Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Los apostólicos», sayfa 10
XIX
– ¿Cómo te va, Elías? Señor conde de Negri, buenas noches. Buenas noches, Sr. D. Rafael Maroto.
Así saludó D. Felicísimo a sus amigos, entrando en la sala, candilón en mano. Como aún no le hemos visto andar, no hemos podido decir que andaba a pasitos cortos, muy cortos, y así tardó una buena pieza en llegar al centro de la estancia. Viose entonces la longitud de su levitón negro, el cual le llegaba hasta los pies, de modo que no parecía que andaba, sino que estaba fijo sobre una tablilla con ruedas de la cual tirara con lentitud una invisible mano. Puso el candilón sobre la mesa, y como la vecindad de la lámpara hacía que aquel palideciera de envidia, lo apagó.
– Usted siempre tan fuerte – dijo uno de los amigos dando un palmetazo en la rodilla de Carnicero.
Era este amigo un señor pequeño, o por mejor decir, archipequeño, adamado y no muy viejo.
– Defendiéndonos admirablemente – repuso Carnicero cogiéndose una pierna con las manos y levantándola para ponerla sobre la otra.
– Un cigarrito – dijo aquel de los amigos que llamaban Maroto, y era el más joven de los tres, de buena presencia, bigotudo y con señalado aspecto marcial.
El conde de Negri, con el cigarrito en la boca, sacó eslabón y piedra y empezó a echar chispas. Durilla era la faena y la mecha no quería encenderse.
– ¡Maldito pedernal! – murmuró el señor conde.
Y las chispas iban en todas direcciones menos en la que se quería. Una fue a estrellarse en la cara plana de D. Felicísimo como un proyectil ardiente en la muralla de un bastión formidable, otra parecía que se le quería meter por los ojos al propio señor conde, y chispa hubo que llegó hasta el cuadro de Ánimas dando instantáneamente un resplandor verdadero a aquel Purgatorio figurado. Al fin prendió la mecha.
– ¡Gracias a Dios que tenemos fuego! – dijo D. Felicísimo entre dos hipos. – Con estos tubos de vidrio que han inventado ahora para encerrar las luces, no se puede encender en las lámparas.
En tanto el tercero de los amigos, que era bastante anciano y se distinguía por la curvatura exagerada de su nariz, había puesto unos papeles sobre la mesa, y los miraba y revolvía atentamente. De repente dijo así:
– No hay que contar con Zumalacárregui.
– ¡Todo sea por Dios! – exclamó Carnicero. – ¿Ha escrito? Pues a mi carta no se dignó contestar. ¿Sigue en el Ferrol?
– Pues nos pasaremos sin él – indicó el conde de Negri. – La causa revienta de partidarios, quiero decir que los tiene de sobra en todas las clases de la sociedad, y así no es bien que solicite coroneles, como es uso y costumbre entre liberalejos.
– Ya sabemos – dijo con tono de autoridad el llamado Elías alzando los ojos del papel, – que la causa que defendemos es legalmente una batalla ganada. Habiendo sucesor varón no puede suceder una hembra. Moralmente también es cosa fuera de duda. El clero en masa apoya al partido de la religión y con el clero la mayoría del reino, y la aristocracia.
– Y el ejército – declaró el conde pequeñito, plegando mucho los párpados porque le ofendía la luz.
– Eso está por ver – replicó Elías Orejón. – Desde la guerra de la Independencia, el ejército, lo mismo que la marina, están carcomidos por la masonería. La revolución del 23 obra fue de los masones militares; las intentonas de estos años también son cosa suya, y en estos momentos, señores, se está formando una sociedad llamada la Confederación Isabelina, en la que andan muchos pajarracos de alto vuelo, y que por el rotulillo ya da a entender a dónde va. Necesitamos…
– ¡Claro, clarísimo, indubitable! – exclamó Carnicero, que deseaba meter baza, por no hallarse conforme con su amigo en aquel tema.
