Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Mendizábal», sayfa 10
– Yo no: con el arreglo que nos hará ese señor Ministro, verá usted prosperar la nación. Usted no es partidario de Mendizábal.
– Yo creo que vale… sí vale. Pero fracasará.
– Dios quiera que no… Voy a entrar en negociaciones con él para un asunto… Y el Sr. Calpena, que, según nos dijeron, es el amigo íntimo del gran Ministro, ¿me hará el favor de interceder por mí?
– ¿Negocitos con Mendizábal? – murmuró D. Carlos.
– Señor mío, si a usted le necesitan las reinas, a mí me necesitan los Ministros, que en realidad son los que gobiernan… Sr. Calpena, usted es muy amable, y tomará mi asunto con interés.
Excusose el joven con finura y modestia, alegando que no tenía amistad con el Ministro, ni podía permitirse recomendarle asuntos de ninguna clase; mas no se dio por convencida la Zahón, y elogiando la delicadeza del joven, y echándole mucho incienso dijo: «Es natural que usted se exprese de ese modo. Pero yo sé que D. Juan Álvarez le quiere a usted mucho y le protege, y le hará procurador… Los motivos de esta protección quizás usted mismo no los sepa… Yo tampoco; la verdad, no sé nada: sólo sé que… En fin, Aline me ha dicho que es usted un joven de gran mérito… No hay que ruborizarse… Por todas esas razones, y otras que callo, yo quisiera, Sr. D. Fernando, que esta noche cenara usted con nosotros…».
Antes que el invitado pudiese formular sus excusas, se metió por medio D. Carlos, diciendo muy gozoso: «Aceptará, ya lo creo, y yo también. Quiero decir, que si el señor cena con ustedes, me convido…».
– Lo siento mucho – dijo Calpena. – Otra noche, señora mía, tendré mucho gusto… Esta noche no puedo… créame usted que no puedo.
– Ya se ve… Es verdadero sacrificio sentarse a nuestra pobre mesa, acostumbrado usted a los convites de las grandes casas.
– No nos tratarán mal aquí, Sr. D. Fernando – dijo D. Carlos; – y si Lopresti tuviera tiempo de poner esta noche el pescado en tomatada maltesa…
– Hay tiempo… ¡Lopresti!
Repetía sus excusas D. Fernando, cuando llamaron a la puerta. El maltés acudió. Eran campanillazos, golpes repetidos, dados al parecer con el puño de un bastón, y luego voces femeninas, la del sirviente y la de otra persona, riñendo, disputando. «Es ese torbellino – dijo Doña Jacoba. – Aura, hija mía, ¿por qué alborotas? Mira que hay visita… pasa… ven».
XIX
En el mismo instante vio D. Fernando, en el hueco de la puerta, una mujer, una joven, que más que persona humana le pareció divinidad bajada del cielo. ¿La había visto antes alguna vez? Creía que sí, creía que no. ¿Y cómo había vivido tanto tiempo sin verla? ¿Y qué habría sido de él, si por torpeza de su destino no la hubiese visto cuando la veía? Esto pensaba en la perplejidad casi estúpida de que fue acometido su espíritu ante aquella visión celeste. La que respondía por Aura se quedó también suspensa, y pensaba que no veía por primera vez al sujeto, cuyo nombre pronunció la Zahón presentándole.
«Vete adentro: deja la mantilla; deja la sombrilla con que has apaleado al pobre Lopresti, y vuélvete acá… – le dijo la señora. – No hagas la de otras veces, que tengo que ir a buscarte. Ya ves que no puedo moverme».
Fuese la joven, y tal era su turbación, que ni acertó a saludar con una ligera inclinación de cabeza a la persona que acababa de serle presentada. «¡Qué estúpida soy – se decía, corriendo hacia su cuarto, – y qué grosera y qué desmañada! No he sabido saludarle… Verdad que él no me saludó tampoco, y se quedó como un santirulico que está en oración… ¿Cómo ha dicho Jacoba que se llama? Pues ya no me acuerdo… Yo le conozco… No, no le he visto nunca: no hay más sino que yo sabía que le vería pronto… ¡Y ahora qué vergüenza me da de volver!… No vuelvo… ¡Pero si tardo, y el hombre se cansa, y se va, y no vuelve más, y no le encuentro en ninguna parte…!».
