Sadece LitRes`te okuyun

Kitap dosya olarak indirilemez ancak uygulamamız üzerinden veya online olarak web sitemizden okunabilir.

Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Los apostólicos», sayfa 16

Yazı tipi:

XXX

En los primeros días del mes de Setiembre, un viajero llegó a la posada del Segoviano en la Granja, y pidió cuarto y comida, exigencias a que con tanto tesón como desabrimiento se negó el fondista. Era inaudito atrevimiento venir a pedir techo y manteles en una posada que por su mucha fama y prez estaba llena de gente principal desde el sótano a los desvanes. ¡Ahí era nada en gracia de Dios lo de personajes que en la casa había! Cuatro consejeros de Estado, un fiscal de la Rota, un administrador del Noveno y Excusado, dos brigadieres exentos, un padre prepósito, un definidor y seis cantores de ópera sobrellevaban allí con paciencia las incomodidades de los cuartos y compartían el ayuno de las parcas comidas y mermadas cenas.

– Perdone por Dios, hermano – dijo a nuestro viajero el implacable dueño del mesón, que reventaba de gordura y orgullo considerando el buen esquilmo de aquel año, gracias al ansia de los partidos que tanta gente llevaba a San Ildefonso.

Y el viajero redoblaba su amabilidad suplicante, en vista de la negativa venteril. Era tímido y circunspecto, quizás en demasía para aquel caso en que tenía que habérselas con la ralea de posaderos y fondistas.

– Deme usted un cuchitril cualquiera – dijo. – No estaré sino el tiempo necesario para conseguir que Su Ilustrísima el Sr. Abarca eche una firma en cierto documento.

– ¿El Sr. Abarca?… Buena persona… Es muy amigo mío – replicó el ventero. – Pero no puedo alojarle a usted… Como no sea en la cuadra…

Ya se había decidido el atribulado señor a aceptar esta oferta, cuando acertó a pasar D. Juan de Pipaón. El viajero y el cortesano se vieron, se saludaron, se abrazaron, y… ¿cómo había de consentir D. Juan que un tan querido amigo suyo se albergara entre cuadrúpedos teniendo él, como tenía, en la casa de Pajes, dos hermosísimas y holgadas estancias, donde estaba como garbanzo en olla?

– Venga conmigo el buen Cordero – dijo con generosa bizarría – que le hospedaré como a un príncipe. La Granja rebosa de gente. Amigo – añadió, hablándole al oído, cuando ambos marchaban hacia la casa de Pajes – el Rey se nos muere.

– De modo que sobrevendrá…

– El diluvio universal… Háblase de componer la cosa en familia. Pero vamos, vamos a que descanse usted.

Cordero dio un suspiro y ambos entraron en la casa. Después de un ligero descanso y del desayuno consiguiente, Cordero salió a ver los jardines.

¡La Granja! ¿Quién no ha oído hablar de sus maravillosos jardines, de sus risueños paisajes, de la sorprendente arquitectura líquida de sus fuentes, de sus laberintos y vergeles?… Versalles, Aranjuez, Fontainebleau, Caserta, Schoenbrünn, Potsdam, Windsor, sitios donde se han labrado un nido los reyes europeos huyendo del tumulto de las capitales y del roce del pueblo, podrán igualarle, pero no superan al rinconcito que fundó el primer Borbón para descansar del gobierno. Y no hay más remedio que admirar esta pasmosa obra del despotismo ilustrado, reconociéndola conforme a la idea que la hizo nacer. El despotismo ilustrado fomentó la riqueza en todos los órdenes, desterró abusos, alivió contribuciones, acometió mejoras en bien del pueblo; pero todo lo sometió a una reglamentación prolija. Hacía el bien como una merced y lo distribuía como se distribuye la sopa a los pobres recogidos en un asilo. Todo había de sujetarse a canon y a medida, y la nación, que nada podía hacer por sí, lo recibía todo con arreglo a disciplina de hospital.

