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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Los apostólicos», sayfa 5

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VIII

A pesar de su amor a la vida inalterable y metódica, D. Benigno no veía con gusto que transcurriese el tiempo sin traer cambios o novedades en su existencia. Es que se había amparado del alma del héroe cierto desasosiego o comezoncilla que le sacaba a veces de su natural índole reposada. A menudo se ponía triste, cosa también muy fuera de su condición, y sufría grandes distracciones, de lo que se asombraban los parroquianos, los amigos y el mancebo.

En la casa no había más variaciones que las que trae consigo el tiempo: los muchachos crecían, los pájaros se multiplicaban, los gatos y perros se rodeaban de numerosa y agraciada prole, Crucita gruñía un poco menos y Sola había engrosado un poco más.

De todos los amigos de Cordero el más querido era el buen padre Alelí, de la orden de la Merced, viejísimo, bondadoso, campechano. Era de Toledo como D. Benigno y aun medio pariente suyo. Le ganaba en edad por valor de unos treinta años, y acostumbrado a tratarle como un chico desde que Cordero andaba a gatas por los cerros de Polán, seguía llamándole, por inveterado uso, chicuelo, Don Piojo, harto de bazofia, el de las bragas cortas. Cordero, por su parte, trataba a su amigo con mucho desenfado y libertad, y como las ideas políticas de uno y otro eran diametralmente opuestas y Alelí no disimulaba su absolutismo neto ni Cordero sus aficiones liberalescas, se armaba entre los dos cada zaragata que la trastienda parecía un Congreso. Felizmente toda esta bulla acababa en apretones de manos, risas y platos de migas al uso de la tierra, rociadas con vino de Yepes o Esquivias.

He aquí un modelo de conversación Alelí-Corderesca:

– Buenos días, Benignillo. ¿Cómo vas de régimen nefando?

– Padre Monumento, vamos tal cual. Los del régimen se entretienen en tirarse coces unos a otros y no se acuerdan de perseguirnos.

– Don Fulastre, don Piojo, el asno será él. ¿Sabes algo del nuevo Papa que tenemos, Gregorio XVI, el cual, o no será tal Papa o no dejará un Rey liberal en toda la Europa?

– ¡Barástolis! No sé más sino que allá me las den todas y que le beso las manos a mi señor Don Gregorio como católico que soy.

– ¿Católico y jacobista? Átame esa mosca. Oye, tú, el de las bragas cortas; ¿qué pasaje leíste anoche?

– Tío Latinajo, leí el pasaje que dice: He visto en la religión la misma falsedad que en la política. No hay religión, por buena que sea, que no haya derramado sangre inocente.

– Sigue, que me muero de risa. Eres un filósofo de agua y lana. Cuando acabes de volverte loco con tu Emilio saldremos a enseñarte en las ferias a dos cuartos por barba. Ven acá, almacén de sandeces y tienda de majaderías, ¿qué sabes tú lo que es religión?

– Me lo enseñan los de sayo y sandalia, a quienes se puede decir… «Je, je, son tontos y piden para las ánimas».

– Cuando tú y tus amigos los liberales herejes os desocupéis de la paliza que os están dando en toda la Europa, y soltéis el ronzal para formar Congreso y decir: «señor presidente, pido el rebuzno», no faltará quien os enseñe a hablar con respeto de las cosas sagradas.

– Día vendrá en que rompamos el ronzal, padre difinidor, y entonces difiniremos la conventualla, diciendo: Al fraile hueco, soga verde y almendro seco.

– También se dijo: Donde las dan las toman.

– Y también: Cuentas de beato y uñas de gato.

– ¡Ah!, mercachifle, si fueras bueno no serías rico. Esas sí que son uñas de gato, que es como decir de filósofo.

– No sé si se dijo por mí aquello de A la puerta del rezador nunca eches tu trigo al sol.

– Ladrón y rapante tú; mas no nosotros, que de limosna vivimos.