– Necesitamos – prosiguió el otro alzando la voz en señal de enojo por verse interrumpido, – necesitamos, aunque el escrupuloso señor Infante no lo crea así, asegurar y comprometer aquellas cabezas militares más potentes. Ya se puede decir que son de acá los siguientes señores: el conde de España, capitán general del Principado; el Sr. González Moreno, gobernador militar de Málaga…
– Buenos, buenos, bonísimos – dijo Carnicero, que no podía contener sus ganas de interrumpir a cada instante.
Orejón citó otros nombres, añadiendo luego.
– En el ramo de hombres civiles o eclesiásticos de gran nota, andamos a la conquista del Sr. Abarca, obispo de León, y de D. Juan Bautista Erro, consejero de Estado, a los cuales sólo les falta el canto de un duro para caer también de la parte acá.
– Bueno es que los clérigos y hombres civiles vengan – dijo Maroto – pero por santa y gloriosa que sea la causa de Su Alteza, y yo doy de barato que es la causa de Dios, no se hará nada sin tropa.
– ¿Y los voluntarios realistas?
– Son buenos como auxilio; pero nada más. Denme generales aguerridos, jefes de valor y prestigio, y el día en que D. Fernando acabe, que no tardará, al decir de los médicos, don Carlos será Rey por encima de todas las cosas.
– Eso, eso – afirmó Elías sentando la palma de su mano sobre los papeles – generales aguerridos, jefes militares de valor y prestigio; al grano, al grano.
– Todo vendrá – indicó Carnicero – cuando el caso llegue. Cuando se cuenta, como ahora, ji, con el santo clero en masa, capaz de alzar en masa al reino todo, como en la guerra de la Independencia, lo demás vendrá por sus pasos contados. En cartas y por manifestaciones verbales, me han demostrado su conformidad las siguientes órdenes y religiones: los Agustinos calzados de Madrid, la Congregación benedictina Tarraconense Cesaraugustana de la corona de Aragón y de Navarra, los Menores de San Francisco, los Agustinos Recoletos o Calzados, los Canónigos seglares del Orden Premonstratense…
– Espadas, espadas – dijo bruscamente Maroto – y con espadas, no sólo no estarán demás las correas y rosarios, sino que servirán de mucho.
– Y yo – indicó el conde de Negri dirigiéndose al balcón a punto que sonaba en la calle el estrepitoso rodar de un coche – me atrevo a proponer que todas las conquistas se pospongan a la conquista del vecino.
El coche paró junto a la casa. Era el carruaje de Calomarde, que vivía frente por frente de Carnicero, en el palacio del duque de Alba.
– Su Excelencia ha entrado en su palacio – dijo el conde de Negri, atisbando por los vidrios verdosos y pequeñuelos de uno de los balcones.
– Todo se andará – manifestó D. Felicísimo. – La conversación que tuvimos él y yo hace dos días, me hace creer que D. Tadeo tardará en ser apostólico lo que tarde Su Majestad en tener, ji, el ataque de gota que corresponde al otoño próximo.
– Y si no – dijo Negri tornando a su asiento, – le barrerán. Después veremos quién toma la escoba… ¡Cuidado con doña Cristina y qué humos gasta! Si creerá que está en Nápoles y que aquí somos lazzaronis… ¿Pues no se atrevió a pedir mi destitución del puesto que tengo en la mayordomía del señor Infante? Gracias a que los señores me han sostenido contra viento y marea. Aquí entre cuatro amigos – añadió el conde bajando la voz, – puede revelarse un secreto. He dado ayer un bromazo a nuestra soberana provisional, que va a dar mucho que reír en la Corte. En imprenta que no necesito nombrar se están imprimiendo unos versos de no sé qué poeta, en elogio de su majestad napolitana. Hacia la mitad de la composición se habla de la angélica Isabel y de la inmortal Cristina. Pues yo…
El conde se detuvo, sofocado por la risa.
– ¿Qué?
– Pues yo, como tengo relaciones en todas partes, me introduje en la imprenta, y di ocho duros al corrector de pruebas para que quitara bonitamente la t de la palabra inmortal.
– La inmoral Cristina, ji ji…
– Espadas, espadas – gruñó Maroto, – y no bromas de esta especie que a nada conducen.
