Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Mendizábal», sayfa 11
No se paraba en barras la codiciosa diamantista, y desde que Mendizábal vino a España y se puso a ministro, acarició la idea de que debía transferirle a ella las facultades que le otorgaba el testamento de Negretti. ¡Cosa más natural! Pues ¿cómo podía administrar holgadamente los bienes de la niña, un hombre abrumado de quehaceres políticos, con tantas cosas dentro de la cabeza? ¡Que la Hacienda, que el empréstito, que las juntas, que el Estatuto, que los frailes…! Imposible atender a todo, Señor. De su peso se caía que debía entenderse con la Zahón, y pedirle por favor que se encargarse de la tutela y gobierno de bienes de Aurora Negretti, pues algo habría en el testamento que tal abrogación consintiera. No se le apartaba del magín esta temeraria idea, y si el horrible acceso reumático que en aquellos meses sufría no la imposibilitara totalmente, ya se habría presentado a D. Juan de Dios, a fin de proponerle lo que para él era un alivio y para ella una carga muy de su gusto. Bien clara está la razón de que, suponiendo al Don Fernando cordialmente ligado a Su Excelencia, le recibiera con finuras y agasajos, y echara la casa por la ventana en aquel desusado convite.
En los postres sirvieron curaçao, que era quizás la única pasión o debilidad del viejo Maturana. Aquel dulce licor le hacía desmentir muy de tarde en tarde sus hábitos de formalidad y grave continencia. Siempre que allí comía o cenaba, Jacoba, por hacerle rabiar, aseguraba no tener curaçao; por fin, después de mucho trasteo, hacía traer la bebida y le daba un poquito, cuatro lágrimas, y así se divertía con él, vengándose de alguna trastadilla que en los negocios le había jugado. Pero aquella noche, antes de que la señora empezase el sainete, le convidó Aura, y sacando del aparador la botella, le sirvió cuanto él quiso, y después a Fernando. Mientras D. Carlos paladeaba con embeleso los primeros sorbitos y Jacoba le afeaba su vicio con afectado enojo, Calpena charló brevemente con Aura, cuando esta a su asiento volvía. Doña Jacoba no reparaba en ello, o se hacía la distraída, que también pudo ser, y Maturana se halló bien pronto bajo la influencia embelesadora del rico néctar.
«¿Y qué?, ¿canta usted o no?».
– No… me temo que D. Carlos no se duerma si canto. Pero si usted se empeña en ello…
– Deseo que usted cante… Si hablando es su voz tan divina, ¿qué será…?
– ¿Cantando? Pues más divina todavía… Bueno; pero conste que, si usted me manda cantar, hace una gran tontería.
– ¿Qué está usted diciendo?
– Que hay otra cosa mejor que el canto mío.
– ¿Qué…?, ¡por Dios!
– Hablar… que hablemos.
– Chist… silencio.
XXI
Entró en aquel punto Milagro, que venía sin más objeto que hacer asientos de facturas atrasadas, y se asombró no poco de ver aquel aparato de festín, y a Calpena en la mesa. Pero como en aquella casa todo era raro, y pasaban las cosas en contra de lo usual y corriente, se guardó su sorpresa y no dijo nada. Pareció que a Fernando contrariaba la importuna visita de su compañero de oficina; pero Aura, más lista que la pólvora, se apresuró a tranquilizarle, diciéndole: «Este infeliz es lo mismo que nadie, y además, también se pirra por el curaçao. Le ofreceré una copita, ¿sí?».
En esto propuso la señora pasar a la sala, y allá se fueron todos con la botella por delante. Poseídos Aura y Calpena de una audacia loca, cuyo móvil psicológico no se explicaban ni había para qué, se arrimaron al extremo de uno de los mostradores, en el sitio menos alumbrado por la lámpara, y a la mayor distancia posible de los bebedores de curaçao. Doña Jacoba hizo plantar su sillón junto a estos, sin perder de vista a la juventud, con quien desde su asiento a ratos hablaba, y ordenó a Lopresti que pusiese luz en el gabinete próximo, y velas en el piano, abriendo de par en par la comunicación de esta pieza, la única bonita de la casa, con la sala o tienda. Milagro y Maturana rompieron, con los primeros tragos, a hablar de política, metiendo en ella su cucharada la Zahón, con ardientes alabanzas del primer Ministro, salvador del desdichado Reino, remedio de todos nuestros males. Y conforme aumentaban las ingestiones de bebida, la imaginación de Maturana se lanzaba intrépida al simbolismo: «Reina Cristina es la Peregrina entre las perlas, y Méndez el Gran Mogol entre los diamantes. Carlos V es el diamante falso, el strass… tras, tras… Jacoba el Ojo de Gato, tallado en cabujón… y tú, Milagro, eres la Montaña de Luz… sólo que todavía no te han tallado, hijo… estás en bruto…».
