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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Los apostólicos», sayfa 4

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VI

Lo azaroso de los tiempos traía entonces mudanzas muy bruscas en todo, y las pandillas variaban a menudo, modificadas por las muertes y destierros. En 1827 echábase de menos a Patricio, que estaba en París, y a Pepe que perseguido nuevamente por sus calaveradas se había marchado a Lisboa con muchas ilusiones y pocas pesetas, que por cierto arrojó al mar en la boca del Tajo. Quedaba Veguita, a quien hallamos siendo núcleo de una nueva cuadrilla. Ya no se ocupaba de política inocente. La juventud abría los ojos, columbrando la grandeza lejana de sus destinos. ¡Generación valiente, en buen hora naciste!

Junto a Veguita hallamos a un joven riojano y por añadidura tuerto que hacía ya las comedias más saladas que podrían imaginarse. Había sido primero soldado raso y después empleado en los tres años, con su impurificación correspondiente el 24. Tenía las chuscadas más ingeniosas y las ocurrencias más felices. Hablaba mejor en verso que en prosa y montaba mejor en el Pegaso que en un burro alquilón, pues restablecido en la partida el uso de las expediciones asnales, nuestro soldado poeta apenas sabía tenerse sobre la albarda. Era el mismo demonio para contar cuentos y para buscar consonantes, siendo tal en esto su destreza que no le arredraban los más difíciles y enrevesados.

El más notable, después de estos, era un muchacho que hacía muy malos versos y no muy buena prosa, medio traductor de Homero, casi abogado, casi empleado, casi médico, que había empezado varias carreras sin concluir ninguna. Sabía lenguas extranjeras. Tenía veinte años, y en tan corta edad había pasado de una infancia alegre a una juventud taciturna. Tan bruscas eran a veces las oscilaciones de su ánimo arrebatado en un vértigo de afectos vehementes, que no se podía distinguir en él la risa del llanto, ni el dudoso equívoco de la expresión sincera. Había en su tono y en su lenguaje un doble sentido que aterraba y un epigramático gracejo que seducía. Era pequeño de cuerpo y bien proporcionado de miembros. A su pelo muy negro acompañaban bigote y barba precoces, y su color era malo, bilioso, y sus ojos grandes y tristes. Tenía mala boca y peores dientes, lo cual le afeaba bastante. Fumaba sin descanso, como si padeciera una sed de humo, que jamás podía aplacarse, y era en su vestir pulcro, elegante y casi lechuguino.

Educado en Francia, afectaba a veces desprecio de su nación y la censuraba con acritud, quejándose de ella como el prisionero que se queja de la estrechez incómoda de su jaula. Frecuentemente, después de alborotar en el grupo de un café con palabras impetuosas o mordaces, se retiraba a un rincón rechazando toda compañía, o despidiéndose a la francesa, huía. Después de largas ausencias tornaba a la pandilla con humor hipocondríaco.

Daba su opinión sobre poesía y literatura con un aplomo y una originalidad de juicios que pasmaba a todos. Ni Veguita ni el tuerto autor de comedias tenían conocimiento, por lo que sus maestros de aquí les enseñaban, de aquel nuevo y peregrino modo de juzgar, buscando el fondo más bien que la forma de las obras. Pero cuando nuestro atrabiliario quería echarse a poeta, los mismos que le admiraban como juez, se reían en sus barbas diciéndole que una cosa es predicar y otra dar trigo. Por mucho tiempo fue objeto de risa y chacota su oda a los Terremotos de Murcia, que es de lo peor que en nuestra lengua se ha escrito. Cuando se anunció que la reina Cristina estaba en cinta, todos los poetas echaron otra vez mano a la lira, y el hipocondriaco endilgó su soneto

 
Guarda ya el seno de Cristina hermosa
vástago incierto de alta dinastía…
 

Verdad es que no eran mucho mejores los que al mismo asunto compusieron Veguita y el autor de comedias.

Había en la pandilla otros muchos chicos. De ellos algunos no serán mencionados en razón de la oscuridad en que siempre han vivido, otros lo serán más tarde cuando las necesidades de esta verídica historia lo reclamen.

