que se juntaron violando…?
– Acaba, mujer; es frase que se dice sola: violando todas las leyes divinas y humanas…
– Yo, qué quieres, dudo que tanta dicha sea verdad. ¿Sabes lo que es esa chica? Una gran embustera. ¡Sabe Dios, sabe Dios cómo estarán! Llenos de miseria, con más hambre que Dios paciencia, y deseando que la Guardia Civil les coja y les lleve bajo un techo de abrigo, aunque sea la cárcel.
– Yo creo lo contrario: que viven pobres y felices, sin ambición, sin cuidados. En la vida complicada, presa en mil artificios, a que nos ha traído la civilización, hemos perdido la idea de la verdadera felicidad.
– Podrá existir la felicidad en un mundo en que todos los seres sean salvajes y buenos; pero ese mundo, ¿dónde está? A las puertas de las ciudades, el salvajismo no puede existir, y si existe tiene que ser de corta duración.
– Quizás; no te digo que no. Nos falta saber en qué se ocupan ella y él, y con qué especie de trabajo se ganan la vida. ¿Son labradores, poseen algún ganado? Esto no lo dice la carta. Supongo que donde ellos viven no habrá puertas que pintar, ni cerraduras que componer.
– Habrá otras cosas y otros oficios; vete a saber… Ya sabes lo que él dijo: «soy amañado para todo». Puede que sea leñador o carbonero; que recoja hierbas para los boticarios; que pesque anguilas o sanguijuelas. Di otra cosa: ¿en la carta no habla de viñas?…
– No nombra viñas, ni dice que beban vino.
– Lo pregunto por ver si los datos de ella casan con uno que hoy me han traído… dato importante, que puede dar mucha luz… Pues verás: ya te dije que las criadas de Virginia me hablaron de una lavandera que por aquellos días iba mucho a la casa, madre de la Casiana, que a nosotros nos sirvió el año anterior. La hemos buscado: dimos ayer con ella… Nos ha dicho que una tarde, entrando en la galería donde el pintor estaba dale que dale a la brocha, le oyó decir, como respondiendo a una pregunta que ella le hizo acerca de su familia… de él: «Tengo una hermana casada con un rico de la Villa del Prado». Y ella dijo: «Pues ya le mandará a usted buenas uvas». Por eso te pregunté si en la carta habla de viñas.
– A juzgar por la carta, el sitio en que están no revela la vecindad de una hermana rica, ni de nadie que verdaderamente les ampare. La vida salvaje y mísera de que habla Virginia debe de estar lejos de toda ciudad, villa o villorrio. Presumo yo que es en la falda de la Sierra… en lugar medio despoblado.
– Por sí o por no, llévale pronto este dato al señor Chico, o al Gobernador de la provincia, para que pidan informes al Alcalde de allá, o a cualquier conocido… Todo es empezar, Pepe… Verás cómo de una referencia sale otra, y al fin la verdad y el escarmiento de esos pícaros. Valeria, en cuanto supo el dicho de la lavandera, se fue a ver a unas amigas, que son de un pueblo próximo a ese de las uvas: Cadalso… ¿Hay un pueblo que se llama Cadalso?… Pues las amigas han quedado en escribir… Y ya que hablo de Valeria, Pepe, tengo que contarte… Hoy me he cansado de reñirla. Figúrate: los padres están chochos con ella. Naturalmente, es la honrada, es además la única, porque a la otra la tienen por muerta. Y ella, la muy ladina, se aprovecha… Sabrás que le ha entrado el delirio de la casa elegante, de los muebles de última moda, cortinas a la Gobelín, alfombras de moqueta, y reclinatorio y estantitos maqueados… sin contar otras elegancias y refinamientos. No hay mañana que no eche dos o tres horas a tiendas.
– Historia, hija, Historia de España. Sigue.