En tanto Calpena, mal repuesto de su trastorno, apenas podía enterarse de lo que Maturana y la Zahón le decían. Miraba para dentro de sí: en su mente había quedado impresa la imagen fugitiva… ¡Qué ojos, qué boca, qué talle! Quería recordar pormenores; cómo eran estas o aquellas facciones, y no podía. La imagen se borraba con el análisis; llegó un instante en que sólo quedaba de ella una vaguedad, un rastro, algo como una herida, o como una sombra que doliera. Pero de improviso volvió a presentarse ante los turbados ojos de Calpena, no precedida de ningún rumor de pasos ni de voz alguna. Entró como fantasma, trayendo consigo una luz ideal, y para mayor asombro y arrobamiento de D. Fernando, se presentaba risueña, mostrando unos dientes dignos de morder un cachete al Padre Eterno. Así lo pensó Calpena, que también se sonrió al verla, y salió como a recibirla, brindándole un asiento…
«No me siento; gracias» – dijo Aura, y pasó… Fue a recoger algo al otro lado de la pieza. Cuando regresaba con una cestilla de labores, recibió de lleno el galán todo el brillo, toda la expresión, toda la intensísima divinidad de los ojos negros de la damisela. El infeliz no dijo nada, miró a la mesa, y cogiendo la silla que cerca tenía, dio un golpecito en el suelo, diciendo o pensando así: «¡Qué rayo de Dios!… Tempestad, locura… Si esta mujer no me quiere, me mato… vaya si me mato. No puedo vivir».
– Aura – dijo Doña Jacoba dándole un manojo de llaves. – Saca de aquel armario la cajita de perlas, y dásela a D. Carlos para que me haga el apartado…
Y mientras Aura traía las perlas, Calpena se decía: «Esto es sueño. Tal mujer no existe. Es la que traigo en mi imaginación desde qué sé yo cuándo… Lo que ahora me pasa es como el morir, como el nacer. No sé si muero o nazco… ¡Vaya una mano! Si me diera una bofetada, vería yo a Dios en su trono… ¡Y qué cuerpo, qué flexibilidad, qué gallardía! Ese traje que antes me pareció verde, ahora es azul, obscurito como un cielo sin luna, y esas motitas son como estrellas, que en los pliegues se esconden, se apagan… El espacio entre el borde del vestido y el suelo parece, cuando anda, un espacio que ríe, una boca que habla… No sé… estoy loco… Si la jorobada no repite su invitación, me convido yo mismo. Si me apalean para que me vaya, no me voy».
– Oye, mujer – dijo Doña Jacoba poniendo las perlas sobre un tablero con bordes y forrado de bayeta, previamente colocado ante sí por D. Carlos, – ¿cómo es que no subieron tus amigas las de Milagro?
– Me dejaron en la puerta. Era tarde, y como las de Fonsagrada tenían prisa…
– ¿Iban con ellas los dos chicos de la Guardia Real?
– Sí… y también tenían prisa. Les han mandado recogerse temprano en el cuartel. Parece que hay run-run de revolución.
– Todos los días dicen lo mismo, y nunca pasa nada. ¿No sabes, Aura? He invitado a cenar a este Sr. Calpena, y no quiere, digo, no puede… Convéncele tú.
– ¿Y qué caso ha de hacer de mí? – dijo Aura queriendo mirarle y sin poder levantar los ojos. – Estará invitado en otra parte… comprometido en casas ricas…
– Si mil compromisos tuviera – manifestó Calpena haciendo por tragarse el nudo que tenía en la garganta, – los dejaría todos por la satisfacción, por el honor, por el placer de pasar algunas horas en tan amable compañía.
– Gracias – dijo Aura, echándole toda la mirada y clavándosela con ímpetu, hasta con ensañamiento.