Reuníanse primero en el café de Venecia y después en el del Príncipe, que desde entonces sacó el nombre de Parnasillo. Entonces la juventud no tenía más que dos medios para dar desahogo a su ardor y eran hacer versos o hacer diabluras. Los estudios estaban muertos, la prensa no existía, las letras mismas y el teatro principalmente yacían encadenados por una censura bestial y vergonzosa, el conspirar olía a cáñamo, la política era patrimonio de las camarillas, las bellas artes, música y pintura estaban en su primera alborada. Los muchachos que no sentían gusto por los soeces ejercicios de la tauromaquia se entretenían en trepar por las asperezas del Olimpo, y como la mayor parte carecían de estro, no tenían más recurso que la murmuración y las travesuras. De todas las musas, la que más andaba entre los de la pandilla, tratándoles de tú, era la Décima, por otro nombre el hambre, a quien Veguita dedicó una composición muy chusca. Sin dinero, sin ocupación, sin estímulo, aquellos insignes poetas o prosistas o simples mortales vivían de la poderosa fuerza íntima que en unos era la fantasía, en otros la conciencia de un gran valer y en todos el presagio de que habían de ser principio y fundamento de una generación fecunda.

Todo cansa en el mundo, hasta el hacer versos. Así es que no podían satisfacer al bullidor espíritu de tales muchachos las sesiones del Parnasillo y el ardiente disputar sobre odas, comedias y poemas. La juventud necesita acción, necesita el elemento dramático de la vida, sin el cual esta no es más que un soliloquio de dolor o un quietismo morboso. La juventud de aquel tiempo, la más ilustre que había tenido España desde que envejeció la gran pléyade del siglo XVII, no sabía vivir sin drama. Es verdad que había amores y de lo fino, pero las aventuras galantes no podían satisfacer completamente a aquella juventud que era la empolladura de una gran época. Si la hubiesen dejado, ella habría hecho revoluciones, derribado gobiernos, aplastado ídolos entre el tumulto estrepitoso de millares de discursos. Sentía en sí, mezclado con la facultad y con la facilidad versificante, el germen de la gloriosa oratoria parlamentaria, que en nuestra tierra y en nuestro genio es una especie de poesía combatiente. En España es común que el fuego de las ambiciones rompa las liras para forjar con ellas las espadas.

La acción, que era una necesidad, un apetito irresistible de la insigne pandilla, estaba circunscrita por Calomarde a la esfera del Parnasillo. La policía no estorbaba que allí dentro se dispararan ovillejos, quintillas y décimas, llenas de pimienta como los antiguos vejámenes; pero el libro, el drama, el periódico, todas las grandes armas del pensamiento, les estaban vedadas. No se les permitía más que los alfileres.

Su instinto de grandes empresas con la palabra o con la acción les llevaba derechamente a las travesuras, y aquellos rapaces inspirados se ocupaban de noche en salir por ahí a romper faroles y a dar bromazos a los vecinos pacíficos. ¡Romper un farol! ¡Cuántas delicias, cuánto ingenio, cuánta charla preparatoria y cuántos trámites para obra tan divertida! Escogida por el día la inocente víctima, bien por la diafanidad relativa de sus vidrios, bien por hallarse próxima a cualquier casa de habitantes pusilánimes, se le formaba causa criminal. Uno defendía en toda regla al farol, alegando sus buenos servicios, otro le acusaba probando su complicidad en las tinieblas de la calle, o por el contrario el robo que había hecho de los rayos del sol. Después de consultar toda la jurisprudencia farolística recaía sentencia en verso, y se nombraba la comisión ejecutiva. Por la noche un repentino estruendo y el salpicar de los vidrios rotos anunciaba el terrible cumplimiento de la justicia, y con la oscuridad, la alarma de los vecinos y la intromisión de algunos de estos en la gresca, venían nuevas trapisondas y al cabo palos y carreras.

Otras veces se entretenían en llamar con fuertes aldabonazos a las puertas, y daban aviso a media docena de médicos, diciéndoles con mucho apuro que tal o cual enfermo se hallaba en crisis. Enviaban la partera a casa de quien menos la necesitaba y la caja de muerto a quien gozaba de excelente salud.

