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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Los apostólicos», sayfa 17

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¿Y quién sabrá pintar la escena del cuarto de D. Carlos, cuando el obispo y el ministro le comunicaron la última proposición de los Reyes? Por todos los santos se puede jurar que el que tal escena vio no la olvidará aunque mil años viva. Nosotros que la vimos la tenemos presente lo mismo que si hubiera pasado ayer, ¿pero cómo acertar a pintarla? Es tan rica de matices y al propio tiempo tan sencilla que es fácil se eche a perder al pasar por las manos del arte. ¡Pasó allí tan poca cosa y fue de tanta trascendencia lo que allí pasó!… No hubo ruido; pero en el silencio grave de aquella sala se engendraron las mayores tempestades españolas del siglo.

Al ver entrar al obispo y al ministro, seguidos de las infantas, D. Sebastián y el agraciadísimo Padre Carranza, D. Carlos se levantó solemnemente. Era hombre que sabía dar a ciertos actos una majestad severa que contrastaba con su llaneza en la vida privada. Mientras Alcudia leía el borrador del decreto en que se establecía la doble regencia, la princesa de Beira estaba lívida y Doña Francisca mordía las puntas del pañuelo. Ambas hermanas vestían modestamente. ¿Quién olvidará sus talles altos, sus ampulosos senos, sus peinados de tres lazos y sus pañoletas de colores? Estaban como dos estatuas de la ambición doméstico-palatina, erigidas en el centro del arco que formaba la comisión de príncipes y magnates. Miraban ansiosas a D. Carlos cual si temieran que el grande amor que al Rey tenía venciera su entereza en aquel crítico instante, haciéndole incurrir en una debilidad que se confundiría con la bajeza.

D. Carlos no tenía talento ni ambición, pero tenía fe, una fe tan grande en sus derechos que estos y los Santos Evangelios venían a ser para Su Alteza Serenísima una misma cosa. Esta fe que en lo moral producía en él la honradez más pura, y en los actos políticos una terquedad lamentable, fue lo que en tal momento salvó la causa apostólica, llenando de júbilo los corazones de aquellos señorones codiciosos y levantiscas princesas. Mientras duró la lectura, D. Carlos no quitó los ojos del cuadro de la Purísima, a quien sería mejor llamar Capitana por las prerrogativas militares que el príncipe le había dado. Después hubo una pausa silenciosa, durante la cual no se oyó más que el rumorcillo del papel al ser doblado por el conde de la Alcudia. Las infantas miraban a los labios de D. Carlos y D. Carlos se puso pálido, alzó la frente más ancha que hermosa, y tosió ligeramente. Parecía que iba a decir las cosas más estupendas de que es capaz la palabra humana, o a dictar leyes al mundo como su homónimo el de Gante las dictaba desde un rincón del alcázar de Toledo. Con voz campanuda dijo así:

– No ambiciono ser rey; antes por el contrario desearía librarme de carga tan pesada que reconozco superior a mis fuerzas… pero…

Aquí se detuvo buscando la frase. Doña Francisca estuvo a punto de desmayarse y la de Beira echaba fuego por sus ojos.

– Pero Dios – añadió D. Carlos – que me ha colocado en esta posición me guiará en este valle de lágrimas… Dios me permitirá cumplir tan alta empresa.

Aún no se sabía qué empresa era aquella que Dios, protector decidido de la causa, tomaba a su cargo en este valle de lágrimas. El conde de la Alcudia que a pesar de estar secretamente afiliado al partido de D. Carlos, quería cumplir la misión que le había dado el Rey, dijo algunas palabras en pro de la avenencia. Pero entonces don Carlos, como si recibiera una inspiración del Cielo, habló con facilidad y energía en estos términos, que son exactos y textuales:

– «No estoy engañado, no, pues sé muy bien que si yo por cualquier motivo, cediese esta corona a quien no tiene derecho a ella, me tomaría Dios estrechísima cuenta en el otro mundo y mi confesor en este no me lo perdonaría; y esta cuenta sería aún más estrecha perjudicando yo a tantos otros y siendo yo causa de todo lo que resultare; por tanto no hay que cansarse, pues no mudo de parecer».

