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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: La revolución de Julio», sayfa 6

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– Sí… ¿qué duda tiene? Basta de salvajismo. Mita y su hombre merecen mejor suerte y otros medios de vida… Pero espérate un poco, Pepe. ¡Vaya un torbellino que tengo en mi cabeza! Si les descubrimos, será forzoso sacarles de su estado salvaje y de su condición libre. Así lo manda la moral. Dejarles en esa independencia, favorecerles con recursos que les ayuden a campar por sus respetos, será dar una bofetada a todas las leyes divinas y humanas… No habría más remedio que poner a cada cual en su lugar, separarles… No, no: esto tampoco puede ser… Discurre tú por mí, que yo no puedo… ¡Separarles a viva fuerza! Eso nunca. Sería un atentado a la moral… ¿a qué moral? ¿Hay por ventura dos morales?

– Yo no sé cuántas hay, ni cuál es la mejor, en el caso de que haya más de una. Mientras esto se averigua, no atentemos a la libertad de nadie, y dejemos a cada pájaro en su nido. ¡La ley!… ¡la moral! Créeme a mí, mujer: si queremos dar con la moral y la ley, busquémoslas en nuestros corazones.

– ¡Una moral por este lado, otra moral por el otro! – dijo María Ignacia vacilante y confusa. – Y nuestros corazones en medio… ¡Pobres corazones!, ¿acertaréis a elegir el mejor camino?… En este torbellino de dudas, ¿sabes lo que pienso ahora? Pienso que el soplado hablador don Mariano José no es tan tonto como tú crees. Me suenan en el oído las palabras del asegurador de vidas: «No tenemos divorcio… Estamos muy atrasados».

XI

Abril de 1854. Recibo un pliego en sobre con filetes de luto. «¡Quién se habrá muerto!», digo al abrirlo, no sin ligero temblor, porque me asustan las defunciones de personas conocidas… Resultó que no era un muerto, sino un vivo que coleaba, un papel clandestino titulado El Murciélago… Leo en él furibundas diatribas contra los polacos. Cada párrafo es emponzoñada flecha, o un canto muy duro disparado contra cabezas altas y medianas. Los anuncios son crueles epigramas. «El que desee conseguir un destino, diríjase a don Fulano de Tal. En el Ministerio de Fomento darán razón. La cantidad que se estipule, se ha de dar anticipadamente. No se admiten corredores». Versos no mal construidos ponen en la picota a los Ministros, y en ella reciben una zurribanda de azotes. A San Luis se le llama el condesillo; lacayos a los Ministros; a la Corte, centro de liviandades. En el pie de imprenta se lee: «Editor responsable, don José Salamanca. – Imprenta del Conde de Vilches».

Luego vi que todos mis amigos lo habían recibido. El maldito pájaro, metiéndose por ventanas y puertas, visitaba las moradas de próceres y magnates. ¿Lo habrán encontrado la Reina en su tocador, y el Rey en su reclinatorio? Ya se lo preguntaremos a Cristeta Socobio y a doña Victoria Sarmiento, que me parece a mí que están en el ajo, y se dejan caer del lado de la conspiración. Éstas dos naturalezas astutas, ratoniles, criadas en los escondrijos de Palacio, olfatean ya el nuevo queso… No necesito decir que el periódico misterioso tiene en Madrid un éxito colosal. Su aparición ha sido como un rocío del Cielo para las almas resecas del odio al polaquismo. No hay idea de lo que a las muchedumbres regocija y entusiasma ver en letras de molde las opiniones subversivas, que ahogadas nacen en la conversación privada. Se ensancha el pecho viendo que el periódico dice lo que pensamos y aún más, con nuevas gracias, y sin pedir perdón por el modo de señalar. Todo el que posee el primer número de El Murciélago se cree dichoso mortal: lo enseña con precaución; hace constar que lo recibió directamente, con sobrescrito a su nombre, prueba de lo mucho que le estiman los incógnitos redactores; coge a los amigos por la solapa y les conduce al reservado de un café para leerles el papelito; niégase a transmitir a manos extrañas aquel tesoro; ofrece sacar copias, para que corra, y las saca con extrañas adiciones. Todo el mundo quiere ser Murciélago. He leído en las copias del primer número: «La Muñoza y consorte, esa familia rapaz…». Persignémonos.