Desde Santa Catalina hasta la Cuaresma, menudeaban entonces las reuniones de máscaras, diversión que prevalece en épocas de poca libertad. Eran célebres y vistosas las de Aristizábal, Commoto y Mariátegui, familias ricas y que recibían y obsequiaban en el tono y forma de la urbanidad moderna. Pero el españolismo rancio tenía tantas raíces que las tertulias de aquella especie eran señaladas y aun puestas en ridículo por los enemigos de los cumplimientos, partidarios de la antigua llaneza ramplona, de quien eran secuaces la incomodidad, el desaseo, los modales burdos y la grosería.

Entre las pocas tertulias donde no imperaba el españolismo rancio, había una, que era sin duda la más agradable de todas. No ha llegado su fama hasta nuestros días; pero esto no importa ni hace al caso, toda vez que apenas hemos tenido, como los tuvo Francia, salones célebres que fueran centro de hábiles tramas políticas. La tertulia o salón de Doña Jenara, que tal nombre se le daba, no tuvo importancia mayor como centro político ni podía tenerla en aquellos días; no era tampoco de primer orden por la riqueza de su dueña, y sus únicas preeminencias consistían en el buen gusto, en el trato amable, festivo, ligero y exquisitamente urbano, tan distante de la afectada etiqueta como de la llaneza, en lo exquisito de los manjares, en la comodidad del servicio de estos, en la libertad un tanto excesiva de los juegos de azar, y principalmente en la chispa inagotable de la charla ingeniosa, rica en intención y en travesura. Era opinión común que allí no entraban los tontos. Concurrían a la tertulia menos mujeres que hombres. De los poetas nuevos no faltaba uno, y de la gente antigua y machucha iba toda la turbamulta volteriana.

No quiere decir esto que la tertulia fuese un centro liberalesco, ni el volterianismo significaba de modo alguno entonces ideas avanzadas en política; por el contrario los más heterodoxos eran comúnmente los más cangrejos, como solía decirse. Si algún color político dominaba en las reuniones era el absolutista tolerante o ilustrado, el ideal monárquico con Carta a lo Luis XVIII, habilidosa componenda de donde en tiempos más próximos había de salir el Estatuto, y luego los moderados, doctrinarios, etc.

La dueña de la casa parecía complacerse en sostener equilibrio perfecto entre el elemento apostólico y el reformista, pues ambos tenían algún adalid en sus tertulias. Pero no todo era política. Casi casi las tres cuartas partes del tiempo se invertían en leer versos y hablar de comedias, y la música no ocupaba el último lugar. Después que algún aficionado tocaba al clave una sonatina de Haydn o gorjeaba un aria de la Zelmira cualquier italiano de los de la compañía de ópera, solía el ama de la casa tomar la guitarra, y entonces… No hay otra manera de expresar la gracia de su persona y de su canto sino diciendo que era la misma Euterpe, bajada del Parnaso para proclamar el descrédito del plectro y hacer de nuestro grave instrumento nacional la verdadera lira de los dioses.

Era hermosa sobre toda ponderación y mujer de historia. Estaba separada de su esposo y no se le conocían desvaríos. Si alguien se aventuraba a hablar de cosas que ofendieran su buen nombre, era tan por lo bajo que aquellos vientecillos de murmuración apenas salían de un pequeño círculo. Había viajado mucho y hablaba el francés con perfección, cosa que ya era de grandísimo valor entre los elegantes. Existían en su vida pasajes misteriosos que nadie acertaba a explicar bien, y que, por el mismo misterio, se trocaban en dramáticos; y finalmente, mariposeaban en torno a ella muchos individuos con pretensiones de cortejos; pero aunque a todas horas le echaban memoriales de suspiros o de galanterías, no dio ocasión a ninguno para que se creyera favorecido.

La danza no podía faltar en las tertulias. ¡Ah!, entonces el baile era baile, un verdadero arte con todos los elementos plásticos que le hicieron eminente en Oriente y Grecia, por donde parece natural mirarle como antecesor de la escultura. Entonces había caderas, piernas, cinturas, agilidad, pies y brazos; hoy no hay más que armazones desgarbadas dentro de la funda negra del traje moderno.

Al ver en estos últimos años a ciertos hombres eminentes que han sido (y los que viven lo son todavía) el summum de la gravedad en la magistratura, en la política y en el ejército, y al mirarles, repetimos, ora en el sillón presidencial del Senado, ora en el banco azul, ya vestidos con la toga de la justicia, ya con el respetabilísimo uniforme de generales, no hemos podido tener la risa considerando que vimos a esos mismos señores dando brincos y haciendo trenzados en el salón de doña Jenara con el más loco entusiasmo.