– ¿De limosna, eh? ¡Ah!, señor D. Cepillo de Ánimas, qué bien dijo el que dijo: Reniego de sermón que acaba en daca.

– Yo he oído que tienes la cabeza a pájaros.

– A propósito de pájaros. Yo he oído que el abad y el gorrión dos malas aves son.

– Mira, Benigno – dijo Alelí cuando el tiroteo llegaba a este punto, – vete al mismo cuerno, y echa acá un cigarrillo.

Cordero alargó su petaca al fraile, diciéndole:

– A la paz de Dios. Viva mil años mi fraile.

– ¿Cómo están hoy tus nenes? – preguntó Alelí encendiendo su cigarro. – Lo de Rafaelillo resultó indigestión como te dije, ¿no es verdad? Dale hojas de Sen y créeme.

– No sólo de Sen sino de Can y Jafet se las ha dado Cruz, que tiene en casa el herbolario más completo de Madrid.

– ¿Ha parido la podenca?

– Todavía, no; pero parirá su merced. Para ser un Retiro a esto no le falta más que el estanque; que de animales y hierbas tenemos cuanto Dios crió, sin que falte el león, que es mi hermana… ¡Ah!, me olvidaba: las perdices que traje ayer las están aderezando a la toledana, a lo Castañar puro. Si viene usted tendremos para diez perdices cuatro.

– ¿Pues no he de venir, hombre de Dios? Sr. D. Ladrón de encajes. No faltaba más sino desairar a la tierra… ¿Hoy?

– Hoy. Además yo tengo que hablar con usted de un asunto grave.

Al decir esto, Cordero tomó un aire de seriedad y de temor, que puso en gran curiosidad al padre Alelí.

– ¿Un asunto grave? No será el primero que me consultas.

– Pero es seguramente el más delicado, el más peliagudo. Necesito consejo y ayuda.

– Para eso estoy yo. Vengan esos cinco.

Se estrecharon las manos, y Cordero besó las flacas y temblorosas del anciano fraile con mucho cariño.

– El mal camino andarlo pronto, y pues esto urge, tratémoslo ahora.

– Cuando quieras hijo. A bien que ambos somos toledanos y parientes.

– ¡Viva la Virgen del Sagrario! – dijo Cordero con emoción. – Es temprano: ahora viene poca gente. El chico se quedará en la tienda. Subamos a mi cuarto y hablaremos.

– ¿Es cosa larga?

– Primero una confesión, un secreto, que si no lo suelto pronto, creo que me hará daño; después un consejo sobre lo que se ha de hacer, y por último… a ver si se luce el buen Padre Engarza-credos con una comisión delicada.

– Vamos, por el hábito que visto, que estoy curioso.

Salieron. Media hora después, D. Benigno y su amigo reaparecieron en la trastienda. El comerciante traía el semblante alegre y las mejillas más que de ordinario encendidas. Alelí movía su cabeza con más nerviosidad y temblor que de ordinario, y al despedirse de su paisano, le dijo:

– Me parece muy bien, Benigno de mi corazón. Yo quedo encargado de arreglarlo.

IX

Dulce melancolía inundaba el alma pura del buen Cordero. Parecíale que todo lo de la tienda, incluso el feo hortera, concordaba con el estado de su espíritu, tiñéndose de inexplicable color lisonjero, y que había una sonrisa general en todo lo externo, como si cada objeto fuera espejo en que a sí propio se miraba. Para más dicha, hasta hubo muchas ventas aquel día, que fue, si no estamos mal informados, uno de los de Febrero del año de 1831, al cual se podría llamar, como se verá más adelante, el año sangriento.

Serían las once cuando entró en la tienda una dama y tomó asiento. Era parroquiana y amiga. D. Benigno la saludó y al punto empezó a sacar género y más género, blondas de Almagro, Valenciennes, Bruselas, Cambray, Malinas, en tal abundancia y variedad que no parecía sino que la señora iba a llevarse todo Flandes a su casa.