El despotismo ilustrado da vida en el orden económico a los Pósitos, a los Bancos privilegiados, a los Gremios; en el orden político crea los pactos de familia, y en el artístico protege el clasicismo. Llega al fin un día en que pone su mano en la Naturaleza, y entonces aparece Le Nôtre, el arquitecto de jardines. Este hombre somete la vegetación a la geometría y hace jardines con teodolito. A su mando inapelable los árboles ya no pueden nacer libremente donde la tierra, el agua y Dios quisieron que naciesen, y se ponen en filas, como soldados, o en círculo, como bailarines. No basta esto para conseguir aquella conformidad disciplinaria que es el mayor gusto del despotismo ilustrado, y son escogidos los árboles como Federico de Prusia escoge a sus granaderos. Es preciso que todos sean de un tamaño y que las ramas crezcan por reguladas dosis. El hacha se encarga de convertir un bosque en alameda, y surgen, como por encanto, esos bellos escuadrones de tilos y esas compañías de olmos que parecen esperar el grito de un pino para marchar en orden de parada.

El despotismo ilustrado y sus jardineros aspiran a más; aspiran a que la Naturaleza no parezca Naturaleza sino un reino fiel sometido a la voluntad de su dueño y señor. Las tijeras, que antes sólo eran arma de los sastres, son ahora la primera herramienta de horticultura y con ella se establece una igualdad de vasallaje que confunde en un solo tamaño al grande y al chico. Es un instrumento de corrección como la lima de que tanto hablaban los clásicos, y que a fuerza de pulimentar hacía que todos los versos fueran igualmente fastidiosos. La tijera hace de los amorosos mirtos y del espeso boj las baratijas más graciosas que puede imaginarse. Córtalos en todas las formas, y talla guarniciones, muebles, dibujos, casitas, arcos, escudos, trofeos. Los jardineros redondean los árboles, dejándoles cual si salieran del torno, y las esbeltas copas se convierten en pelotas verdes. En el bajo suelo cortan y recortan el césped como se cortaría el paño para hacer una casaca, y luego bordan todo esto con flores vivas que ponen donde la topografía ordena. Hacen mil juegos y mosaicos, tapicerías y arabescos. ¡Ay de aquella florecilla indisciplinada que se salga de su sitio! La arrancan sin piedad. La lozanía excesiva tiene pena de muerte como la libertad entre los hombres.

A un jardín le hacen parecer teatro, plaza, cementerio o cosa semejante. Resulta un lugar frío, triste, desabrido, que trae al pensamiento las tragedias en que Alejandro salía vestido de Luis XIV. Es preciso poner algo que anime aquella soledad, algo que se mueva. ¿Quién será el juglar de este escenario amanerado? Pues el agua. El agua que es la libertad misma, la independencia, el perpetuo correr y la risa y la alegría del mundo, es sacada de aquellos plácidos arroyos, de aquellas tranquilas lagunas, de los agrestes manantiales y sujeta con presas y trasportada en cañerías, y luego sometida al martirio inquisitorial de las fuentes que la obligan a saltar y hacer cabriolas de un modo indecoroso. El clasicismo hortícola quiere que en todo jardín haya mucha mitología, faunos groseros, ninfas muy fastidiosas, dioses pedantes, geniecillos mal criados. Pues todos estos individuos no tienen gracia si no echan un chorro de agua, quién por la boca, quién por ánforas y caracoles, aquel por todas las partes de su musgoso cuerpo, y diosa hay que arroja de sus pechos cantidad bastante para abrevar toda la caballería de un ejército.

En la Granja la fuente de la Fama escupe al cielo un surtidor de 184 pies de altura y el Canastillo traza en el espacio todo un problema geométrico con rayas de agua, mientras Neptuno, rigiendo sus caballos pisciformes, eleva a los aires sorprendente arquitectura de movible cristal que con los juegos de la luz embelesa y fascina. Las fuentes de Pomona, Anfitrite y los Dragones también hacen con el agua las prestidigitaciones más originales. Desde la plaza de las Ocho Calles se ven, con sólo girar la mirada, todas las extravagancias de gimnástica y coreografía con que el pobre elemento esclavizado divierte a reyes y a pueblos. Los atónitos ojos del espectador dudan si aquello será verdad o será sueño, inclinándose a veces a creer que es un manicomio de ríos.