La política se trataba en aquella casa con toda la discreción que la época exigía. Ninguno de los sucesos que ocuparon la atención pública desde 1829 a 1831 dejó de tratarse allí, mezclándose los exteriores con los de casa, según los traía la revuelta corriente del tiempo. Allí se dijo cuanto podía decirse de la trascendentalísima Pragmática Sanción del 29 de Marzo del 30, origen inmediato de varias guerras crueles, pretexto de esa horrible contienda histórica, secular, característica del genio español del siglo XIX y que no ha concluido, no, aunque así lo indiquen las treguas en que el pérfido monstruo toma aliento.

Esa batalla grandiosa en que han peleado con saña los ideales más hermosos y las tradiciones poéticas, los entusiasmos más firmes y las ranciedades más respetables, los intereses más nobles y los más bastardos, mezclándose en una y otra parte el legítimo anhelo de la reforma con la terquedad de la costumbre, el generoso vuelo del pensamiento con la noble exaltación de la fe; esa batalla, digo, estaba trabada hace tiempo en el corazón y en el pensar de España y tarde o temprano había de venir al terreno de las armas. Así tenía que ser por ley ineludible. Quiso el cielo que nuestra revolución fuera larga, sangrienta, toda compuesta de fieros encuentros, heroísmos, infamias y martirios, como una gran prueba; quiso que se desataran las pasiones en una guerra sin fin, empezada, concluida y vuelta a empezar y concluir en larga serie de años de zozobra.

Hay pueblos que se transforman en sosiego, charlando y discutiendo con algaradas sangrientas de tres, cuatro o cinco años, pero más bien turbados por las lenguas que por las espadas. El nuestro ha de seguir su camino con saltos y caídas, tumultos y atropellos. Nuestro mapa no es una carta geográfica sino el plano estratégico de una batalla sin fin. Nuestro pueblo no es pueblo sino un ejército. Nuestro gobierno no gobierna: se defiende. Nuestros partidos no son partidos mientras no tienen generales. Nuestros montes son trincheras, por lo cual están sabiamente desprovistos de árboles. Nuestros campos no se cultivan, para que pueda correr por ellos la artillería. En nuestro comercio se advierte una timidez secular originada por la idea fija de que mañana habrá jaleo. Lo que llamamos paz es entre nosotros como la frialdad en física, un estado negativo, la ausencia de calor, la tregua de la guerra. La paz es aquí un prepararse para la lucha, y un ponerse vendas y limpiar armas para empezar de nuevo.

Pues esta guerra, esta inquietud que ha llegado a ser en la madre patria como un crónico mal de San Vito, se declaró abiertamente, después de ciertos amagos, cuando se quiso averiguar quién sucedería en el trono a nuestro amado soberano, toda vez que era creencia general que se nos moriría pronto. Felipe V establece la ley Sálica y Carlos IV la deroga en secreto. Fernando VII quiere hacerlo en público y lo hace. El problema terrible, o sea la rivalidad de las dos ideas cardinales, encuentra al fin un hecho en que encarnarse, la sucesión. Tradición y libertad se miran y aguardan con mano armada y corazón palpitante lo que dirá la esfinge. La esfinge en aquellos críticos días es una reina en cinta.

¿Varón o hembra? He aquí la duda, la pregunta general, la esperanza y el temor juntos, la cifra misteriosa. Cuando llegó el día 10 de Octubre de 1830, día culminante en nuestra historia, y retumbó el cañón llevando la alegría o el miedo a todos los habitantes de la Villa, el ingenioso cortesano de 1815, D. Juan de Pipaón, entró sofocado y sudoroso en casa de Jenara. Venía sin aliento, echando los bofes, con la cara como un tomate, por la violencia del correr y de las emociones.

– ¿Qué?… ¿qué es? – preguntó Jenara con calma.

Pipaón se dejó caer en un sofá y dándose aire con el pañuelo exclamó:

– ¡Hembra!… España es nuestra.

– ¡Hembra! – repitió Jenara. – ¡Pobre España!

