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XVII
Hacia el promedio de la calle del Duque de Alba vivía el Sr. D. Felicísimo Carnicero, del cual es bien que se hable en esta ocasión, no sólo porque se prestó a dar asilo a la afligida amiga, sino porque dicho señor merece un párrafo entero y hasta un capítulo. Era de edad muy avanzada, pero inapreciable, porque sus facciones habían tomado desde muy atrás un acartonamiento o petrificación que le ponía, sin que él lo sospechara, en los dominios de la paleontología. Su cara, donde la piel parecía haber tomado cierta consistencia y solidez calcárea, y donde las arrugas semejaban los hoyos y los cuarteados durísimos de un guijarro, era de esas caras que no admiten la suposición de haber sido menos viejas en otra época. Fuera de esta apariencia de hombre fósil, lo que más sorprendía en la cara de don Felicísimo era lo chato de su nariz, la cual no avanzaba fuera de la tabla del rostro más que lo necesario para que él pudiera sonarse Y la chateza (pase el vocablo) del señor Carnicero era tal que no se circunscribía al reino de la nariz sino que daba motivo a que el espectador de su merced hiciera las suposiciones que vamos a apuntar. Todo el que por primera vez contemplaba al Sr. D. Felicísimo, suponía que su rostro había sido hecho de barro o pasta muy blanda, y que en el momento en que el artista le daba la última mano, la máscara se deslizó al suelo cayendo de golpe boca abajo, con lo que aplastada la nariz y la región propiamente facial resultó una superficie plana desde la raíz del cabello hasta la barba. El espectador suponía también que el artista, viendo cómo había quedado su obra, la encontró graciosa y echándose a reír la dejó en tal manera.
Ahora pongamos el santo en su nicho. A esta máscara chata, de color de tierra, rugosa y dura, añadamos primero por la parte superior un gorro negro que hasta el campo de las orejas se encaja y tiene su coronamiento en una borlita que ora se inclina al lado derecho, ora al izquierdo. Añadámosle por debajo un corbatín negro a quien sería mejor llamar corbatón, tan alto que por ciertas partes se junta con el gorro, dejando escapar algunos cabellos rucios, que a hurtadillas salen a estirarse al aire y a la luz, recordando aún con tristeza suma las grasas olientes que han tenido en el pasado siglo. Desde los dominios de la corbata, en cuyas paredes metálicas parece tener cierto eco la voz de D. Felicísimo, pongamos un revuelto oleaje de pliegues negros, el cual o no es cosa ninguna o debe llamarse levitón, más que por la forma, por el ligero matiz de ala de mosca que en las partes más usadas se advierte; derivemos de este levitón dos cabos o brazos que a la mitad se enfundan en manguitos verdes con rayas negras como los mandiles de los maragatos, y hagamos que de las bocas de esos manguitos salgan, como vomitadas, unas manos, de las cuales no se ven sino diez taponcillos de corcho que parecen dedos. El resto de la persona no puede verse porque lo ponemos detrás de la mesa, la cual está cubierta de negro hule que en ciertos sitios pasaría por playa, a causa de la arenilla que en ella se extiende. Es mesa de camilla, y una faldamenta verde la tapa toda honestamente, la cual enagua no se mueve sino cuando el gato entra para enroscarse en la banqueta junto a los pies de D. Felicísimo. Encima de la mesa, se ve un Cristo pequeño atado a la columna, con la espalda en pura llaga y la soga al cuello, obra de un realismo espantoso y aterrador que se atribuye al célebre Zarcillo. La escultura está a la derecha y vuelve su rostro dolorido y acardenalado al D. Felicísimo, cual si le pidiera informes y cuentas, más que de los azotes que le han dado los judíos, de los motivos porque está en aquella mesa y entre tal balumba de legajos como allí se ven. Son papeles atados con cintas rojas, paquetes de cartas y algunos libros de cuentas, cuyas sebosas tapas indican los años que llevan de servicio. La escribanía es de cobre, pues aunque D. Felicísimo posee algunas de plata, no las usa, y en la que allí está los dos cántaros amarillos tienen tinta y arena para seis meses. Las plumas de puro mosqueadas no tienen color, y hay un pisa-papeles que es la pezuña de un cabrón imitada en bronce, y está tan al vivo que no le falta más que correr.