Mayo. – Ayer puse en conocimiento de don Francisco Chico el único dato que se ha podido adquirir acerca del gavilán que se llevó a la paloma de Rementería. «Se sabe que tiene una hermana casada en la Villa del Prado». Oída esta referencia por el astuto cazador de criminales, se rascó una oreja; después la punta de la nariz, estirando levemente los delgados labios en una sonrisa casi imperceptible. «¿Sabe usted, don Pepito – me dijo, – que ese dato, con parecer tan poca cosa, podría ser el primer jalón de un camino seguro? No me pregunte qué pienso, porque no pienso nada. Me dijo usted hace días que el tal es buen tipo; vamos, un chicarrón guapo, despejado él…

– Oí que es guapo; de su despejo, nada sé… Debo advertirle ahora, mi buen don Francisco, que no tengo interés en que los fugitivos sean presos, ni menos que les traigan para que se cebe en ellos la Justicia.

– Vamos, quiere usted que cacemos a la señora sola, para meterla en las Arrepentidas.

– No, no: nada de Arrepentidas, ni de coger a la señora. Mi deseo es tan sólo saber quién es él, y dónde está la pareja. Quiero ponerme al habla con ese irregular matrimonio.

– Pero la Justicia…

– De la Justicia, nada. Dejémosla en sus altares, bien guardada entre papeles.

– ¿Y la Moral, don Pepito?

– Dejémosla también, dondequiera que esté metida.

– ¡Oh, si aquí tuviéramos divorcio!… Pero estamos muy atrasados.

– Progresemos. En este asunto, el progreso consiste en dejar las cosas como están. ¿No piensa usted lo mismo?

– Por mí… figúrese usted… Adelante o atrás, todo me parece igual. Ya estoy curado de espanto… Dos caras tengo yo: una me sirve para mirar al pasado, otra para mirar al porvenir… Pero a veces, señor mío, me equivoco de cara, y cuando me pongo a mirar lo nuevo, veo lo viejo, y viceversa… De modo que ya no sé si empeorando mejoramos, o si mejorando vamos a peor, a peor… En las revoluciones no creo; en la tradición tampoco… He visto progresistas del 40 besándole el anillo a Bonell y Orbe; he visto realistas del 24 tirando del coche de Espartero… ¿Qué más me queda que ver? Pues eso, que descubra a un raptor de casada y a la casada, para dejarles en la libertad de su delito… Pero ¿a mí qué me importa? Se hará como usted quiera, siempre que no se me adelante alguno que le lleve a él a presidio y a ella a las Magdalenas… Yo le aseguro a usted que trataré de averiguar quién es él, y dónde se esconde la parejita. Si yo tuviera personal disponible, pienso que en ocho días saldríamos de dudas. Pero ¿usted sabe cómo estamos con esto de El Murciélago, y la guerra que nos está dando el pájaro maldito? ¡Qué quién lo escribe, que quién lo imprime, que quién pone los sobres, que quién lo reparte!… Averígüelo usted en un Madrid, que cada día es más grande, más poblado de pillos… y con un vecindario que es todo de encubridores…

– Trabajo le mando, don Francisco. Hoy, en Madrid, el que no conspira, tapa, y el que no tapa, está en acecho de la policía, para dar el aviso: «¡Qué vienen!… ¡a esconder!»

– Es verdad. ¿Y en un pueblo así, quién es el guapo que descubre a un Murciélago?

– Si no se me enfada, don Francisco, diré que no está ya descubierto y enjaulado porque usted no quiere. Las imprentas de Madrid no son tantas… El periódico tiene que pasar por multitud de manos, pues no ha de ser un solo hombre el que lo escriba, lo componga y lo tire… Yo policía, le aseguro a usted que el pájaro no se me escapaba.

– ¡Ay, don Pepe, qué mal conoce usted el mundo, y este Madrid, este pozo Airón de los delincuentes!… No, no. A usted policía, le pasaría como a mí: no cazaría El Murciélago.