Dijo y se sentó cansado. Las infantas dejaron a sus abanicos la expresión del orgullo y satisfacción que sentían por aquellas cristianísimas palabras. ¿Qué cosa más admirable que un príncipe decidido a reinar sobre nosotros, no por ambición, no por deseo de aplicar al Gobierno un entendimiento que se siente poderoso, sino por cristianismo puro, por temor de Dios y por miedo al Infierno? En aquel breve discurso nos explicó Su Alteza Serenísima la clave de sus ideas y de su modo de hacer la guerra y de gobernar. No era ambicioso ni conquistador, sino una especie de cruzado de la Tierra Santa de sus derechos. Según él, Dios estaba profundamente interesado en aquel negocio, y tanto, que no se sabe lo que habría pasado en los reinos celestiales si al buen Infante le da la mala tentación de dejar reinar a Isabelita. Es sabido que estas contiendas de familia se miran allá arriba como cosa de casa. Bien enterado estaba de todo el confesor de Su Alteza, que así le había pintado la imposibilidad de ser modesto y la urgente precisión de ceñirse la corona por estar así acordado allí donde se hacen y deshacen los imperios. ¿Y cómo se iba a atrever el pobre D. Carlos a confesar en el temeroso tribunal de la penitencia el horrible delito de no querer ser Rey? ¿Y además no estaba de por medio la infeliz España a quien Dios no podía abandonar? ¿Y qué era el príncipe más que el instrumento de Dios, protector decidido en todos tiempos de nuestra nación con preferencia a todas las demás que ocupan la interesante Europa, la América lozana, la negra África y el Asia opulenta? ¡Instrumento de la Providencia! Esto y no otra cosa era D. Carlos, y bien lo comprendía así el bueno, el evangélico, el seráfico obispo de León, cuando al salir de la cámara del Infante se abrió paso entre la multitud de cortesanos, diciendo con entusiasmo:

– ¡Paso al partido del Altísimo!

Olvidábamos decir que D. Carlos, luego que dio aquella respuesta digna de un arcángel, encargado de defender una plaza del Cielo sitiada por los pícaros demonios, habló un rato con sus amigos y con su esposa y cuñada, repitiéndoles lo que ya les había dicho muchas veces, a saber: que se negaba resueltamente a apelar a las armas, que desaprobaba todas las conspiraciones fraguadas en su nombre y que se le enterase cada poco rato del estado de la salud del Rey.

Luego se encerró en su oratorio donde rezó gran parte de la noche, pidiendo a Dios, su superior jerárquico, y a la Limpia y Pura, su generala en jefe, que salvaran la vida de su amado hermano Fernando. Tal era, ni más ni menos, aquel D. Carlos que en España ha llenado el siglo con su nombre lúgubre, monstruo de candor y de fanatismo, de honradez y de ineptitud.

XXXII

Todos los manipuladores de aquella intriga se agitaban mucho, pero ninguno como Pipaón, el correveidile de Calomarde, el que tan pronto llevaba un recado al embajador de Nápoles, caballero Antonini, como un papelito al Padre Carranza para que lo diera a las infantas. Cuando el barullo cesó en los salones y empezó a reinar un poco de sosiego, el bueno de Bragas retirose con Calomarde y Carranza a una pieza lejana donde estuvieron charlando acaloradamente y revolviendo papeles y haciendo números hasta por la mañana. Cuando amaneció tenía la augusta cabeza tan caldeada por el hervir de ideas y proyectos que en aquella cavidad bullían, que juzgó prudente no acostarse y salir a los jardines para dar algunas vueltas. Largo rato estuvo recorriendo alamedas y bosquecillos de tallado mirto, pero sin parar mientes en la hermosura de la Naturaleza en tal hora, porque su ambición ocupaba al cortesano todas las potencias y sentidos. Así la deliciosa frescura de la mañana, el despertar de los pajarillos, la quietud soñolienta de la atmósfera, la gala de las flores humedecidas por el rocío, eran para aquel infeliz esclavo de las pasiones, como páginas de un idioma desconocido, del cual no comprendía ni una letra ni un rasgo. Ciego para todo menos para su loco apetito no veía sino la cartera ministerial, el sueldazo, las obvenciones, las veneras, el título de nobleza y todo lo demás que del próximo triunfo de los apostólicos podía obtener.