– ¡Qué carero se ha vuelto usted!… Ya no vuelvo más acá… Me voy a casa de Capistrana… ¿Cincuenta y seis reales?, ¡qué herejía!… Esto no vale nada… Es imitación… Vaya una carestía… No doy más que tres onzas por todo.

– No es sino muy barato… Por ser usted lo llevará en cincuenta duros todo… ¿Capistrana? No hay allí más que maulas, señora… Volverá usted por más… Es legítimo de Malinas… lo recibí la semana pasada. Este encaje de Inglaterra me cuesta a mí veinticuatro. Pierdo el dinero.

– Lo que pierde usted es la caridad… ¡Santo Dios, cómo nos desuella! Así está más rico que un perulero… Con estos precios que aquí usan, ¡ya se ve!, no es extraño que se compren casas y más casas.

Tantos dimes y diretes concluyeron con que la dama pagó en buenas onzas y doblones. Mientras Cordero empaquetaba las compras para mandarlas a la casa de la señora, esta le preguntó si era cierto que se había hecho propietario de la finca donde estaba la tienda, y como el encajero le contestara que sí, la parroquiana aparentó alegrarse mucho diciendo:

– Precisamente estoy muy descontenta del cuarto en que vivo y deseo mudarme. ¿No viven en este principal los de Muñoz? ¿No se van de Madrid? Pues si dejan la casa yo la tomo.

– Mucho me alegraré – replicó el héroe. – Pero me figuro que mi principal será pequeño para quien tanto lujo tiene y a tanta gente recibe en sus tertulias.

– ¡Oh!, no… pienso reducirme mucho y vivir más para mí que para los otros – dijo la dama con mucha gracia. – Estoy cansada de poetas, de mazurcas y de chismes políticos. El Gobierno ha principiado a mirar con malos ojos mis reuniones, a pesar de que mi absolutismo pasa por artículo de fe. Ya sabe usted lo que es Calomarde y toda esa gente: van de exageración en exageración… están ciegos. El poder absoluto es como el vino, una cosa muy buena y un vicio, según el uso que de él se haga. No lo dude usted, esa gente está borracha, y mientras más bebe y más se turba más quiere beber. El año comienza mal, y según dicen, las conspiraciones arrecian y el Gobierno no se para en pelillos para ahorcar.

– No faltará tampoco quien amanse y dulcifique – dijo Cordero apoyando sus codos en el mostrador para atender mejor a un tema tan de su gusto. – La Reina…

– ¡Oh!, sí, la Reina… – exclamó la dama con ironía. – Sus dulcificaciones, de que tanto se ha hablado, son pura música. Ya lo ve usted, ha fundado un Conservatorio por aquello de que el arte a las fieras domestica. Me hace reír esto de querer arreglar a España con músicas. Al menos el Rey es consecuente, y al fundar su escuela de Tauromaquia, cerrando antes con cien llaves las Universidades, ha querido probar que aquí no hay más doctor que Pedro Romero. Eso es, dedíquese la juventud a las dos únicas carreras posibles hoy, que son las de músico y torero, y el Rey barbarizando y la Reina dulcificando nos darán una nación bonita… ¡Ah!, me olvidaba de otra de las principales dulcificaciones de Cristina. Por intercesión de ella ¡oh alma generosa!, se va a suprimir la horca para sustituirla ¡enternézcase usted, amigo Cordero!… para sustituirla con el garrote… No sé si en el Conservatorio se creará también una cátedra de dar garrote… con acompañamiento de arpa.

D. Benigno se rió de estas despiadadas burlas; mas lo hizo por pura galantería, pues siendo entusiasta admirador de la joven y generosa Reina, no admitía las interpretaciones malignas de su parroquiana.

– Ello es, querido D. Benigno – añadió esta – que yo he determinado quitarme de en medio. Presiento no sé qué desgracias y persecuciones. Deseo una vida retirada y oscura. No más tertulias, no más versos dedicados a bodas reales, embarazos de reinas y nacimientos de princesas, no más murmuración ni secreto sobre lo que no me importa. Si su casa de usted me gusta, a ella me vengo y en ella me encierro… Decidido, señor de Cordero.