– Porque no querría cazarlo; porque no querría indisponerme con los conspiradores de hoy… a quienes seguramente tendré que obedecer mañana.

– No, no, don Pepito, no… Bien sé que esto está perdido… Pero no somos… no somos tan adulones del que ha de venir.

Al decir esto, su cara de pillo, en la cual no se cuidaba de poner la máscara del disimulo, contradecía sus medias palabras. «¿Cómo me hace creer a mí don Francisco Chico – proseguí- que no sabe dónde está el general O’Donnell? Pues qué, ¿se puede esconder un hombre tan alto, y estar cuatro meses oculto sin que asome un pie, una oreja… un codo?

– ¡Vaya si puede… en un Madrid tan grande!

– Naturalmente, usted qué ha de decirme… Y, sin duda, soy yo algo impertinente al hablarle de este modo.

– Eso no: diga lo que quiera…

Y la picardía brillaba ya en su cara, eclipsando a la sagaz reserva del oficio. «¿Cómo me hará creer el policía astuto que no sabe quién escribe El Murciélago?

– Como saberlo, no… como sospechar, sí… Todos los días me traen soplos: no hago caso. Los escritores del pajarraco son dos. El uno creo que no se me despinta. Me equivocaré mucho si no es ese malagueño… el Cánovas.

– Hombre, no.

– Déjeme acabar: el otro… estoy en que es uno de Las Novedades, ese Ríos.

– ¿Pues si eso sabe por qué no les mete mano?

– ¡Ah! Créame usted que al Cánovas le tengo ganas, muchas ganas; pero no puedo cogerlo».

Se pasaba la mano suavemente por la barbilla y quijada inferior, y sus ojos bajos afectaban un respeto hipócrita. A las expresiones de mi asombro, contestó al fin con este concepto que me dejó helado: «Señor marqués de Beramendi, me aseguran que el Antonio Cánovas está escondido en su casa de usted». El estupor no me impidió negar desde el primer momento con una energía que sobrecogió al fiero polizonte. «Bueno, bueno: no es para incomodarse – dijo mirando al suelo. – Si no está con usted, estará en casa de alguno de sus hermanos, don Agustín o don Gregorio. Para el caso es lo mismo. Negué también que Cánovas fuese huésped oculto de mis hermanos; pero Chico, en quien la suspicacia y la desconfianza eran una segunda naturaleza, pareció no darme entero crédito. Levantose del sillón Luis XV, y paseándose delante de mí, metidas las manos en los bolsillos del pantalón, me dijo: «¡Qué venga Dios vivo a dirigir la policía, y veremos lo que hace en este Madrid, donde todo es un juego de compadres!… ¿Cómo hemos de cazar a los conspiradores, si ellos saben esconderse en lugar sagrado, o en burladeros donde no podemos entrar?… Corremos tras de Fulanito: ¿y dónde está Fulanito? Pues en su palacio le tiene, a mesa y mantel, el propio duque de Berwick. «¡Que cojan a Menganito; que nos le traigan vivo o muerto!» Pues nos echamos en busca del Menganito, y descubrimos que habita con el propio don José de Zaragoza… ¡guarda que es podenco!… Pues verá usted: hemos andado locos tras de un tal Bartolomé Gracián, militar él, condenado a muerte, indultado y luego vuelto a condenar… la cabeza más destornillada que echó Dios al mundo… Al fin mis agentes le descubren el rastro. Vamos a echarle mano. ¿En dónde creerá usted que se guarece ese pillo? Pues entre faldas. En las habitaciones altas de Palacio le tienen escondido dos señoras que no quiero nombrar. Naturalmente, allí no podemos… Y no es ése sólo el que ha hecho su burladero en lugares, como quien dice, sagrados. Óigame usted otra: ¿a que no me acierta dónde han ido a celebrar sus aquelarres los malditos masones, que yo desalojé de la logia de Tepa? Pues a la casa de una tal Rosenda, frescachona ella y desahogada, que hoy es querida del señor Toja, uno de los primeros saca-platos y mete-sillas de la Casa Grande. Llamamos a la puerta de la Rosenda, una, dos veces, y entramos sin encontrar a nadie. Al día siguiente vino a verme el señor Toja, y aquí entró, andando como un lorito, y me dijo, dice: «Amigo Chico, no se meta en vedado si no quiere tener un disgusto». ¡Pues anda, y que se les lleve a todos el demonio!… Aquí, lo primero de que se cuidan los que revuelven a España es de buscarse un buen fiador… Detrás de cada revolucionario hay siempre un padrino gordo. ¿Qué hemos de hacer nosotros, tristes empleados sin libertad, atenidos a un sueldo? ¿Hemos de ser los únicos que cumplan con su deber, cuando los de arriba no cumplen? Crea usted que en este tabernáculo, ningún santo está en su puesto, ni tampoco en el suyo el Santísimo… Pues que venga el tronicio gordo, y a vivir todo el mundo como pueda. ¡Señores polacos, el que tenga aldabones, que se agarre, y el que no, que se estrelle… porque lo que es el terremoto de la Martinica viene… vaya si viene!