Era primer domingo de mes y corrían las fuentes. Toda la sociedad del Real Sitio estaba en los jardines disfrutando de la frescura del ambiente y de la perspectiva de los árboles, cosa bellísima aunque académica. Las damas de la corte y las que sin serlo habían ido a veranear, los militares de todas graduaciones, los señores y los consejeros, los lechuguinos y por último la gente del pueblo a quien se permitía entrar aquel día por causa del correr de las fuentes, formaban un conjunto tan curioso como rico en matices y animación. Por aquí corrillos de pastoreo cortesano como el que inspiró a Watteau, por allá rusticidades en crudo, más lejos Ariadnas que se quieren perder en laberintillos de boj, y por todas las rectas calles grupos que se cruzan, bandadas alegres que van y vienen. Como el agua salta risueña de las tazas de mármol, así surge la conversación chispeante de los movibles grupos. No se puede entender nada.

Allá va Pipaón con su amigo. Al pasar oímos que este le dijo: – Y Jenara ¿dónde está? No la he visto por ninguna parte.

– ¿Qué la has de ver, si ha ido a Cuéllar? – replicó el cortesano.

Y perdiéronse entre el gentío elegante. El vestir ceremonioso era entonces de rúbrica en los paseos, y no había las libertades que la comodidad ha introducido después. Entonces ni el calor ni el esparcimiento estival eran razones bastantes para prescindir de la etiqueta, y así lo mismo en el Prado de Madrid que en los jardines de San Ildefonso, el hombre culto tenía que encorbatinarse al uso de la época, que era una elegante parodia de la pena de muerte en garrote vil. ¡Ay de aquel cuya cabeza no se presentara sirviendo de cimiento a un mediano torreón de felpa negra o blanca con pelos como de zalea, ala estrecha y figura cónico-truncada que daba gloria verlo!

Las solapas altas, las mangas de pernil, las apretadas cinturas son accidentes muy conocidos para que necesitemos pintarlos. El paño oscuro lo informaba todo, y entonces no había las rabicortas americanas de frágil tela, ni los trajes cómodos, ni sombreros de paja, ni quitasoles.

¿Pues y el vestido y los diversos atavíos de las damas? Entonces el peinarse era peinarse; había arquitectura de cabellos y una peineta solía tener más importancia que el Congreso de Verona. Para calle las damas retorcían y alzaban por detrás el pelo sujetándole en la corona con una peineta que se llamaba de teja, de sofá o de pico de pato, según su forma. ¡Qué cosa tan bonita!, ¿no es verdad? Pues ved ahora por delante los rizos batidos, como una fila de pequeños toneles negros o rubios suspendidos sobre la frente. Esto era monísimo, sobre todo si se completaba tan lindo artificio con la cadena a la Ferronière y broche a la Sévigné sujetando el cabello. Esto hacía creer que las señoras llevaban el reloj en el moño, de lo que resultaba mucho atractivo.

Tentado estoy de describiros el peinado a la jirafa con tres grandes lazos armados sobre un catafalco de alambre, los cuales lazos aparecían como en un trono, rodeados de un servil ejército de rizos huecos.

¡Cielos piadosos, quién pudiera ver ahora aquellas dulletas de inglesina tan pomposas que parecían sacos, y aquellos abrigos de gros tornasol o de casimir Fernaux o tafetán de Florencia, guarnecidos de rulos y trenzas, todo tan propio y rico que cada señora era un almacén de modas! ¡Quién pudiera ver ahora resucitados y puestos en uso aquellos vestidos de invierno, altos de talle, escurridos de falda, y guarnecidos de marta o chinchilla! Lo más airoso de este traje era el gato, o sea un desmedido rollo de piel que las señoras se envolvían en el cuello, dejando caer la punta sobre el pecho, y así parecían víctimas de la voracidad de una cruel serpiente.