Con sólo probar el delicioso licor, se le quitaban al buen Milagro diez años de vida; y a medida que iba apurando el vasito, presentaba síntomas diversos de exaltación cerebral. Al tercer trago le atacaba infaliblemente una sensibilidad lacrimosa, con recuerdos tiernísimos de su familia e invocaciones a la santa pobreza, a la caridad sublime, a los más altos y puros ideales. Hacia el cuarto o quinto sorbo se le iniciaba la tendencia a expresarse en forma poética, reverdeciendo las aficiones de su edad juvenil, en la cual más le gustaba hacer versos que comer, y era un adepto fidelísimo de la retórica que entonces se gastaba. «¡Ah! – decía con trémula voz, mirando al vaso-: ¡la Reina… angélica Cristina, pía matrona!… Desde que vino de Parténope, vimos abierto el Empíreo los buenos españoles… Cuando contemplo este doméstico regocijo… ¡ah!, viene a mi mente la imagen de mis pobres niños, de mi dulce esposa, alma virtud… ¿Qué será de vosotros, oh dulces exuviæ, el día en que fiera Parca me corte el hilo?… Mendizábal tonante, aplaca el furor de Mavorte… La oliva sucede al laurel… somos felices… Vuelve el reino de Ceres prolífica… Comeréis, hijos míos, blancos panes y bizcochos duros…».
Doña Jacoba, sin catarlo, era atacada de somnolencia, que procuraba vencer. En tanto, recogía cuidadosa la caja de las perlas, acomodando en ella los paquetitos que contenían las divisiones hechas por Maturana. Esto no le estorbaba para dirigir a la gallarda pareja estas insinuaciones: «Sr. Calpena, cuéntenos usted algo de política… Aura, ¿por qué no cantas?».
Aprovechaban ellos las distracciones y cabezadas de la señora para entregarse con efusión al ardiente coloquio que enlazaba sus almas, en cláusulas cortas, balbucientes: «¿Me había usted visto alguna vez?».
– No, no… La impresión de usted en mi espíritu es antigua, eso sí… Cuando la vi entrar por esa puerta, creí recobrar algo que se me había perdido…
– ¡Qué cosa más rara!… Esta noche, cuando subía yo la escalera, sentí miedo, alegría y qué sé yo qué… No podía respirar… por poco me caigo.
– ¿Y por qué pegaba usted a Lopresti?
– Es juego. Suelo darle así, con la sombrilla. A él le gusta, y conozco yo que está de mal humor cuando no le pego. Es un perro fiel, y me quiere con delirio. Esta tarde, al entrar, me dijo: «La está esperando a usted un caballero muy guapo, de parte de su tío el Sr. Mendizábal». Ya ve usted cuánto desatino. Me eché a reír… y le casqué más fuerte que otros días. ¿Oye usted? Jacoba me dice que cante… ¿Qué debo hacer?
– Obedecerla, creo yo.
– Lo que agrade a usted haré, y nada más. ¡Qué extraño es lo que me pasa! Hasta esta noche me ha costado siempre mucho trabajo someterme a la voluntad de los demás. He sido voluntariosa, díscola, rebelde… Pues ahora creo que si alguien me pegase, me alegraría, y mi mayor gusto sería obedecer, ser mandada.
– ¿Y si yo me tomase la libertad de decirle: «Aura, haga usted esto; Aura, sería yo muy feliz si usted…»?
– ¿Si yo qué…? Había de mandarme cosas buenas, las que ahora me parecen buenas… Y también, también yo mandaría un poquito, que es muy grato para una mujer verse obedecida. Obediencia y mandato, pienso yo que deben ir juntos.
– Servidumbre y tiranía en una sola persona, en dos quiero decir – indicó Calpena enteramente trastornado. – El amor nos hace dueños y esclavos de la persona amada… Aura, esta noche, después que yo me retire… y mañana, mañana, ¿se acordará usted de mí?
– Se lo diré cuando vuelva.