– Ya sabe que los padres no le niegan nada. Es la buena, es la honrada, es la única. Si les ve reacios, allá van cuatro carantoñas, y ya tienes catequizados a los pobres viejos. Con una mano se limpian la baba que se les cae, y con la otra sacan y acarician la bolsa, que sólo se abre para la niña. Ésta les besuquea, y corre a las tiendas a pagar lo que debe y a traer más, más…
– Historia de España… ¡y qué Historia! Adelante.
– Ayer me la encontré en casa de los Hijos de Sobrino, en Majaderitos, donde fui a comprar tela para los delantales del niño, y en poco más de un cuarto de hora hizo Valeria compras de batista superior para camisas, y de adorno en blanco, por valor de mil y cuatrocientos reales… Después fue a la perfumería de Quiroga, y se dejó una buena porrada de duros.
– Historia nacional, retrato del pueblo español… Sigue… Entre paréntesis: a Valeria le ha sentado bien el matrimonio; se ha puesto muy linda.
– Es una monada… Pues sigo. Como yo, cuando me intereso por una familia, no reparo en tomarme todas las libertades, también he reñido a Navascués… como lo oyes: ¡ayer le eché una andanada!… Al hombre, un color se le iba y otro se le venía. Pues ¿no es un dolor ver que esa pobre niña no halle distracciones y alegría más que en las tiendas?… Y todo porque al zángano del marido se le cae encima la casa, y no sabe vivir fuera del Casino y los cafés, demente con la dichosa política. ¿Sabes, Pepe, que, a mi parecer, este joven va por mal camino? ¿Quién le mete a regenerador de la patria? ¡Lucida estaría esta pobre enferma si sus médicos fueran capitanes y tenientes! Navascués es de los que creen que, echando a los polacos, ataremos aquí los perros con longaniza… Pues en los Dos Amigos le tienes mañana, tarde y noche… me lo ha dicho él mismo con una ingenuidad que le honra… allí le tienes siguiendo paso a paso, son sus palabras, el movimiento revolucionario, y sacando la cuenta de los comprometidos, de los que no quieren comprometerse… O mucho me engaño, o este joven nos dará el mejor día un disgusto.
– A mí no. Sigue, hija, sigue: tu capítulo de Historia no tiene desperdicio.
– Yo le he puesto de vuelta y media… «Usted es un simple, Rogelio, o un ambicioso vulgar; y si no es esto, seguramente será otra cosa peor. Todo militar que no se encierre en la esclavitud de la disciplina, es un perjuro… A usted le han dado esa espada y le han puesto ese uniforme para que defienda la ley, no para que se meta locamente a cambiarla. ¿Quién es usted para cambiar la ley? Eso es cuenta de otros. Usted no sabe una palabra de leyes, ni ha cogido jamás un libro, como no sea el de la Táctica. ¿De dónde saca toda esa palabrería que ahora usa? Quisiera yo poder oír, por un agujerito, las gansadas que usted y sus amigos hablarán en el café… Ya puede andarse con cuidado. El mejor día le recetan los aires lejanos de Filipinas, o le encierran en una fortaleza, si no es que el niño se va del seguro, y entonces, ¡pobre Rogelio!, sus cuatro tiros no hay quien se los quite».
– Ese caso no llegará, porque triunfarán los sublevados… ahora toca triunfar; lo asegura el historiador… y Navascués tendrá el ascenso que busca. Si he de decirte lo que siento, Ignacia, los militares, siguiendo la rutina histórica, no van a cambiar la ley, sino a restablecerla, a levantarla del suelo en que arrojada fue por la polaquería. Esto debe hacerlo el pueblo, la masa total; pero aquí nos hemos acostumbrado a que el pueblo delegue esa función en los militares, y ya no es fácil cambiar de sistema. Lo que te digo es un hecho, que arranco de las entrañas de la Historia efectiva, muy distinta de esa otra Historia que sale al mundo cubierta de artificios, como una vieja que se adoba el rostro, y todo lo lleva postizo, empezando por el lenguaje. Los militares se sublevan cuando la Nación no puede aguantar ya más atropellos, inmoralidades y corrupciones, y en estos casos el brazo militar triunfa, sencillamente porque debe triunfar… Y con esto dimos fin a nuestra charla sabrosa, porque llegó la hora de comer, que todo llega en este mundo.
