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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Los apostólicos», sayfa 7

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XIII

Sola corrió a buscar el despertador y a su vuelta encontró al pobre religioso más que medianamente dormido, la cabeza inclinada a un lado, la boca entreabierta, roncando como un viejo y sonriendo como un niño. No quiso despertarle, aunque estaba curiosa por saber en qué pararía aquel asunto del casamiento de su protector. Sospechaba la intención del fraile y todo el intríngulis de aquella conferencia cortada por el sueño, y gozaba interiormente considerando los rodeos y la timidez de su protector.

Acomodó la cabeza del anciano en la almohada, le puso una manta en las piernas para que no se enfriase y le dejó dormir. Sentada en una silla al pie de la Creación le miró mucho, cual si en el semblante frailesco estuvieran estampadas y legibles las palabras que Alelí había dicho y las que no había tenido tiempo de decir. Profundo silencio reinaba en el comedor. Oíase, sin embargo, el paseo igual y sereno de la péndola y un roncar lejano, profundo, que tenía algo de la trompa épica, y era la melopea del sueño de doña Crucita cantada en tonante estilo por sus órganos respiratorios. Los del reverendo Alelí no tardaron en unir su autorizada voz a la que de la alcoba venía, y sonando primero en aflautados preludios, después en períodos rotundos, llegaron a concertarse tan bien con la otra música que no parecía sino que el mismo Haydn había andado en ello.

Entre las dos ventanas de la pieza, que recibían de un patio la poca luz de que este podía disponer, había un armario lleno de loza fina, tan bien dispuesta que bastaba una ojeada para enterarse de las distintas piezas allí guardadas. Las copas puestas en fila y boca abajo, sustentando cada cual una naranja, parecían enanos con turbantes amarillos. En todas las tablas las cenefas de papel recortado caían graciosamente formando picos como un encaje, y de este modo los arabescos de la loza tenían mayor realce. Algunas cafeteras y jarros echaban hacia fuera sus picos como aves que, después de tomar agua, estiran el cuello para tragarla mejor, y las redondas soperas se estaban muy quietas sobre su plato, como gallinas que sacan pollos. En el chinesco juego de té que regalaron a D. Benigno el día de su santo, las tacitas puestas en círculo semejando la empolladura recién salida y piando junto a la madre. Un alto y descomedido botellón cuya boca figuraba la de un animalejo, era el rey de toda aquella muchedumbre porcelanesca y parecía amenazar a las piezas vasallas con cierta ley escrita en el fondo de una fuente. Era un letrero dorado que decía: «Me soy de Benigno Cordero de Paz. Año de 1827».

Junto al armario había una silla de tijera en la cual estaba Sola, con los brazos cruzados. Miraba a Alelí, a la lámpara de cuatro brazos, a la Creación, al monumento de Toledo y al suelo cubierto de estera común. También fue objeto de sus miradas el aguamanil, cuya llavecita, un poco desgastada, dejaba caer una gota de agua a cada diez oscilaciones de la péndola. La caja de latón en que estaba el agua tenía pintado un pajarillo picando una flor, con tan desdichado arte que más bien parecía que la flor se comía al ave. También miraba Sola al techo donde había cuatro ligeras manchas de humo correspondientes a los cuatro quinquets de cada uno de los brazos de la lámpara. Tales manchas eran las únicas nubes que empañaban el azul de aquel cielo de yeso que en verano se estrellaba de moscas.

La joven dirigía sus ojos a todas estas partes, cual si estuviese buscando sus pensamientos perdidos y desparramados por la estancia. Creeríase que habían salido a holgar volando como mariposas a distintos parajes, y que su dueña los iba recogiendo uno a uno o dos a dos para traerlos a casa y someterlos al yugo del raciocinio.

