Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Los apostólicos», sayfa 6
XI
El padre Alelí amenizó la comida con su charla, que habría sido la más sabrosa del mundo, si por efecto de los muchos años no tuviera la cabeza tan desvanecida y descuadernada que todo era desorden y divagaciones en sus discursos. Sucedía que el buen señor empezaba a contar una cosa, y sin saber cómo se escurría fuera del tema principal y pasando de un incidente a otro hallábase a lo mejor a cien leguas del punto adonde quería ir. Era hombre que antes de llegar a la decrepitud, tuvo una memoria fresquísima y una chispa especial para contar cosas pasadas y presentes; pero estaba ya tan débil de cascos que de aquel recordar prodigioso y de aquel arte admirable para la narración ya no quedaba más que una facundia deshilvanada, un chorrear de ideas y palabras, y un grandísimo enfado si alguien le interrumpía o intentaba llamarle al orden.
– Puesto que queréis conocer el caso del democracio que se ha metido por las puertas de mi celda – dijo al principiar la comida, – os lo voy a contar como se deben contar las cosas, con todos sus pelos y señales. Empecemos por donde debe empezarse. Pues señor… iba yo por la calle de Carretas arriba, y al llegar a la esquina de Majaderitos veo que viene hacia mí un elefante con los brazos abiertos. Era para causar espanto a cualquiera la acometida de aquel monstruo con sotana y manteo; pero yo que conozco a mis fieras me dejé abrazar y le abracé también con mucho gozo. «¿Cómo va? Bien, ¿y tú, gigantón?»… En fin, para no cansar, era Juan Nicasio Gallego. Ya sabéis que fue discípulo mío en Salamanca donde leí sagrados cánones por los años de 792 a 794. Era entonces Nicasio el jayán más guapote que había salido de la tierra del garbanzo; sus disposiciones eran grandes, tan grandes como su pereza, y hubiéramos tenido en él un acabado canonista si no cayera en la tentación de enamorarse de Horacio y Virgilio, fomentadores de la holgazanería. El bribón de Meléndez le tomó mucho cariño, y lo mismo el calzonazos de Iglesias que fabricó su reputación con chascarrillos… Yo digo que si Iglesias no se llega a morir a los treinta y ocho años hubiera puesto el Breviario en epigramas… Pero sigo contando con orden. Quedamos en que una tarde paseábamos por el Zurguén el maestro Peláez, Meléndez, Gallego y yo. Por aquellos días había venido la noticia de la degollación de Luis XVI, y estábamos consternados, muy consternados, atrozmente consternados. A mí no me digan, ¿hay en la historia antigua ni moderna un crimen tan atroz?…
– Por vida de Sancho Panza – dijo D. Benigno riendo – que eso se parece al cuento del hidalgo y el labrador… ¿A dónde va usted a parar con sus divagaciones, ni qué tiene que ver Luis XVI con el poeta zamorano?…
– Allá voy, hombre, allá voy – replicó Alelí muy amostazado. – Yo sé lo que cuento y no necesito de apuntadores.
– Sepamos ante todo lo que le dijo Gallego en la esquina de Majaderitos, si es que esto tiene algo que ver con el cuento del democracio.
– Seguramente tiene que ver. Gallego es también un grande y descomedido democracio, y a eso iba… Pues me contó Juan Nicasio cómo le está engañando Calomarde, fingiéndole protección, y cómo el Rey le ha prometido no sé cuántas prebendas sin darle ninguna. Además, el hombre está temblando porque le han delatado por franc-masón, y bien sabemos todos que el año 8 fue empleado de los liberales en Cádiz, y el año 10 diputado en las pestíferas Cortes.
– Eso de pestíferas no pasa – exclamó Cordero, dando un golpe en la mesa con el mango del tenedor. – Repórtese el fraile o se sabrá quién es Calleja.
– Vete con dos mil demonios.
– Siga el cuento.
– Sigo, y no interrumpirme.
– Pero cuidado con echar por los cerros de Úbeda.
– Que diga Sola si voy mal.
– Va admirablemente – replicó ella sonriendo. – Eso se llama contar bien, y no falta sino saber lo que dijo ese señor gallego o asturiano.
– Pues dijo que está empleado en la biblioteca del duque de Frías y que hace poco le fueron a prender por revoltoso, y equivocándose los de policía, en vez de cogerle a él cogieron al archivero y le plantaron en la cárcel. Cuando el Rey lo supo se rió mucho, y dijo a Calomarde: «Tan malos sois como tontos». Después, Gallego fue a ver al Rey, y como este tiene debilidad por los poetas… Ya sabéis cuánto se entusiasma con Moratín. ¡Ah!, hace dos años que murió ese buen hombre y yo me acuerdo, como si fuera de ayer, de haberle visto trabajando en la platería de su tío el joyero del Rey. Creo haberos contado que Moratín tuvo una novia, una tal doña Paquita, hija de la dueña de la casa donde vivía Mustafá. Ya sabéis que así llamábamos al pobre Juan Antonio Conde por ser escritor de cosas de moros.