– Como buena y cómoda no hay otra en Madrid.

– Yo quisiera verla.

– Lo haré presente al señor de Muñoz y de seguro me dará permiso para que usted la vea.

– No, no se moleste usted – dijo la dama, observando con atención el rostro de Cordero, por ver si se turbaba. – ¿No son iguales todos los pisos?

– Todos enteramente iguales.

– Pues enséñeme usted el entresuelo donde usted vive… Pero ahora mismo. Tengo prisa. Quiero decidir de una vez.

Levantose resueltamente dirigiéndose a alzar la tabla del mostrador para pasar a la trastienda. De aquel modo brusco y ejecutivo hacía ella todas sus cosas.

– No hay inconveniente, señora – dijo Cordero manifestando más bien agrado que contrariedad. – Pero la señora me permitirá que no la acompañe, porque tendría que dejar la tienda sola. El chico no está.

– No faltaba más sino que también conmigo gastara usted cumplidos. Quédese usted… subiré sola, ya sé el camino… por esta escalerilla…

– ¡Sola!… ¡Cruz!… – gritó D. Benigno desde el primer peldaño.

La dama subió con ágil pie por la escalera, la cual era tan estrecha que en la angostura de las paredes se le chafaron a la señora las huecas mangas de jamón, y el chal de cachemira se le resbaló de los hombros.

En aquel mismo momento Crucita estaba limpiando jaulas y soplando la paja del alpiste, sin parar un momento en su conversación con todos los pájaros, la cual era un lenguaje compuesto de suavísimas interjecciones cariñosas, de voces incomprensibles, cuyas variadas inflexiones no expresaban ideas, sino un vago sentimiento de arrullo o los apetitos y anhelos del instinto. Era aquella charla como los rudimentos o albores de la palabra humana cuando el hombre pegado aún a la Naturaleza por el cordón umbilical de la barbarie, desconocía las relaciones sociales. ¡Oh!, ¡qué dato para aquel filósofo que tenía en D. Benigno el más entusiasta de sus admiradores! Oyendo hablar a doña Crucita con los habitantes enjaulados de su selva de balcón, Rousseau habría comprendido mejor el estado feliz y perfecto del hombre, y su amigo Voltaire se habría puesto de cuatro pies para practicar, no de burlas, sino de puras veras, las teorías del autor del Contrato.

Doña Cruz era una mujercita seca y bastante vieja, muy limpia, fuerte y dispuesta como una muchacha, lista de pies y manos, con la cabeza medio escondida dentro de una escofieta que parecía alzarse y bajarse con el mover de la cabeza, como las moñas o tocas de ciertas aves. Para mirar daba a la cara un brusco movimiento lateral, lo mismo que los pájaros cuando están azorados o en acecho. Fuera por la asociación de ideas o por verdadera semejanza, ello es que al verla daban ganas de echarle alpiste.

Interrumpida en lo mejor de su faena, doña Cruz se escandalizó, se asustó, aleteó un tanto con los bracitos flacos, miró de lado, graznó un poquillo. Al mismo tiempo dos, tres o quizás cuatro perrillos se abalanzaron a la dama, ladrando y chillando, rodeándola de tal modo que si fueran mastines en vez de falderos, la dejarían malparada. La cotorra y el loro ponían en aquel desacorde tumulto algunos comentarios roncos que aumentaban la confusión. La dama expresó el objeto de su subida al entresuelo, mas como Crucita no podía oírla, fuele preciso alzar la voz, y con esto alzaron la suya los perros, mayaron los gatos, se enfadaron cotorra y loro y los pájaros prorrumpieron en una carcajada estrepitosa de cantos y píos. Mientras más gritaba la turba animalesca más se desgañitaba doña Cruz diciendo: «¿Qué se le ofrece a usted? ¿Por quién pregunta usted?». Y a cada subida del diapasón de la vieja más elevaba el suyo la señora, mientras D. Benigno desde la escalera gritaba sin que le escucharan: «¡Cruz! ¡Sola!» armándose tal laberinto que sin duda hubiera parado en algo desagradable si no se presentara afortunadamente la Hormiga a desvanecer aquella confusión, imponiendo silencio y enterándose de lo que la dama quería.