– Según eso, ¿he de volver?…
Al llegar aquí sintió Calpena que se ponía tonto. A su primera audacia sucedió una timidez aplanante, y no encontraba fórmula adecuada para la expresión de sus afectos. Pero de súbito, en la tremenda revolución de su alma, vino el golpe de osadía, y poco faltó para que diese un grito, dejando salir, sin ningún recato ni miramiento, las llamaradas que le abrasaban. Con su mirar frío le contuvo la Zahón… Poco después le hizo Aura una pregunta insignificante: «¿Cómo es su segundo apellido?». Y él replicó: «Igual que el primero… Aura, nos conviene que usted cante un poquito, y es de todo punto indispensable que, cuando usted pase al gabinete ese del piano, pase yo también y estos se queden aquí».
Pronto lo arregló Aura dirigiéndose a la próxima estancia y ordenando a Fernando, desde la puerta, que tuviese la bondad de volverle la hoja, pues no daba pie con bola sin mirar al papel… Y ya están allá; ya desliza Aura sus lindísimos dedos sobre las teclas; él a su lado, sin entender la escritura musical, hace como que atiende al papel, mira embelesado a la divina cantora, y más embelesado aún, o transportado al séptimo cielo, la oye. Canta ella el aria de Semíramis, Bel raggio lusinghier, y después una canzoneta napolitana.
Duda Calpena si vive o muere, si duerme o vela. La voz de Aura le penetra en el sentido como un himno de deidades lejanas, desconocidas, apenas visibles en su envoltura de blancos cendales. A ratos siente como un súbito rayo que le hiere, que le destroza, que le arrojaría exánime al suelo, si un poderoso estímulo de su voluntad no le contuviera. Desea que calle Aura; desea cogerla y llevársela consigo en aquel mismo instante, como el hecho más natural del mundo. A su timidez sucede una arrogancia que nada respeta, una prepotencia que todo lo allana. Se siente capaz de saltar por encima de los obstáculos más imponentes, y de atravesar con su hermosa conquista por entre las multitudes, que a sus ojos se empequeñecen ya, y sólo se compone de figurillas despreciables, microscópicas… Aura sola es toda la vida, Aura toda la ley, Aura el Universo físico y moral, Aura cuanto existe de Dios abajo.
En uno de los que podríamos llamar entreactos, el ardoroso galán, revolviendo papeles de música, como para escoger, le dijo: «Aura, cuando entraste esta noche y nos vimos, ¿no comprendiste que te adoraba?». Acalorada por la turbación que al rostro en centellas le subía, Aura se abanicó con una pieza de música. No se hizo cargo el joven de que la había tuteado, y ella, sin parar mientes en la forma familiar usada por primera vez, pasó maquinalmente sus dedos por las teclas. «El piano me responde por ti, Aura – prosiguió D. Fernando; – el piano me dice que tú también me quieres, que no me dejarás morir de desesperación… Un instante ha bastado para hacerme pasar de una vida a otra vida, de la vida muerta a la vida viva… Si es verdad esto que pienso, no necesitas decírmelo. Me lo confirmarás callando…».
– Si callo, y tú lo dices todo… verá Jacoba que… que tú me quieres, que me estás enamorando; y si hemos de hacerle creer que yo no te quiero, porque así nos convenga… mejor será, tontín, que hable, y que me ría ¿sí?… como hacen las muchachas que coquetean…
– Conviene que cantes otro poquito… Dos palabras antes del canto: Hagamos de nuestros corazones un mundo aparte, sólo para nosotros…
– Mundo aparte… – murmuró Aura con firme acento, arrojando sobre los ojos de su amante toda la luz y el fuego de los suyos. – En un momento hago yo toditos los mundos que quiera.
– Aura, no hables más o me muero… – dijo Calpena casi delirante, violentándose para no gritar, – y si no me muero, te arrebato ahora mismo de esta casa y te llevo a la mía… Canta por Dios, canta un poquito.
– Y tú te callas… Después hablaremos.
– Un momento… ¿Dónde, cómo?
– Luego te lo diré… Silencio ahora.
Mientras cantaba con sublime expresión un trozo de la Medea de Cherubini, Jacoba y sus dos amigos, en la otra estancia, hablaban con elogio del joven Calpena. Propiamente, la Zahón lo decía todo, y ellos, bajo la influencia del dulce elixir que alegraba sus gastados cerebros, apoyaban con fáciles exclamaciones y con expansivos movimientos de cabeza las palabras de la diamantista. Maturana se había encerrado en los monosílabos; Milagro, por el contrario, se lanzaba a la verbosidad más desenvuelta; Doña Jacoba tuvo que cogerle por un brazo, obligándole a recobrar su asiento a contestar formalmente a lo que tres o cuatro veces le había preguntado sin obtener respuesta. «No vuelvo a admitirle a usted en mi casa – le dijo – si no me contesta con claridad. A ver: si usted lo sabe, me lo tiene que decir… No valen misterios conmigo».