Y así era en efecto. Ella tenía que concertar algo en su cabeza y discurrir. Convidábanle a ello la soledad en que estaba y la suave sombra que empezaba a ocupar el comedor dominando primero los ángulos, el techo, y extendiéndose poco a poco y avanzando un paso al compás de los que daba la péndola. Las voces o díganse ronquidos se apagaron un momento cual si los músicos que las producían descansasen para tomar más fuerza. La de doña Crucita empezó luego a crecer, a crecer, desafiando a la del padre Alelí. La de este sonaba entonces en el registro del caramillo pastoril y parecía convidar a la égloga con su gorjeo cariñoso. Y en tanto el murmullo de Crucita se tornaba de llamativo en provocador y de provocador en insolente como si decir quisiera: «en esta casa nadie ronca más que yo».

Indudablemente Sola discurría con muy buen juicio en medio de estas músicas. Pensaba que era un disparate vivir tanto tiempo en un mundo quimérico. La edad avanzaba; la juventud, aunque todavía rozagante y lozana en ella, había dejado ya atrás una buena parte de sí misma. Su vida marchaba ya muy cerca de aquel límite en que están la razón y la prudencia, las posibilidades y las prosas, de tal modo que las ilusiones se iban quedando atrás envueltas en brumas de recuerdos, mal iluminados por la luz vespertina de esperanzas desvanecidas. La fantasía se cansaba de su trabajo estéril, de aquella fatigosa edificación de castillos llevados del viento y descompuestos en aire como las bovedillas de la espuma, que no son más que juegos del jabón transformándose por un instante en pedrería de mil matices. Llegaba Doña Sola y monda a la edad en que parece verificarse en la mente un despejo de todas las jugueterías y figuraciones que traemos de la niñez, y queda aquel aposento de nuestro espíritu limpio de las telarañas que parecen tapices por capricho de la luz filtrada.

El sentimiento de la realidad empezaba a hacer en ella su tardía y radical conquista, y así sentía la imposición ineludible de ciertas ideas. ¿Cómo vivir más tiempo por y para un fantasma? ¿Cómo subordinar toda la existencia a lo que tal vez no tenía ya existencia real o si la tenía estaba tan distante que su alejamiento equivalía al no existir? ¿No podía suceder que sin quererlo ella misma, se destruyesen en su alma ciertos afectos, y que de las ruinas de estos nacieran otros con menos intensidad y lozanía, pero con más condiciones de realidad y firmeza?

Tan abstraída estaba que no advirtió cuán bravamente aceptaba la voz del padre Alelí el reto de los lejanos bramidos de doña Crucita, y dejando el tono pastoril, iba aumentando en intensidad sonora hasta llegar a un toque de clarines que habrían infundido ideas belicosas a todo aquel que los oyera. Los cañones respiratorios del reverendo decían seguramente en su enérgico lenguaje: «cuando yo ronco en esta casa, nadie me levanta el gallo». Acobardada y humillada por tan marcial alboroto, doña Crucita se recogió y se fue aplacando hasta que su música no fue más que un murmullo como el de los perezosos beatos que rezan dentro de una vasta catedral, y luego se cambió en el sollozo de las hojas de otoño arrancadas por el viento y bailando con él.

A su vez, el victorioso ronquido de Alelí remedó el fagot de un coro de frailes, y después dejó oír varias notas vagas, suspironas, fugitivas como los murmullos del órgano cuando el organista pasa los dedos sobre el teclado en tanto a que el oficiante le da con sus preces la señal de empezar. La música roncadora se había hecho triste, coincidiendo con la oscuridad casi completa que llenaba la pieza.

Pero el alma de doña Sola y monda no estaba triste. Había echado una mirada al porvenir y lo había visto placentero, tranquilo, honroso y honrado. Su corazón al declararse vencido por las realidades un poco brutales, como conquistadores que eran, no estaba vacío de sentimientos, antes bien se llenaba de los afectos más puros, más delicados, más profundos. La vida nueva que se le ofrecía, debía inaugurarse, eso sí, con un poco de tristeza; pero ¡cuánta dignidad en aquella nueva vida!, ¡qué hermoso realce en la personalidad!, ¡qué ocasión para mostrar los más nobles sentimientos, tales como la abnegación, la constancia, la fidelidad, el trabajo!, ¡qué ocasión para perfeccionarse constantemente y ser cada día mejor, realizando el bien en todas las formas posibles y gozando en el sostenimiento de esa deliciosa carga que se llama el deber!