VII

Excusado es decir que las fiestas sucedieron a las fiestas, que a la alegría oficial correspondió la del inocente pueblo y que la inmensa mayoría de este no comprendió la importancia extraordinaria del suceso, origen de tanto cañoneo y regocijos tantos. Se había arrojado la moneda al juego de cara o cruz y había salido cara. Los de la cruz estaban como es fácil suponer. Había que oírles en sus camarillas, conventículos y madrigueras oscuras. No se hablaba más que de las Partidas, del Auto acordado y de la Pragmática Sanción, y la palabra legitimidad se escribió en la oculta bandera.

Luego que Jenara y Pipaón dijeron lo que escrito queda, empezaron a llegar a la casa los amigos, unos contentos, otros reservados. Aquella misma noche leyeron algunos poetas los versos en que celebraban el feliz alumbramiento de la hermosa reina, y la señora de la casa obsequió a todos con espléndido ambigú, en el cual hubo tanta alegría y abundancia tal de exquisitos vinos, que algunos salieron a la calle con más soltura de lengua y más flaqueza de piernas de lo que fuera menester.

Por mucho tiempo los temas de política extranjera cedieron en la tertulia ante el grave tema de nuestros negocios. Ya no se habló más de la revolución de Julio en Francia, asunto socorridísimo que dio para todo el verano y otoño, ni del nuevo reinillo de Grecia, ni del reconocimiento de Luis Felipe, ni de Polonia, ni aun siquiera del famoso decreto de 1º de Octubre, en el cual, para acabar más pronto con los llamados negros, se condenaba a muerte a todo el género humano o poco menos. Y la causa de esta barrabasada draconiana fue que el buenazo de Luis Felipe, viendo que aquí no le querían reconocer como Rey de los franceses, abrió la frontera a los emigrados y aun dícese que les dio auxilio y adelantó algunos dineros. Ellos que necesitaban poco para armarla, cuando se vieron protegidos por el francés, asomaron impávidos por diversas partes del Pirineo. Mina Valdés y Chapalangarra, acompañados de López Baños, Jáuregui Sancho y otros andantescos de la revolución aparecieron por Navarra. Cataluña vio en sus riscos a Milans y a Brunet, y por Roncesvalles vinieron Gurrea y Plasencia. En Gibraltar los más temibles aguardaban coyuntura para hacer un desembarco. Pero todos estos amagos no pasaron adelante. El gobierno acabó pronto con todas las partidas, y habiendo caído en la cuenta de que debía reconocer a Luis Felipe, hízolo así, y Francia cerró la frontera. De este modo ha jugado siempre la buena vecina con nuestras discordias, y lo mismo será mientras haya discordias, emigrados y fronteras.

Muchas particularidades desconocidas del público y aun del gobierno en las frustradas intentonas, fueron sabidas de los tertulios de Jenara. En la casa de esta había un grupo que solía reunirse a solas presidido por la señora, y en él la confianza y la amistad habían apretado sus dulces lazos. Allí solían leerse algunas cartas venidas de Francia, no ciertamente con intento de conspirar, sino como mensajes de cariño. Vega (a quien ya no es conveniente llamar Veguita) contaba que Pepe Espronceda había estado en la frontera batiéndose al lado del bravo y desgraciado Chapalangarra. Todo lo sabía Ventura por una carta que recibió en Noviembre y en la cual se referían las aventuras que le salieron a Espronceda desde que entró en Lisboa hasta que pasó el Pirineo, las cuales eran tantas y tan maravillosas que bastaran a componer la más entretenida novela de amores y batallas.

En Lisboa le metieron en un pontón donde se enamoró de la hija de cierto militar compañero de encierro. Este le parecía ya más que cárcel un paraíso, cuando me le cogieron y embarcándole en un pesado buque, me le zamparon en Londres. Allí vivió, mejor dicho, murió algún tiempo de tristeza y desesperación, cuando cierto día en que acertó a pasar por el Támesis vio que desembarcaba su amada. Días felices siguieron a aquel encuentro; pero cuáles serían las aventuras del poeta que tuvo que salir a toda prisa de Inglaterra y huir a Francia, donde encontró a muchos emigrados, y juntándose con ellos y con estudiantes y periodistas, empezó a alborotar en los clubs. Vinieron las célebres ordenanzas de Polignac contra los periódicos. Ya se sabe que de las ruinas de la prensa nacen las barricadas. Espronceda se batió en ellas bravamente, y sucio de pólvora y fango respiró con delicia y gritó con entusiasmo viendo por el suelo la más venerada monarquía del mundo, que con toda su veneración había caído ya tres veces con estruendo y pavor de toda Europa.