Sorprendida y algo cortada estaba Sola ante aquel brusco modo de ver casas, y pasado el asombro primero dio en sospechar que otra intención distinta de la manifestada tenía la dama. Aunque esta le inspiraba miedo, por figurársele que su presencia le anunciaba alguna trapisonda, quiso disimular su temor. Tan bien lo consiguió, que la señora empezó a sorprenderse a su vez de hallar en la protegida de Cordero un semblante tan festivo, un ánimo tan sereno y tal disposición a la complacencia, que dijo para sí con despecho y tristeza: – O esta disimula mejor que yo, o no hay aquí hombre escondido ni cosa que lo valga.

X

Vieron la casa toda, que la señora encontró más pequeña de lo que creía y bastante oscura en lo interior. Después Sola, que no había tenido tiempo de echarse un mantón por los hombros, ni aun de quitarse el delantal, que era su librea de gala por las mañanas, acompañó a la señora a la sala para que descansase y le pidió indulgencia por el mal pergenio con que la recibía. Considerándose ella como una especie de ama de gobierno más bien que como dueña de la casa, su posición frente a la otra era, en verdad, un poco desairada. Pero no le importaba nada ser allí un poco más o menos señora, y sentándose a cierta distancia de la visitante, esperó a que Crucita o el mismo D. Benigno vinieran a relevarla de su señorío provisional. Crucita se había encerrado en el gabinete para colgar las jaulas y echar agua a los tiestos, y no se cuidaba de que hubiese o no en el estrado una persona extraña. Cordero estaba vendiendo, y tampoco podía subir.

En cambio, Juanito Jacobo se adelantaba lentamente pegado a la pared y rozándose con las sillas, como una babosa que marcha pegada a las piedras de una tapia. Con el ceño fruncido, un dedo en la boca y ambas manos teñidas con la pintura de un caballejo de palo, a quien acababa de dar un baño en la cocina, miraba a Sola y a la otra señora, esperando que cualquiera de ellas le llamase.

– ¿Es este el niño más pequeño de D. Benigno? – preguntó la dama.

– Sí, señora… ¡y es tan malo!… Ven acá, chico, ven; saluda a esta señora.

El muchacho no se hizo de rogar y vino con ademán de recelo y azoramiento, metiéndose, no ya el dedo, sino toda la mano dentro de la boca. La abundante pintura negra y roja que en los dedos tenía se le pasó a los labios y carrillos.

– Estás bonito por cierto… pareces un salvaje – le dijo Sola. – ¿No te da vergüenza de que te vean así, grandísimo tunante?

– No le riña usted.

– ¡Eh!… no te acerques a la señora con esas manazas puercas… Tira ese caballo, que está chorreando pintura. Le ha dado ahora por lavar todo lo que encuentra, y el otro día metió en la tinaja las gafas de su padre.

– Es un fenómeno de robustez esta criatura – afirmó la señora acariciándole.

– Eso sí; está más sano que una manzana y come más que un sabañón – dijo Sola apretándole una nalga y dándole un palmetazo en el cogote para que por el chasquido de las carnazas del chiquillo juzgase la señora de su robustez.

Parecía una madre en plena manifestación de su orgullo de tal.

Juan Jacobo miró a la señora con expresión de desvergüenza, la cual se aumentaba con los manchurrones de su cara.

– ¿Quieres mucho a esta señorita? – le preguntó la dama, dándole un golpe con su abanico.

El muchacho, que apoyaba sus codos en la rodilla de Sola, alzó la pierna para montarse arriba.