– Toda cooperación debe aceptarse – dijo Elías refunfuñando, – aunque sea la cooperación de una errata de imprenta.
Cuando esto decían, la luz de la lámpara, ya fuera porque doña María del Sagrario, firme en sus principios económicos, no le ponía todo el aceite necesario, ya porque D. Felicísimo descompusiera a fuerza de darle arriba y abajo el sencillo mecanismo que mueve la mecha, empezó a decrecer, oscureciendo por grados la estancia.
– Voy a contar a ustedes, señores – dijo Elías, – la conversación que ayer tuve con el Sr. Abarca, obispo de León, el hombre de confianza de Su Majestad… Pero D. Felicísimo, esa luz…
– Empiece usted. Es que la mecha… – replicó Carnicero moviendo la llave.
– Pues el señor Abarca me pidió informes de lo que se pensaba y se decía en el cuarto del Infante. Yo creí que con un hombre tan sabio y leal como el señor Abarca no debía guardar misterios… Le dije pan pan, vino vino… Pero esa luz.
– No es nada; siga usted; ya arderá.
– Le expuse la situación del país, anhelante de verse gobernado por un príncipe real y verdaderamente absoluto que no transija con masones, que no admita principios revolucionarios, que cierre la puerta a las novedades, que se apoye en el clero, que robustezca al clero, que dé preeminencias al clero, que atienda al clero, que mime al clero… Pero esa luz, señor D. Felicísimo…
– Verdaderamente no sé qué tiene. Siga usted.
– Él convino conmigo en que por el camino que va el Rey, marchamos francamente y él el primero por la senda de la revolución… ¡Que nos quedamos a oscuras!…
La luz decrecía tanto que los cuatro personajes principiaron a dejar de verse con claridad. Las sombras crecían en torno suyo. Los empingorotados respaldos de los sillones parecían extenderse por las paredes en correcta formación, simulando un cabildo de fantasmas congregados para deliberar sobre el destino que debía darse a las ánimas. Las rojas llamas del cuadro se perdían en la oscuridad, y sólo se veían los cuerpos retorcidos.
– Díjome también Su Ilustrísima que ahora se va a emprender una campaña de exterminio contra los liberales… ¡Por Dios, Sr. don Felicísimo, luz, luz!
La lámpara se debilitaba y moría derramando con esfuerzo su última claridad por las paredes blancas, y por el techo blanco también. La llama lanzaba a ratos un destello triste como si suspirase y después despedía un hilo de humo negro que se enroscaba fuera del tubo. Luego se contraía en la grasienta mecha, y burbujeando con una especie de lamento estertoroso, se tomaba en rojiza. Las cuatro caras aparecían ora encendidas, ora macilentas y la sombra jugaba en las paredes y subía al techo, invadiendo a veces todo el aposento, retirándose a veces al suelo para esconderse entre los pies y debajo de los muebles.
– Esa campaña de exterminio que se va a emprender, fíjense ustedes bien – prosiguió Orejón-no favorece al Rey, sino al Infante. Todo lo que ahora sea reprimir es en ventaja de la gente apostólica. Así nos lo darán todo hecho, y lo odioso del castigo caerá sobre ellos, mientras que nosotros… ¡Luz, luz!
D. Felicísimo quiso llamar; pero en aquella casa no se conocían las campanillas. Así es que empezó a gritar también:
– ¡Luz, luz; que traigan una luz!
La lámpara se extinguió completamente y todos quedaron de un color.
– ¡Luz, luz! – volvió a gritar D. Felicísimo.
Orejón, que estaba muy lleno de su asunto y no quería soltarlo de la boca, a pesar de la oscuridad, prosiguió así:
– Que utilizando con energía la horca y los fusilamientos, limpien el reino de esas perversas alimañas, es cosa que nos viene de molde.
– Aguarde usted, hombre… Estamos a oscuras…
– Ji… se han dormido y no nos traen luz – dijo D. Felicísimo. – Sagrario, Sagrario. Tablas… Nada: todos dormidos.
Así era en verdad.
– ¿Tiene usted avíos de encender, señor Conde? Aquí en este cajoncillo de la mesa debe de haber, ji, ji, pajuela.