Pero estas son cosas de invierno, y volvamos a nuestro verano y a nuestros jardines de La Granja. Todos los que esto lean, convendrán en que no podría darse cosa más bonita que aquellas mangas de jamón, abultadas por medio de ahuecadores de ballena, y con los cuales las señoras parecían llevar un globo aerostático en cada brazo. ¡Y dicen que entonces no había modas elegantes! ¿Pues, y dónde nos dejan aquel talle que por lo alto tocaba el cielo y aquella falda que intentaba seguir el mismo camino, huyendo de los pies, y aquel escote recto por pecho y espalda que a veces quería bajar al encuentro del talle y que disimulaba su impudencia con hipocresía de canesús y sofisma de tules? Si no fuera porque las damas ataviadas en tal guisa se asemejaban bastante a una alcazarra, este vestido merecía haberse perpetuado. ¡Qué precioso era! Tenía la ventaja de no alterar las formas, y entonces el pecho era pecho y las caderas caderas.

¡Ay!, entonces también los pies eran pies, es decir que no había esas falsificaciones de pies que se llaman botinas. Los zapateros no habían intentado aún enmendar la plana a Dios creando extremidades convencionales al cuerpo humano. ¿Y qué cosa más bonita que aquellas galgas y aquel cruzado de cintas por la pierna arriba hasta perderse donde la vista no podía penetrar? La suela casi plana, el tacón moderado, el empeine muy bajo, eran indudablemente la última parodia de aquellas sandalias que usaban las heroínas antiguas y que servían para lo que no sirve ningún zapato moderno, para andar.

Ni que me maten dejaré de hablar de las mantillas, las cuales entonces eran a propósito para echar abajo la teoría de que esta prenda no sirve para nada. Entonces las mantillas eran mantillas; como que había unas que se llamaban de toalla, y esto pinta su longitud. Aquellas mantillas tapaban y tenían infinito número de pliegues, cuya disposición y gobierno sometidos a la mano de la mujer que la llevaba, eran casi un lenguaje. La toquilla de ahora es un adorno, la mantilla de entonces era la persona misma. Las toquillas de hoy se llevan; las mantillas de entonces se ponían. Los pliegues relumbrones de su raso interior, el brillo severo de su terciopelo, la niebla negra de sus encajes, hechura fantástica de hilos tejidos por moscas, y la pasamanería de sus guarniciones reunían en derredor de una cara hermosa no sé que misterioso cortejo de geniecillos, que ora parecían serios ora risueños y a su modo expresaban el pudor y la provocación, la reserva o el desenfado. El ideal se hizo trapo, y se llamó mantilla.

En cambio de otras ventajas que el vestir moderno lleva al antiguo, aquellos tenían la de la variedad de tonos. Entonces los colores eran colores, y no como ogaño variantes del gris, del canelo y de los tintes metálicos. Entonces la gente se vestía de verde, de colorado, de amarillo, y los jardines de la Granja vistos a lo lejos, eran un prado de pintadas florecillas. El alepín, la cúbica, el tafetán de la reina, el muaré antic, las sargas, la inglesina, el cotepali ofrecían variedad de bultos y colores. Los parisienses que en esto de hacer modas se pintan solos y cuando no pueden inventar formas y colores nuevos les dan nombres extraños, habían lanzado al mundo el color jirafa, el pasa de corinto, el no menos gracioso La Vallière, el azul Cristina; pero los que verdaderamente merecen un puesto en la historia son el color ayes de Polonia y el humo de Marengo.