En aquella mesa escribe casi todo el día el Sr. Carnicero, a quien el peso de los años no estorba para seguir trabajando; allí toma su chocolate macho con bollo maimón; allí come su cocidito con más de vaca que de carnero, algo de oreja cerdosa y algunas hilachas de jamón que el vacilante tenedor busca entre los garbanzos azafranados; allí duerme la siesta, echando la cabeza sobre las orejeras del sillón; allí se le sirve la cena que empieza invariablemente en migas esponjosas y acaba en guisado de ternera, todo muy especioso y aromático; allí cuenta el dinero que es, según dicen, el más constante de sus visitadores, y se desliza sin hacer ruido por entre sus dedos alcornoqueños, cual si por virtud rara también el oro se sometiese a tomar las apariencias del corcho o del pergamino en aquel imperio del silencio; allí recibe a los que van a ocuparle, y son por lo general clérigos o frailes, y allí está cuando entran Jenara, Pipaón y Micaelita.
Era ya de noche. Un gran candil de cuatro mecheros, de los cuales sólo dos estaban encendidos, echaba luz no muy copiosa, que la pantalla dirigía sobre el pupitre. Al sentir gente, D. Felicísimo alzó la pantalla de cobre y entonces la claridad le hirió de frente en su cara plana, que parecía un bajo-relieve gótico, roído por los siglos. Pero esto duró poco tiempo, porque abatiendo la pantalla, volvió la luz a caer forzosamente sobre los papeles como un estudiante desaplicado a quien se obliga a no apartar la vista de los libros.
– ¡Oh!… gratias tibi Domine… Bendito Pipaón, ¿usted por aquí? – dijo D. Felicísimo con agrado. – ¡Oh! ¿Es Jenarita? La misma que viste y calza. Sea muy bien venida a esta humilde morada. ¡Cuánto bueno por aquí!
Y alzando la voz, que era chillona y desapacible, prosiguió:
– Sagrario, Sagrario, ven, mira quién está aquí. Micaelita, di a tu tía que venga, y de paso da una voz en la cocina para que me traigan la cena.
Mientras viene doña María del Sagrario, hija del Sr. D. Felicísimo, demos acerca de este señor las noticias que son necesarias. Llevaba más de cuarenta años en la profesión de agente de negocios eclesiásticos, y le había sido tan favorable la fortuna que, según el dicho público, estaba podrido de dinero. Por los rótulos de los legajos y papeles que sobre su mesa estaban, podía venirse en conocimiento de la multiplicidad de asuntos que bajo el dominio de sus talentos agenciales caían. Él contemplaba con no disimulado embeleso los dichos rótulos, asemejándose, aunque esté mal la comparación, a un borracho que antes de beber se deleita leyendo las etiquetas de las botellas. Por un lado se leía Subcolecturía de Espolios, Vacantes, Medias Annatas y Fondo pío beneficial del obispado de León; por otro Santa Iglesia Metropolitana de Granada; más allá Juzgado ordinario de Capellanías, Patronatos, Visita Eclesiástica, etc.; junto a esto Tribunal de Cruzada, y al lado Racioneros medios patrimoniales de Tarazona, Arcedianato de Murviedro o Señores Pabordres de Valencia; al opuesto extremo Agustinos Descalzos; más lejos Reyes Nuevos de Toledo, o bien, Nuestra Señora del Favor de Padres Teatinos.