– No, no, fuera, fuera… – dijo Sola quitándose de encima la preciosa carga. – No faltaba más… A fe que es chiquito el elefante para llevarlo en brazos… Quita allá, mostrenco.

– ¿Un hombre como tú no tiene vergüenza de que le coja en brazos una mujer? – le dijo la señora riendo.

– ¡Le tenemos tan mimoso…! – dijo Sola con naturalidad. – Como es el más pequeño… Su padre está medio bobo con él, y yo…

No pudo seguir porque el muchacho, que era tan ágil como fuerte, saltó de un brinco sobre las rodillas de Sola y echándola los brazos al cuello la apretó fuertemente.

– Ya ve usted… – dijo ella, – me tiene crucificada este sayón… Si le dejaran estaría así todo el día… Vaya, vaya, basta de fiestas… Sí, sí, ya sé que me quieres mucho. Haz el favor de no quererme tanto… Abajo, abajo… ¡Qué pensará de ti esta señora! Dirá que eres un mal criado, un niño feo…

– No extraño que los hijos de Cordero la quieran a usted tanto… – manifestó la dama. – Es usted tan buena, y les ha criado con tanto esmero… Así está D. Benigno tan orgulloso de usted, y así no concluye nunca cuando empieza a elogiarla. ¡Cómo la pone en las nubes!… Y verdaderamente el amigo Cordero ha encontrado una joya de inestimable precio para su casa. Yo creo que en el caso presente el agradecimiento le corresponde a él más bien que a usted.

Sola protestó de esta idea con exclamaciones y también con movimientos negativos de cabeza.

– ¿Pues qué ha hecho usted sino sacrificarse? – añadió la dama. – Bien podría vivir hoy, si lo hubiera querido, en otra posición, en otro estado, que de seguro sería más independiente… pero dudo que fuera más tranquilo y feliz.

– No creo que para mí pudieran existir posición ni estado mejores que los que ahora tengo – repuso la Hormiga con sequedad.

– Verdaderamente así es, porque, si no recuerdo mal, usted se encontró después de la muerte de su señor padre, sola y abandonada en el mundo. Me parece haber oído que alguien la protegió a usted en aquellos días; pero como andando el tiempo, ese alguien o se murió o desapareció o no quiso acordarse más de usted, el resultado es, hija mía, que su orfandad no ha tenido verdadero y seguro amparo hasta que este angelical D. Benigno la trajo a su casa. En él tiene usted un padre cariñoso… ¡Oh!, páguele usted con un cariño de hija y no busque fuera de esta casa otros afectos ni otro estado de mejor apariencia. Cuidado con casarse; no cambie usted el arrimo de este santo varón por el de cualquier hombrecillo que no sepa comprender su mérito.

Siguió apurando el tema la señora y vino a parar en una filípica contra los hombres, sin especificar si la merecían en el concepto de maridos o en el de novios o cortejos; pero deteniéndose de repente, se echó a reír.

– Mas usted dirá que le doy consejos sin que me los pida y que hablo de lo que no me importa.

– No, señora; todo lo que usted dice me parece muy puesto en razón, y es natural que dé el consejo quien tiene la experiencia… Estate quieto, por amor de Dios, chiquillo…

– Bien, bien – dijo la dama riendo otra vez. – En fin, señora, yo estoy molestando a usted y quitándole el tiempo…

– De ningún modo.

Levantáronse ambas.

– Tiene una hermosa sala el amigo Cordero – indicó la señora alargando la mano a Sola, y observando al mismo tiempo las cortinas blancas, las rinconeras, los candeleros de plata y las plumas de pavo real. – La parte de la casa que da a la calle me parece muy bonita… En fin, en mí tiene usted una servidora… Adiós, hermoso; dame un beso… ¡Ah!, ¿no sabe usted lo que me ocurre en este momento?

La señora que ya iba en camino de la puerta, se detuvo, retrocedió algunos pasos y mirando a Sola fijamente, le dijo así:

– Me olvidaba de hacer a usted una pregunta.