Abril. – Apenas salgo del fastidioso ataque de reúma que me ha tenido cerca de un mes condenado a encierro, tristeza y emplastos de belladona, me decido a vaciar mis pensamientos sobre el papel de estas Memorias, donde me atormentarán menos que amontonados en el caletre. Allá voy con el material histórico que almacenado tengo aquí; y empiezo por afirmar que la conspiración continúa su labor profunda, pero no se la ve, porque se ha metido bajo tierra y…
Espérense un poco, que aquí llega, como llovido, un asunto al cual es forzoso dar la preferencia. ¿No lo dije? Cartita de esa loquinaria, de esa que ha hecho mangas y de los santos principios, de esa, en fin, que ahora la gaita de resucitar la edad de oro, funesta para los sastres y maestros de obra prima… Llevo la epístola a mi mujer, que la lee en voz alta. Dice así:
«Ay, Pepe, déjame que te cuente las amarguras que he pasado! Te horrorizarás cuando leas esta carta y me tendrás mucha compasión, ¿verdad que sí? Aplacado el sufrimiento mío, puedo contártelo, para que lo sepa María Ignacia, y lo sepan también mis padres y hermana. Tan desgraciada he sido, que creí que Dios me castigaba cruelmente; mas ahora veo que no ha sido castigo, sino prueba, y que de ella sale mi alma como de un crisol, con lo que ahora está más fuerte, más brillante; y si no lo crees, entérate de lo que te escribo… Pues sabrás, Pepillo, que hará hoy catorce días, a punto de anochecer, vino del trabajo mi Ley muy alicaído, con la cara arrebatada y quejándose de un horrible dolor de cabeza. (Pongo este paréntesis, querido Pepe, para decirte que le llamo Ley, porque de algún modo he de llamarle, que ahora de él tengo que hablar, y me será preciso nombrarle a menudo; conque Ley, ya sabes.) Su piel abrasaba, y transido de frío daba diente con diente. Le hice acostar y le arropé lo mejor que pude. Todo se me volvía decirle: «Ley, ¿qué tienes?» y él no me respondía: estaba como aletargado, de la fuerza del dolor y de la calentura… Yo, como puedes suponer, angustiadísima; hazte cargo… Ley enfermo; Ley, que es mi vida, como si fuese a perder la suya. ¡Y yo sin tener a quién volverme, ni a quién pedir socorro; yo sola con él, y sin médico ni botica… con las estrellas encima por únicos testigos de lo que me pasaba!…
»En fin, para mis adentros dije: aquí yo con mucho valor, y sobre mí y sobre mi Ley, la voluntad de Dios. Lo primero fue calentar agua: afortunadamente tenía un poco de azúcar morena, como unas dos libras; tenía también algo de vino. Pues a darle agua templada con azúcar y unas gotas de vino; no había otra cosa: el corazón me decía que aquello era muy bueno… La noche, ya puedes figurarte cómo fue. Ley, abrasado de calor, a destaparse, apartando con sus manos la paja y la única manta que tenemos, agujeradita; yo a volverle a tapar, y a darle calor con mi cuerpo. Te advierto que nuestra habitación es como una jaula, y que por los costados y techo, las troneras y rendijas dejan entrada libre a los aires de Dios. Y la noche era ventosa; no quiero decirte más…