El cuadro de interés indumentario con fondos de verdor académico que hemos trazado carece aún de ciertos tonos fuertes, que echará de menos todo el que hubiera contemplado el original. Con el pincel gordo apuntaremos en los primeros términos algunas manchas de encarnado rabioso, amarillo y pardo que son las pintorescas sayas de las mujeres del campo venidas de los inmediatos pueblos. La elegancia de estos trajes se pierde en la oscuridad de los tiempos, y a nuestro siglo sólo ha llegado una especie de alcachofa de burdos refajos, dentro de la cual el cuerpo femenino no parece tal cuerpo, sino una peonza que da vueltas sobre los pies, mientras los hombres, (aquí es preciso volcar sobre el cuadro toda la pintura negra) fatigados y oprimidos dentro de las enjutas chaquetas y los ahogados pantalones y las medias de punto, parecen saltamontes puestos de pie, guardando la cabeza bajo anchísimo queso negro.

El pincel más amanerado nos servirá para apuntar, oscilando sobre esta multitud de cabezas, como las llamas de Pentecostés, los pompones de los militares; y si hubiera tiempo y lienzo, pondríamos en último término, con tintas graciosas, un zaguanete de alabarderos, que, semejante a un ejército de zarzuela, pasa por el jardín precedido de su música de tambor y pífanos. Lejos, más lejos aún que la vaporosa proyección del agua en el aire, ponemos la fachada del palacio, rectilínea, clásica, de formas discretas y limadas como los versos de una oda. ¡Ay!, en el momento en que le contemplamos, gran gentío de cortesanos, militares y personajes de todas las categorías entra y sale por las tres grandes puertas del centro con afán y oficiosidad. De pronto el murmullo alegre de las fuentes cesa, y todas dejan de correr. El agua vacila en los aires, los chorros se truncan, se desmayan, descienden, caen, como castillos fantásticos deshechos por la luz de la razón, y en estanques y tazones se extingue el último silbido de los surtidores, que vuelven a esconderse en sus misteriosas cañerías. En los jardines reina un estupor lúgubre; la gente se para, pregunta, contesta, murmura, y de boca en boca van pasando como chispazos de pólvora fugaz estas palabras: «El Rey se muere, el Rey se muere».

Las puertas del palacio se abren de par en par. Entremos.

XXXI

– Se ha fijado la gota en el pecho…

– Así parece.

– Peligro inminente… ¡muerte!

– El Señor lo dispone así…

El que tal dijo (y lo dijo con el aplomo del que está en los secretos de Dios y mantiene relaciones absolutamente familiares con Él) era un anciano corpulento, recio y hasta majestuoso, vestido de luengas ropas moradas. Parecía la efigie de un santo doctor bajado de los altares, y así sus palabras tenían una autoridad semi-divina. Hablaba dogmáticamente y no admitía réplica. Era obispo y aragonés.

Su interlocutor vestía también ropas talares pero negras, sin adorno alguno ni preciadas insignias. No parecía tener más de treinta y cinco años y se distinguía por su hermosura como el obispo de León por su apostólica majestad. Era el Padre Carranza, prepósito de los Jesuitas, hombre listo si los hay, y además de cara bonita, calidad que avaloraba su extraordinaria elocuencia, de tal modo que cuando subía al púlpito parecía un ángel con sotana, celestial mensajero para proclamar con encantadora voz lo pecadores que somos. Por su elocuencia y talento, (no por otras de sus eminentes cualidades, como la malignidad ha dicho alguna vez) ganó en absoluto la confianza de doña Francisca, a quien conoceremos en seguida.

– Diga usted a Sus Altezas que Su Majestad me ha llamado para pedirme consejo en estas críticas circunstancias. En este momento Su Excelencia el Sr. Calomarde está en la cámara de Su Majestad, el cual… Dios lo quiere así… continúa en malísimo estado, en deplorable estado… Cúmplase la voluntad del Altísimo.