¿Pero qué estruendo, qué fragor temeroso era aquel que Sola sentía tan cerca y que interrumpía sus discretos pensamientos en lo mejor de ellos? Sonaban ya sin duda las trompetas del Juicio Final, pues no de otro modo debían llamarse los destemplados y altísonos ronquidos de Crucita y el Padre Alelí. Los de este se detuvieron bruscamente, cual si fuera a despertar, y oyose su voz que entre sueños decía:

– Vete, vete de mi celda, terrible democracio… ¿Qué buscas aquí?, ¿a qué vienes a España y a Madrid, si no es a que te ahorquen?… ¡Vuélvete a la emigración de donde jamás debiste salir!… ¡conspirador… vagabundo!

Doña Sola y Monda se acercó al fraile para oír mejor lo que entre dientes seguía diciendo.

Alelí extendió los brazos quedándose un buen rato como un crucifijo en sabroso estiramiento de músculos, y con voz clara y entera dijo así:

– Esproncedilla… busca-ruidos… vagabundo, no me comprometas… vete de mi celda.

Sola se acercó y le tomó una mano.

– ¿Pero qué oscuridad es esta?, ¿en dónde estoy?

– ¡Vaya un modo de dormir y de disparatar! – replicó Sola riendo.

– ¿Pues qué, he dormido yo?… Si no he hecho más que aletargarme un instante, cinco minutos todo lo más… Vaya, que se pone pronto el sol en esta dichosa casa… Chiquilla, dame mi sombrero que me voy.

– Primero voy a traer luz – dijo la Hormiga saliendo.

Al poco rato volvió con una lámpara, cuyos rayos ofendieron la vista del fraile.

– Yo creí que ya habían empezado a crecer los días… ¿qué hora es? Las cinco y media… Lo dicho dicho, querida señorita… ¿Reflexionarás en lo que te he dicho?

– Pues qué he de hacer sino reflexionar.

– ¿Y comprenderás que se te entra por las puertas la fortuna y que vas a ser la más dichosa de las mujeres?

– Pues claro que sí.

– ¡Bendita seas tú y bendito quien te trajo a esta casa! – exclamó Alelí con acento muy evangélico.

Abriose con no poco estrépito la puerta del comedor y apareció Crucita de malísimo talante diciendo:

– No he podido pegar los ojos en toda la tarde con la dichosa conversación de la niña y el fraile.

– Quita allá, Cruz del Mal Ladrón – replicó Alelí. – Lo que ha sido es que con la trompeta de tus roncamientos no me has dejado a mí descabezar un mal sueño.

– Sí, porque a fe que el Padrito toca algún cascabelillo sordo cuando duerme… Me habéis tenido toda la tarde despabilada como un lince, primero con la charla de sus mercedes y luego con los piporrazos de Su Reverencia… ¡qué importunidad, santo Dios! Busque usted un momento de tranquilidad en esta casa.

– Cállate, serpiente del Paraíso, que así guardas silencio dormida como despierta, y no hables de eso, que el que más y el que menos todos, todos repicamos, y abur.

Echáronse a reír Sola y el fraile, y al fin se rió un poco Crucita, pues su genio arisco también tenía flores de cuando en cuando, si bien estas eran como las plantas marinas que están en el fondo y casi siempre en el fondo mueren.

XIV

En la tienda, D. Benigno preguntó con mucho interés a su amigo por el resultado de la conferencia que con Sola había tenido.

– Muy bien – dijo Alelí. – Admirablemente bien.

