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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Los apostólicos», sayfa 11

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XXI

– Sí, ya está fuera de peligro, gracias al Señor y a su Santísima y única madre, la Virgen del Sagrario. Decir lo que he padecido durante esta larga y complicada dolencia de la apreciable Hormiga, durante estos cuarenta y tantos días de vicisitudes, mejorías, inesperados recargos y amenazas de muerte, fuera imposible. El corazón se me partía dentro del pecho al ver cómo caía y se deslizaba hasta el borde del sepulcro aquella criatura ejemplar dotada por el Cielo de tantas riquezas de espíritu y que parece puesta adrede en el mundo para que sirva de espejo a los que necesitamos mirarnos en un alma grande para poder engrandecer un poquito la nuestra. Y más me angustiaba el ver cómo se moría sin quejarse, aceptando los dolores como si fueran deberes; que su costumbre es llevar sobre sí las pesadumbres de la vida, como llevamos todos nuestra ropa.

»Ya está fuera de peligro, y gracias a Dios ya sigue bien. Me parece mentira que es así, y a cada instante tiemblo, figurándome que su cara no recobra tan prontamente como yo quisiera, los colores de la salud. Si la oigo toser, tiemblo, si la veo triste tiemblo también. Pero D. Pedro Castelló, que es el primer Esculapio de España, me asegura que ya no debo temer nada. Es fabuloso lo que he gastado en médicos y botica; pero hubiera dado hasta el último maravedí de mi fortuna por obtener una probabilidad sola de vida. Mi conciencia está tranquila. Ni sueño ni descanso ha habido para mí en este período terrible. He olvidado mi tienda, mis negocios, mi persona y al fin con la ayuda de Dios he dado un bofetón a la pícara y fea muerte. ¡Viva la Virgen del Sagrario, D. Pedro Castelló y también Rousseau que dice aquello tan sabio y profundo: «no conviene que el hombre esté solo»!

Así hablaba D. Benigno Cordero en la tienda con un amigo suyo muy estimado, el marqués de Falfán. Y era verdad lo que decía de sus congojas y del gran peligro en que había puesto a Sola una traidora pleuresía aguda. La naturaleza con ayuda de la ciencia y de cuidados exquisitos triunfó al cabo; pero después recayó la enferma, hallándose en peligro igual si no superior al primero. Cuanto humanamente puede hacerse para disputar una víctima a la muerte, lo hizo D. Benigno, ya rodeándose de los facultativos más reputados ya procurando que las medicinas fueran escogidas aunque costaran doble, y principalmente asistiendo a la enferma con un cuidado minucioso, y con puntualidad tan refinada que casi rayaba en la extravagancia. Digamos en honor suyo que había hecho lo mismo por su difunta esposa.

Aunque parezca extraño, Doña Crucita manifestó en aquella ocasión lastimosa una bondad de sentimientos y una ternura franca y solícita de que antes no tenían noticia más que los irracionales. Sin dejar de gruñir por motivos pueriles, atendía a la enferma con el más vivo interés, velaba y hacía las medicinas caseras con paciencia y esmero. Bueno es decir para que lo sepa la posteridad, que doña Crucita tenía en su gabinete el mejor herbolario de todo Madrid.

Cuando D. Pedro Castelló dijo que la enferma no tenía remedio, D. Benigno manifestó grandeza de ánimo y resignación. No hizo aspavientos ni habló a lo sentimental. Solamente decía: «Dios lo quiere así, ¿qué hemos de hacer? Cúmplase la voluntad de Dios». La Paloma ladrante, que tenía en su natural genio el quejarse de todo, no supo mantenerse en aquellos límites de cristiana prudencia y dijo algunas picardías inocentes de los santos tutelares de la casa; pero a solas cuando nadie podía verla, se limpiaba las lágrimas que corrían de sus ojos. La posteridad se enterará con asombro de las palizas que la buena señora daba a sus perros para que no hicieran bulla ni salieran del gabinete en que estaban encerrados.

Los Corderillos mayores compartían la pena de su padre y tía, y los minúsculos, sin darse cuenta de lo que sentían, estaban taciturnos y con poco humor para pilladas. Deportados con las cotorras en el gabinete de su tía, jugaban en silencio, desbaratando una obra de encaje que Crucita tenía empezada, para rehacerla después ellos a su modo. Cuando Sola estuvo fuera de peligro y sin fiebre, lo primero que pidió fue ver a los chicos. Radiante de alegría los llevó D. Benigno al cuarto de la enferma diciendo: «aquí está la Guardia Real Granadera» y al mismo tiempo se le aguaron un poco los ojos. Sola les besó uno tras otro y puso sobre su cama a Juan Jacobo, diciendo:

– ¡Cómo ha crecido este!… y ¡qué gordo está! Bendito sea Dios que me ha dejado vivir para que os siga viendo y queriendo a todos.