Y la voz de Aura al decir gracias, o al decir otra cosa cualquiera, se le metía a Fernando dentro del sentido como una lanceta, y le inoculaba un goce inefable, una turbación honda, ganas de dar gritos y de tirarse al suelo… «¿En qué consistirá – pensaba, – que me parece que la he conocido toda mi vida? Si me equivoco respecto a esta mujer; si no es la que yo soñé, la que ha venido al mundo para mí, que me parta un rayo, o que me asesinen esta noche al volver de una esquina. ¡Esta mujer para otro! No puede ser… Quien me lo diga miente… y si yo lo dudara o lo temiera, estaría loco».
Mientras doña Jacoba daba órdenes a Lopresti, Aura y Fernando cambiaron palabras insignificantes, sentados uno frente a otro, en el lado de la mesa o mostrador opuesto al que ocupaba D. Carlos. Entre este y la pareja estaba la luz, con enorme pantalla verde.
«¿También usted, señorita, entiende de pedrerías, y sabe distinguir los brillantes legítimos de los falsos?».
– No sé nada… Para mí como si fueran cuentas de vidrio. No entiendo nada de esto. Y usted, ¿sabe…?
– Yo no… – dijo Calpena sintiendo un impulso violentísimo de manifestarse. – No sé más sino que… No crea usted que voy a llamarla piedra preciosa, diamante, perla o cosa tal… Eso es no decir nada. Lo que digo… Digo que cuando la vi a usted entrar… creí que no era usted persona de este mundo.
– ¿Pues de qué mundo?
– Del otro, del Cielo…
– ¿Pero usted cree que si yo hubiera estado en el Cielo iba a dejarme caer aquí? ¡Qué tontería!
– No haga usted caso – dijo la Zahón. – Esta niña es una revoltosa sin juicio. Ya es tiempo de que vaya sentando la cabeza.
– Soy muy mal criada – afirmó Aura con graciosa ingenuidad, sin el menor dejo de falsa modestia. – Vamos, que no tengo educación… No he tenido quien me eduque ni quien me enseñe nada… Y ahora trato de educarme yo misma; pero, la verdad, no sé por dónde empezar.
– ¡Qué deliciosa modestia!
– ¡Modesta yo! No, señor: ya verá usted cómo no lo soy. Algún mérito me parece a mí que tengo, y como lo sé, lo digo.
– La sinceridad es la primera de las virtudes – afirmó Calpena fascinado por los ojos negros de Aura, que no podían ser contemplados de cerca. La ardiente admiración del joven veía en ellos tan pronto una inmensidad de dulzura que atraía, como una inmensidad de peligro que rechazaba. Dulzura o peligro, el hombre sentía un irresistible impulso de comérselos, de apropiarse toda su luz, toda su pasión. ¡Y qué perfecta armonía entre los ojos y lo demás del rostro, en el cual sólo se veían perfecciones! El color era moreno suave, blancura encendida más bien, como si en sus mejillas se reflejasen llamaradas lejanas… La frente dominaba tan hermoso conjunto con su pureza de alabastro caldeado.
«Déjeme usted que admire – dijo Calpena en tono y actitud de devoción – esas cejas divinas, esas pestañas que hablan y esos labios que miran… No sé lo que digo».
– Diga usted de una vez que soy muy bella… ¿Por qué no se ha de decir lo que es verdad? Ya ve usted cómo no conozco la modestia. El ser bonita no tiene ningún mérito, porque así ha nacido una…
– Aura, por Dios, no tontees… – indicó Doña Jacoba levantándose con gran esfuerzo. – Voy a ver qué hace ese pelmazo.
– ¿Quieres que vaya contigo?
– No, hija: quédate aquí acompañando a estos señores… Puedo andar sola.
Ponía D. Carlos toda su atención en las perlas que examinaba cuidadosamente, y luego las distribuía entres grupos. Aura y Fernando se creían solos.
«¿Qué? – dijo ella viendo al galán suspenso y como asustado; – ¿se enfada usted porque yo misma me alabo y digo que soy hermosa?».
– No; la sinceridad… Todo en usted es extraordinario, inaudito, sin igual.
– No me haga usted caso. Soy muy mal educada… La buena educación pide que cuando una se siente discreta diga: «soy tonta», y que cuando somos bonitas, sostengamos que no valemos nada.
– No es eso buena educación: es gazmoñería, y falsa humildad, máscara de la soberbia.