– Señora mía – respondió D. José plantándose la mano abierta sobre el pecho. – Por el nombre que llevo, nombre ilustre si los hay; por la salud de mis hijos, por el amor purísimo de mi esposa, digo y juro que este mozo gallardo es hijo del mismísimo D. Juan Álvarez Mendizábal, mi augusto jefe.
– Me lo figuraba – dijo Doña Jacoba con mirada resplandeciente. – Pero me falta saber otra cosa… ¿Y la madre?… ¿quién es la madre?
– ¡La madre!… ¡la madre!… – murmuró Milagro como en grande confusión, pasándose la mano por el cráneo.
– Sí, hombre… ¿quién es la madre?
– ¡La mamá!… ¡Ah!, ya recuerdo… Con el maldito néctar se le va a uno la memoria… Pues la madre… silencio, que no nos oiga nadie… es… ¡una reina!
– ¡Una reina! – exclamó D. Carlos con espantados ojos.
– Chitón… Es un secreto… Y créanme a mí… peligran las cabezas de los insensatos que lo divulguen… – dijo Milagro puesto en pie, aplicando su dedo índice a los morros alargados. – ¡Una reina!… Chist… Aunque me amenacen de muerte, no saldrá de mi humilde labio el nombre del Reino en que reside la señora reina que…
XXII
Todos los biógrafos del insigne Milagro están acordes en afirmar que al salir este de casa de la Zahón para dirigirse con inseguro paso a la suya, quitose el sombrero y con él se abanicó, ávido de frescura y de bañar en aire limpio sus sienes abrasadas, su cráneo sudoroso. Y añaden que con el aire y el ejercicio se le aclararon de tal modo las entendederas, que al atravesar la plazuela de Provincia, camino de la Concepción Jerónima, donde vivía, empezó a sentir en su conciencia la garrafal tontería que a propósito del señorito Calpena se había dejado decir, bajo la acción tóxica del nunca bastante maldecido curaçao… «¿Pero he dicho yo esa barbaridad, Señor? – pensaba, parándose y mirando al cielo. – ¿Lo habré soñado?… No, no; lo he dicho… aún me parece que estoy oyendo cuando solté el trueno gordo, cuando afirmé que Mendizábal… ¡Jesús!… y nada menos que una reina… Vamos, que me daría una tremenda bofetada en castigo de tanta necedad, de tanta estupidez… ¡Una reina… Mendizábal!… ¡Válgame Jesús bendito! ¡Que un hombre formal como tú, oh Milagro, haya repetido, dándolo por cosa verídica, esos ridículos dicharachos con que se mata el tiempo en las oficinas!… Pues digo, si el señor Ministro se entera de que yo… ¡Válgame mi santo Patriarca…!». Al pensar esto, se le erizaron sobre el cráneo los escasos cabellos que poseía… Consternado, intentó volver a la calle de Milaneses para desdecirse de todos aquellos embustes que no eran más que cháchara insubstancial de gente ociosa y frívola; pero no se determinó a desandar el camino, juzgando muy oportunamente que peor era meneallo. Siguió, pues, hacia su vivienda, haciendo propósito de rectificar serenamente, en noches sucesivas, los groseros dislates de aquella noche, y se recogió taciturno, caviloso. Su mujer le sintió desvelado, dando suspiros y pronunciando monosílabos con que a sí propio se ponía de oro y azul. ¡Infeliz Milagro!
Embebidos en su amorosa charla, los amantes no repararon en la salida de D. José, que les dijo «¡adiós!» desde la puerta del gabinete; ni se cuidaban de ser vistos u oídos por Doña Jacoba, que hablando permanecía con el diamantista, entre cabezadas. Habían alzado, sin darse de ello cuenta, una valla anchísima entre su pasión y el mundo, y nada temían; la pasión crecía por momentos, como una enfermedad fulminante, y a las pocas horas de iniciada, ya no cabía dentro de la reducida esfera del secreto: se salía, se ensanchaba, quería ser patente a los ojos extraños, o por lo menos no temía ser lo bastante poderosa en sí para afrontar la opinión y cuantos obstáculos esta le ofreciera. Mejor que el narrador lo expresaban ellos mismos: «Antes de verte, antes de esta noche bonita – decía Aura, – yo, sin saber por qué, tenía la seguridad de que no estaba sola en el mundo. Cuando te vi, se me quitó de encima del alma el peso terrible de mi soledad». Y él: «¡De ayer a hoy, qué abismo! Ayer iba tras de tu sombra; hoy te poseo… Había de llegar, puesto que hay Dios, este divino abrazo de nuestras almas». Y por aquí seguían, en un vértigo de fogoso idealismo, locos, ávidos de amplificar cada concepto con otro más apasionado y sutil.