Antes de que yo pudiese contestar a esta honda crítica del ser interno de nuestra patria, don Francisco, parándose ante mí, me sorprendió con esta peregrina proposición: «Ea, don Pepito, ¿quiere que hagamos un trato? Si usted no tiene al Cánovas en su casa, de seguro sabe dónde está… Dígamelo… yo no he de prenderle, ¡cuidado! Puede estar tranquilo. Con saber el paradero me conformo… Y a cambio de que usted me diga dónde se esconde el malagueño, me comprometo yo, en el término de tres días, a descubrir los prados en que viven comiendo hierbas la hija del señor De Socobio y el pillastre que la robó».

No me convenía el trato, pues aunque yo supiera el paradero de Cánovas del Castillo, no había de revelárselo por nada de este mundo. Cien veces le aseguré no tener la menor noticia del escondite de mi amigo; pero el muy tunante no me creía: tan metida tiene en el alma la desconfianza. Entiendo yo que constituyen su alma el escepticismo de todo lo bueno y la credulidad de cuanto malo hay en el mundo. La profesión de Chico, ejercida con un sentimiento parecido a la fe, no puede menos de crear grandes profesores de maldad, que nada ven donde la maldad no existe. Sin duda es un pájaro de mucha cuenta este don Francisco. Su vuelo rápido y bajuno se pierde de vista, sin que nadie pueda saber a dónde van a parar sus pensamientos. Y tanto desconfía, que jamás inspira confianza. La proyección de su malicia sobre el espíritu del que le escucha es tal, que, tratándole a menudo, llega uno a sentirse delincuente.

Sigue Mayo del 54. – ¡Pataplum! Otro número de El Murciélago. Lo primero que me echo a la cara, al desdoblar el papel, es esta piadosa frase: «Salamanca colgado del balcón principal de la Casa de Correos, sería una gran lección de moralidad». Temblemos, y sigamos leyendo: «A Salamanca se han unido cuantos Ministros ladrones hubo en España, y, por último, se le agrega también el duque de Riánsares para los ruidosos negocios de ferrocarriles». En otro párrafo se burla del Gobernador, conde de Quinto, y de sus inútiles esfuerzos en la persecución de la hoja clandestina; y dice con frescura: «Este Murciélago no podrá ser habido: está en parte más segura de lo que parece, y entra hasta donde S. E. no podrá entrar siempre que quiera». Razón tiene Chico. ¡Ah, los altos burladeros…! Leo esto, que es muy interesante: «Corren por Madrid, y parece que están próximos a imprimirse, algunos versos contra la Reina, en los que se habla hasta de su vida privada… Sabemos que estos versos están escritos y serán publicados por cuenta de los polacos, con el objeto de hacer ver a Su Majestad que la oposición la trata de una manera violenta». ¡Hola, hola! Truena después contra los llamados agios: el regalo de 80.000 duros a Rotalde por las obras del Teatro de Oriente; la concesión a la casa Sangróniz de un servicio de vapores para La Habana, y el empréstito forzoso de 180 millones… Hablando de esta operación, El Murciélago toca el cielo con las negras alas. «¿Y van siquiera a emplearse con utilidad del país los 180 millones? Una parte, no pequeña, se invertirá en esos agios, que con el nombre de giros, descuentos, etc., enriquecen a los que comercian con la fortuna pública… Después, 40 millones servirán para pagar el camino de hierro de Langreo…». Y sigue poniendo como chupa de dómine a la que llama familia Muñoz, hasta declarar que es una familia que vende su honra por dinero. Me parece que al pájaro se le va un poco la cabeza. Entre los sueltos cortos, leo: «Dícese que el conde de Quinto ha sido nombrado Gentilhombre. De seguro hace de la llave una ganzúa». Pasa luego revista a los militares que defienden al polaquismo, y no deja hueso sano a Blaser, Lara, San Román y Vistahermosa. Del ejército dice que calla, avergonzado del inmundo cuadro de desmoralización que tiene delante… Se atreve, por fin, con la Reina, contra quien va esta china: «Ya empieza a rodar por la cabeza de mucha gente la idea de un destronamiento…». ¡Qué nos coja confesados!