– A mí me han hecho creer que la verdadera finura consiste en rebajarse y elogiar a los demás.
– ¿Aunque no se sienta el elogio?
– ¡Ah!, no: eso sí que no puedo hacerlo yo. Por nada del mundo le diría yo a usted, por ejemplo, que me agrada, si no lo sintiera.
– Luego usted me dice que no le soy desagradable.
– Yo no pensaba decírselo… Si lo he dicho sin querer, dicho se queda.
Se le encendieron las mejillas, y después de una pausa, en que Fernando, absorto, no sabía qué expresar, rectificó la joven su atrevido concepto: «La culpa tiene usted por hacerme caso y darme conversación. Se me escapan las tonterías cuando menos lo pienso. Bien dice Jacoba que no tengo vergüenza…».
– Eso no es verdad.
– Quiero decir que soy muy descarada… Y no sabe usted los disgustos que he tenido en Madrid por esta mala costumbre mía de decir todo lo que siento. Mis amigas me critican, y algunas se han negado a salir de paseo conmigo. Otras, en cuanto me han oído hablar dos veces, se han resistido a recibirme en su casa. Vamos, que me tienen por una salvaje, y lo soy, aunque lo disimulo vistiéndome, ya usted ve, como las mujeres civilizadas… Eso lo sabe una sin que se lo enseñen… Pero… mire usted qué cosas tan raras me pasan a mí: esta noche es la primera vez que siento pena de ser como soy. Al decirle lo que le dije, ¡me subió un calor a la cara…! Me figuré que usted se enfadaba conmigo, que me iba a querer mal por mi desvergüenza…
– No, no, eso no. Es sinceridad, y yo la admiro y la aplaudo… ¿Pero por qué no hemos de ser todos así? ¿Qué educación es esta que nos impone la mentira en todos los actos?
– Pues ahora me confunde usted más – dijo Aura con una ingenuidad y una sencillez que acabaron de enloquecer a Calpena. – Porque yo empezaba a querer educarme procurando hacerme la vergonzosa, y usted sale ahora diciéndome que cuanto más desvergonzada mejor.
– No, cuanto más sincera… Lo que usted debe hacer es no empeñarse en cosa tan difícil como la educación por sí misma. No acertaría usted. Lo mejor es que confíe ese cuidado a otra persona: a mí, por ejemplo.
– ¿Pero cómo me va usted a educar, si no está siempre conmigo?
– ¡Oh!… eso se arreglaría de un modo muy fácil…
– ¿Cómo?
– Estando…
– ¿Siempre conmigo? Pues le juro a usted que no me disgustaría. En decir esto no veo yo que haya maldad.
– Ninguna…
Al llegar a este punto, miráronse los dos largo rato sin pronunciar palabra. ¿Les estorbaba el viejo diamantista, aunque sólo en presencia corporal, por tener todo su espíritu aplicado al examen y selección de perlas? Calpena, perdidamente enamorado de aquella mujer con súbito incendio pavoroso, pensaba en el singular caso, en la inaudita sorpresa que le ofrecía su destino. Era en verdad estupendo que siendo él un misterio vivo, y encontrándose en el mundo, en su florida edad, rodeado de sombras, le saliese al paso, en aquella ocasión suprema de su amor primero (el cual, por la fuerza con que venía, debía de ser único), un enigma tan extraño como el suyo propio. «Ya sospechaba yo – se dijo – la existencia de esta mujer tan hechicera y seductora; ya me anunciaba el corazón que en nuestras sociedades puede encontrarse un ser tan bello, tan ingenuo, en toda la hermosura libre y silvestre de quien no ha pasado por los absurdos tamices de la educación corriente. Esta mujer superior, este admirable pedazo de la Divinidad, aunque sin pulimento, para mí estaba guardada; para mí, que he venido al mundo en algún torbellino de las pasiones humanas, y tengo por ley de mi destino la misión ¿por qué no ha de ser misión?, de venir a chocar con otro misterio como el mío, con otro enigma, y fundirnos misterio con misterio, y…». De buena gana habría roto el silencio soltándole estas preguntas, expresión de la ansiedad de un amor investigador, receloso, policiaco: «¿Quién eres tú?… ¿De dónde has salido tú?… ¿Quiénes son tus padres?… ¿Por qué estás en esta casa?».