Después se quedó perplejo, con los ojos fijos en el suelo y el dedo sobre el labio, como revolviendo en el caótico montón de sus recuerdos; y al cabo de tantas meditaciones, habló así:

– Pues, hijo, ahora caigo en que no llegué a decirle lo más importante, porque me acometió un sueño tal que no hubiera podido vencer aunque me echaran encima un jarro de agua fría… Ya la tenía preparada; ya, si no me engaño, había ella comprendido el objeto de mi discurso, y manifestaba un gran contento por la felicidad que Dios le depara, cuando… Yo no sé sino que me desperté en la oscuridad de tu comedor que parece la boca de un lobo… Y qué quieres, hijo… lo demás puedes decírselo tú, o se lo diré yo mañana. Quédate con Dios y con la Virgen.

Marchose Alelí y D. Benigno se quedó muy contrariado y ofendido de la poca destreza de su amigo. Juró no volver a confiar misiones delicadas a un viejo decrépito y medio lelo, y al mismo tiempo se sentía él muy cobarde para desempeñar por sí mismo el papel que había confiado al otro. Cuando subió, después de cerrar la tienda, en compañía de Juan Jacobo que había entrado de la calle con un chichón en la frente, dijo a Sola:

– Ya estoy convencido de que ese estafermo de Alelí es el bobo de Coria… Apreciabilísima Hormiga, quisiera hablar con usted…

– ¿Hablar conmigo?… Ahora mismo; ya escucho – dijo ella, sonriendo de tal modo que a Cordero se le encandilaron los ojos.

Pero en el mismo instante le acometió la timidez de tal modo, que no se atrevió a decir lo que decir quería, y sólo balbució estas palabras:

– Es que conviene ponerle a este enemigo una venda y dos cuartos sobre el chichón, que es el mejor medio de curar estas cosas.

Aquella noche D. Benigno estuvo muy triste y se pasó algunas horas en su cuarto, sin leer a Rousseau, aunque bien se le acordaba aquel pasaje del Libro quinto del Emilio: «Emilio es hombre, Sofía es mujer… Sofía no enamora al primer golpe de vista, pero agrada más cada día. Sus encantos se van manifestando por grados en la intimidad del trato. Su educación no es ni brillante ni estrecha. Tiene gusto sin estudio, talento sin arte y criterio sin erudición… La desconformidad de los matrimonios no nace de la edad, sino del carácter…». Y luego añadía, alterando un poco el texto: «Sofía había leído el Telémaco y estaba prendada de él; pero ya su tierno corazón ha cambiado de objeto y palpita por el buen Mentor».

Después Cordero se reía de sí mismo y de su timidez, haciendo juramento de vencerla al día siguiente pues lo que él sentía era un afecto decoroso, un sentimiento de gratitud y de respeto y no pasión ni capricho de mozalbete.

Al día siguiente Sola mostraba excelente humor que rayaba en festivo, lo que dio muy buena espina al héroe de Boteros. Cantorreaba entre dientes, cosa que no hacía todos los días, y su cara estaba muy animada, si bien podía observarse que tenía los ojos algo encendidos. Sin duda había visto y aceptado la posibilidad de un destino nuevo, honrado y honroso en extremo, y se complacía en él, creyéndolo dispuesto por Dios con extraordinaria sabiduría. Pero si no se entra en la vida sin llanto, también parece natural que no se entre en las felicidades nuevas sin algo de lágrimas. Los nuevos estados, aunque sean muy buenos y santos, no siempre seducen tanto que hagan aborrecible la situación vieja por detestable que haya sido. De aquí venía, sin duda, el que, estando con tan buen humor, tuviese en lo encendido de sus ojos el testimonio de haber lloriqueado algo.