XII

Junio de 1854. – Sorprendido fui hace pocas noches, a deshora, por la visita de Rogelio Navascués, esposo de Valeria, al que acompañaba otro sujeto desconocido, que por el aire me pareció militar. Ambos vestían de paisano, con afectada traza de señoretes pobres de provincias, de los que años ha llegaban sin más objeto que ver La Pata de Cabra, y hogaño vienen a ponerse en contacto con la novísima civilización, llevándose, como señal o muestra de ella, baratijas de corto precio adquiridas en las tiendas más a la moda. Encarar con ellos en mi despacho, y ver sus fachas, y darme en la nariz olor de conspiradores buscando un escondite, fue todo uno. Lo primero que hizo Navascués fue presentarme a su compañero: «Bartolomé Gracián, Comandante con grado de Teniente Coronel, uno de los más fervientes enamorados de la Libertad… etc…». Luego se rieron los dos del pergenio que traían, alabándose de su agudeza para burlar a los corchetes, y acabaron por poner sus apreciables personas bajo mi amparo, para que yo las guardase en el sagrario de mi domicilio. La verdad, no me inspiraban interés ni lástima, y a ello contribuyó la cínica ligereza con que hablaban de sus trabajos, el menosprecio de sus superiores, y la confianza en salir victoriosos siempre que lograsen una libertad relativa con el escondrijo y la engañosa vestimenta. Además, mi suegro, don Feliciano, con egoísta previsión de hombre acomodado que aborrece toda molestia, me había dicho que nuestra casa no facilitaría el tapujo a patriotas militares o civiles acosados por la autoridad.

De esto hablábamos, cuando entró Valeria compungida, y con temblorosa frase y estilo de teatro imploró la hospitalidad, asegurando que sería por poco tiempo, pues la Revolución había de triunfar, y los perseguidos serían prontito los perseguidores. Mi mujer, que desde la pieza inmediata oyó la voz de su amiga, no tuvo más remedio que intervenir tomando su parte en las demostraciones de piedad que el sexo le impone, y no necesitó más Valeria para romper en llanto y hacernos una escena dramática, hiposa y sofocante, de ésas que en la escena nos encocoran y en nuestra casa mucho más. Sin que se nos ocultara que en la tribulación de la señora de Navascués había no poco de artificio, Ignacia y yo nos rendimos al formulismo de la amistad, y los perseguidos fueron amparados. Mas, no siendo posible tenerles en casa por el rigor cívico de mi suegro, discurrimos darles asilo seguro en otra casa de mi familia. Desechada la hospitalidad de mi hermano Agustín, por miedo de comprometer gravemente su furioso ministerialismo, con Gregorio me entendí aquella misma noche para traspasarle el embuchado; y tan bien dispuesta encontré a mi cuñada Segismunda, que no necesité gastar saliva para que consintiera en ser patrona de conspiradores. Obscuros y sutiles negocios, de que hablaré en otra ocasión, han enriquecido a Gregorio en poco tiempo. Segismunda se lanza con ambicioso vuelo a más altas esferas; quiere brillar y meter ruido, poner en su persona relumbrones aristocráticos recogidos en medio de la calle, o traídos del invisible Rastro en que van a parar las efectivas grandezas; y aunque las ideas de Gregorio y Segismunda son moderadas, como es ley de gentes que improvisan su posición, ambos ven con gusto que se alberguen en su casa dos caballeros revolucionarios de la clase militar. En estos revueltos tiempos, el conspirar ha llegado a ser de buen tono. A mi hermano, y particularmente a mi cuñada, les halaga que, cuando triunfe la Revolución, se les señale como generosos encubridores de los que hoy son facciosos y mañana serán héroes. ¡Qué no darían por esconder a un O’Donnell, a un Messina, o al avisado malagueño Cánovas del Castillo!