Preciso es decir que D. Felicísimo se había distinguido siempre por su celo y actividad en despachar los mil y mil asuntos que se le confiaban. Les tomaba cariño, mirándolos como cosa propia, y ponía en ellos sus cinco sentidos y su alma toda en tal manera que llegó a identificarse con ellos y a asimilárselos, trayéndolos como a formar parte de su propia sustancia. Así no había en su larga vida suceso ni accidente que no se confundiera con cualquier negocio de su lucrativa profesión, y así jamás contaba cosa alguna sin empezar de este o parecido modo: Cuando el señor Vicario Foráneo de Paterna venía a esta casa, o bien así: Cuando me convidó a comer el Padre Prepósito de Portaceli…
Otra afición también muy vehemente, aunque secundaria, reinaba en el espíritu de nuestro insigne Carnicero; era la afición a los Toros, fiesta que, si no existieran los negocios eclesiásticos, sería para él cosa punto menos que sagrada. Como ya era tan viejo y no salía ya de casa, contentábase con hablar de los Toros pretéritos, poniéndolos cien codos más altos que los presentes y en estas conversaciones también era común oírle decir: «Cierto día en que Sentimientos y el señor Rector del Hospital de Convalecencia de Unciones vinieron a buscarme para ir a ver el encierro…» u otra frase por el estilo.
La cantidad de dinero que D. Felicísimo había ganado en tantos años de actividad, celo y honradez, no era calculable. Algunos la hacían subir a un número grande de talegas, otros reducían un poco la cifra; pero el vulgo y los vecinos juraban que siempre que se daba un golpe en los tabiques de la casa de Carnicero o en el lienzo de los cuadros viejos que allí tenía, sonaba un cierto tintineo como de monedas anacoretas que en todos los huecos y escondrijos habitaban, huyendo del mundo y sus pompas vanas. Él gastaba poco, tan poco que se había llegado a hacer la ilusión de que era pobre, siendo rico. Contaban que para ilusionar a los demás en esta materia se negaba con tenacidad heroica a dar dinero, y ya podían irle con lamentos los menesterosos, que así les hacía caso como si fueran predicadores moros. Únicamente se desprendía de alguna cantidad siempre que mediaran garantías y un interés módico, así así como de diez por ciento al mes u otra friolera semejante.
La casa en que vivía era de su propiedad y estaba toda blanqueada, sin papeles ni pinturas, con las vigas del techo apanzadas cual toldo de lienzo. Era de un solo piso alto, antiquísima, y en invierno tenía condiciones inmejorables para que cuantos entraban en ella se hicieran cargo de cómo es la Siberia. Había sido edificada en los tiempos en que la calle del Duque de Alba se llamaba de la Emperatriz, y ya, con tan largos servicios, no podía disimular las ganas que tenía de reposarse en el suelo, soltando el peso del techo, estirándose de tabiques y paredes para sepultar su cornisa en el sótano y rascarse con las tejas de su cabeza los entumecidos pies de sus cimientos. Pero D. Felicísimo que no consentía que su casa viviera menos que él, la apuntaló toda, y así desde el portal se encontraban fuertes vigas que daban el quién vive. La escalera, que partía de menguados arcos de yeso, también tenía dos o tres muletas, y los escalones se echaban de un lado como si quisieran dormir la siesta. Arriba los pisos eran tales, que una naranja tirada en ellos hubiera estado rodando una hora antes de encontrar sitio en que pararse, y por los pasillos era necesario ir con tiento so pena de tropezar con algún poste, que estaba de centinela como un suizo con orden de no permitir que el techo se cayera mientras él estuviese allí.