El silencio fue interrumpido por Maturana, que, mostrando entre sus dedos una gruesa y hermosa perla, se volvió a los que ya es forzoso llamar amantes, y en tono grave les dijo: «¡Qué hermosura, qué redondez, qué oriente!… ¡Y que este prodigio de la Naturaleza haya salido de los profundos abismos de la mar!… ¡Y que esto sea, como dicen, una enfermedad de la ostra… un tumor, según otros, producto de la baba con que el pobre animal se cura de los golpes que le dan los crustáceos! ¡Y cosa de tanto valor no es, en su origen, más que una baba!… ¡Misterios de la vida, del tiempo!…».
XX
No se manifestaba en la mesa la sordidez de Jacoba Zahón, como vulgarmente creían vecinos chismosos, y amigos desconocedores de las interioridades de la casa. Del trato comercial procedía su fama de avaricia, y cuanto se dijese en este terreno era poco, pues no ha venido al mundo persona que con más cruel ahínco defendiera el ochavo. Los del gremio la temían; gimieron siempre los parroquianos entre sus uñas rapaces; en tratándose de negocio pingüe, no reparaba en medios, ni había para ella compañerismo, ni delicadeza, ni caridad. Reproducíanse en ella todas las cualidades de su marido, Bartolomé Zahón, a quien llegó a sobrepujar en la frialdad de cálculo, en la codicia desmedida y en la dureza de las condiciones de venta o empeño, aprovechando siempre, sin miramiento alguno, las ocasiones ventajosas. No perdonaba; hacía cumplir los contratos, implacable sacerdotisa de la letra, y al propio tiempo los cumplía fielmente por su parte. Jamás la cogió nadie en renuncio legal; jamás tuvo que ver con la justicia humana. Vivía, pues, dentro de la estricta honradez social, del respeto de las leyes y costumbres. No tomó nunca nada que en rigor de derecho no fuera suyo, ni dio a nadie parte mínima de su legal pertenencia. Con tal modo de ser, se fue labrando su fama de miseria, fundadísima en todo, menos en los cuentos que corrían acerca de la mala vida que se daba. Como en su casa entraban pocas personas, y las amistades y relaciones no pasaban de un círculo estrecho, pocos sabían que la mesa de Jacoba no era escasa, que a veces era espléndida, y que si ocurría tener que obsequiar a alguien, lo hacía con decente abundancia y hasta con ostentación. Así queda explicado que la cena de aquella célebre noche fuera excelente, y que Calpena la encontrase muy superior a lo que había imaginado. Añádase que Lopresti era un hábil cocinero, que guisaba a la italiana y a la francesa, y poseía el secreto de algunos platos sabrosísimos a estilo de La Valette y de Cagliari.
Por milagro de Dios, Jacoba se sintió, después de anochecer, muy mejorada de los horrendos dolores que le habían retorcido el cuerpo, y gozosa, renqueando de aquí para allí con el apoyo de su bastón, iba del comedor a la cocina, o al revés; sacaba de los armarios una mantelería riquísima (que había ido a parar allí sabe Dios cómo); exhumaba vajilla fina, alguna hermosa pieza de plata repujada, y en fin, lo disponía todo para lucimiento de su casa y satisfacción de su amor propio. Digase también que Jacoba Zahón, fuera de los asuntos mercantiles, era bastante agradable, de mucho mundo, conocedora de los usos que constituyen la etiqueta, de hablar ameno y correctísimo. Pero estas cualidades, junto al mostrador, trocábanse en una ferocidad egoísta que ponía los pelos de punta al infeliz que trataba con ella. En esto seguía las tradiciones de su familia: no hacía más que manifestarse en toda la plenitud de su ser, heredado de otros seres, consecuente con lo que los Zahones llevaron siempre en la masa de la sangre. Malta en tiempos remotos; después Mallorca, Gibraltar, Sevilla, y desde mediados del siglo pasado, Cádiz, Córdoba y Madrid, fueron campo donde esta planta Zahónica creció con varia lozanía. Algunos se enriquecieron; otros trabajaron con mediano fruto, y los últimos tuvieron no pocos reveses, que remedió el tino económico de Bartolomé Zahón, y las dotes rapaces de su mujer. En la época en que encontramos a esta señora, toda estevadita, patizamba, y hecha una calamidad, la casa no era más que sucursal de la establecida recientemente en Córdoba por Laureano Zahón, hijo único de Doña Jacoba y su heredero. En Córdoba se había montado un taller, y allí se acumulaba la pedrería más usual conforme a las exigencias de una industria y comercio bastante activos. En Madrid sólo quedaba la compra y venta, la red tendida para recoger gangas, todo el género vagabundo que siempre fluctúa en grandes poblaciones; quedaban también valiosos préstamos con prenda, que Doña Jacoba sabía hacer como nadie, a cencerros tapados, sin pagar contribución de prestamista.