»En fin, Pepe, lo que te cuento fue principio de una larga y malísima enfermedad, que no sé cómo se llama, pero para mí que es algo como tabardillo; y si en los primeros días pareciome que no iba peor, de repente le entró una tan grande agravación, que llegué a creerme que me quedaba sin Ley… ¡Dios mío, lo que he penado! Ahora que pasó todo, pienso que Dios no está en contra mía, sino a favor: buena prueba me ha dado de ello. Yo no tenía recursos, ni a quién llamar en mi auxilio. Como a distancia de medio cuarto de legua están los vecinos más cercanos. Son dos viejos, marido y mujer, con un nieto enano, idiota y casi mudo, pues sólo dice mu, como los animales. Corrí a darles aviso; fueron a verme; lleváronme unas patatas, más vino, hierbas de malva para cocimiento, hierbas de sanguinaria y pan. Después no volvieron, y mandaban al mudo a que preguntara… ¡Pues fueron ocho días, Pepe, que me parecieron ocho siglos! Cada tarde creía yo que mi Ley anochecía y no amanecía, y por las mañanas pensaba que no vería la tarde. No puedes imaginar mi angustia. Siempre he querido a Ley: figúrate si le amé, que por unirme con él tiré al arroyo familia, sociedad, posición, todo. Luego de unirnos, le quise más, sin que mi amor flaqueara ni un punto en ninguna ocasión. Pues viéndole con aquella enfermedad terrible; viendo que se me moría por momentos, sin que yo pudiera evitarlo, le quería y le adoraba de una manera tan loca, que yo no sé, Pepe, no sé que haya palabras con que expresártelo. Y cansada ya de pedir inútilmente a Dios y a la Virgen que no me quitaran a Ley, les pedí con muchísimo fervor que me llevaran a mí también en el instante en que él muriese…
«El día y las dos noches en que llegó al extremo peligro, si muere o no muere, noches y día que no puedo señalar, porque para mí no hay almanaque, ni fechas, ni nada de eso, los pasé como puedes figurarte, abrazada a mi Ley, queriendo darle vida con mi aliento, fija la vista, fijo el oído en su respiración fatigosa, que a cada rato me parecía con un compás más lento, y yo no cesaba de pensar que una de aquellas respiraciones sería la última. Cuando no hacía esto, ponía yo en limpiarle toda mi atención: pensaba que limpiando su cuerpo de la miseria de la enfermedad había de salvarle… Y entre tanto, a lo que llamaré mi casa, por darle algún nombre, no llegaba más que el mudo, que desde la puerta decía mu, y con él un perro que se colaba dentro y me revolvía todo. El mudo me veía llorar, y corría con la noticia de que Ley se estaba muriendo. Yo decía: «¿Pero tan mala soy, Señor, que así me abandonas?» A la Virgen de los Dolores, a quien siempre he tenido devoción, le rezaba yo con todo el fervor de mi alma para que me amparase, y me la figuraba con la imaginación, por no tener delante efigie ni estampa en que fijar mis ojos… En la madrugada del último día, viendo a Ley que, después de una gran congoja, se quedó atontadito y como si durmiera, me puse de rodillas, y a grandes voces pedí a la Virgen que me socorriese, dejándome la vida de Ley, o llevándose la mía con la suya. Después de amanecer, le acometió otra congoja tan fuerte que pensé que de ella no volvía… Le di agua con azúcar, que era toda mi farmacia, y se le calmó la sofocación. Pareciome que respiraba mejor. Dijo algunas palabras, le di muchos besos, y me reí para ver si le hacía reír.