Espronceda no se contentaba con libertar a Francia. Era preciso libertar también a Polonia. Entonces era casi una moda el compadecer al pueblo mártir, al pueblo amarrado, desnacionalizado, cesante de su soberanía. La cuestión polaca fue llevada al sentimentalismo, y al paso que se hicieron innumerables versos y cantatas con el título de Lágrimas de Polonia, se formaban ejércitos de patriotas para restablecer en su trono a la nación destituida. El que cantó al Cosaco se alistó en uno de aquellos ejércitos, que en honor de la verdad más tenían de sentimentales que de aguerridos. Pero afortunadamente para el poeta, Luis Felipe que como Rey nuevecito quería estar bien con todo el mundo, incluso con los rusos, prohibió el alistamiento. A la sazón el banquero Lafitte daba (con mucho sigilo se entiende), dinero y armas a los emigrados españoles para que vinieran a meter cizaña a la frontera. En esto era correveidile del francés que deseaba probar a España los inconvenientes de no reconocer a los reyes nuevos. Espronceda, que se ilusionaba fácilmente como buen poeta, al ver los aprestos de la emigración creyó que ya no había más que entrar, combatir, avanzar, ganar a Madrid, repetir en él las jornadas de Julio y quitar a Fernando el dictado de rey de España para llamarle de los españoles, trocándolo de absoluto y neto en soberano popular, bourgeois, bonnet de coton o como quisiera llamársele. Ya se sabe el término que tuvieron estas ilusiones. Después de las escaramuzas quedamos, con el sanguinario decreto de Octubre, más absolutos, más netos, más apostólicos, más narizotas y más calomardizados que antes.

Si Vega y otros de los tertulios recibían de peras a higos alguna carta, Jenara las tenía constantemente y con puntualidad, cosa notable en un tiempo en que la correspondencia o no circulaba o circulaba después que la paternal policía se enteraba bien de su contenido para evitar camorras. La correspondencia de Jenara se salvaba por mediación del gran Bragas, que la sacaba incólume del correo, y al mismo tiempo recibía de él numerosas confidencias de sucesos más o menos misteriosos. De estas confidencias muchas no le servían para nada, otras las utilizaba para favorecer a los amigos que caían en desgracia del gobierno, y de todas tomaba pie para burlarse a la calladita de Calomarde, personaje a quien estimaba lo menos posible.

Habían pasado muchos días desde el nacimiento de la princesa de Asturias, esperanza de la patria, cuando Pipaón fue a ver a Jenara y le anunció con misterio que tenía que comunicarle cosas de importancia.

– O yo no soy quien soy – dijo sentándose junto a ella en el gabinete, – o yo he perdido el olfato, o nuestro endemoniado amigo está en Madrid.

– ¿Será posible? ¡En Madrid!… ¡qué locura!, ¡y sin ponerse bajo nuestra protección! – exclamó la dama palideciendo un poco.

– Yo no le he visto; pero hay en Gracia y Justicia algunos datos que permiten creer que está aquí… Y no habrá venido seguramente a matar moscas. Algún jaleo lindísimo traen entre manos esos bribones, que no quieren dejarnos en paz. El Gobierno teme algo en Andalucía, por lo cual no hay carta que no se abra ni vivienda que no se registre. Manzanares, Torrijos y Flores Calderón andan por allá preparando algo, y al fin, tanto va a la fuente el cántaro de la represión que en una de estas se rompe…

– ¡Sangre… horca! – dijo maquinalmente Jenara mirando al suelo.