Por causa de los achaques de su madre, el Zahón de Córdoba tiraba a suprimir completamente la casa de Madrid, llevándose todo allá, y así lo había convenido con Doña Jacoba; pero dificultaba la traslación la plaga de bandidos y ladrones que había por entonces en Sierra Morena, sin que justicia, ni policía, ni aun el ejército pudiesen con ellos. El envío de alhajas se hacía muy lentamente, aprovechando coyunturas favorables que no se presentaban todos los días. Además, Doña Jacoba, por ley de inercia, lo dificultaba también. El hábito de traficar, de allegar dinero, podía más que todos los planos dictados por la razón: sin darse cuenta de ello, dilataba las remesas, y cuando se proponía no hacer más negocios, se le entraban por la puerta gangas increíbles… En fin, que la codicia y la costumbre daban un carácter de sólida petrificación al establecimiento de la calle de Milaneses.
De las relaciones de la Zahón con Maturana conviene dar alguna noticia. Ya se ha visto que era D. Carlos el primer perito y tasador de pedrerías que por aquel tiempo había en España. Criado en los talleres del gran Martínez, y trabajando de continuo para Palacio y la Grandeza, su práctica era al fin tan notoria como había sido su habilidad. Sus viajes frecuentes le afinaron el gusto; el trato mercantil y el roce social hicieron de él un hombre en quien la urbanidad no desmerecía de la inteligencia. Exonerado de su cargo de diamantista de Palacio, a la vuelta del Rey, sin otro motivo aparente que la protección que le dispensara el Príncipe de la Paz, hubo de lanzarse al comercio con buena suerte: del 15 al 35 habla reunido un buen capital. No tenía taller, ni tienda, ni le hacían falta para nada, pues procuraba colocar prontamente el género, y remitía sus dineros a París, a la casa del Sr. Aguado, Marqués de las Marismas, de su absoluta confianza.
En tiempos bastante lejanos, cuando a Jacoba no le habían salido las corcovas que agobiaban su cuerpo y afligían su existencia, y cuando Maturana, aunque de cuerpo chico, era un hombre de alientos, no exento de gracia, corrieron voces de si se entendía o no se entendía con la mujer de Bartolomé Zahón; pero todo ello fue malicia, malquerencia de compañeros envidiosos. Siempre entró D. Carlos en casa de sus amigos con la mayor limpieza de intenciones, y si allí permanecía largo tiempo, era por menesteres periciales y mercantiles. Vivía el diamantista honradamente con su mujer, que nunca salió de Madrid, y tenía dos hijas, casada la una con un teniente de la Guardia, y otra con un capitán de lanceros.
Mirábale siempre Jacoba como un buen amigo, con quien se asociaba en cualquier negocio que uno solo no pudiera emprender. La opinión de Maturana en asuntos de pedrería era para ella cosa sagrada, y la confianza entre los dos, comercialmente hablando, no se alteró jamás. Verdad que Jacoba, como hembra envidiosa, de un egoísmo implacable, no podía ocultar su rabia cuando Maturana hacía un buen negocio en que ella no llevara parte, y le contradecía, le hostilizaba por todos los medios, vengándose de su suerte con burlas y recriminaciones. Pero esto no estorbaba para la confianza, que era incondicional, absoluta. La Zahón le entregaba sin ningún recelo sus llaves; y él, en justa correspondencia de esta fe ciega, le dejaba en depósito, cuando se iba al extranjero, cosas de grandísimo valor. En suma, socios alguna vez, rivales otras, amigos siempre.