Junto a la fuente de Pomona tropezó con D. Benigno Cordero, que volvía de su paseo matinal. Era hombre que madrugaba como los pájaros y daba paseos de leguas antes del desayuno. Aquella mañana el héroe estaba tan meditabundo como Pipaón; pero por diferentes motivos.

– No he dormido en toda la noche, señor Don Benigno – dijo el cortesano con énfasis. – Hemos trabajado para evitar derramamiento de sangre. El Rey se nos muere hoy: no llegará a la noche. ¡España por D. Carlos!

– Yo tampoco he dormido, pero no me desvelan a mí esas trapisondas palaciegas, no – repuso el héroe melancólicamente. – Barástolis, rebarástolis… ¡pensar que hasta ahora no he podido conseguir de ese intrigante la cosa más fácil y sencilla que se puede pedir a un obispo!… ¡una firma, una, D. Juan, una firma! He prometido una gran cesta de albaricoques, amén de otras cosas, al familiar de Su Ilustrísima y… ni por esas… Su Ilustrísima no se puede ocupar de eso, Su Ilustrísima se debe al Rey y al Estado y al… ¿En qué país vivimos? ¿Pues así se tratan los intereses más respetables? ¿Es esto ser obispo?… ¡Le digo a usted, amigo D. Juan, que estoy de obispos hasta la corona!… ¿Qué es lo que pido? Una firma, nada más que una firma en documento corriente, informado y vuelto a informar, y que ha pasado por más manos que moneda vieja… ¡Oh!, malhadada España. ¡Y estos hombres hablan de regenerarte!

¡Una firma, nada más que una firma! Indudablemente el revoltoso obispo debía ser ahorcado. Pipaón consoló a su amigo lo mejor que pudo prometiéndole recomendar el caso a Su Ilustrísima, y conseguirle si triunfaban los apostólicos, no una firma, sino cuatro o cinco docenas de ellas.

Cuatro o cinco docenas de Barástolis echó después de su boca D. Benigno, y juntos él y Bragas se dirigieron hacia la casa de Pajes.

– Si estuviera aquí Jenarita – decía Cordero, – ella con su irresistible poder haría firmar a ese condenado.

Pipaón se acostó; pero llamado a poco rato por Su Excelencia, tuvo que dejar el blando sueño para acudir a los cónclaves que se preparaban para aquel día. El inconsolable y aburridísimo Cordero, luego que se desayunó, volvió a los jardines, único punto donde hallaba algún esparcimiento en su tristeza, y no había llegado aún a la fuente de la Fama, cuando topó con Salvador Monsalud que de palacio venía cabizbajo y de malísimo humor. El día anterior se habían visto y saludado un momento como amigos antiguos que eran desde las trapisondas de la Milicia nacional del año 22, memorable por la hazaña del nunca bastante célebre arco de Boteros. D. Benigno se alegró de verle, por tener alguien con quien hablar en aquella desolada corte, tan llena de interés para otros y para él más triste y solitaria que un desierto. De manos a boca Monsalud le habló de Sola, del casamiento, y tales elogios hizo de ella y con tanto calor la nombró, que Cordero sintió inexplicables inquietudes en su alma generosa. No sabía por qué le era desagradable la persona y la amistad de aquel hombre, protector y amigo de su futura en otro tiempo, y luego nombrado en sueños por ella. Recordó claramente cuán triste se ponía Sola si le faltaban cartas de él, y cuánto se alegraba al recibir noticias suyas; pero al mismo tiempo le consoló el recuerdo de la perfecta sinceridad, signo de pureza de conciencia, con que Sola le supo referir su entrevista con Salvador en los Cigarrales, mientras Cordero estaba en Madrid ocupado de los nunca bastante vituperados papeles. Recordó muchas cosas, unas que le agitaban, otras que calmaban su inquietud, y por último la fe ciega que tenía en el afecto puro y sencillo de la que iba a ser su señora le confortaba singularmente.