– Nos lo ha contado unas doscientas veces – dijo Cordero al oído de Sola.
– No sabíamos eso – añadió esta en voz alta, para no desanimar al bondadoso fraile. – ¿Con que Moratín…?
– Sí, hija mía, estuvo enamorado de esa doña Paquita, habitante en la calle de Valverde con su madre, la señora doña María Ortiz, que fue el pintiparado modelo de la saladísima doña Irene de El sí de las niñas. Moratín ya no era mozo y doña Paquita apenas tendría los dieciocho años, es decir, que con veinte de por medio entre los dos, ¡qué había de suceder…! Leandro, enamorado como suelen estarlo los machuchos que se reverdecen, la niña afectando acceder por timidez, por hipocresía o por agradecimiento, hasta que vino el desengaño, un desengaño cruel, horrible…
– ¡Barástolis!… señor don Plomo – exclamó Cordero con repentino enfado, – que estamos hartos de oírle contar lo de Moratín y doña Paquita. ¿Qué tiene eso que ver ni con el amigo que encontró en Majaderitos, ni menos con el democracio que está escondido en la Trinidad?
– A ello voy, a ello voy, señor don Azogue – replicó Alelí enojándose también. – Pues qué ¿no se han de contar los antecedentes de los sucesos? Precisamente iba a decir que en el momento de despedirme de Gallego acertó a pasar ese muchacho americano, Veguita, un enredadorzuelo que dio que hablar cuando aquella barrabasada de los Numantinos y fue castigado con dos meses de encierro en nuestra casa para que le enseñáramos la doctrina. El tal es de buena pasta. Pronto le tomamos afición. Cantaba con nosotros en el coro y rezaba las horas. Yo le daba golosinas y le hacía leer y traducir autores latinos, y él me leía sus versos o me representaba trozos de comedias. Esto lo hace tan perfectamente que si mucho tiene de poeta, más tiene de cómico. Yo le animaba para que abandonase el mundo y entrase en la Orden… ¡Oh, amigos míos!… Cuando uno considera que en nuestra Orden vivió y murió el primero de los predicadores del mundo Fray Hortensio Paravicino, cuya celda ocupo en la actualidad…
– Que te descarrías, que te pierdes – dijo riendo D. Benigno. – Por Dios, querido padre mío, ya está usted otra vez a setecientas leguas de su cuento.
– Iba diciendo que Ventura me besó las manos y después se las besó al padre de la Constitución, que así llama a Gallego la gente apostólica, y de esta manera le calificó en su infame delación el religioso agonizante Fray José María Díaz y Jiménez, a quien nuestro soberano llama el número uno de los podencos por lo bien que huele, rastrea, señala y acusa toda conspiración y astucia de esos tontainas de liberales. No sé si os he dicho que, según confesión del buen elefante zamorano, Calomarde le odia más que a un tabardillo pintado, y si no fuera porque D. Miguel Grijalva, amigo mío y de Nicasio, vio a Su Majestad y le llevó aquel famoso soneto que hizo Gallego cuando la Reina estaba de parto…
– Al grano, al grano, que eso más que referir sucedidos es marear a Cristo.
– Un poquitín de paciencia, señores. Yo decía que se llegó a nosotros Veguita, a quien, después del encarcelamiento en nuestra casa yo no había visto más que dos veces, una en casa de Norzagaray cuando él y sus amigos ensayaban la comedia de Zabala Faustina y Gerwal, y otra en la Puerta del Sol cuando le llevaban preso por tener la audacia de dejarse las melenas largas, al uso masónico. Por cierto que ese atrevidillo se ha dejado crecer un bigote que no hay más que ver, y con aquellos precoces pelos insulta públicamente a la gente que manda, y hace descarado alarde de liberalismo… En una palabra, queridos, Venturilla y Gallego empezaron a hablar del censor de teatros Reverendo padre Carrillo, y excuso deciros que le pusieron como siete caños porque no deja resollar a los autores. Después… y aquí entra lo principal de mi cuento…
– Gracias a Dios… Aleluya.
– Pues Veguita dijo una cosa al oído de Gallego… y después acercose a mí poniéndose de puntillas, porque él es muy pequeño y yo más que regularmente alto, y me dijo también cuatro palabras al oído.