– D. Tadeo pierde cada día su fuerza, y el Rey se está haciendo todo mantecas a medida que la gente de orden y el respetabilísimo clero ponen los ojos en el Infante, única esperanza de esta nación francmasonizada y hecha trizas por el ateísmo. Ya no es nuestro Rey aquel hombre que se ponía verde siempre que le hablaban de liberalismo. Con los achaques y el mal de ojo que le ha hecho la Reina, pues el amor que le tiene parece maleficio, está más embobado que novio en vísperas. Doña Cristina sabe a dónde va y dulcifica que te dulcificarás, está haciendo la cama al democratismo. Ya se habla de amnistía, de abrir la puerta a los lobos, señora, y traernos otros tres añitos como los de marras.

Al decir esto, el ilustre D. Juan, inflamado en patriótica ira, dio un porrazo en el suelo con la contera de su bastón, añadiendo luego:

– Pero no será, no será; que antes que doblar el cuello a las melifluidades pérfidas de la napolitana, antes que dejarnos llevar por ella a la ratonera liberalesca, echaremos a rodar Pragmática y Reina y la áurea cuna de la angélica Isabel, como dicen esos menguados poetastros, y habrá aquí un Vesubio, señora, un Etna…

La señora no le hizo caso y seguía meditando.

– Se levantará la nación – dijo el cortesano levantándose de la silla para expresar emblemáticamente su idea, – y veremos cuántas son cinco. Tenemos un príncipe varón, sabio, religioso, honesto; tenemos doscientos mil voluntarios realistas que se beberán el ejército como un vaso de agua, tenemos el reverendo clero con los reverendísimos obispos a su cabeza; tenemos el apoyo de la Europa, que, fuera de la nación francesa, marcha por las vías apostólicas. ¡Viva el señor Don…!

– ¡Silencio! – indicó la dama. – No me atormente usted con su entusiasmo. Estoy de apostólicos hasta la corona y deseo que los kirie-eleysones del cuarto de D. Carlos no lleguen hasta mi casa trayéndome el olorcillo a sacristía que tanto me enfada… Pasando a otra cosa, ¿sabe usted que es temeridad venir a Madrid sin ponerse bajo nuestro amparo?… Yo le ofrecí mi protección para que viniera… Sin ella está en grandísimo peligro y tan bien ahorca a Juan como a Pedro.

– Exactamente. ¿Pero le ha visto usted hacer cosa alguna que no fuera temeridad, locura y disparate?

– Trabajo le doy a quien intente averiguar dónde está escondido – dijo la dama sin cuidarse de disimular su inquietud. – ¿Será posible averiguarlo?

– Muy posible – repuso Pipaón soplando fuerte; que era en él signo claro de legítimo orgullo. – Como que ya tengo si no averiguado, casi casi…

– ¿De veras? Estará en casa de algún amigo.

– Que te quemas… digo, que se quema usted.

– ¿En casa de Bringas?

– No.

– ¿En casa de Olózaga?

– Nones.

– ¿En casa de Marcoartú?

– Requetenones… En suma, señora mía, yo no sé fijamente dónde está; pero tengo una presunción, una sospecha…

– Venga… Si no me lo dice usted pronto, le contaré a Calomarde sus picardías.

– No por la amenaza de usted sino por mi cortesía y deseo de complacerla le diré que me tendré por el más bobo, por el más torpe de los cortesanos de este planeta si no resultase que nuestro temerario trapisondista está en casa de Cordero.

– ¡En casa de Cordero!

La dama pronunció estas palabras con asombro y quedó luego sumergida en el mar de sus pensamientos, sin que los comentarios de Pipaón lograran sacarla a la superficie.

– ¿Estorbo? – dijo al fin el cortesano advirtiendo que la dama no le hacía más caso que a un mueble.

– Sí – repuso ella con la franqueza que tanta gracia le daba en ocasiones.

– ¿Va usted de paseo?

– No… me duele la cabeza… Abur, Pipaón, no olvide usted mis recomendaciones, a saber: la canonjía, la canonjía, Santo Dios, que esos benditos primos me tienen loca… la bandolera para el sobrino del canónigo; que su familia no me deja respirar… el pronto despacho en la censura de teatros de ese nuevo drama traducido por el busca-ruidos… en fin, no sé qué más. Esto no es casa, es una agencia.

Despidiose Pipaón después de prometer activar aquellos asuntos, y la dama, al punto que se vio sola, empezó a vestirse con gran prisa y turbación. Le había ocurrido que aquel día necesitaba de ciertos encajes y no quería dilatar un minuto en ir a comprarlos.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
280 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

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