Esto se decía en lujosa antecámara de esas que abundan en nuestros palacios reales y que en su ornato y mueblaje ofrecían mezcla confusa del estilo Luis XV y del gusto neo-clásico puesto en moda por el imperio francés. La tapicería era rica y graciosa; el piso, cubierto de finísimo junco, daba carácter español al recinto, y por el techo corrían entre nubecillas semejantes a espuma de huevo batido, varias ninfas a lo Bayeu que parecían representaciones de la retórica de Hermosilla y de la poesía Moratiniana, según las baratijas simbólicas que cada una llevaba en la mano para dar a conocer su empleo en el vasto reino del ideal. La luz que alumbraba la pieza era escasa y apenas se distinguía un Carlos IV en traje de caza que en la pared principal estaba, escopeta en mano, la bondadosa boca contraída por la sonrisa, y con la vista un poco extraviada hacia el techo, cual si intentara dar un susto a las ninfas que por él se paseaban tranquilas sin meterse con nadie.

La hermosa figura del obispo y el elegante cuerpo negro del jesuita concordaban admirablemente con aquel fondo o decoración palatina. Ambos dijeron algunas palabras precipitadas que no pudimos oír y salieron a prisa por distintas puertas. Seguiremos al jesuita guapo, quien rápidamente nos llevó a otra monumental y vistosa sala donde salieron a recibirle dos damas más notables por su rango que por su belleza. Eran la infanta doña Francisca y la princesa de Beira, brasileñas y ambiciosas. La primera habría sido hermosa si no afeara sus facciones el tinte rojizo, comúnmente llamado color de hígado. La segunda llamaba la atención por su arremangada nariz, su boca fruncida, su entrecejo displicente, rasgos de los cuales resultaba un conjunto orgulloso y nada simpático, como emblema del despotismo degenerado que se usaba por aquellos tiempos.

El padre Carranza les habló con nerviosa precipitación, y ellas le oyeron con la complacencia, mejor dicho, con la fe que el buen padre Carranza les inspiraba, y en el ardiente y vivísimo coloquio, semejante a un secreto de confesonario, se destacaban estas frases: «Dios lo dispone así… veremos lo que resulta de ese consejo… ¿y qué hará esa pobre Cristina?».

Los tres pasaron luego a la pieza inmediata, sólo ocupada en aquel momento por un hombre, en el cual conviene que nos fijemos por ser de estos individuos que, aun careciendo de todo mérito personal y también de maldades y vicios, dejan a su paso por el mundo más memoria y un rastro mayor que todos los virtuosos y los malvados todos de una generación. Estaba sentado, apoyado el codo en el pupitre y la mejilla en la palma de la mano, serio, meditabundo, parecido por causa del lugar y las circunstancias a un grande emperador de cuyos planes y designios depende la suerte de toda la tierra. Y la de España dependía entonces de aquel hombre extraordinariamente pequeño para colocado en las alturas de la monarquía. Tenía todas las cualidades de un buen padre de familia y de un honrado vecino de cualquier villa o aldea; pero ni una sola de las que son necesarias al oficio de Rey verdadero. Siendo, como era, rey de pretensiones, y por lo tanto batallador, su nulidad se manifestaba más, y no hubo momento en su vida, desde que empezó la reclamación armada de sus derechos, en que aquella nulidad no saliese a relucir, ya en lo político, ya en lo marcial. Era un genio negativo, o hablando familiarmente, no valía para maldita de Dios la cosa.

Su Alteza se parecía poco al Rey Fernando. Su mirada turbia y sin brillo no anunciaba, como en este, pasiones violentas, sino la tranquilidad del hombre pasivo, cuyo destino es ser juguete de los acontecimientos. Era su cara de esas que no tienen el don de hacer amigos, y si no fuera por los derechos que llevaba en sí como un prestigio indiscutible emanado del Cielo, no habrían sido muchos los secuaces de aquel hombre frío de rostro, de mirar, de palabra, de afectos y de deseos, como no fuera el vehemente prurito de reinar. Su boca era grande y menos fea que la de Fernando, pues su labio no iba tan afuera; pero el gran desarrollo de su mandíbula inferior, alargando considerablemente su cara, le hacía desmerecer mucho. El tipo austriaco se revelaba en él más que el borbónico, y bajo sus facciones reales se veía pasar confusa la fisonomía de aquel espectro que se llamó Carlos II el Hechizado. A pesar del lejano parentesco, la quijada era la misma, sólo que tenía más carne.