No obstante, quiso evitar la compañía de aquel hombre, y ya preparaba la conversación para buscar un pretexto de ausencia, cuando Salvador dijo:

– Reniego de esta cansada y revoltosa corte. Aquí estoy hace seis días atado por una pretensión fácil y sencilla, y aunque tengo relaciones en palacio, nada puedo conseguir. A usted no le sorprenderá el saber que lo que pretendo no es más que una firma, nada más que una firma en documento corriente. Pero el señor Calomarde que para daño eterno de nuestro país, sigue sin reventar todavía, no se ha decidido aún a tomar la pluma. ¡Y de que la tome y rubrique dependen mi fortuna y mi porvenir!

– Nuestra cuita es la misma – exclamó Don Benigno sintiéndose consolado con la desgracia ajena. – Yo también me aburro y me desespero y me quemo la sangre sólo por una firma.

– ¡Qué ministros!

– Están intrigando para arrancar al Rey un codicilo que dé la corona a D. Carlos.

– ¡Qué menguados hombres!… ¡Que una nación esté en tales manos…!

– Y según los vientos que corren, barástolis, lo estará para in eternum. La consigna de esa gente es que el Rey se muere hoy. Parece que han sobornado al Altísimo.

– Es gracioso.

– Ya tratan a D. Carlos de Majestad.

– Lo creo. Será Rey. Vamos progresando. ¿Piensa usted emigrar?

– ¿Yo? – dijo Cordero sorprendido. – Si triunfa ese partido brutal lo sentiré mucho, porque en fin, tengo ideas liberales… algo ha leído uno en autores filosóficos…

– Sí, ya sé que lee usted a Rousseau. Rousseau dice: «no hay patria donde no hay libertad». ¿Piensa usted emigrar?

– Emigrar no, porque no me mezclo en política. Viviré retirado de estos trapicheos dejándoles que destrocen a su antojo lo que todavía se llama España, y con ellos se llamará como Dios quiera. Un padre de familia no debe comprometerse en aventuras peligrosas. Usted…

– Yo no soy padre de familia ni cosa que lo valga – dijo el otro dejando traslucir claramente una pena muy viva. – No tengo a nadie en el mundo. No hay casa, ni hogar, ni rincón que guarden un poco de calor para mí; soy tan extranjero aquí como en Francia; soy esclavo de la tristeza; no tengo en derredor mío ningún elemento de vida pacífica; la última ilusión la perdí radicalmente; vivo en el vacío; no tengo, pues, otro remedio, si he de seguir existiendo, que lanzarme otra vez a las aventuras desconocidas, a los caminos peligrosos de la idea política, cuyo término se ignora. Mi antigua vocación de revolucionario y conspirador, que estaba amortiguada y como vencida en mí, vuelve a nacer ahora, porque el freno que le puse se ha roto, porque la vocación nueva con que traté de matar aquella se ha convertido en humo. Hay que volver al humo pasado, a las locuras, a la lucha, a las ideas, cuya realización, por lo difícil, toca los límites de lo imposible.