Cordero se había vuelto de espaldas y hacía como que jugaba con el gato: después se quitó las gafas para limpiarlas. Lo que realmente hacía era defender su emoción de las miradas de Sola y los chicos. Aun en aquel primer día de su convalecencia, pudo Sola hacer a la Guardia Real Granadera un obsequio inusitado. Desde el día anterior había guardado cuatro piedras de azúcar de pilón, y dio una a cada muchacho, destinando la mayor a Juanito Jacobo, precisamente por ser el más chico y a la vez el más goloso.

– Un ángel – les dijo – que ha venido todas las noches a preguntar por mí y a ver si se me ofrecía algo, me dio anoche estos terrones para todos, encargándome que no se los diera si no se habían portado bien. Yo no sé qué tal se han portado…

– Muy mal, muy mal – dijo doña Crucita. – No merecían sino azúcar de acebuche y miel de fresno.

– Lo pasado pasado – añadió Sola. – Ahora se portarán bien.

Esto no se había acabado de decir cuando ya se oían los fuertes chasquidos de los dientes de Juanito Jacobo, partiendo el azúcar. Los cuatro besaron a la que había hecho con ellos las veces de madre y se retiraron muy contentos. D. Benigno no podía contener cierta expansión de gozosa generosidad que naciendo en su corazón le llenaba todo entero. Fue tras los muchachos y dio cuatro cuartos a cada uno para que compraran chufas, triquitraques, pasteles o lo que quisieran. Después le pareció poco y a los dos mayores les dio una peseta por barba, advirtiéndoles que aquel dinero era para correrla en celebración del restablecimiento de Sola, y por tanto no debía ser metido en la hucha. Cada uno tenía su hucha con sendos capitales.

Crucita se fue a sus quehaceres y D. Benigno se quedó solo con la Hormiga. En los días de gravedad, cuando le acometía fuertemente la calentura, Sola deliraba mucho. Los individuos conservan en sus desvaríos febriles casi todas las cualidades que les adornan hallándose en estado de perfecta salud, y así Sola enferma era diligente, bondadosa y afable. Agitándose en su lecho con horrible desvarío, mandaba a los chicos a la escuela, le pasaba la lección a Rafaelito, reñía a Juanito Jacobo por romper los figurines del Correo de las Damas, bromeaba con Crucita por cuestión de pájaras lluecas o de perros con moquillo, daba órdenes a la criada sobre la comida, se afligía porque no estaban planchadas las camisas de D. Benigno, le pedía a este cigarros para el padre Alelí, preguntaba a los dos qué plato era el más de su gusto para la próxima cena y hablaba con todos de los Cigarrales y de cierta expedición que tenían proyectada; era una reproducción o un lúgubre espejismo de su actividad y de sus pensamientos todos en la vida ordinaria. Acontecía que después de un largo período de exaltación febril, Sola se quedaba muda y sosegada otro largo rato sin decir más que algunas palabras a media voz. D. Benigno que atendía a estos monólogos con tanto dolor como interés, pudo entender algunas palabras entre ellas: D. Jaime Servet.

Aquel famoso día de los terrones de azúcar, D. Benigno, luego que con ella se quedó solo, le preguntó quién era el tal D. Jaime Servet que en sueños nombraba, y ella quiso explicárselo punto por punto; pero apenas había empezado cuando entraron Primitivo y Segundo trayendo un grande, magnífico y oloroso ramo de rosas que ofrecieron a Sola con cierto énfasis de galantería caballaresca. Los dos muchachos tuvieron la excelente idea de emplear las dos pesetas que les dio su padre en comprar flores para obsequiar con ellas a su segunda madre en el fausto día de su restablecimiento; y en verdad que era de alabar la delicadeza exquisita con que procedían los muchachos, probando que en la edad de las travesuras no escasea cierta inspiración precoz de acciones generosas y de la más alta cortesía. Decir cuánto agradeció Sola la fineza, fuera imposible, y si el fuerte olor de las flores no la marease un poco, habría puesto el ramo sobre la almohada. Les dio besos y luego pasó el ramo a Cordero para que aspirase la rica fragancia.