– ¿Qué? – preguntó con mucha curiosidad Cordero.
– Pues no faltaba más sino que os fuera a revelar lo que se me confió como un secreto.
XII
– ¡Barástolis!, que estamos enterados – dijo Cordero comiéndose las últimas almendras del postre.
Pero el famoso Alelí no paró mientes en estas palabras, y empezó a rezar en acción de gracias por la comida. Poco después se habían levantado los manteles, y los muchachos, bien fregoteadas las manos y la boca, tornaron a la escuela. D. Benigno, que acostumbraba dormir muy breve siesta, la suprimió aquel día y bajó sin demora a la tienda porque la comida había sido aquel día más larga que de ordinario. Doña Crucita que no podía pasarse sin su regalado sueño de dos o tres horas, se fue a su cuarto, llevando en un plato las golosinas con que solía obsequiar en tal hora a sus queridas alimañas, y tras ella se fue Juan Jacobo, con el sombrerón del padre Alelí encajado en la cabeza hasta tocar los hombros, y en la mano un látigo que él mismo había hecho con una orilla de paño amarrada al mango roto de un molinillo de chocolate. Alelí buscó el blando acomodo de un sillón que en el testero del comedor estaba, y que parecía decir dormid en mí con la suave hondura de su asiento, la inclinación de su viejo respaldo gordinflón y la curva de sus cariñosos brazos. Allí dormía antaño la siesta doña Robustiana, y allá solía hacer sus digestiones el buen Alelí, las cuales no eran difíciles, por ser él la sobriedad misma.
Para mayor comodidad Sola le ponía delante una silla para que estirase las piernas, y tras de la cabeza una mofletuda almohada de su propia cama, con lo que el padre estaba tan bien, que ni en la misma gloria. Aquella tarde, cuando Sola trajo silla y almohada, el fraile le tomó una mano, y mirándola con sus ojos soñolientos, le dijo: – Cordera…
Sonriendo como la misma bondad sonreiría, Sola acomodó en la almohada la venerable cabeza que parecía la de un santo, y dijo así:
– ¿Qué me quiere Su Reverencia?
– Cordera – murmuró el fraile sonriendo también como un bienaventurado, – vete al cuarto de Benigno, y en el chaquetón, bolsillo de la izquierda… ¿entiendes?
– Sí, un cigarrito.
– Se me olvidó pedírselo antes que bajara…
Ni medio minuto tardó la joven en traer el cigarrito, y con él la lumbre para encenderlo.
– Es que quiero echar una fumada para despabilarme, porque desearía no dormir siesta… ¿entiendes, paloma?
Como el fraile estaba con la cabeza echada atrás, en la más blanda y cómoda postura que pueden apetecer humanos huesos, Sola no quiso que se incorporase y ella misma le encendió el cigarro en el braserillo, no siendo aquella la primera vez que tal cosa hacía. Chupó un poco con la inhabilidad que en tal caso es propia de mujeres (como no sean hombrunas), y cuando logró hacer ascua de tabaco, no sin perder mucha saliva, presentó el cigarro a su amigo, cerrando los ojos por el picor que el humo le causaba en ellos.
– Gracias, gracias, serafín de esta casa. Comprendo muy bien que ese santo varón… Pues, hija de mi alma, quiero despabilarme con este cigarrito, porque necesito hablarte de una cosa grave, delicada, digo mal, archi-delicadísima.
A Sola le pasó una nube por la frente, quiero decir, que se puso seria y pensativa.
– Tiempo hay de hablar todo lo que se quiera – dijo, inclinada sobre uno de los brazos del sillón en que el religioso estaba. – Duerma su Reverencia.
– Bueno, hijita, con tal que me llames a las tres y media…
– Eso es poco. A las cinco.
– No, no. Si me duerno, no podré hablarte del susodicho negocio, y lo he prometido, cordera, he prometido que esta tarde misma…
Esto decía cuando llegó un corpulento y bellísimo gato, que solía echar sus dormidas en el mismo sillón donde estaba Alelí, y viendo ocupado aquel lugar delicioso, dio algunas vueltas por delante con rostro lastimero. Al fin, discurriendo que había sitio para todos, subió al regazo del fraile y como encontrara agasajo, se enroscó y se echó a dormir cual un bendito.
A poco de esto oyose un ruido estrepitoso, y fue que Juanito Jacobo había cogido una bandeja de latón vieja, que olvidada estaba en la despensa, y venía batiendo generala sobre ella con el palo del molinillo, tan fuertemente que habría puesto en pie, con el estrépito que hacía, a los siete durmientes. Acudió Sola y le trajo prisionero por un brazo.