D. Benigno le oía con estupor. Habíanse internado en uno de aquellos laberintos hechos con tijeras, que parecen decoraciones teatrales construidas para una sosa comedia galante o para una opereta de Metastasio. Solitarias y placenteras estaban las callejuelas y las bovedillas verdes. Nadie podía oírles allí. Salvador no puso trabas a su lengua y se expresó de este modo:

– Cuando vine aquí persistía en mi propósito de huir para siempre de la política, aunque estaba muy indeciso considerando que alguna dirección o empleo había de dar a mi pensamiento y a mi voluntad. No se puede vivir de monólogos, como yo vivo ahora. Mi desgracia o mi fortuna, que esto no lo sé bien, quisieron que entrara algunas veces en Palacio. Allí traté a gentiles-hombres y cortesanos, hice amistad con ministriles y empleadillos menudos; todo por el negocio maldito de esta rúbrica que pido a Su Excelencia y que no me quiere dar. Además soy amigo de un montero de Espinosa que me ha enterado de todo lo ocurrido ayer y anoche. ¡Qué cosas, amigo mío; qué horrores! Si cuando se lee la historia sentimos emociones tan hondas y queremos ser actores en los sucesos pintados, ¿qué será cuando vemos la historia viva, antes de ser libro, y asistimos a los hechos antes de que sean páginas? El drama de anoche me ha espeluznado. Pues se prepara otro drama, junto al cual el de anoche será comedia. No, no es posible ver esto como se ven por anteojo los muñecos y las vistas de un tutilimundi. De repente me he sentido exaltado, y mis antiguas vocaciones han renacido con ímpetu irresistible.

– Cuidado, cuidado – dijo D. Benigno, temeroso del sesgo peligroso que aquella conversación tomaba. – Los arbolitos oyen; chitón. Le veo a usted en camino de ser un cristino furibundo.

– Yo no sé por qué camino voy; sólo sé que cuando veo a esa Reina joven, hermosa, inocente de todos los crímenes del absolutismo: cuando considero sus virtudes y la piedad con que asiste al Rey enfermo, que sólo merece lástima; cuando veo los peligros que la cercan, los infames lazos que se le tienden y el desdén con que la miran los mismos que hace poco se arrastraban a sus pies, siento arder la sangre en mis venas, y no sé qué daría, créame usted, D. Benigno, por hallarme en situación de enseñar a esos murciélagos apostólicos cómo se respeta a una señora y a una Reina. En la corona que no han podido quitarle todavía, y que sobre su hermosa frente tiene mayor brillo, veo la monarquía templada que celebra alianzas de amistad con el pueblo; pero en la corona de hierro que esos intrigantes clérigos y cortesanos están forjando en el cuarto de D. Carlos, veo la monarquía desconfiada, implacable, que no admite más derechos que los suyos. No, no hay ya en España caballeros, si España consiente que esa turba de fanáticos expulse a la Reina y arrebate la corona a su hija…

– Sí, sí – exclamó Cordero sintiendo que revivía lentamente en su pecho su antiguo entusiasmo liberalesco. – Pero cuidado, mucho cuidado, amigo. Lo que usted dice es peligrosísimo. Todo el Real Sitio es de los apostólicos. No nos metamos en lo que no nos importa.