Cuando entraron las infantas D. Carlos levantó los ojos de su pupitre, miró con tristeza a las damas y después a un cuadro que frente a él estaba y era la imagen de la Purísima Concepción. El Soberano de los apostólicos dio un suspiro como los que daba D. Quijote en la presencia ideal de Dulcinea del Toboso, y luego se quedó mirando un rato a la pintura cual si mentalmente rezara.

– Francisquita – dijo al concluir, – no me traigas recados, como no sean para darme cuenta de la enfermedad de mi adorado hermano. No quiero intrigas palaciegas, ni menos conspiraciones para sublevar tropa, paisanos o voluntarios realistas. Mis derechos son claros y vienen de Dios: no necesitan más que su propia fuerza divina para triunfar, y aquí están de más las espadas y bayonetas. No se ha de derramar sangre por mí, ni es necesario tampoco. Yo no conquisto, tomo lo mío de manos de Altísimo que me lo ha de dar. Esa, esa augusta señora – añadió señalando el cuadro, – es la patrona de mi causa y la generalísima de nuestros ejércitos: ella nos dará todo hecho sin necesidad de intrigas, ni de sangre, ni de conspiraciones y atropellos.

Doña Francisca miró a la imagen bendita, y aunque era, como su ilustre esposo, mujer de mucha devoción, no parecía fiar mucho, en aquellos momentos, de la excelsa patrona y generalísima. La de Beira fue la primera que tomó la palabra para decir a Su Alteza:

– Carlitos, no podemos estar mano sobre mano ni esperar los acontecimientos con esa santa calma tuya, cuando se van a decidir las cosas más graves. Nosotras no intrigamos, lo que hacemos es apercibirnos para cortar las intrigas que se traman contra ti, legítimo heredero del trono, y contra nosotras. No conspiramos; pero estamos a la mira de la conspiración asquerosa de los liberales, que ahora se llamarán cristinos, para burlar tus derechos, emanados de Dios, y alterar la ley sagrada de la sucesión a la corona. En este momento, Cristina, por encargo del Rey, llama a Consejo al ministro Calomarde, al obispo de León y al conde de la Alcudia. ¿Sabes para qué?

– ¿Para qué?

– Para proponer un arreglo, una componenda – dijo prontamente Doña Francisca, no menos iracunda que su hermana. – Pronto lo sabremos. Esa pobre Cristina apelará a todos los medios para embrollar las cosas y ganar tiempo, hasta que se desencadenen las furias de la revolución, que es su esperanza.

– ¡Un arreglo!… – dijo D. Carlos con entereza. – ¿Con quién y de qué? Entre los derechos legítimos, sagrados y la usurpación ilegal no puede haber arreglo posible.

Dijo esto con tanto aplomo que parecía un sabio. Después miró a la Virgen como para tener la satisfacción de ver que ella opinaba lo mismo.

– Basta de cuestiones políticas – dijo Su Alteza volviendo a tomar una actitud tranquila. – ¿Sigue Fernando más aliviado del paroxismo de esta tarde?

– Hasta ahora no hay síntomas de que se repita…

– Pero puede suceder que de un momento a otro…

– ¡Pobre Fernando! – exclamó D. Carlos dando un gran suspiro y apoyando la barba en el pecho. Incapaz de fingimiento y de mentira, la apariencia tétrica del Infante era fiel expresión de la vivísima pena que sentía. Amaba entrañablemente a su hermano. Para que todo fuera en desventaja de los españoles, Dios quiso que estos se dividieran en bandos de aborrecimiento, mientras los hermanos que ocasionaron tantos desastres vivieron siempre enlazados por el afecto más leal y cariñoso.