Pronto se oyó el chasquido del eslabón contra el pedernal. Las súbitas chispas sacaban momentáneamente la estancia de la oscuridad. Se veían como a luz de relámpago las cuatro caras apostólicas, la fúnebre fila de sillas de caoba y el cuadro de ánimas.
– La raza liberalesca y masónica estará ya exterminada cuando llegue el momento de la sucesión de la corona – decía Orejón entusiasmado. – ¡Admirable, señores!
D. Felicísimo tenía la pajuela en la mano para acercarla a la mecha luego que esta prendiese, y al brotar de la chispa, su cara plana, en que se pintaban la ansiedad y la atención, parecía figura de pesadilla o alma en pena.
– Trabajan para nosotros, y ahorcando a los liberales se ahorcan a sí mismos.
– Es evidente – murmuró D. Rafael Maroto.
– ¡Demonches de pedernal!
– ¡Luz, luz! – volvió a decir D. Felicísimo. – Pero Sagrario… Nada, lo que digo: todos dormidos.
Por fin prendió la mecha y aplicada a ella la pajuela de azufre, ardió rechinando como un condenado cuyas carnes se fríen en las ollas de Pedro Botero. A la luz sulfúrea de la pajuela reaparecieron las cuatro caras, bañadas de un tinte lívido, y la estancia parecía más grande, más fría, más blanca, más sepulcral…
– De modo – continuaba Elías, cuando D. Felicísimo encendía el candilón de cuatro mecheros, – que en vez de apartarles de ese camino, debemos instarles a que por él sigan.
– Sí, que limpien, que despojen…
– Pues ahora – dijo Negri, – contaré yo la conversación que tuve con Su Alteza la infanta doña Francisca.
– Y yo – añadió Carnicero, – referiré lo que me dijo ayer fray Cirilo de Alameda y Brea.
XX
Jenara no pudo dormir en el abominable camastrón que le destinara doña María del Sagrario, el cual estaba en un cuarto más grande que bonito, todo blanco, todo frío, todo triste, con alto ventanillo por donde venían mayidos y algazara de gatos. Al amanecer pudo aletargarse un poco, y en su desvariado sueño creía ver a D. Felicísimo hecho un demonio, ora volando, montado en su pluma, ora descuartizando gente con la misma pluma, en cuchillo convertida. La casa se le representaba como un lisiado que suelta sus muletas para arrojarse al suelo, y allí eran el crujir de tabiques, el desplome de paredes, la pulverización de techos, y las nubes de polvo, en medio del cual, como ave rapante, revoloteaba D. Felicísimo llorando con lúgubre graznido, mientras los demás habitantes de la casa se asfixiaban sepultados entre cascote y astillas.
Al despertar sin haber hallado reposo, sus ojos enrojecidos reconocieron la estancia, que más tenía de prisión que de albergue, y acometida de una viva aflicción lloró mucho. Después las reflexiones, los planes habilísimos que había concebido y más que nada la valentía natural de su espíritu la fueron serenando. Vistiose y acicalose como pudo, echando muy de menos los primores de su tocador, y pudo presentarse a Micaelita y a Doña Sagrario con semblante risueño.
En sus planes entraba el de amoldar su conducta y sus opiniones a las opiniones y conducta de los dueños de la casa, y así cuando visitó al Sr. D. Felicísimo en su despacho y hablaron los dos, era tan apostólica que el mismo Infante la habría juzgado digna de una cartera en su ministerio futuro. Según ella, la perseguían por apostólica, y su apostoliquismo (fue su palabra) era de tal naturaleza que la llevaría valientemente a la lucha y al martirio. Carnicero, que en su marrullería no carecía de inocencia (virtud hasta cierto punto apostólica), creyó cuanto la dama le dijo, y establecida entre ambos la confianza, el anciano le contaba diariamente mil cosas de gran sustancia y meollo, referentes a la causa. Sirvan de ejemplo las siguientes confidencias.