– ¿Cómo que no nos importa? – dijo el otro con viveza. – Es cuestión de vida o muerte, de ser o no ser. En estos momentos se está decidiendo, y pronto se probará si los españoles no merecen otro destino que el de un hato de carneros o si son dignos de llamar nación a la tierra en que viven. Yo que había tomado en aborrecimiento las revoluciones y el conspirar, ahora siento en mí un apetito de rebeldía que me llevaría a los mayores atrevimientos si viera junto a mí quien me ayudase. Desanimado ayer y deseoso de la oscuridad, hoy que la vida doméstica me es negada por Dios, quisiera tener medios de revolver a España, y amotinar gente, y hacer que todo el mundo se rebelara, y romper todos los lazos, y levantar todos los destierros, y desencadenar todo lo que está encadenado por este régimen brutal. Yo iría a esa Reina atribulada y le diría: «Señora, lance Vuestra Majestad un grito, un grito sólo en medio de este país que parece dormido y no está sino asustado. No tema Vuestra Majestad; estas situaciones se vencen con el valor y la confianza. Abra Vuestra Majestad las puertas de la patria a todos los emigrados, a todos absolutamente sin distinción. Para vencer al Infante se necesita una bandera; para hacer frente a un principio se necesita otro; nada de términos medios, ni acomodos vergonzosos; esa gente pide todo o nada; pues nada y guerra a muerte. Levántese Vuestra Majestad y ande con paso seguro; no se deje asustar por los errores de los que no han sabido establecer la libertad. Es preciso tolerarles como son, porque son la salvación, y si aseguran el trono y la libertad sus imperfecciones y extravíos les serán perdonados. Y entonces, señora, se alzará del seno de la nación oprimida y deseosa de mejor suerte, un sentimiento, un prurito incontrastable, y miles de hombres generosos se agruparán al lado de Vuestra Majestad protestando con la palabra y con la espada de que quieren por soberana a la Reina del porvenir, la Reina liberal, Isabel II».

XXXIII

– ¡Chitón, chitón por todos los santos del cielo! – dijo D. Benigno poniéndole la mano en la boca para hacerle callar.

El héroe participaba de aquel noble ardor, pero temía que tales demostraciones les trajeran a ambos algún perjuicio. Tembloroso y ruborizado, Cordero llevó a su amigo fuera del verde laberinto, incitándole a que callara, porque – y lo dijo en la plenitud de la convicción – si el obispo Abarca y el ministro Calomarde llegaban a tener noticia de lo que se habló en los jardines, no firmarían ni en tres siglos. Salvador tranquilizó al buen comerciante sobre aquel endiablado negocio de las firmas y cuando se separaron invitole a que comieran juntos aquella tarde. Excusose D. Benigno, por sentirse, al oír la invitación, tocado de aquel mismo recelo o inquietud de que antes hablamos; pero las reiteradas cortesanías del otro le vencieron al fin. Mientras Cordero entraba en la casa de Pajes pensando en el convite, en la muerte del Rey, en la firma y sobre todo en los que le esperaban en los Cigarrales, Salvador penetró en Palacio y no se le vio más en todo el día.

Era aquel el 18 de Setiembre, día inolvidable en los anales de la guerra civil, porque, si bien en él no se disparó un solo cartucho, fue un día que engendró sangrientas batallas, un día en el cual se puede decir figuradamente que se cargaron todos los cañones. Desde muy temprano volvió a reinar el desasosiego en los salones y en todas las dependencias. Su Majestad seguía muy grave, y a cada vahído del monarca la causa apostólica daba un salto en señal de vida y buena salud; así es que cuando circulaban noticias desconsoladoras no se veía el dolor pintado en todas las caras, como sucede en ocasiones de esta naturaleza, aun en reales palacios, sino que a muchos les bailaban los ojos de contento, y otros aunque disimulaban el gozo, no lo hacían tanto que escondieran por completo la repugnante ansiedad de sus corazones corrompidos.

En medio de esta barahúnda, la Reina apuraba ella sola en el silencio lúgubre de la alcoba regia el cáliz amargo de la situación más triste y desairada en que pueda verse quien ha llevado una corona. Los cortesanos huían de ella; a cada hora, a cada minuto veía disminuir el número de los que parecían fieles a su causa, y cada suspiro del Rey moribundo producía una defección en el débil partido de la Reina. El día anterior aún tenía confianza en la guardia de Palacio; pero desde la mañana del 18 las revelaciones de algunos servidores leales la advirtieron de que, muerto el Rey, la guardia y probablemente todas las fuerzas del Real Sitio abrazarían el partido del Infante.