«El resto de la mañana fue de mayor tranquilidad. A ratos me hablaba, diciéndome con mimo que no me separase de él; que no le hacía falta médico, ni medicinas, ni nada más que verme. Viéndome, creía el pobre que se iría curando… Por fin, a la tarde, observándole despejado y con más animación en los ojos, tuve alguna, muy poca esperanza; pero yo me empeñaba en aumentarla pidiéndole a la Virgen y al Señor Crucificado que, después de darme aquel poquito de esperanza, no me la quitasen. A la noche, Ley no tuvo recargo; se despejó mucho, se le animó el rostro, crecieron mis esperanzas… me andaba por toda el alma una luz divina. Me quedé dormida junto a Ley, tan rendida estaba de tantas noches, y él se durmió también. Yo desperté primero, y estuve un gran rato mirándole dormir, y escuchándole la respiración, que ya era sosegada… Despertó Ley, y echándome los brazos me dijo: «Mita, de ésta no muero…». ¡Ay, qué alegría se me metió por los oídos y por los ojos, viéndole y oyéndole! Desde aquella madrugada, ya las esperanzas fueron a más, a más, hasta que he visto a mi Ley salvado… y con mi Ley salvado, ya soy tan feliz, Pepe, que no cambio mi choza por todos los palacios del mundo. Y viendo que la Virgen y el Señor han librado de la muerte a Ley, por el afán y dolor grande con que yo se lo pedí, bendigo mi pobreza, bendigo mi soledad, y no quiero otra vida ni otro mundo.
«Ahora que Ley se va fortaleciendo, y sacudió aquel terrible mal, todo me parece bueno, todo muy bonito; y cuando el viento entra silbando en mi alcázar por los huecos y rehendijas, se me antoja que viene a felicitarme por haber arrancado a Ley de la muerte, con la ayuda de Dios, sin más medicina que mi cariño y las agüitas azucaradas; y presento mi cara a los vientos para que me la besen, y les digo: «Venid, aires del Cielo, a ver a Mita contenta…».
X
Suspendió María Ignacia la lectura, y llevose la mano al pecho, como si el aliento le faltara. Un ratito estuvimos los dos silenciosos, mirándonos. Yo fui el primero en vencer la emoción.
– ¿Qué piensas de esto? – le dije. – ¿Te parece que debemos apurar las averiguaciones del sitio en que están, para que pueda ir allá la Guardia Civil y traerles codo con codo?
– Eso no… ¡pobrecitos! Sepamos dónde están para mandarles un par de mantas, ropa, comida… Pero ¿no vivirían mejor en un pueblo, por miserable que fuera?
– Ya ves que no les va tan mal en ese despoblado. Es muy probable que en un villorrio, asistido Ley por curanderos o veterinarios, y metido en un local fétido, no habría escapado de la muerte, mientras que, en la choza ventilada, el cariño de Mita y las agüitas con azúcar le han sacado adelante.
– ¿Y por qué la llamará Mita? ¿Qué quiere decir Mita?
– Contracción será de algún nombre cariñoso, inventado por él. Estos amantes libres, por borrar la última relación con el mundo que abandonan, suprimen hasta sus nombres de pila.
– Sigue leyendo tú: aún faltan dos carillas… Yo no puedo más. ¡Siento una opresión… y unas ganas de llorar…!
Aquí va el resto de la carta, que yo leí: «Desde que vi a Ley fuera de peligro de muerte, hasta que se recobró y fortaleció, volviendo a ser lo que era, han pasado otros ocho días, en los cuales he tenido que discurrir mucho para sacar adelante a mi amado convaleciente. Pero como ya estaba yo tranquila y contenta, por nada me afligía, y el afán de las dificultades lo compensaba el gusto de vencerlas. Era forzoso alimentar a Ley para que recobrara sus perdidas fuerzas y se le renovara la sangre. Pero carecíamos de todo recurso, y no había más remedio que buscarlo… Yo seguía pidiendo socorro a Dios y a la Virgen, y éstos, a mi parecer, me decían: «busca y encontrarás». Porque no habían de traérmelo los ángeles… Acudí primero a los vecinos de que antes te hablé, y me dieron pan, cebollas y un poco de vino; esto no me bastaba. Algún alimento más delicado necesitaba mi enfermo.