«¡Bomba, señora! Direle a usted lo más importante que he sabido anoche. Una monjita de las Agustinas Recoletas de la Encarnación soñó no hace mucho que el Infante se ceñía la corona asistido de no sé cuántas legiones de ángeles. Escribió su sueño en una esquelita que remitió a Su Alteza, el cual la besó y tuvo con esto un grandísimo gozo. Me lo ha contado Orejón».
«¡Bomba, señora! La trapisonda de Andalucía ha terminado. Los marinos que se sublevaron en San Fernando están ya fusilados y el bribón de Manzanares que desembarcó con unos cuantos tunantes ha perecido también. ¡Si no hay sahumerio como la pólvora para limpiar un reino! Que desembarquen más si quieren. El Gobierno se ha preparado, arma al brazo. Ahora, vengan pillos».
«¡Gran bomba, señora! Mañana ahorcan a Miyar, el librero de la calle del Príncipe, por escribir cartas democráticas. Pronto le harán compañía Olózaga, Bringas y Ángel Iznardi».
Generalmente estas noticias eran dadas al anochecer o durante la cena, en presencia de Tablas. Después se rezaba el rosario, con asistencia de todos los de la casa, y de Jenara que desempeñaba su parte con extraordinario recogimiento y edificación.
Ya se habrá comprendido que la muy pícara se valió de los ahogos pecuniarios del bueno de Perico Tablas para sobornarle y ponerle de su parte. El demandadero de la cárcel de Villa, que no era ciertamente un Catón, se rindió a la voluntad dispendiosa de Jenara sirviéndole como se sirve a una dama que reúne en sí afabilidad, hermosura y dinero.
Dos días habían pasado desde la prisión de Olózaga, cuando se vio a Tablas y a Pepe Olózaga hermano menor de Salustiano, bebiendo medios chicos de vino en la taberna de la calle Mayor, esquina a la de Milaneses. Jenara no sólo supo explotar en provecho propio los buenos servicios de Tablas, sino que los utilizó en pro de Salustiano por quien mucho se interesaba.
Este insigne joven, que después había de alcanzar fama tan grande como orador y hábil político, fue primero encerrado en lo que llamaban El Infierno, lugar tenebroso, pero más horrendo aún por sus habitantes que por sus tinieblas, pues estaba ocupado por bandidos y rateros, la peor y más desvergonzada canalla del mundo. No creyéndole seguro en El Infierno, el alcaide le trasladó a un calabozo, y de allí a una de las altas bohardillas de la torre. Antes de que mediara Tablas pudo Pepe Olózaga ponerse en comunicación con su hermano, valiéndose de una fiambrera de doble fondo y del palo del molinillo de la chocolatera.
El ingenio, la serenidad, la travesura de Salustiano eran tales, que en pocos días se hizo querer y admirar de los presos que le rodeaban y que allí entraron por raterías y otros desafueros. Los demás presos no se comunicaban con él. Pepe Olózaga, después de ganar a Tablas, a quien hizo creer que su hermano estaba encarcelado por cosas de mujeres, intentó ganar también a uno de los carceleros; pero no pudo conseguirlo. Más afortunado fue Salustiano, que seduciendo dentro de la prisión a sus guardianes con aquella sutilísima labia y trastienda que tenía, pudo comunicarse con Bringas. Ambos sabían que si no se fugaban serían irremisiblemente ahorcados. Discurrieron los medios de alagar los procedimientos para ver si ganando tiempo adelantaba el negocio de su salvación, y al cabo convinieron en que Bringas se fingiría mudo y Olózaga loco.
Tan bien desempeñó este su papel, que por poco le cuesta la vida. Principió por fingirse borracho; propinose después una pulmonía acostándose desnudo sobre los ladrillos, y los carceleros le hallaron por la mañana tieso y helado como un cadáver. Tras esto venía tan bien la farsa de su locura, que siete médicos realistas le declararon sin juicio. Así ganó un mes.
Miyar, que no era travieso, ni abogado, ni hombre resuelto, pereció en la horca el 11 de Abril.