– ¡Condenado chico! ¿No sabes que está tu tía durmiendo la siesta?… Ven acá: suelta eso… Ya, ya es tiempo de que tu padre te mande a la amiga… Ríñale, Padre Alelí. No se le puede aguantar. Cuando el señorito está de vena, parece que hay un ejército en la casa.
Diciendo esto, Sola le iba quitando sombrero, bandeja y palo, y después de sentarse le acercó a sí y le acarició pasando suavemente su mano por los hermosos cabellos del niño.
– Si hace bulla – dijo Alelí acariciando también con su mano los rizos, – no le traeré a mi señor don Juan Jacobo las hostias que le prometí, ni las velitas de cera, ni el San Miguel de alcorza… Pues te decía, hija, que ahora vamos a hablar los dos de un asunto superlativamente delicado… Mira, vuelve al chaquetón de Benigno y tráeme otro cigarrito, o mejor dos.
Sola hizo lo que le mandaba el reverendo y se volvió a sentar aguardando aquello tan delicado que manifestarle quería. Durante un rato no pequeño, los dos estuvieron callados, y Alelí fijaba sus ojos en el reloj, que era de los antiguos con las pesas colgando al descubierto. La péndola se paseaba lenta y solemnemente en el breve espacio que las leyes de la gravedad y las de la mecánica le señalan, y así marcaba con el tono más severo el compás de la vida. Sola, por mirar algo, que es acto preciso a las meditaciones, miraba a la Creación, gran lámina que con otra representando el monumento de la catedral de Toledo, decoraba artísticamente el comedor. En la primera estaban nuestros primeros padres en el traje que es de suponer, en medio de un fértil país poblado de todas suertes de animales, recibiendo la bendición del Padre Eterno, que muy barbado y envuelto en una especie de capote se asomaba por un balcón de nubes.
– ¡Qué buenos cigarros tiene Benigno! – dijo Alelí, que al fin había encontrado la fórmula del exordio. – Pero mejor que sus cigarros es él mismo. Te digo con toda verdad que yo he visto muchos hombres buenos, pero ninguno como nuestro Benigno. Es el corazón más puro y la voluntad más cristiana que he conocido en mi larga vida; es incapaz de hacer nada malo y capaz de las bondades más extraordinarias. Su razón es firme, sus sentimientos generosos, su vida la carrera del bien. No aborrece a nadie, y cuando quiere, quiere con toda su alma. Tiene un carácter entero para hacer frente a las adversidades, y en las bienandanzas no puede vivir contento si no distribuye su ventura entre los que le rodean, quedándose él con la absolutamente precisa para no ser desventurado. Si tú nos oyes diciéndonos majaderías, es por lo mucho que nos queremos. Él me llama Tío Engarza-Credos, y yo le llamo Don Leño o Chiribitas, y así nos reímos. Eso sí, en ideas políticas somos, como quien dice, el toma y el daca, lo más opuesto que puede existir; pero estos arrumacos de la política no han de tocar, no, a las cosas del alma ni a la amistad… Porque yo digo, ¿qué me importa que Benigno tenga la manía de leer a ese perdido hereje de Rousseau, si por eso no deja de ser buen cristiano y de obedecer a la Iglesia en todo?… Viva Benigno, y viva con su pepita, es decir, con su Emilio y su Contrato social, que así me cuido yo de estas cosas como de los que ahora se están afeitando en la luna… No creas tú, los padres del convento me critican por esta tolerancia mía, y yo les contesto: «vale más un amigo en la mano que cien teorías volando». Mi carácter es así; en burlas disputo y machaco como todos los españoles; pero antes que tronos y repúblicas, antes que congresos y horcas está el corazón… ¡Cómo me reí una tarde hablando de esto! Paseaba yo a eso de las cinco por Atocha con dos hombres de ideas contrarias, D. José Somoza, liberal, poeta, hombre ameno y dulce y cabal si los hay, y D Juan Bautista Erro, absolutista siempre, ahora apostólico vergonzante. Pues señor…
– Paréceme – dijo Sola, cortando la digresión, que le parecía muy importuna – que se resbala usted, como dice D. Benigno. Ya está sabe Dios a cuántas leguas de lo que me estaba contando…
– ¡Ah! Sí, perdona, hija… me distraje. Te decía que ese bendito amigo juan-jacobesco es el mejor tragador de pan y garbanzos que he conocido, y que ahora ha dado en la flor de querer casarse…
– ¡Casarse! – exclamó Sola poniéndose encarnada.