Cristina se vistió en aquellos días el hábito de la Virgen del Carmen, y con la saya de lana blanca estaba más guapa aún que con manto regio y corona de diamantes. No salía de la alcoba regia sino breves momentos, cuando el Rey parecía sosegado y ella necesitaba ver a sus hijas o desahogar su pena en amargas lágrimas, derramadas sin testigos en su cámara particular. Allí también había bullicio y movimiento, porque la servidumbre arreglaba las maletas y embaulaba el ajuar de la Reina en previsión de una fuga precipitada.

Por la noche la Reina no dormía tampoco. Sentada junto al lecho del Rey, vigilaba su enfermedad, atendía a sus dolores, preparaba por sí misma las medicinas y se las daba, le dirigía palabras de esperanza y consuelo, no permitía que los criados hicieran cosa alguna que pudiera hacer ella, esclava entonces de sus deberes de esposa con tanto rigor como la compañera del último súbdito del tirano enfermo. Haciendo entonces lo que no suelen ni saben hacer generalmente las reinas, aquella joven se puso una corona de esas que no están sujetas a los azares de un destronamiento ni a los desaires de la abdicación.

La historia no dice lo que pasó por la mente del atormentador de España al ver que en pago de sus violencias, de su bárbaro orgullo, de sus vicios y de su egoísmo brutal, Dios le enviaba aquel ángel en su última hora para que el autor de tantas agonías viera endulzada la suya y pudiera morirse en paz, como se mueren los que no han hecho daño a nadie. Cuando se entraba en la alcoba real no se podía ver sin horror el enorme cuerpo del Rey en el lecho, hinchado, sin movimiento, oprimido por bizmas, ungido con emplastos que a pesar de sus virtudes no vencían los dolores; hecho todo una miseria; conjunto lastimoso de desdichas físicas, que así remedaban la moral más perversa que ha informado un alma humana.

Su rostro variaba entre el verdoso de la muerte y el amoratado de la congestión. Ligeramente incorporado sobre las almohadas su cabeza estaba inmóvil, su mirada fija y mortecina, su nariz colgaba cual si quisiera caer saltando al suelo, y de su entreabierta boca no salía sino un quejido constante que en los breves momentos de sosiego era estertor difícil. Por fin le tocaba a él también un poco de potro. Debía de estar su conciencia bastante despierta en aquellos momentos, porque no se quejaba desesperado, como si en el fondo de su alma existiese una aprobación de aquel horrible quebrantamiento de huesos y hervor de sangre que sufría. La cama del Rey por el estado de aquel desdichado cuerpo que desde algún tiempo vivía corrompiéndose, parecía más bien un ensayo de las descomposiciones del sepulcro. Esto sólo es un elocuente elogio de la cristiana abnegación de la Reina.

En la alcoba había dos o tres crucifijos e imágenes, todos solicitados por la piedad de Cristina para que no permitieran que España se quedase sin Rey. Mas por el momento no había síntomas de que tan noble anhelo fuera atendido, porque Fernando VII se moría a pedazos. Aquella masa inerte, tan sólo vivificada por un gemido, no era ya Rey ni siquiera hombre. Hacia el medio día se temió la pérdida absoluta de las facultades mentales y antes que esto llegara, se reconoció la necesidad de dar solución al problema tremendo. Una chispa de razón quedaba en el espíritu del Rey. Era urgente, indispensable, que a la débil luz de esa chispa se resolviese el conflicto.

Cristina hubiera dilatado aquel momento. Ganando algunas horas habría podido llegar su hermana la Infanta Doña Carlota, mujer de mucho brío y resolución que para aquel caso era de perlas. Desde que se agravó Su Majestad le habían enviado correos al Puerto de Santa María, rogándola que viniese, y ya la Infanta debía de estar cerca, quizás en Madrid, quizás en camino del Real Sitio. Pero el aniquilamiento rápido del enfermo no permitía esperar más. Entraron, pues, en la real cámara tres figuras horrendas: Calomarde, el de Alcudia y el obispo de León. La Reina y el confesor del Rey habían llegado poco antes y estaban a un lado y otro de Su Majestad, Cristina casi tocando su cabeza, el clérigo bastante cerca para hablar al oído del pobre enfermo. Había llegado un momento en que ninguna alma cristiana podía conservar rencor ante tanta desdicha. No era posible ver a Fernando VII en aquel trance sin sentir ganas de perdonarle de todo corazón.