Todo quedó arreglado a media noche, y antes de amanecer, los paladines de la Libertad dieron fondo en el cómodo asilo que con maternal solicitud les preparó la esposa de mi hermano. Y ya muy entrado el día, pidiome audiencia en mi casa un sujeto que se anunció como funcionario de la Seguridad Pública, sin decir su nombre. Picada mi curiosidad, no tardé en recibirle; y si de la persona no puedo decir que fuera interesante, lo que el tal echó de su boca en la visita merece cabida preferente en estas Memorias de mi tiempo. En el hombre vi, como rasgos culminantes del tipo, un bigote negro cerdoso cortado en forma de cepillo, cabellera abundante cortada como escobillón, nariz pequeña y atomatada, bastón de cachiporra, gabán claro de largo uso, y sombrero, que en toda la visita permaneció en la mano de su dueño. Ostentaba la pelambre de esta prenda innumerables cicatrices, testimonios de una vida azarosa, estrujones, apabullos, palos ganados en escaramuzas callejeras. Quizás, en alguna reunión tumultuosa, sirvió de asiento a persona de extremada gordura; quizás, antes de cubrir la cabeza de su actual propietario, fue remate del figurado guardián que se arma en medio de las huertas para espantar a los gorriones. Pero si mucho el sombrero decía, más dijo el hombre, y sus manifestaciones encerraron tanta enseñanza, que aquí las copio, sin más enmienda que la supresión de mis observaciones y preguntas en el curso del diálogo. Así parece más clara y compendiosa esta página viva de la Historia Nacional.

«Vuecencia no me conoce, señor don José. Yo soy Sebo… quiero decir que así me llaman, y por Sebo me conoce todo el mundo en Madrid, aunque mi nombre es Telesforo del Portillo. El mote proviene de que nací y me criaron en un taller de extracción de sebo, calle del Peñón, donde mi padre y toda mi familia tenían la industria de velas, que allá por el 48 vino a parar en ruina, por causa de la introducción de la maldita esperma y otras porquerías, sacadas, según dicen, de las ballenas de mar… Desde que yo empecé a discurrir, más que los oficios de mano me gustaban los de cabeza, todo lo que fuera cosa de ilustración, o por mejor decir, de literatura. Con otros chicos representaba comedias, y de noche, en mi casa, copiaba versos de algún periódico para aprendérmelos de memoria. Llevado de mis aficiones, el primer pan que gané me lo dieron en la escuela de párvulos de la calle de Rodas, donde serví la plaza de auxiliar dos años cumplidos. Aunque me esté mal el alabarme, yo aseguro que no me faltaban disposiciones para desasnar criaturas. Con la paciencia que Dios me ha dado y cierto don natural para dominar las almas infantiles, hice verdaderos milagros en aquel desbravadero de las inteligencias. A muchos borricos domé, y más de un idiota me debe el dejar de serlo. El maestro, mi jefe, me tenía en grande estimación; era yo su brazo derecho, y en los últimos meses llevaba el peso de la escuela. Pero como nadie me agradecía los servicios que yo prestaba a la Nación, cogiendo de mi cuenta a los españoles chicos para convertirlos de animales en ciudadanos, y como mi estipendio era tan corto que apenas pasaba de dos reales y medio al día, insuficiente para pan y arenque o molleja, me vi precisado a cambiar de oficio. Por aquel tiempo empezó a salirme familia… pues, aunque yo no estaba casado todavía, la que hoy es mi mujer me había dado ya el primer hijo, principio de la cáfila de nueve que ya lleva paridos, de los cuales me viven seis para servir a Dios y a Vuecencia.