– ¿Te asombras, hija?… Más me asombré yo… No, no, no me asombré; al contrario, me pareció muy natural. Le conviene por mil razones; y ahora te pregunto yo: cuando Benigno tome estado ¿no será para ti un gran motivo de amargura el salir de esta casa, donde has sido tan amada, y separarte de estos chicos que has criado y que como a madre te miran?…
El padre Alelí fijó en ella sus ojos, ávidos de leer en los de la joven lo que de su alma saliese al rostro, si es que algo salía. El buen fraile, que a pesar de su decrepitud llena de perturbaciones mentales, conservaba algo de su antigua penetración, creyó ver en Sola una pena muy viva. Esto le hacía sonreír, diciendo para su sayo: «mujercita tenemos».
– D. Benigno no se casará – dijo ella. – ¿Será posible que caiga en tan mala tentación? Yo de mí sé decir que si salgo de esta casa me moriré de pena; tan tranquila, tan considerada y tan feliz he vivido en ella. Y luego, estos diablillos del cielo, como yo les llamo; estos muchachos, a quienes quiero tanto sin ser míos, y no tengo mejor gusto que ocuparme de ellos… No, digo que D. Benigno no se casará. Sería un disparate; ya no está en edad para eso.
– ¿Qué dices ahí, tontuela? – exclamó Alelí incorporándose con enojo, – ¿con que mi amigo no está en edad de casarse? ¿Es acaso algún viejo chocho, está por ventura enfermo? No, más sana y limpia está su persona y su sangre noble que la de todos esos mozuelos del día.
Esto decía cuando Juan Jacobo, cansado de estarse quieto tanto tiempo y no teniendo interés en la conversación, empezó a tirarle de los bigotes al gato que dormido estaba en la falda del fraile. Sentirse el animal tan malamente interrumpido en su sueño de canónigo y empezar a dar bufidos y a sacar las uñas fue todo uno. Alborotose el fraile con los rasguños, y dio un coscorrón al chico, Sola le aplicó dos nalgadas y todo concluyó con enfadarse el muchacho y coger al gato en brazos y marcharse con él a un rincón donde le puso el sombrero del mercenario para que durmiera.
– Eso es, sí, está mi sombrero para cama de gatos – refunfuñó Alelí.
– ¡Jesús qué criatura!… le voy a matar – dijo Sola amenazándole con la mano. – Trae acá el sombrero.
Juan trajo el sombrero, y aprovechándose del interés que en la conversación tenían el fraile y la joven, rescató su molinillo y su bandeja y bajó a la tienda para escaparse a la calle.
– Vaya con la tonta – dijo Alelí continuando su interrumpido tema. – Si Benigno es un muchacho, un chiquillo… Si me parece que fue ayer cuando le vi arrastrándose a gatas por un cerrillo que hay delante de su casa… ¡Qué piernazas aquellas, qué brazos y qué manotas tenía! ¡Y cómo se agarraba al pecho de su madre, y qué mordidas le daba el muy antropófago! Yo le cogía en brazos y le daba unos palmetazos en los muslos… Sabrás que fui al pueblo a restablecerme de unas intermitentes que cogí en Madrid cuando vine a las elecciones de la Orden. Entonces conocí al bueno de Jovellanos, un Voltaire encubierto, dígase lo que se quiera, y al conde de Aranda, que era un Pombal español, y a mi señor D. Carlos III, que era un Federico de Prusia españolizado…
– Al grano, al grano.
– Justo es que al grano vayamos. Cuando Nicolás Moratín y yo disputábamos…
– Al grano.
– Pues digo, que Benigno es un mozalbete. ¿No ves su arrogancia, su buen color, sus bríos? Bah, bah… Oye una cosa, hijita: Benigno se casará, tú te quedarás sola, y entonces será bien añadir a tu nombre otra palabra, llamándote Sola y monda en vez de Sola a secas. Pero aquí viene bien darte un consejo… ¿Sabes, hija mía, que me está entrando un sueño tal, que la cabeza me parece de plomo?
– Pues deme Su Reverencia el consejo y duérmase después – repuso ella con impaciencia.
– El consejo es que te cases tú también, y así del matrimonio de Benigno no podrá resultar ninguna desgracia… ¡Qué sueño, santo Dios!
Sola se echó a reír.
– ¡Casarme yo!… Qué bromas gasta el padrito.
– Hija, el sueño me rinde… no puedo más – dijo Alelí luchando con su propia cabeza que sobre el pecho se caía, y tirando de sus propios párpados con nervioso esfuerzo para impedir que se cerraran cual pesadas compuertas.
– Otro cigarrito.
– Sí… chaquetón… humo – murmuró Alelí, cuya flaca naturaleza era bruscamente vencida por la necesidad del reposo.