Mejor le fue a Olózaga con su locura que a Bringas con su mutismo, porque impacientes los jueces con aquel tenaz silencio, que les impedía despachar pronto, imaginaron darle un tormento ingenioso, el cual consistía en clavarle en las uñas astillas o estacas de caña. Nada consiguieron con esto; pero Bringas perdió la salud y no salió de la cárcel sino para morirse. Es un mártir oscuro, del cual se ha hablado poco, y que merece tanta veneración como lástima.
Pepe Olózaga y los amigos de Salustiano trabajaban sin reposo. Las comunicaciones con el preso eran frecuentes, y no sólo recibió este ganzúas y dinero, que son dos clases de llaves falsas, sino también el correspondiente puñal y un poquillo de veneno para el momento desesperado. Antes el suicidio que la horca.
Jenara, que salía de noche furtivamente de la casa de Don Felicísimo, iba a donde se le antojaba sin que nadie la molestase, y así pudo ayudar a la familia de Olózaga. Hízose muy amiga de la mujer del escribano señor Raya, y también de la mujer del alcaide. A la sangre fría del preso primeramente, a la constancia y diplomacia de su hermano Pepe, al oro de la familia, y por último, a la compasión y buen ingenio de algunas mujeres, debiose la atrevidísima y dramática evasión, que referiremos más adelante en breves palabras, aunque referida está del modo más elocuente por quien debía y sabía hacerlo mucho mejor que nadie.
Jenara, preciso es declararlo, no tenía puestos sus ojos en la cárcel de Villa por el solo interés de Salustiano y su apreciabilísima familia. Allí, en la siniestra torre que modernamente han pintado de rojo para darle cierto aire risueño, estaba un preso menos joven que Olózaga, de gentil presencia y muchísima farándula, el cual pasaba por preso político entre los rateros y por un ladronzuelo entre los políticos. Era, según Tablas, hombre de grandes fingimientos y transmutaciones, al parecer instruido y cortés. Figuraba en los registros con dos o tres nombres, sin que se hubiera podido averiguar cuál era el suyo verdadero. Tablas reveló a la señora que no era ella sola quien se interesaba por aquel hombre, sino que otras muchas de la Corte le agasajaban y atendían. Las señas que el demandadero indicaba de la persona del preso convencían a Jenara de que era quien ella creía, y más aún las respuestas que a sus preguntas daba este. No obstante la dama no pudo lograr ver su letra por más que a entablar correspondencia le instó por conducto del mandadero. El preso pidió algunas onzas y se las mandaron con mil amores. Se trabajó con jueces y escribanos para que le soltaran, estudiose la causa y ¿cuál sería la sorpresa, el despecho y la vergüenza de Jenara al descubrir que el preso misterioso no era otro que el celebérrimo Candelas, el hombre de las múltiples personalidades y de los infinitos nombres y disfraces, figura eminente del reinado de Fernando VII, y que compartió con José María los laureles de la caballería ladronera, siendo el héroe legendario de las ciudades como aquel lo fue de los campos?
Corrida y enojada la señora descargó su colera sobre Pipaón, a quien puso cual no digan dueñas, y no le faltaba motivo para ello, porque el astuto cortesano de 1815 la había engañado, aunque no a sabiendas, diciéndole que el que buscaba estuvo primero en casa de Olózaga y después preso en la Villa con los demás conjurados, noticias ambas enteramente contrarias a la verdad.
A todas estas, Jenara no tenía valor para abandonar la hospitalidad que le había ofrecido D. Felicísimo y continuaba embaucándole con su entusiasmo apostólico, sabedora de que la mayor tontería que podía hacerse en tan benditos tiempos era enemistarse con la gente de aquel odioso partido.
Al anochecer de cierto día de Mayo, Jenara vio salir al padre Alelí del cuarto de D. Felicísimo, y poco después de la casa. Hacía días que no tenía noticias de Sola ni del estado de su peligrosa y larga enfermedad, y así, luego que el fraile se marchó, fue derecha a la madriguera de D. Felicísimo para saber de la protegida del Sr. Cordero.
– ¡Grande, estupenda bomba, señora! – dijo el anciano a quien acompañaba, rosario en mano, el atlético Tablas.