Sentáronse a la mesa las dos damas y sus dos invitados a punto de las nueve. Todo estaba muy bien dispuesto, aunque con un poquito de precipitación. Pudo admirar Calpena piezas hermosísimas de porcelana y de plata antigua; todo era heterogéneo, revelando, más que la casa del rico, la del comerciante o el coleccionista. Uno de los candelabros de dos velas con guardabrisas, era evidentemente de iglesia, y había servido en mejores días para alumbrar el Santísimo; el otro de estrado de casa grande; y por este estilo variaban las formas y abolengo de cuanto allí se ostentaba. De lo que cenaron, nada había que decir, como no fuera para elogiarlo sin reservas. Todo era bueno, con tendencias a la condimentación italiana, y revelaba la mano culinaria del atiplado maltés. La mujer, vecina del tercero, que servía, hízolo con destreza, y Jacoba no tuvo que reprenderla más que dos veces… por no perder la costumbre.
Obtenida venia de sus huéspedes para no cambiar de vestido, la Zahón ostentaba en la cabecera de la mesa su cara austriaca, su escofieta, sus jorobas y los trapos con que las envolvía. A su derecha se sentaba Don Fernando, a su izquierda Maturana, Aura enfrente. No apartaba los ojos, y menos el pensamiento, de la hermosa doncella el enamorado Calpena, y pudo observar que en el comer no revelaba salvajismo ni desconocimiento de los hábitos sociales, sino todo lo contrario: «Ella será salvaje en sus afectos, de inteligencia inculta; pero en sociedad sabe lo suficiente para dar relieve a sus extraordinarias gracias naturales… ¡Qué mujer, Dios mío! ¿Pero de dónde ha salido este sol que viene a alumbrar mi vida?… Ahora veo cuanto hay en el Universo… antes creía ver, y no veía nada».
Entabló Maturana la conversación hablando de perlas. «Ya le dejo a usted los tres apartados, a saber: primera calidad, en elencos y avemarías; segunda calidad, en aljófares, timpanías y berruecos, y, por último, género muerto. Otro día que venga yo a buena hora pesaremos todo lo selecto, formando igualdades. En el primer apartado tiene usted un par de perlas de perfecta redondez y oriente superior, que juntas no pesan menos de 27 quilates. Sé quién daría por ellas 350 duros. Las muertas, si usted quiere, me las llevaré a París, donde conozco un platero que ha descubierto la manera de devolverles la irisación por una alquimia secreta, en la cual entran, según dicen, 83 drogas. Entre las avemarías de segunda, veo una tandita de iguales, lindísimas, que, si no estoy equivocado, son las del medio collar que le cedió a usted Negretti, el papá de Aurorita».
De esto tomó pie D. Fernando para llevar la conversación a la familia de Aura, anhelando explorar aquel interesante mundo desconocido. Algo descubrió de lo que deseaba, y otras cosas quedaron en el misterio. Con mucha gracia describió la joven algunos pasajes de su infancia; y respecto a su nacionalidad, que fue motivo en la mesa de grandes controversias, dijo lo siguiente: «Verá usted, D. Fernando, el surtido de sangres que llevo en mis venas. Mi padre era hijo de un corso y de una española, la cual, mi abuela, era hija de portugués, y catalana. ¿Qué tal? Pues voy ahora con mi madre. Verá usted qué lío. Mi madre era hija de un francés y de una griega, y no había nacido en ningún país, sino en medio de la mar, viniendo sus padres de Salónica, donde tenían comercio de oro y plata. Yo nací en un pueblo cerca de Londres, que lo llaman Rochester, y a los tres años me llevaron a Mallorca. De niña hablaba inglés; pero luego se me olvidó, y sólo recuerdo algunas palabras. De Mallorca pasé a La Valette, en Malta, donde hablé italiano, y volví a saber un, poquito de inglés. A los diez años, vuelta a Mallorca, después a Cádiz, y de Cádiz a Madrid, donde me parece que estoy ahora, aunque no lo aseguro: tengo mis dudas de que esté yo ahora donde ustedes me ven… si es que me ven, que también lo dudo…
– No le haga usted caso, señor Calpena – indicó la Zahón benévola. – Todo el día la tiene usted pensando y diciendo estas extravagancias. Es un genio inflamado, y tan desigual, que si le da por reír y alegrarse, nos atruena la casa con sus gorjeos; y si le da por las tristezas y por lo fúnebre, nos pone a todos con el corazón en un puño. Trabaja como nadie, y hace mil primores cuando le da la ventolera; y cuando se pone a ser holgazana, no hay quien la aventaje. No es constante más que en dos cosas: limpieza, así de su persona como de cuanto cae bajo su mano, y caridad. No deje usted en su poder cosa de valor, porque, de seguro, se la da al primero que se la pide… hablo de cosas metálicas o comestibles, ¿me entiende usted?