»En esto, llegó un día que me sonó a domingo; en esta soledad conozco los días de fiesta por los sones de campanas que el viento me trae… de campanas llamando a misa en pueblecitos que están distantes. Pero el viento, unos días más que otros, trae los toques de campana tan al vivo, que parece que las tienes a un tiro de fusil. Yo le dije a mi Ley, después de arroparle bien y darle unas sopas en vino: «Hoy es domingo, Ley: si tú me prometes estarte aquí bien tapadito, sin que te entren tentaciones de echarte fuera, yo me voy a la iglesia que campanea, y en ella oiré misa y daré gracias a Dios por haberte curado. Y como en derredor de esa iglesia ha de haber un pueblo, después que oiga misa buscaré almas caritativas que me den algo para tu alimento». Y Ley me dijo: «Mita, ve a la iglesia que campanea y da gracias a Dios por haberme salvado. Después buscarás almas caritativas que nos socorran. Te prometo no moverme; pero no tardes más de lo preciso, que estaré muy triste sin ti…». Dejándole tan conforme me puse en camino. Era un día, Pepe, que… me río yo de lo que llamáis días buenos en ese Madrid pestilente… yo no sé decirte cómo aquel día era. Mucha luz, un sol que consolaba sin calentar demasiado, y un aire fresco que, sin alborotar, hacía ruiditos mansos en las encinas… Los pajarillos, las maricas y los cuervos, tan contentos todos, buscando cada cual su remedio… Pues, señor, anduve, anduve, siguiendo la dirección que me indicaban los toques de campanas, y llegué por fin a un cerro, desde donde divisé un campanario, y otro más allá… pero la torre más cercana distaba todavía como un cuarto de hora… No se me apartaba del pensamiento mi pobre Ley, allá tan solito, y los minutos que tardara en volver a su lado me parecían siglos. Calculé que si me llegaba hasta el primer campanario, se me iría toda la mañana; y estando en estos cálculos del tiempo y la distancia, tuve una inspiración, Pepe… tuve la idea de oír mi misa en el mismo cerro donde me hallaba. Me arrodillé, mirando al campanario, y rodeada del sol y el viento, con tanto mundo de campiñas y montes delante de mis ojos, le dije al Señor y a la Virgen todo lo que se me ocurría… que no fue poco… y cosas muy sentidas y de mucha religión se me vinieron al pensamiento, y del pensamiento a la boca, puedes creérmelo.
»Cuando yo estaba en lo mejor de mi misa, sonaron más las campanas próximas y otras lejanas, como si hubiera gran festejo y procesión… De rodillas estuve un largo rato, y al concluir mi misa, pensaba que por allí cerca encontraría el socorro que necesitaba para Ley. Yo había visto dos casitas; las volví a mirar: eran blancas, y sus chimeneas echaban humo… Bien podía ser que en ellas vivieran almas caritativas… No había dado yo cuatro pasos hacia las casitas, cuando sentí son de cencerros, y vi que por el cerro subían cabras; tras ellas venían dos hombres y un chiquillo. No creas que me dio reparo de pedirles limosna. Les conté lo que me pasaba, y que había dejado a Ley acostado, convaleciente de una terrible enfermedad. Les rogué que, por el amor de Dios, me dieran un poco de leche, que yo sé trabajar. «Ley también sabe – dije, – y en cuanto se ponga bueno trabajaremos y pagaremos la leche que nos den». El más viejo de los pastores, alto y huesudo, con unas barbas muy grandes, que parecían las del Padre Eterno, se encaró conmigo, y poniendo la cara como de enfadarse, y echando un vozarrón que atronaba, me dijo: «Alguna leche le diéremos, mujer; mas no trujo cuenco para llevarla. ¿Llevarla ha en el pañizuelo?» Yo le contesté que no había traído cuenco porque no pensé encontrar rebaños; pero que pediría me prestasen un jarro en aquellas casas de abajo. Y él entonces, echando el vozarrón más fuerte, y enarbolando el palo como si quisiera pegarme, me dijo: «Arrea cacia ti, mujer, que allá te daré la leche».