D. Felicísimo era toledano, no se sabe a punto fijo si de Tembleque o de Turleque o de Manzaneque, que los biógrafos no están acordes todavía. Estuvo casado con doña María del Sagrario Tablajero, de la que nacieron Mariquita del Sagrario y Leocadia. De esta, que casó pronto y mal con un tratante en ganado de cerda, nació Micaelita, que se quedó huérfana de padre y madre a los seis años. Esta Micaelita era, pues, heredera universal del Sr. D. Felicísimo, circunstancia que, a pesar de su escasa belleza, debía hacer de ella un partido apetitoso. Sin embargo, habiendo tenido en sus quince años ciertos devaneos precoces con un muchacho de la vecindad, quedó muy mal parada su honra. El mancebo se fue a las Américas, D. Felicísimo enfermó del disgusto, doña María del Sagrario, tía de la joven, enfermó también; divulgose el caso, salió mal que bien de su paso Micaelita, y desde entonces no hubo galán que la pretendiera. Cuentan los cronistas toledanos que desde entonces se arraigó en Micaelita la piadosa costumbre de reservar un Padrenuestro para todas las ocasiones apuradas en que se encontrase.
Pasados algunos años, la situación de la joven había cambiado: su carácter agriándose en extremo la hacía menos simpática aún de lo que realmente era. Su abuelo, que entrañablemente la amaba, le permitía frecuentar la sociedad y gastar algo en tocados y ropas de moda. Ella quería borrar su mancha; pero no lo podía conseguir, careciendo de aquellas prendas que fácilmente inspiran el perdón o el olvido. Lo singular es que a su mal genio unía un cierto orgullito sobremanera repulsivo y que sin duda nacía de su seguridad de enriquecer considerablemente al fallecimiento del abuelo.
Todas las noches del año, en el de 1831, luego que D. Felicísimo con un mediano vaso de vino echaba la rúbrica a su cena (frase de D. Felicísimo), se levantaba de aquella especie de trono, y tomando con su propia mano el candil de cuatro mecheros se dirigía a la sala, donde ya doña María del Sagrario había encendido una lámpara de las llamadas de Monsieur Quinquet, y allí se encontraba a varios amigos que se reunían en amena tertulia. La estancia era como una gran sala de capítulo conventual; pero estaba blanqueada, sin más adorno que un gran cuadro del Purgatorio donde ardían hasta diez docenas de ánimas. Dos cortinas de sarga, cuya amarillez declaraba haber sido verde, cubrían los balcones, y por las cuatro paredes se enfilaban en batería tres docenas de sillas de caoba con el respaldo tieso y el asiento durísimo. Cuatro sillones de cuero claveteado, contemporáneo del cuadro de las Ánimas del Purgatorio, si no del Purgatorio mismo, servían para la comodidad relativa; una urna con imagen vestida servía para la devoción, y una mesa que parecía pila bautismal para que dieran golpes sobre ella los de la tertulia. D. Felicísimo entraba diciendo, Pax vobis y después saludaba sucesivamente a sus amigos.
– Buenas noches, Elías ¿cómo te va?… Señor conde de Negri, buenas noches… Buenas noches, Sr. D. Rafael Maroto.
XVIII
Veamos ahora lo que pasó aquella noche. Jenara tomó asiento en el despacho del señor D. Felicísimo, y Pipaón, acercándose a este, le habló un poco al oído para contarle lo que a la dama le pasaba. A cada dos palabras que oía, D. Felicísimo articulaba una especie de chillido, un ji ji, que más tenía de suspiro que de interjección y que al mismo tiempo expresaba hipo y burla.
– Bueno, bueno – murmuró el anciano moviendo la cabeza en ademán de conciliación. – En mi casa no será molestada; yo le respondo de que no será molestada, ji ji.
– Gracias – dijo la dama secamente tratando de darse aire con los restos de su abanico.