Sola esperó, palideciendo un poco, por sentir corazonada de que la tal pregunta iba a ser de cosa triste. Su instinto zahorí lo adivinaba y parecía leer en los ojos de la hermosa dama la pregunta misma con todas sus palabras antes de que la primera de estas fuese pronunciada.

– Dígame usted – preguntó la señora, afectando poco interés, – aquel caballero, aquel joven, aquel, en fin, a quien usted llamaba su hermano, ¿dónde está?

– No lo sé, señora – replicó Sola pasando bruscamente de la palidez al rubor. – Hace tiempo que no sé nada.

– ¿Vive, o qué es de él?

– No sé una palabra. Hace dos años que no me escribe… ¿Usted sabe algo?

El rubor desapareció en ella dejándola en su natural color y aspecto tranquilo.

– Dos años justos hace que tampoco sé nada… Es muy particular…

Para la astuta dama no pasó inadvertida la circunstancia de que si la joven se turbó al recibir la primera impresión de la pregunta, supo contestar con serenidad a ella. Ya fuese por disimulo, ya porque realmente se interesaba poco por el personaje recordado tan bruscamente, no se afectó como la otra creía.

– O está aquí – pensó la dama, – y la muy pícara lo oculta con admirable disimulo, o si no está, ella no se cuida ya de él para maldita la cosa.

– Quiero ser franca con usted – dijo después de ligera pausa, en que la miró a los ojos como se miraría en un espejo. – Me dijeron hace días que estuvo en Madrid y que D. Benigno le había ocultado en su casa.

– ¡Aquí!… ¡señora! – exclamó Sola echando sorpresa por sus ojos con tanta naturalidad que la dama no pudo menos de sorprenderse también. – La han engañado a usted… Apuesto a que Pipaón… ¡Ah!, ese buen don Juan miente más que habla… Todos los días viene contando unas patrañas que nos hacen reír. En cuanto a ese desgraciado, yo creo que no puede ocultarse aquí ni en ninguna parte…

– ¿Por qué?

– Yo tengo mis razones para creer… Sí, bien lo puedo asegurar casi sin temor de equivocarme: mi hermano ha muerto.

Parecía que iba a llorar un poco; pero no lloró ni poco ni mucho. La dama vaciló un momento entre la emoción y la incredulidad. Llevose el pañuelo a la boca como si quisiera poner a raya los suspiros que contra todas las leyes del disimulo querían echarse fuera, y dijo esto:

– ¡Válganos Dios, y cómo mata usted a la gente!… Con permiso de usted no creo…

¡Horrible y nunca oída algazara! Quiso el Demonio, o por mejor hablar, doña Crucita, que en el momento de decir la señora no creo, se abriese la puerta del gabinete y diera salida a dos falderillos, un doguito y un pachón que soltando a un tiempo el ladrido atronaron la sala; y como por la misma puerta venía el chillar de los pájaros, y como de añadidura subían por la angosta escalera los tres chicos de Cordero, procedentes de la escuela, se armó un estrépito tal que no lo hiciera mayor la diosa misma de la jaqueca, caso de que pueda haber tal diosa. Los perros se tiraban a acariciar a los Corderillos, los Corderillos a los perros y en medio del tumulto se oyó la pacífica voz de D. Benigno que también por la escalera subía diciendo: «orden, silencio, compostura, que hay visita en casa».

Detrás de D. Benigno apareció la figura de Zurbarán a quien llamaban padre Alelí, y con el furor que los chicos ponían en besar la mano del padre y la correa del amigo, se aumentó el estruendo, porque los perros también querían dar pruebas de su veneración con ladridos. Al fin, para que nada faltara, apareció doña Crucita echando toda la culpa de la bulla a los muchachos, y les llamó perros, y a los perros nenes y a su hermano borrego de Cristo y a Sola Doña Aquí me estoy, y al buen fraile el Zancarrón de Mahoma.