»Para no cansarle, señor don José, después de mil contradanzas molestando a medio Madrid en busca de colocación, el señor Beltrán de Lis me metió en este pandeldemonio de la policía, que es, hablando pronto y mal, el oficio más perro del mundo… y el más deshonrado, el más comprometido, si no se pone uno al igual de los criminales, y come de ellos y con ellos, para ayuda del gasto de casa… que es muy grande, señor. Los ricos no tienen idea de las fatigas de un padre de familia con seis criaturas, mujer, hermana mayor, y otros parientes que acuden al olor de un triste puchero. Esto no lo sabe el rico, que nos paga míseramente para que le cuidemos su vida y hacienda, y sobre pagarnos tan mal, tan mal, que todo mi haber, pongo el caso, no pasa de nueve reales y medio al día, nos exige que tengamos virtudes… ¡virtudes, señor, virtudes! maniobrando uno entre todos los vicios, y cuando en su casa no le entran a uno por los oídos más que clamores de la mujer: ¡que si los chicos están descalzos, y ella sin camisa, y todos con hambre por la cortedad del alimento! Yo tendré todas las virtudes conocidas, y algunas más, el día en que me las avaloren por moneda corriente, que de otro modo no puede ser. Si quieren virtudes baratas o de gorra, formen un Cuerpo de Policía de anacoretas, clérigos u otra calaña de gente sin familia ni necesidades. Suprímase la familia, seamos todos sueltos, tengamos refectorios públicos para matar el hambre, y habrá virtudes. De otro modo no puede haberlas y aquí estoy yo para decir con el corazón en la mano que no soy virtuoso. Gazmoñerías hipócritas no entran en mí. Y frente a un caballero que sabe apreciar las cosas como son, abro primero mi conciencia, después mi boca, y alargo mi mano para que los pudientes me den el pedazo de pan que el Gobierno, mi amo, no quiere darme por mi servicio. Yo huelo donde guisan y allá me voy. Hablo con un caballero, y humildemente le digo: «Señor, Sebo se pone a sus órdenes para todo lo tocante a dejar tranquilos a esos beneméritos Navascués y Gracián, que…».

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»Gracias, señor, por su ofrecimiento de socorro, que debe hacer efectivo a toca teja, porque en mi casa se carece de lo más preciso… Y paso a informarle de lo que desea saber. Anoche, cuando entraron en su casa el Navascués y el Gracián, vestidos de paisano, di conocimiento al señor Chico, que me ordenó suspender la vigilancia de estos sujetos. Naturalmente, ¿qué vamos ganando nosotros con extremar las cosas? ¿Apurar la ley para que el día de mañana los perseguidos de hoy nos limpien el comedero? Españoles somos todos, con derecho a vivir, y el grano que para nuestro alimento nos tira la Providencia desde el cielo, lo hemos de coger donde caiga… Digo, señor, que si el granito cae en campo revolucionario, allá nos tiramos a comerlo. Revolución quiere decir: «Caballeros, apártense un poco, que ahora vamos los de acá». En fin, que Juanes y Pedros todos son unos… y si el señor no se incomoda, le diré que mis chicos andan descalzos…