– ¿Se sabe algo de esa joven?…
– Ya pasó a mejor, o peor vida, que eso Dios lo sabrá – repuso Carnicero volviendo hacia Jenara su cara plana que iluminada de soslayo parecía una luna en cuarto menguante.
– ¡Ha muerto! – exclamó la dama con aflicción grande.
– Ya le han dado su merecido. Conozco que es algo atroz, pero no están los tiempos para blanduras. Hazme la barba y hacerte he el copete.
– Yo pregunto por la pupila de nuestro amigo Cordero.
– Acabáramos; yo me refiero a esa joven que han a ahorcado en Granada. ¿Cómo la llamaban, Tablillas?
– Mariana Pineda.
– Eso es. Bordadme banderitas para los liberales desembarcadores. El cabello se pone de punta al ver las iniquidades que se cometen. ¡Bordar una bandera, servir de estafeta a los liberales!, y ¡sabe Dios las demás picardías que los señores jueces habrán querido dejar ocultas por miramientos al sexo femenino…!
– ¡Y esa señora ha sido ahorcada! – exclamó Jenara, lívida a causa de la indignación y el susto.
– ¿Que si ha sido…? Y lo sería otra vez si resucitara. O hay justicia o no hay justicia. Como el Gobierno afloje un poco, la revolución lo arrastra todo, monarquía, religión, clases, propiedad… Esta doña Mariana Pineda debe de ser nieta de un D. Cosme Pineda que vino aquí por los años de 98 a gestionar conmigo cierto negocio de las capellanías de Guadix… buena persona, sí, buena. Era poseedor de una de las mejores ganaderías de Andalucía, la única que podía competir con la de los Religiosos Dominicos de Jerez de la Frontera, donde se crían los mejores toros del mundo.
– Y esa doña Mariana – dijo Jenara – era, según he oído, joven, hermosa, discreta… ¡Bendito sea Dios que entre tantas maravillas de hermosura, ha criado, Él sabrá por qué, tantos monstruos terribles, los leones, las serpientes, los osos y los señores de las Comisiones Militares…!
– ¿Chafalditas tenemos…? – dijo don Felicísimo echando de su boca un como triquitraque de hipos, sonrisillas y exclamaciones que no llegaban a ser juramentos. – Mire usted que se puede decir: «al que a mí me trasquiló, las tijeras, ji, ji, le quedaron en la mano».
La dama le miró, reconcentrada en el corazón la ira; mas no tanto que faltase en sus ojos un destello de aquel odio intenso que tantos estragos hacía cuando pasaba de la voluntad a los hechos. En aquel momento Jenara hubiera dado algunos días de su vida por poder llegarse a D. Felicísimo y retorcerle el pescuezo, como retuerce el ladrón la fruta para arrancarla de la rama; pero excusado es decir que no sólo no puso por obra este atrevido pensamiento homicida, sino que se guardó muy bien de manifestarlo.
– Yo no soy tampoco de piedra – añadió Carnicero echando un suspiro; – yo me duelo de que se ahorque a una mujer; pero ella se lo ha guisado y ella se lo ha comido, porque ¿es o no cierto que bordó la bandera? Cierto es. Pues la ley es ley, y el decreto de Octubre ha proclamado el tente-tieso. Con que adóbenme esos liberales. Dicen que fueron tigres los señores jueces de Granada. Calumnia, enredo. Yo sé de buena tinta… vea usted: aquí tengo la carta del Sr. Santaella, racionero medio y tiple de la catedral de Granada… hombre veraz y muy apersonado, que por no gustar del clima de Andalucía, quiere una plaza de tiple en la Real capilla de Madrid… pues me dice, vea usted, me dice que cuando la delincuente subió al patíbulo, los voluntarios realistas que formaban el cuadro se echaron a llorar… Un Padre nuestro, Tablas, recémosle un Padre nuestro a esa pobre señora.
Igual congoja que los voluntarios realistas sintió Jenara al oír el rezo de Carnicero y Tablas; pero dominándose con su voluntad poderosa, varió de conversación diciendo:
– ¿Se sabe de la pupila de Cordero?
– Esa… – replicó D. Felicísimo con desdén – está fuera de peligro. Hierba ruin no muere.