«Hacia casa me vine, y conmigo el viejo parecido al Padre Eterno, y las cabritas, que eran cuatro, muy saltonas, con las ubres contoneándose entre las patas. Por el camino hablamos poco; el viejo echaba un cantorrio entre dientes. Me preguntó cómo me llamo, y le contesté que me llamo Ana. Nunca declaro mi verdadero nombre. El dijo: «Arrea, moza, que tengo priesa… Voy a bajarme con mis cabras a…» (callo este lugar, que es un soto junto al río). Pues llegamos a casa; me adelanté corriendo para ver si Ley estaba bien arropadito, y le encontré lo mismo que le había dejado… y tan contento de verme. No necesité decirle lo que le traía, porque cuando el viejo y sus cabras entraron en mi guarida, ya tenía yo dispuesto un cazolón bien lavado para la leche que el buen pastor quisiera darme.
»Sin decirnos nada, se puso el hombre a ordeñar, y yo a tener el cazolón y a ver cómo salían de los pezones de las ubres los hilos de leche, alternando uno con otro y cayendo con fuerza dentro de la vasija. A medida que ésta se iba llenando, los chorritos levantaban espuma. ¡Ay, Pepe!, lo que entonces sentí, no puedo explicártelo… Viendo los chorritos de leche, y oyendo la musiquita que hacían, aquel rasgueo y aquel chirrís-chirrís, se levantó en mi alma una alegría tan grande, tan grande, que no podía yo tenerla dentro, y me eché a llorar… Mis lágrimas corrían silenciosas. No había más ruido que el de los hilos de leche… Ordeñada una cabra, luego fue el hombre con otra… «Basta, señor», le dije yo con toda mi alegría y mi agradecimiento y mis lágrimas, que no acababan de correr… ¡Ay, Pepe, Pepillo loco!, esta alegría, ni tú ni María Ignacia la habéis sentido nunca, ni sabéis lo que es…».
Suspendí la lectura viendo que mi mujer, vencida de su grande sofocación, rompía en llanto, y con su gesto me decía que callase. Hicimos un descanso, sin cambiar observación alguna, hasta que al fin María Ignacia, recobrado su aliento, pudo decirme: «¡Qué pena siento, Pepe, qué vacío tan grande aquí!… ¡Pobre Mita! Una duda tengo todavía: después la sabrás… También me extraña mucho que en la miseria de esa choza, donde se carece de todo, haya papel, tintero y pluma para escribir carta tan larga.
– Espérate un poco. Pasando la vista por el pliego último, me parece que he visto la palabra tintero. Si te parece, acabaré. Ya falta poco». Sigo leyendo: «Puse a cocer la leche, y todo el día estuve dándole a Ley racioncitas cortas y frecuentes, marcando el tiempo con el reloj de mi cuidado. ¡Oh, cómo le gustaba la leche y cómo se relamía de gusto, pidiéndome más, más! Por horas, por minutos, le veía yo reponerse… Pues al siguiente día, a punto del amanecer, el viento me trajo son de esquilas. Salí a ver, y era el Padre Eterno que venía con sus cabras a darnos más leche. «No te apures, Anica – me dijo con su vozarrón, viéndome algo confusa ante tanta bondad. – Ya me la pagarás cuando puedas… y si no puedes, que pase a la cuenta de las ánimas…». Pues asómbrate, Pepe: volvió el pastor otro día y otro, y un porción de días… ya ves cómo me voy afinando de lenguaje… En fin, que Ley sale adelante: pronto volverá al trabajo. Ayer bajé yo a lavar al río… Tan alegre estoy, que a lo mejor me pongo a cantar… canciones mías, cosas que invento. Ni yo misma sé lo que canto, porque es como un gorjeo… Ayer subía yo gorjeando del río, y por el camino, con mi carga sobre la cabeza, decía yo: «Tengo que escribir esto a Pepe, para que él y María Ignacia, las personas que más estimo después de mis padres, sepan lo desgraciada que fui y lo dichosa que soy». En la puerta de mi palacio estaba Ley sentadito, esperándome. Yo me quité la carga y senteme a su lado. En aquel momento llegó Mu, el enano de nuestros vecinos: nos traía cebollas, pan y dos lechugas. Como el pobre chico no dice más que mu, y no sé su nombre, Mu a secas le llamo yo. Pues le dije, digo: «Mu, te agradeceré que me traigas el tintero de cuerno y la pluma de tu güelo. Papel tengo yo». En cuanto se fue Mu, le dije a Ley: «¿Te parece que escriba al buen amigo de Madrid todo esto que hemos pasado? Así verán allá que Dios mira por nosotros». Y Ley me dijo, dice: «Cuéntale todo al amigo de Madrid, y él verá, si quiere verlo, que Dios mira por nosotros».