Poco más de lo transcrito hablaron el Infante y las dos damas, porque empezó a reunirse la camarilla en el salón inmediato, y Doña Francisca y su hermana abandonaron a Don Carlos para recibir a los aduladores, pretendientes y cofrades reverendos de aquella cortesana intriga. En poco tiempo llenose la cámara de personajes diversos, el conde de Negri, el padre Carranza, el embajador de Nápoles, vendido secretamente a los apostólicos desde mucho antes, y D. Juan de Pipaón, que según todas las apariencias, representaba en el seno de la comunidad apostólica a Calomarde. Luego aparecieron el obispo de León y el conde de la Alcudia, y entonces la cámara fue un hervidero de preguntas y comentarios. Vanidad, servilismo, adulación, los rostros pálidos, las palabras ansiosas, el respeto olvidado, el rencor no satisfecho, la esperanza cohibida por el temor… todo esto había bajo aquel techo habitado por sosas ninfas, entre aquellos tapices representando borracheras a lo Teniers, remilgadas pastoras o cabriolas de sátiros en los jardines de Helicona.

– Una proposición inaudita, señores – dijo el reverendo obispo con fiereza. – Veremos lo que opina el Señor. Ahí es nada… Quieren que durante la enfermedad del Rey se encargue del gobierno doña Cristina, y que el Serenísimo Señor Infante sea… su consejero.

Una exclamación de horror acogió estas palabras. La princesa de Beira casi lloraba de rabia, y a la orgullosa Doña Francisca le temblaban los labios y no podía hablar.

– Es una desvergüenza – se atrevió a decir Pipaón, que siempre quería dejar atrás a todos en la expresión extremada del entusiasmo apostólico.

– Es una jugarreta napolitana – indicó Negri, que en estas ocasiones gustaba de decir algo que hiciera reír.

– Es burlarse de los designios del Altísimo – afirmó Abarca, atento siempre a entrometer la Divinidad en aquellas danzas.

– Es simplemente una tontería – dijo el de Alcudia. – Veamos la opinión de Su Alteza.

El ministro y el obispo pasaron a ver a D. Carlos, que hasta entonces tenía la digna costumbre de huir de los conventículos donde se ventilaban entre aspavientos y lamentaciones los intereses de su causa, y al poco rato salieron radiantes de gozo. Su Alteza había contestado con enérgica negativa a la proposición de la madre de Isabelita; que de este modo solían allí nombrar a la Reina Cristina.

Entonce los cortesanos corrieron del cuarto del Infante a la cámara real, donde, en vista de la denegación, se buscaban nuevas fórmulas para llegar al deseado arreglo. Hora y media pasó en ansiedades y locas impaciencias. La Reina y los ministros conferenciaban en la antecámara del Rey. En la alcoba de este nadie podía penetrar, a excepción de Cristina, los médicos y los ayudas de cámara de Su Majestad. El Infante no salía del rincón de su cuarto, en que parecía estar recogido como un cenobita que hace penitencia; pero la bulliciosa Infanta, la implacable princesa de Beira, su hijo D. Sebastián y la mujer de este no se daban punto de reposo, inquiriendo, atisbando, en medio del vertiginoso ciclón de cortesanos que iba y venía y volteaba con mareante susurro.

Al fin aparecieron el obispo y el conde de la Alcudia, trayendo las nuevas proposiciones de arreglo. ¿Cuáles eran? «¡Una regencia compuesta de Cristina y D. Carlos, con tal que este empeñase solemnemente su palabra de no atentar a los derechos de la Princesa Isabel!». Tal era la proposición que a unos parecía absurda, a otros insolente, a los más ridícula. Hubo exclamaciones, monosílabos de desprecio y amargas risas. «¡Los derechos de Isabelita!». Esta idea ponía fuera de sí a la enfática y siempre hinchada princesa de Beira.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
280 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

Bu kitabı okuyanlar şunları da okudu