– El Sr. D. Miguel de Baraona y yo fuimos muy amigos – añadió Carnicero, volviendo a Jenara su faz plana, fría, sin expresión de sentimiento alguno, – pero muy amigos. Cuando aquellas cuestiones de la Santa Iglesia Colegial de Vitoria con los Canónigos cuartos de frutos de Calahorra, vino aquí don José Marqués, canónigo entero, D. Vicente Morales, racionero medio y D. Andrés de Baraona, canónigo cuarto de optación, hermano de su abuelo de usted que también vino. Yo le conseguí el arcedianato de Berberiega para su primo. ¡Cuántas tardes pasamos juntos en este despacho hablando de sermones y Toros! Era en los tiempos de Pedro Romero y dicho se está que había materia para dos buenos aficionados como nosotros. Si el señor de Baraona viviera se acordaría de cuando vimos la cogida de Pepe-Hillo y la célebre cornada de José Cándido, motivada por haberse escupido el toro, con lo que se atolondró José y quiso matarlo fuera de la jurisdicción, recibiendo un encontronazo…
Estas últimas frases no las dirigía D. Felicísimo a Jenara, sino a cierto personaje, desconocido para nosotros, que a su lado estaba y había entrado poco antes que nuestros amigos. Era un joven de aspecto más bien ordinario que fino, de rostro tan salpicado de viruelas, que parecía criba, de complexión sanguínea y algo gigántea; de ajustada chaqueta vestido, con el pelo corto y la frente más corta acaso. Su facha, su traje y cierta expresión inequívoca que impresa en su rostro estaba como un letrero, decían que aquel hombre era del gremio de tablajeros, cortadores o tratantes en carnes. Los tres oficios había tenido, mas con tan poco aprovechamiento, que los cambió por una plaza de demandadero en la cárcel de Villa. Era hijo de una antigua sirviente de D. Felicísimo y este le había criado en su casa y le tenía bastante cariño. Pedro López, por otro nombre Tablas (que así le bautizaron en el Matadero), respetaba mucho a su protector. Iba a verle diariamente al anochecer, se sentaba a su lado, le hablaba un poco de la cárcel, de becerros si era invierno y de Toros si era verano; después le servía la cena, y por último le acompañaba a rezar el rosario, devoción a que no faltó D. Felicísimo ni en un solo día de su vida.
Doña María del Sagrario no tardó en venir. Era una señora que aparentaba más edad de la que realmente tenía, por causa de una lamentable emigración de todos los dientes de su boca, no quedando en aquellos reinos más que algunas muelas, que temblando habían pedido también sus pasaportes. Ella no tenía pretensiones de belleza ni aun de buen parecer, y así su elegancia era la sencillez, su perfumería la limpieza y su peinado un trabajo simplicísimo. Este consistía en recoger en una sola trenza los cabellos fieles que le quedaban y hacer con esta un moño chiquito, el cual, atravesado de una horquilla o flecha, como corazón simbólico, parecía una limosna de cabellos enviada por el Cielo sobre su cráneo, que iba igualando a las encías en sus condiciones de país desierto. Por lo demás, Doña María del Sagrario era bondadosa, de excelente corazón y de mucho palique; pero tanto desentonaba su voz, por causa de estar su boca tan solitaria como casa de mostrencos, que las palabras parecían salir y entrar por aquellas cavidades jugando y haciendo cabriolas. Cuando reía creeríase que lloraba, y cuando regañaba a la criada parecía mandar un batallón, y el rezar era en ella como un soplamiento de fuelles rotos.
– Mucho nos honra usted, Jenarita – le dijo besándola – con aceptar nuestra hospitalidad. Eso no será nada. Algún mal entendido. ¡Es tan fácil ahora que los buenos se confundan con los pícaros! Ayer mismo ¿no apalearon en esta calle al sacristán de la V. O. T. por confundirlo con un pícaro zapatero que fue condenado a horca y luego indultado en el llamado tiempo constitucional, que ni fue tal tiempo ni cosa que lo valga?
– Sagrario, mucha conversación es esa, ji ji – dijo a este punto D. Felicísimo. – Jenarita no es persona con quien debemos gastar cumplidos ni etiquetas; por tanto, tráeme mi cena, que la gusana me dice que es hora.