«Ya he salido de la grandísima tarea de esta carta, y créete que no me ha costado poco trabajo concluirla, porque el tintero de cuerno venía muy escaso de tinta, y he tenido que bautizarla, por lo que notarás que esta letra se parece más al agua que a la tinta. Concluyo encargándote… No, no: espérate un poco, que se me olvidaba una cosa.
«Lo que te dije en mi anterior de echarle pica pica al gordo Mora, darle un papirotazo a D. Mariano y unos buenos azotes a mi tía Cristeta, tenlo por no dicho. No hagas nada de eso, que a todos perdono y todo resentimiento se ha borrado de mi alma. Perdón general, perdón hasta para mi tía Cristeta, que fue la que me hizo más daño, porque ya tenía yo a mis padres convencidos de que no debía casarme con Ernestito, cuando metió ella sus narices en el negocio; tales cosas dijo a papá y mamá de las riquezas del niño y de lo feliz que iba yo a ser con tantos millones, que les embaucó, y ellos a mí, y al fin pasó lo que sabes. Gracias a que supe descasarme a tiempo, que si no… En fin, no más por hoy.
«Adiós, Pepe: a tu mujer, todos los cariños que se te ocurran; a tu nene, besos mil, y tú recibe, con los afectos de Ley, el de tu amiga – Mita-Virginia».
En silencio hicimos, cada cual a su modo, los primeros comentarios. Suspiraba mi mujer, limpiándose el rostro de lágrimas. Yo esperaba oír sus opiniones antes de manifestar las mías. «Vas a saber – dijo María Ignacia- la duda que tengo… La carta de Virginia me ha conmovido, me ha levantado en el corazón una pena muy grande, y luego un… no sé cómo llamarlo… un tumulto de ideas… Veré si puedo explicarme… No te diré yo que estos cuentos de Virginia sean puro embuste… pero sí sospecho que nuestra pobre amiga se nos ha vuelto poetisa… que posee el arte de adornar los hechos, y de componerlos y retocarlos para que impresionen más a los que han de leerlos. Esto que ha escrito nos ha hecho llorar. ¿Habría producido el mismo efecto contado por ella o visto por nosotros? Ésta es mi duda. Tú me dirás lo que piensas.
– ¿Crees tú que Virginia es artista y obra literaria su carta? Algo de arte hay siempre en todo lo que se escribe, y los hechos, aun referidos en forma descarnada, se revisten de un extraño resplandor más o menos vivo, según la sensibilidad de quien los refiere. En la carta de Virginia resplandece la narradora que no carece de habilidad: adorna un poquito. Pero bien se ve que es cierto lo que nos cuenta, y en el sello de verdad está todo el interés y todo el encanto de lo que hemos leído.
– ¿Según eso, no crees tú que esa desdichada nos haya salido poetisa, y quiera trastornarnos la cabeza… versificando en prosa, como quien dice?
– No, mujer… No hay en esta carta versificación. El olor de poesía que nos da en la nariz sale de los hechos, y estos son tales, que ninguna de nuestras primeras poetisas o literatas sería capaz de inventarlos… Ateniéndome a la realidad, yo te pregunto: ¿qué hacemos ahora? ¿Perseguimos a Mita y Ley?… Creo que no ha de ser difícil descubrir la guarida, poniéndose a ello con fe y perseverancia.