D. Benigno no cabía en sí de satisfacción. Se puso nervioso, se le resbalaron las gafas nariz abajo, y esta parecía hacerse más picuda, tomando no sé qué expresión de órgano inteligente. Sonrisa de vanagloria retozaba en sus labios, y aquel aroma parecíale que llevaba a su alma un regalado confortamiento, una paz deleitosa, un gozo, una esperanza, una vida nueva. Los muchachos, al ver el éxito de su hazaña, estaban soplados de orgullo.

D. Benigno se los llevó prontamente a su cuarto y les dijo:

– Tomad… un duro para cada uno. Sois caballeros finos y agradecidos. Muy bien; muy bien, señoritos: este rasgo me ha gustado mucho. En vez de comprar golosinas que os ensucian el estómago… comprasteis el ramo… pues… Idos a paseo: no vayáis esta tarde al colegio. Yo lo mando… Adiós… un duro a cada uno.

Cuando volvió al lado de Sola, Crucita había llevado, para que la enferma los viera, los pajarillos en cría, pelados y trémulos dentro del nido, mientras la pájara saltaba inquieta de un palo a otro, y el pájaro ponía muy mal gesto por aquel desconsiderado trasporte de la jaula. Sola admiró todo lo que allí había que admirar, la sabiduría y la paciencia de aquellos menudos animalillos que así pregonaban con su manera de criar la sabiduría maravillosa y el poder del Criador, el cual en todas partes donde algo respira ha puesto un bosquejo de la familia humana.

– Lléveselos usted – dijo Sola, – que se asustan y se enojan, y creo que el enojo lo van a pagar los pequeñuelos, quedándose hoy sin almorzar.

Después cargó Crucita, no sin trabajo, con algunos tiestos de minutisa y pensamientos para que Sola viera cómo con el calor de la estación se cubrían de pintadas florecillas, las unas formando ramilletes o grupos, como un canastillo de piedras preciosas, otras sueltas con diferentes tamaños y matices; pero todas guapas y alegres. También trajo un lirio que parecía un obispo, vestido de largas faldamentas moradas, un moco de pavo que más bien parecía gallo de cresta roja, y otras muchas hierbas que llevaban la alegría a la alcoba, pocos días antes tan silenciosa y tan fúnebre. ¡Con cuánto gusto recibía Sola aquellas visitas! Era la vida que le enviaba aquellos mensajes para cumplimentarla; era la casa amada que la saludaba con lo más hermoso y agradable que en sí tenía. Para que nada faltase, vino también la cotorra, a quien Sola encontró más crecida, vino el loro que le pareció haber sufrido algún desperfecto en su casaca verde, y por último entraron también los perros en tropel, y se lanzaron a la cama aullando y lamiendo. En tanto D. Benigno, después de estar un rato como en éxtasis, bajó los ojos y apoyó la barba en su mano trémula. O rezaba o recitaba algún famoso texto de Rousseau: en esto no parecen acordes las crónicas, y por eso ponemos las dos versiones para que el lector elija la que más le cuadre.

Pasó un rato. Todo estaba en silencio. El héroe de Boteros saboreaba en el pensamiento la dicha presente que no era sino anticipado anuncio de su dicha futura.

– Pues como decía a usted… – indicó Sola.

– Eso es, apreciable Hormiga. Siga usted su cuento y dígame quién es ese D. Jaime Servet.

Sola satisfizo cumplidamente la curiosidad de su amigo.

XXII

Habiendo ordenado los médicos que la enferma fuera a convalecer en el campo, D. Benigno empezó a preparar el viaje a los Cigarrales de Toledo donde él poseía extensas tierras y una casa de labranza. Extraordinario gusto tenía el héroe en estos preparativos por ser muy aficionado a la dulce vida del campo, al cultivo de frutales, a la caza y a la crianza de aves y frutos domésticos. Por su desgracia él no podía abandonar su comercio en aquella estación, y érale forzoso seguir en la tienda por lo menos hasta que pasase el Corpus, fiesta de gran despacho de encajes para Iglesia y modistería. Pero resignándose a su esclavitud en la Corte se deleitaba pensando en el dichoso verano que iba a pasar. Amaba la Naturaleza por afición innata y por asimilación de lo que había leído en su autor favorito y maestro. Así nada le parecía tan de perlas como aquella frase: el campo enseña a amar a la humanidad y a servirla.

Su plan era llevar a Sola a últimos de Mayo acompañada de Crucita y los niños menores. Inmediatamente regresaría él solo a Madrid y cuando acabase Junio, volvería con los otros dos chicos a los Cigarrales donde estarían todos hasta fin de Septiembre.