Poco después el Sr. Carnicero tenía delante la servilleta en lugar del papel y la cuchara en vez de la pluma. Tras los primeros bocados, habló así:
– No es extraño, Jenarita, que con la marcha que lleva este Gobierno por el camino de la francmasonería, sean perseguidos los buenos españoles. Ese pobre Rey se ha entregado en manos de la herejía y del democratismo; la Reina nos quiere embobar con músicas pero no le valdrán sus mañas para hacernos tragar la sucesión de su hija Isabelita, que así será reina de España como yo emperador de la China, ji ji. Ellos ven venir el nublado y se preparan, pero nosotros nos preparamos también… y es flojita cosa la que defendemos… así como quien no dice nada, la religión sacratísima, el trono español y nuestras costumbres tradicionales, puras, nobles y sencillas. ¡Ah!, perdóneme usted, Jenarita, me olvidé de decirle si gustaba cenar. Pero aquí no andamos con etiquetas y en mi casa todo es llaneza y confianza.
– Gracias – repuso Jenara que solicitada de otros pensamientos no había oído ni una sola palabra del discurso del Sr. Carnicero.
Pipaón y Micaelita cuchicheaban en la sala inmediata y doña María del Sagrario había ido a preparar la cena para todos, lo que requería no poca habilidad por haber aumentado las bocas y no los manjares. Tablas servía la cena al Sr. D. Felicísimo, el cual le hablaba de este modo:
– Pues volviendo a lo que te decía cuando entraron estos señores, el toreo está ahora tan por los suelos que no se puede hablar de él sin que se le caiga a uno la cara de vergüenza. Y no me digan que se ha fundado un Conservatorio de Tauromaquia. Tonto de capirote es el que lo inventó. Yo admiro a Don Pedro Romero, yo le tengo por un Cid de los tiempos modernos; por eso no quisiera verle hecho un catedrático de brega. Mira tú, los toreros de hoy dan asco… Si el Señor Omnipotente te hubiera querido hacer el favor de criarte en aquel tiempo en que todo era mejor que ahora, todo, todo; en que era más honrada la gente, más rico el país, más barata la comida, más guapas las mujeres, más religiosos los hombres, más valientes los militares, más benigno el frío, más alegre el cielo, más honestas las costumbres, más bravos los toros y más, mucho más hábiles los toreros… ji ji… ¿por qué te ríes?
El hipo de D. Felicísimo arreció de tal modo que hubo de pararse un rato para tomar aire. Después prosiguió así:
– Si hubieras vivido en aquel feliz tiempo, te habrías desbaratado de gusto viendo en medio del redondel a Joaquín Rodríguez, por otro nombre Costillares, o a José Delgado, mi amigo queridísimo, por otro nombre Pepe-Hillo. Me parece que le estoy mirando, cuando el toro se ceñía. Entonces tenías que ver su serenidad y destreza, ji. Él lo llamaba de frente, tomando la rectitud de su terreno conforme las piernas que le advertía la fiera, y luego que le partía, ji, le empezaba a cargar y tender la suerte, ¿entiendes? Con este quiebro el toro se iba desviando del terreno del diestro y cuando llegaba a jurisdicción, le daba el remate seguro, ji, ji, ji.
Con las cabezadas que daba D. Felicísimo brillaban sus ojos en el semblante plano como los agujeros de una palmeta. Al mismo tiempo su mano armada de tenedor tomaba las actitudes toreriles amenazando el vaso de vino, puesto en el lugar del tintero.
– Señora, usted se aburrirá con esta conversación mía – dijo el anciano contemplando a Jenara que estaba con los ojos bajos. – Como aquí no hay cumplimientos, que es palabra compuesta de cumplo y miento, ni las pamemas que llaman etiqueta, yo hablo de lo que más me gusta, ji. Este buen Tablas es un chiquilicuatro que por no tener alma no ha emprendido el oficio de mirar cara a cara a la cuerna, y está de demandadero en la cárcel de Villa. Si no tuviera el defecto de coger sus monas los lunes y aun los martes, sería un cumplido muchacho, siempre que se corrigiera del vicio de sobar las cuarenta.