O quizás aquella alegría que mostraba venía más bien de la voluntad que del corazón, como si aquel espíritu, tan hecho a la observancia de los deberes, hubiese resuelto que convenía estar alegre. La razón sin duda lo mandaba así, y la razón iba siendo la señora de ella… No hay más sino que se dominaba maravillosamente y lograba alcanzar tan grande victoria sobre sí misma, que era al fin, si es permitido decirlo así, un producto humano de todas las ideas razonables, una conciencia puesta en acción.

Su protector le dijo que aquella tarde se verían los dos en su cuarto para hablar a solas. El héroe se atrevía al fin. Prometió ella ser puntual y esperó la hora. Pero Dios que, sin duda por móviles altísimos e inexplicables quería estorbar los honestos impulsos del héroe, dispuso las cosas de otra manera. Ya se sabe lo que significan todas las voluntades humanas cuando Él quiere salirse con la suya.

Sucedió que poco antes de la hora de comer, Juanito Jacobo, todavía vendado por los chichones del día anterior, andaba enredando con una pelota. Trabáronse las palabras de él y su hermano Rafaelito sobre a quién pertenecía la tal pelota. Hay indicios y aun antecedentes jurídicos para creer que el verdadero propietario era el pequeñuelo, y así debió de sentirlo en su conciencia Rafael; que tanto imperio tiene la justicia en la conciencia humana aunque sea conciencia en agraz.

Pero de reconocerlo en la conciencia a declararlo hay gran distancia, y si tal distancia no existiera no habría abogados ni curiales en el mundo. Por eso Rafael, no sintiéndose bastante egoísta para apandar la pelota ni bastante generoso para dejársela a su rival, hizo lo que suelen hacer los chicos en estas contiendas, es a saber: cogió la pelota y la arrojó a lo alto del armario del comedor donde no podría ser alcanzada ni por uno ni por otro.

¡Valiente hazaña la de Rafaelito!… Pero el pequeño Hércules no había nacido para retroceder ante contrariedades tan tontas. ¡Bonito genio tenía él para acobardarse porque el techo esté más alto que el suelo!… Arrastró el sillón hasta acercarlo al armario; puso sobre el sillón una silla, sobre la silla una banqueta, y ya trepaba él por aquella frágil torre, cuando esta se vino al suelo con estruendo y rodó el chico y se abrió la cabeza contra una de las patas de la mesa.

El laberinto que se armó en la casa no es para descrito. Salió D. Benigno, acudió Sola, puso el grito en el cielo Crucita, ladraron todos los perros, maldijo la criada todas las pelotas, habidas y por haber, lloró Rafael, gimieron sus hermanos, y el herido fue alzado del suelo sin conocimiento. Pronto volvió en sí, y la descalabradura no parecía grave, gracias a la mucha sangre que salió de aquella cabezota. En tanto que Sola batía aceite con vino, y la criada, partidaria de otro sistema, mascaba romero para hacer un emplasto, doña Crucita que en todas estas ocasiones se remontaba siempre al origen de los conflictos, repartía una zurribanda general entre los muchachos mayores, azotándoles sin piedad uno tras otro. Los perros seguían chillando y hasta la cotorra tuvo algo que decir acerca de tan memorable suceso.

Toda la tarde duró la agitación y nadie tuvo ganas de comer, porque el muchacho padecía bastante con su herida. Vino el médico y dijo que sin ser grave, la herida era penosa, y exigía mucho cuidado. No hubo, pues, conferencia entre Cordero y Sola, porque la ocasión no era propicia. Por la noche Juanito Jacobo se durmió sosegadamente. Sola que en la misma pieza puso su cama, estaba alerta vigilando al niño enfermo. Ya muy tarde este se despertó intranquilo, calenturiento, pidiendo de beber y quejándose de dolores en todo el cuerpo. Sola se arrojó del lecho, medio vestida, y echándose un mantón sobre los hombros salió para llamar a la criada. Levantose esta, y entre las dos prepararon medicinas, encendieron la lumbre, fueron y vinieron por los helados pasillos. A la madrugada cuando el chico se durmió al parecer sosegado y repuesto, Sola sintió un frío intensísimo con bruscas alternativas de calor sofocante. Arrojose en su lecho y al punto sintió una postración tan grande que su cuerpo parecía de plomo. La respiración érale a cada instante más difícil, y no podía resistir el agudo dolor de las sienes. La tos seca y profunda añadía una molestia más a tantas molestias y en su costado derecho le habían seguramente clavado un gran clavo, pues no otra cosa parecía la insufrible punzada que la atormentaba en aquella parte.