¡Los Cigarrales! ¡Cuánta poesía, cuántas amenidades, qué de inocentes gustos y de puros amores despertaba esta palabra sola en el alma del buen Cordero! ¡Qué meriendas de albaricoques, qué gratos paseos por entre almendros y olivos, qué mañanitas frescas para salir con el perro y la escopeta a levantar algún conejo entre las olorosas matas de tomillo, romero y mejorana! ¡Qué limpieza y frescura la de las aguas, qué color tan hermoso el de las cerezas, y qué dulzura y maravilla en los panales fabricados por el pasmoso arte de las abejas en el tronco hueco de añosos alcornoques o entre peñas y jaras! En los cercanos montes el gruñido del jabalí hace temblar de ansiedad el corazón del audaz montero, y abajo, junto a la margen del río aurífero, del río profeta que ha visto levantarse y caer tan diferentes imperios, la peña seca y el remanso profundo solicitan al pescador de caña flor y espejo de la paciencia. Pensando en estos cuadros poéticos, y gozando ya con la fantasía estos legítimos placeres, D. Benigno se sonreía solo, se frotaba las manos y decía para sí.

– Barástolis, ¡qué bueno es Dios!

¡Y luego!… esta reticencia le regocijaba más que aquellas risueñas perspectivas bucólicas. Había decidido no hablar a Sola de cierto asunto hasta que ambos estuvieran en los Cigarrales y ella completamente restablecida.

Cordero fue una mañana a la Cava Baja en busca de arrieros y trajinantes para arreglar con ellos su viaje. Entró en la posada de la Villa, y en la que antiguamente se llamaba del Dragón. En esta y en uno de los aposentos más altos encontró a un mayoral que ha tiempo conocía, y después de concertar ambos las condiciones del viaje, siguieron en calorosa conversación sobre el mismo asunto, porque se había despertado en D. Benigno cierto entusiasmo pueril por la dichosa expedición. Allí preguntó varias veces Cordero la distancia que hay desde Madrid a Toledo, hizo comentarios sobre tal cuesta, sobre cuál mal paso, y finalmente disertó largo rato sobre si llovería o no al día siguiente, que era el señalado para la salida. Cordero opinaba resueltamente que no llovería. Ya se marchaba, cuando al pasar por el corredor alto donde había varias puertecillas numeradas vio a un hombre que tocaba en una de estas. El hombre preguntó en voz alta:

– ¿D. Jaime Servet vive aquí?

Detúvose Cordero y oyó una voz que de dentro gritaba:

– No ha llegado todavía.

El héroe no dio a lo que había oído más importancia de la que merece una simple coincidencia de nombres.

¡Qué afán puso el buen señor en preparar su viaje, en disponer lo referente a vestidos, provisiones y todo lo demás que se había de llevar! Creeríase que iban a dar la vuelta al mundo, según la prolijidad con que Cordero se proveía de todo y las infinitas precauciones que tomaba, y las advertencias que hacía, y el itinerario escrupuloso que trazaba, y la elección de vituallas, y el acopio de drogas por si ocurrían descalabraduras o molimiento de huesos. Todo le parecía poco para que a Sola no faltara ninguna comodidad, ni se privase de nada que pudiera convenir a su espíritu y su salud. Y deseando anticipar las delicias del viaje, aquella noche le habló de la distancia, le describió los pueblos que habían de recorrer, pintole paisajes de ríos y montañas, diciendo estas o parecidas cosas: – Cuando pasemos de Torrejón de la Calzada, a Casarrubielos fíjese en aquellas lomas de viñas, que están en fila y hacen unos bailes tan graciosos cuando pasa el coche corriendo… Después en tierra de la Sagra verás unos panoramas que encantan… Luego que se pasa de Olías te quedarás pasmada cuando veas allá lejos la torre de la catedral que parece saluda al viajero… sin quitarse el sombrero, se entiende, el cual es un capacete que está emparentando con el cielo y que trata de tú a los rayos…

En fin, llegó la mañana y se marcharon despedidos por Alelí que se quedó muy triste. Cuando el coche, dejando atrás el puente de Toledo, entró en la extensa, libre y alegre campiña inundada de luz, D. Benigno sintió que la alegría se rebosaba del vaso de su espíritu, chorreando fuera como las caídas de una fuente de Aranjuez, y aquel chorrear de la alegría era en él risas, frases, exclamaciones, chascarrillos y por último la elocuente frase:

– Barástolis, ¡qué bueno es Dios!