– Sí, señora: entiendo perfectamente.
– Oiga usted más: rarísima vez coge en su mano un libro aunque aquí no faltan… La hemos puesto maestro de piano y canto, y de baile. ¿Querrá usted creer que toca lindamente y que baila con toda la gracia de Dios?
– Lo creeré si nos da esta noche una muestra de sus habilidades, en el piano y canto sobre todo, pues la danza es más bien para lucida en sociedad.
– ¿Y si no, no lo cree? Pues no toco – dijo Aura. – Tiene que creerlo antes. En estas cosas en necesaria la fe.
– Bueno, pues la tengo… Sin oírla cantar, ya estoy proclamando que se deja usted tamañita a la Todi.
– Eso es burla. No tanto, señor mío. Pero no vaya a creer que salgo ahora con modestias ridículas. Sepa usted que canto muy bien. Digo, muy bien no; me quedo en el bien a secas. Ni me quito ni me pongo nada… Pero no cantaré esta noche… digo, sí cantaré, con tal que D. Carlos me prometa no dormirse.
– Lo prometo… – dijo Maturana, – sin responder, hija mía, sin responder de nada.
– Yo emprendería la completa educación de Aura – dijo Jacoba, que no sabía cómo llegar al asunto que era su objeto principal aquella noche – si me dieran medios suficientes para ello. Y no es que la niña carezca de patrimonio, pues lo tiene sobrado: sólo que está en manos que lo escatiman, que lo tasan en demasía, como si desconfiaran de mí… Sr. D. Fernando, yo espero de usted un favor muy señalado. Me consta su amistad con nuestro gran Ministro, el Sr. Mendizábal; sé que Su Excelencia…
– Señora, ya dije… – interrumpió D. Fernando lleno de confusión. – El señor Ministro me trata como a todos sus subordinados, con cortesía… y nada más.
– A un lado las modestias, caballerito – añadió la diamantista, – y no me salga usted con negativas, que sólo sirven para demostrarnos su delicadeza… Pues sí señor: espero de usted una prueba de amistad hacia mí y de interés por Aura. ¿No adivina lo que quiero? Que usted me ponga en comunicación con su jefe, y si es posible, y quiere extremar el favor, que antes de llevarme a la audiencia, le hable de mí, pues me figuro que el Sr. Mendizábal tiene de esta servidora una idea equivocada. Sin duda le han llevado algún cuento… En fin, yo quiero ver a Su Excelencia, deseo hablarle, y que usted tome mi empeño como cosa propia…
Interesado en el asunto, por tratarse de la mujer que le fascinaba, Calpena quiso saber más, y descubrir qué relación podía existir entre la hermosa hija de Negretti, nieta de tan distintos abuelos, y el gran Mendizábal, relación cuyo simple anuncio le sorprendía y anonadaba. ¿Qué era, Santo Dios? Sólo por tirarle de la lengua a la Zahón y adquirir mayor conocimiento, cedió en aquel punto de sus supuestas confianzas con el Ministro, y ni afirmaba ni negaba, dando a entender que favorecería las pretensiones de la jorobada, siempre que se le diese alguna explicación de ellas. Por este medio sutil pudo averiguar que D. Juan Álvarez era testamentario de Jenaro Negretti y depositario de su fortuna, con algo más de lo que referido queda.