La criada que al punto conoció lo grave de tales síntomas, quiso llamar a D. Benigno y a Crucita; pero Sola no consintió que se les molestara por ella. Era la madrugada. Mientras llegaba el día la alcarreña preparó no sé cuántos sudoríficos y emolientes, sin resultado satisfactorio. Al fin cuando daban las siete Crucita dejó las ociosas plumas, y enterada de lo que pasaba, reprendió a la enferma por haberse puesto mala voluntariamente; que no otra cosa significaba el haber tomado aires colados, hallándose, como se hallaba desde hace días, con un catarro más que regular. La avinagrada señora echó por la boca mil prescripciones higiénicas para evitar los enfriamientos y otros tantos anatemas contra las personas que no se cuidaban. Cuando Cordero se levantó, Crucita, que tenía un singular placer en anunciar los sucesos poco lisonjeros, fue a su encuentro y le dijo:

– Ya tenemos otro enfermo en campaña. Sola se ha puesto muy mala.

– ¿Qué tiene? – dijo el héroe con repentino dolor como presagiando una gran desgracia.

– Pues una pulmonía fulminante.

Si lo partiera un rayo, no se quedara Don Benigno más tieso, más mudo, más parado, más muerto que en aquel momento estaba. Creía ver su dicha futura, sus risueños proyectos desplomándose como un castillo de naipes al traidor soplo del Guadarrama.

– Veámosla – dijo recobrando la esperanza, y corrió a la alcoba.

Sola le miró con cariñosos y agradecidos ojos. Quiso hablarle y la violenta tos se lo impedía. D. Benigno no pudo decir nada, porque indudablemente el corazón se le había partido en dos pedazos, y uno de estos se le había subido a la garganta. Al fin hizo un esfuerzo, quiso llenarse de optimismo, y echó una sonrisa forzada y dijo:

– Eso no será nada. Veamos el pulso.

¡Ay!, el pulso era tal, que Cordero, en la exaltación de su miedo, creyó que dentro de las venas de Sola había un caballo que relinchaba.

– Que venga D. Pedro Castelló, el médico de Su Majestad – exclamó sin poder contener su alarma. – Que vengan todos los médicos de Madrid… Diga usted, apreciable Hormiga, ¿desde cuándo se sintió usted mal?

– Desde ayer tarde – pudo contestar la joven.

– ¡Y no había dicho nada!… ¡qué crueldad consigo mismo y con los demás!

– ¡Ya se ve… no dice nada!… – vociferó Crucita. – ¡Bien merecido le está!… ¿Hase visto terquedad semejante? Esta es de las que se morirán sin quejarse… ¿Por qué no se acostó ayer tarde, por qué? ¡Bendito de Dios, qué mujer! Si ella tuviese por costumbre, como es su deber, consultarme todo, yo le habría aconsejado anoche que tomara un buen tazón de flor de malva con unas gotas de aguardiente… Pero ella se lo hace todo y ella se lo sabe todo… Silencio Otelo… vete fuera, Mortimer… No ladres, Blanquillo.

Y en tanto que su hermana imponía silencio al ejército perruno, el atribulado D. Benigno elevaba el pensamiento a Dios Todopoderoso pidiéndole misericordia.

Sin pérdida de tiempo hizo venir al médico de la casa, y a todos los médicos célebres precedidos por D. Pedro Castelló, que era el más célebre de todos.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
280 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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