– Cállate, Cruz del Mal Ladrón – dijo Alelí riendo, – y guarda adentro toda esta jauría del Infierno… ¡Oh! Cuánto bueno por aquí. Sí, ya me ha dicho Benigno que había subido usted a ver la casa. ¿Y qué tal? Tiene magníficas vistas nocturnas el patio, y en jardines colgantes no le ganaría Babilonia, así como en diversidad de alimañas no le ganaría el África entera.

La dama habló un momento de las condiciones de la casa; después se despidió para marcharse, porque era la una, hora sacramental de la comida.

– Un momento, señora – dijo D. Benigno, ahuyentando a sus hijos y a los perros. – Aquí tiene usted al buen Alelí con más miedo que un masón delante de las comisiones militares. Usted que tiene valimiento puede sacarle de este apuro. Figúrese usted…

– Nada, nada, señora – dijo Alelí nerviosamente, con extraordinaria recrudescencia en el temblor de su cabeza sobre el cuello que parecía de alambre. – No es más sino que hace un rato se ha metido por la puerta de mi celda un emigrado, un terrible democracio que se ha colado en España sin pedir permiso a Dios ni al Diablo, y con palabras angustiosas me ha rogado que le ampare y le esconda allí…

– ¿Y qué es un democracio? – preguntó la dama riendo.

– Un perdis, un masón, un liberalote, un conspirador, un democracio, así les llamamos.

– ¿Y cuál es su nombre?

– Eso, señora – dijo Alelí con gravedad, – no lo revelaré, pues aunque estoy decidido a no tenerle oculto más que el tiempo necesario para que reciba contestación escrita de los que puedan o quieran protegerle mejor, no cantaré quién es, aunque me ahorquen. Confío en la discreción de todos los presentes. Bien saben que no amparo conspiradores contra mi rey y la religión que profeso, y si a este he amparado, hícelo porque me juró que no venía acá para armar camorra, sino para corregirse y vivir pacíficamente, confiado en el perdón que espera alcanzar de Su Majestad.

– Sabe Dios a qué vendrá mi hombre – dijo Cordero, gozándose en aumentar el susto de su amigo. – Me parece que de la Trinidad Calzada van a salir sapos y culebras si Calomarde no da una vuelta por allí.

– Yo me lavo las manos… y callandito, que estamos hablando más de la cuenta. Benigno, a comer se ha dicho. Esta señora nos va a acompañar a hacer penitencia.

Rehusando los obsequios e invitaciones de aquella buena gente retirose la dama con harto dolor suyo, por no poder alcanzar el fin de la interesante noticia que el fraile traía del convento. Por la calle iba pensando en el desconocido que se acogía al amparo de la celda de Alelí. Al llegar a su casa encontró a Pipaón que la aguardaba.

– ¡Necio! – exclamó, sentándose muy fatigada. – En casa de Cordero no hay nada… Como siga usted rastreando de este modo, pronto le dedicará Calomarde a coger moscas… Pero una feliz casualidad…

– ¿Ha descubierto usted…?

– Sí, hombre ¿qué cosa habrá que yo no descubra? Vea usted por dónde… Déjeme usted que descanse.

– En Gracia y Justicia se sabe que continúa funcionando en Francia, más envalentonado que nunca, el famoso Directorio provisional del levantamiento de España contra la tiranía.

– Noticia fresca.

– Se sabe – añadió Pipaón dándose mucha importancia – que constituyen el tal Directorio los patriotas, o dígase perdularios, Valdés, Sancho, Calatrava, Istúriz y Vadillo.

– Que Mendizábal es el depositario de los fondos.

– Que Lafayette les protege ocultamente y les busca dinero, y finalmente que han enviado a Madrid a cierto individuo con nombre supuesto…

– El cual, o yo soy incapaz de sacramento, o está en la Trinidad Calzada.

Pipaón abrió su boca todo lo que su boca podía abrirse y después de permanecer buen rato haciendo competencia a las carátulas de mármol que de antiguo existen en los buzones del correo, repitió con asombro:

– ¡En la Trinidad Calzada!

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
280 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

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