Aquel mismo día corrió por Madrid la noticia de haberse escapado de la cárcel de Villa el preso que ya estaba destinado a la horca. Jenara se alegró tanto cuando Pipaón se lo dijo que al instante salió a la calle para felicitar a D. Celestino. Hacía ya dos semanas que había empezado a perder el miedo, y salía de noche a pie acompañada de Micaelita, vestidas ambas en traje tan humilde que difícilmente podían ser conocidas.

Después de dar la enhorabuena a D. Celestino y a su hija regresó a casa de Carnicero y se entretuvo escribiendo algunas cartas. Pipaón la visitó en su cuarto, donde hablaron un poco de política. Jenara fue luego a ver cenar a D. Felicísimo, operación que le hacía gracia por las singularidades y extravagancias de aquel santo hombre en tan solemne instante, y le halló sumamente ocupado con un alón que por ninguna parte quería dejarse comer, según estaba de cartilaginoso y duro.

– Bomba, señora… – dijo Carnicero picoteando el hueso por aquí y por allá de modo que unas veces se lo ponía por bigote y otras se lo tascaba como un freno. – En Portugal el señor D. Miguel está apretando las clavijas a aquel insubordinado reino. Ahora dicen que vendrán del Brasil D. Pedro y doña María de la Gloria a disputar la corona a D. Miguel… Quisiera yo ver eso… Sigue, querido Tablas, lo que me estabas contando, que esta señora no puede ser insensible a las glorias del toreo, y si es verdad, como dices, que ese muchacho rondeño…

Tablas aseguró que el muchacho rondeño que acababa de llegar a Madrid y se llamaba Montes, por sobrenombre Paquiro, era un enviado de Dios para restablecer la decaída y casi muerta orden de la tauromaquia. Dijo también que cuando Madrid le conociera bien sería puesto por encima de todos sus predecesores en aquel arte, incluso Pepe-Hillo y Romero, pues tenía todas las cualidades de los antiguos y aun algunas más, siendo autor de varias suertes y reglas, y de un toreo nuevo…

– Por lo que deberá llamarse – dijo D. Felicísimo riendo como un bobo, – el Moratín de la muleta.

Algo más se habló de este tema, aventurando en él Jenara algunas observaciones; mas como esta dijera que se verificaría una revolución en el toreo, se enfadó Carnicero al oír la palabra y dijo que no habría revoluciones en nada y que bien estaba el mundo como estaba, aunque estuviera sin toros. Jenara dio su asentimiento y mientras el anciano tomaba sus últimos bocados, se entretuvo en observar la habitación, pues nunca se cansaba de mirarla ni de reconocer la extraordinaria concordancia que había entre ella y su habitador, de tal manera que así como el capullo es molde del gusano, así parecía que D. Felicísimo había hilado su despacho envolviéndose en él. Detrás del sillón de la mesa había un largo estante del tamaño de la pared, cuyas puertas tenían en vez de vidrios rejillas de alambres y por los huecos de estas asomaban sus caras amarillentas los legajos, como enfermos que se asoman a las rejas de un hospital. Muchos tenían cruzados de cintas rojas y cartoncillos colgantes con rótulos. Algunos estaban tendidos horizontalmente, semejando no ya enfermos sino verdaderos cadáveres que no volverían a la vida aunque les royeran ratones mil; otros estaban inclinados sobre sus compañeros, como borrachos o mal heridos, y los menos aparecían completamente derechos y erguidos. Estos eran los que se asían a las rejillas y aun echaban fuera sus cintas rojas cual si meditaran una evasión arriesgada. En el más alto andamio de la sepulcral estantería Jenara vio una colección de objetos que semejaban tinajas negras, alternando con otros que si no eran avechuchos disecados, lo parecían. Eran los sombreros que había usado D. Felicísimo en su larga vida, y que en aquel retiro estaban gozando de una pingüe jubilación de polvo y telarañas, ilusionados aún con remozarse y pasar a cubrir las cabezas de otra generación menos ingrata que la pasada.

Todo lo que decimos iba pasando por la fantasía de Jenara, y después esta se fijó en la mesa, donde aquella noche había, no ya un montón, sino una cordillera de legajos por cuya recortada cima aparecía de vez en cuando la cara de D. Felicísimo, iluminada de lleno por la lámpara, como luna que platea las cumbres de los montes. En aquella altura que podría ser Calvario estaba el Cristo de la espalda en llaga y del cuello en soga, y era de ver cómo volvía su rostro ensangrentado hacia la pezuña de macho cabrío, pidiéndole misericordia, y cómo no hacía maldito caso la pezuña, sólo ocupada en oprimir duramente, cual si quisiera patearla, una carta en cuyo sobrescrito se leía:

Al Sr. D. Jaime Servet. – Posada del Dragón.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
280 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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