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»Gracias, señor, por su nuevo ofrecimiento. ¿Quiere saber los antecedentes criminales de esos dos peines? Pues allá van: al Navascués le conozco poco, pues no ha sido de mi parroquia. Le tenía un compañero mío, por quien sé que se pasa la noche comprometiendo a la oficialidad de Constitución y de Extremadura. Al otro, al Gracián, sí le conozco, y más cuenta me tendría lo contrario, porque los porrazos que de él y por él he recibido no se pueden contar. Créame, señor: entre todos los españoles locos, el más rematado es ese Gracián. Si el conspirar no existiese, él lo hubiera inventado. Desde que estrenó el uniforme anduvo en líos de pronunciamiento. Por poco pierde la pelleja en Madrid, el 48, y después en las Peñas de San Pedro. Vive de milagro: le matan y resucita. Es valiente; pero de esos que no pueden vivir sin faltar a la ley. A mujeriego no hay quien le gane. Cuando no engaña a dos, a tres engaña. Las mujeres quieren salvarle, y él no se deja. No hay en la Policía quien no tenga en alguna parte del cuerpo señal de sus manos. Yo, sin ir más lejos, estuve dos semanas con la cara hinchada, porque… verá Vuecencia: quise cogerle una noche, a su salida de Palacio, ¡de Palacio, señor!, que allí tenía su albergue. Me dio tan fuerte golpe que perdí el sentido, y creí que escupía todas las muelas de este lado. A dos compañeros míos, otra noche, junto a Caballerizas, les descerrajó un pistoletazo, pasándole a uno el sombrero y quitándole a otro un pedazo de oreja. Intentaron echarle mano; pero él sacó un cuchillo de este tamaño, con perdón, y les acometió con tanto coraje, que si no echan a correr, allí se dejan el mondongo. Asómbrese Vuecencia: hasta hace poco vivía en los altos de Palacio; parece que es sobrino carnal de una señora que vistió el hábito de monja en el convento de Jesús. Don Francisco Chico, cuando le llevamos esta referencia, nos dijo: «Cepos quedos, muchachos. Tres sitios hay donde no debéis meteros nunca: río, rey y religión…».

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«Razón tiene mi señor don José: dentro de Palacio hay ideas y personas para todos los gustos… Bien dice don Francisco Chico que el piso segundo es una república… Al tercero suelo subir yo, porque allí vive un primo mío, que me debe ochenta y dos reales de unos colchones que mi mujer vendió a la suya, y por cobrárselos a pijotadas, apechugo, en los primeros de mes, con el sin fin de peldaños de aquellas malditas escaleras. Por el primo sé muchas cosas, de ésas que se le dicen a uno para que las calle, y así hago yo… oír y callar. Los magnates se encargan de pregonarlas: ellos, que de presente adulan, por detrás despellejan. El pobre es el que habla siempre bien de las personas altas, pues como está mal comido, no tiene aliento más que para honrar y aclamar. El pobre mal comido dice a todo que sí, porque para el sí no necesitamos tanto aliento como para el no… Por esto, yo sostengo, y no se ría don José, yo sostengo que si el pueblo estuviera bien comido, bien bebido, y asistido en total de sus necesidades, diría que no, viniendo a ser enteramente revolucionario. Lo que oíamos cuando éramos niños, seguimos repitiéndolo de grandes. ¡Viva Isabel! fue el son con que nos arrullaban en nuestras cunas, y ¡Viva Isabel! gritamos hasta la muerte. Es un estribillo que tiene por causa la mala alimentación. Los hambrientos cogen un decir y no lo sueltan en toda la vida. Los señores bien cebados son los que pueden discurrir y hacerse cargo de las cosas públicas, mientras que el pobre sin sustancia es perezoso del cerebro, y no le entran más ideas que las que ya entraron, o sea las que recibió como herencia al mismo tiempo de recibir el patrimonio de su pobreza. Tomando pie de esto, excelentísimo señor, le suplico que mire por Telesforo del Portillo, alias Sebo, que es buen hombre, aunque en este oficio condenado no lo parezca; y puesto Vuecencia a proteger, eche una mano a toda la familia. Verbigracia, el chiquillo mayor de los míos, a su padre sale en lo agudo y a su madre en lo hacendoso. Sabe leer y escribe con buena letra. En esta gran casa podría tener colocación, aunque sólo fuera para llevar y traer recados. Si quiere ponerle librea, mejor, que así se acostumbrará el niño al empaque tieso y a las posturas nobles, como quien dice. La niña mayor, aunque me ha salido un poco jorobadita, es muy dispuesta para todo, y un águila para la costura… quiero decir, que cose con primor y que sus dedos vuelan… Bien podría la señora Marquesa traerla acá, y tenérmela empleada de sol a sol en la costura de casa tan grande… De mi esposa, sólo digo que tiene manos de ángel para el planchado en fino, y que en la compostura de encajes da quince y raya a la más pintada… Vea el señor Marqués qué fácilmente puede ayudar y socorrer a este pobre Sebo, a este honrado Sebo, que por las callejuelas de su oficio camina en persecución de las virtudes sin poder encontrarlas, y…».

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
280 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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