Tablas se ruborizó al oír su panegírico.
– Jenarita, venga usted a cenar – dijo Sagrario entrando. – Deme usted su mantilla.
Don Felicísimo había concluido.
– Hija, ¿ha venido esta tarde el padre Alelí? – preguntó.
– No ha parecido Su Reverencia.
– ¿No se sabe nada de la pupila de Benigno Cordero, que está con pulmonía?
– Iba mejor, pero ha recaído. ¡Cristo, qué desgracia! – exclamó Sagrario en un desentono tan singular que parecía enjuagarse la boca con las palabras. – Cruz fue esta tarde a la iglesia y me dijo que el pobre Benigno está como alma en pena. Va a la botica por las medicinas y se deja el sombrero sobre el mostrador, habla solo y cuando vende no cobra y cuando cobra no da la vuelta, y cuando la da, da oro por cobre.
– Es un alma de cántaro, ji… Tablas, ve después a preguntar por la enferma. Benigno es loco, pero es paisano y le aprecio… Jenarita, ¿por qué tiene usted ese aire de tristeza y abatimiento? Aquí no hay nada que temer. Estamos en sagrado, es decir en una casa pura y absolutamente, ji ji… apostólica.
Jenara no cenó. Había perdido el apetito, y la especial manera de guisar que en aquella casa había no era la más a propósito para despertarlo. A esta feliz circunstancia de la desgana de un convidado, debió Pipaón que le tocara algo, aunque no fue mucho, según consta en las crónicas que de aquellos acontecimientos quedaron escritas.
Levantose Jenara de la mesa antes que los demás para decir una cosa importante al señor D. Felicísimo, que aún no había salido de su guarida, y al llegar a la puerta de esta, oyó la voz del anciano muy desentonada y colérica. Decía así:
– Ladrón, verdugo, borracho, no te daré un maravedí aunque te me pongas de rodillas delante y me enciendas velas. Yo no soy bueno, yo no soy santo; no pienses que me embobarás con tus lisonjas. ¿Tengo yo alguna mina, ji? ¿Acuño moneda, ji? Quítateme, ji, de delante y púdrete si quieres. No hay un cuarto; hoy no se fía aquí. Toca a otra puerta, muérete, revienta, pégate un tiro y si no basta, ji, ji… te pegas dos o media docena.
Con voz humilde y ahogada por la pena, Tablas habló después para pintar con las frases más amañadas la enormidad de su apuro, y Carnicero redobló sus negativas, sus bufidos, sus hipos, todo en defensa de su bolsa. Jenara no necesitó oír más, y al punto renunció a decir a D. Felicísimo lo que había pensado. Mujer de recursos intelectuales, improvisaba planes con la celeridad propia de todo grande y fecundo ingenio.
La campanilla sonó y Tablas fue a abrir la puerta. Llegaron tres señores que se dirigieron a la sala, donde Sagrario acababa de poner luz. Entrando otra vez en el comedor la dama vio que Pipaón y Micaelita no parecían disgustados de hallarse juntos. Sagrario andaba por la cocina riñendo con la criada, en lenguaje discorde e inarmónico, semejando un órgano que tuviera todos los tubos agujereados. Jenara volvió al pasillo, que era largo, complicado, anguloso y a causa del blanqueo daba más cuerpo a las sombras que sobre él caían. Allí vio la atlética figura de Tablas que salía del cuarto del señor, y dirigiéndose a un ángulo oscuro donde estaban algunos muebles viejos como en destierro, dejábase caer sobre una silla y apoyaba la cabezota en ambas manos mirando al cielo. Jenara se llegó a él. Era el ángel del consuelo.