Los tres temerosos figurones se situaron por los pies de la cama. Después que uno tras otro besaron con apariencia cariñosa aquella mano lívida, que había firmado tantas atrocidades, se sentaron por los pies del lecho. El obispo estaba grave e impotente como quien, suponiéndose con autoridad divina, se cree por encima de todas las miserias humanas; el conde de la Alcudia estaba triste y acobardado por la solemnidad del momento, y Calomarde, el hombre rastrero y vil, cuya existencia y cuyo gobierno no fueron más que pura bajeza e hipocresía, arqueaba las cejas mucho más que las arqueaba de ordinario, pestañeaba sin cesar y hacía pucheros. Cruel con los débiles, servil con los poderosos, cobarde siempre, este hombre abominable adornaba con una lagrimilla la traición infame que hacía a su amo al borde del sepulcro.

Quien presenció aquella escena terrible cuenta que la luz de la estancia era escasa; que los tres consejeros estaban casi en la sombra; que el Rey volvía su rostro hacia la Reina vestida de hábito blanco; que hubo un momento en que el confesor no hacía más que morderse las uñas; que la hermosura de Cristina era la única luz de aquel cuadro sombrío, intriga política, horrible fraude, traidor escamoteo de una corona perpetrado en el fondo de un sepulcro.

Cuenta también el testigo presencial de aquella escena que el primero que habló, y habló con entereza, fue el obispo de León. Se puso de pie y parecía que llegaba al techo. Su voz hueca de sochantre retumbaba en la cámara como voz de ultratumba. Aquel hombre tan rígido como astuto principió tocando una delicada fibra del corazón del Rey; habló de las inocentes niñas de Su Majestad y de la virtuosa Reina, que según él corrían gran peligro si no pasaba la corona a las sienes de Don Carlos. Después pintó el estado del reino, en el cual, según dijo, no había un solo hombre que no fuera partidario de la monarquía eclesiástica representada por el Infante.

Fernando dio un gran suspiro y fijó sus aterrados ojos en el obispo. Este se sentó. Puesto en pie Calomarde dijo que su emoción al ver en aquel estado al mejor de los Reyes y al mejor de los padres, y al mejor de los esposos, y al mejor de los hombres no le permitía hablar con serenidad; dijo que se veía en la durísima precisión de no ocultar a su amado soberano la verdad de lo que ocurría; que había tanteado el ejército, y todo el ejército se pronunciaría por D. Carlos si no se modificaba en favor de este la Pragmática sanción del 29 de Marzo de 1830; que los voluntarios realistas, sin excepción de uno solo, proclamaban ya abiertamente como Rey de derecho divino al mismo Sr. D. Carlos, y que para evitar una lucha inútil y el derramamiento de sangre convenía a los intereses del reino…

El infame hacía tantos pucheros que no pudo continuar la frase. Sintiose que el cuerpo dolorido del Rey se estremecía en su lecho o potro de angustia. Oyose luego la voz moribunda que dijo entre dos lamentos:

– Cúmplase la voluntad de Dios.

El confesor silbó en su oído palabras no entendidas por los demás, y entonces la Reina Cristina, sin mirar a las tres sombras, volviendo su rostro al Rey y haciendo un heroico esfuerzo para no dar a conocer su dolor, pronunció estas palabras:

– Que España sea feliz, que en España haya paz.

El Rey exhaló un gran suspiro, mirando al techo, y después dijo algo que pareció el mugido de un león enfermo. La Reina tomó su pañuelo y sin decir nada, dejando correr libremente sus lágrimas, limpió el sudor abundante que bañaba la frente del Rey.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
280 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

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