Viendo que Maturana se ponía en pie, Calpena hizo lo mismo, y dijo a su amante, consternado: «Horror de los horrores. D. Carlos se despide. También yo tendré que retirarme…».
– Mañana volveremos a vemos… lo más temprano posible.
– ¡Mañana!, es muy lejano eso…
La mujer, en lances de pasión, posee más iniciativa y más arbitrios que el hombre. En voz muy baja propuso Aura algo que Calpena oyó con alegría. Cuchichearon… Despidiéronse luego en alta voz. Al poco rato, Doña Jacoba le daba al Sr. D. Fernando la venia para retirarse, y con afectuosos apretones de manos le ofrecía su casa, y le rogaba que viniese a honrarla con toda la frecuencia que le permitieran sus obligaciones al lado del señor Ministro. Juntos salieron el joven y Maturana; separáronse en la esquina de la calle de Santiago; vivía el diamantista en una de las casitas del Patrimonio, plaza de la Armería, junto a la casa de Pajes.
Consta en las monografías del buen Maturana que en el trayecto hasta su domicilio se agarró más de una vez a las paredes para no medir el suelo; y algún biógrafo añade que hubo de subir a gatas la corta escalera de su casa, y que se acostó al instante, muy arrepentido de sus recientes abusivas relaciones con el curaçao. «No está bien, no está bien – decía, desnudándose al revés, quitándose las botas antes que el sombrero, y las medias antes que la corbata. – Un artífice, un tasador no debe… no, señor… Es muy expuesto…». Felizmente, era en él añeja costumbre no aceptar invitación o cena o merienda cuando llevaba en su cartera piedras de valor. Aquella noche no llevaba nada. Tardó en dormirse, y daba vueltas en su abrasado cerebro a las ideas sugeridas por Milagro: «¡Vaya con D. Juan Álvarez!… No hay grande hombre que no tenga sus enredos… Ya, ya se ve claro por qué arrambla todos los bienes del clero, que no es flojo botín. Naturalmente, ese dineral lo quiere para sí. Parece tonto, y pide para las ánimas… ¡Tremendas hormigas nos trae Dios acá! Bueno, hombre, bueno: cójase usted media España, y constituya un reino para el niño, para ese hijo de reina… Y ya veo a dónde va a parar con eso de coger todas las campanas de las iglesias y monasterios. Hará un palacio de bronce, todo de bronce, en el que las pisadas de los que entran y salen suenen como campanadas… ¡Ji, ji!… ¡Qué extraño!… el palacio del sonido… tin, tan… Otra: lo mejor sería que afanase las innumerables alhajas de las Santísimas Vírgenes y toda la plata y oro de las reverendas catedrales, echándolo al mercado… ¡Por Belcebú, qué negocio, qué pujas!… No quiero pensarlo. De Londres, de Amsterdam y de Francfort vendrá la nube de marchantes… Mucho ojo, Maturana… ¡Por San Carojulián bendito, no te descuides!… Y tiene que venir, tiene que sacarse a subasta. Porque todo, digo yo, no ha de ser para el niño…».
El niño, el hijo de la reina, se paseaba en la inmediata calle de Santiago. Aura le había dicho: «Mi habitación corresponde al último de los tres balcones por la otra calle. Cuando Jacoba duerma, me asomaré». El hombre hacía su centinela entre las esquinas del Bonetillo y de Mesón de Paños, temeroso de perder, si se alejaba, el sublime momento en que su amada en el balcón apareciese. La noche era obscura; dieron las doce en el reloj de Palacio; no se veía por allí más gente que las pocas mujeres que entraban por el Bonetillo y se deslizaban calle abajo, y algún hombre que en la misma dirección iba, o hacia las tabernas de la plaza de Herradores. El sereno se hacía presente por la luz de su farolillo, allá junto a los altos muros de San Felipe Neri.
Media hora pasó Calpena en gran ansiedad, recelando que Doña Jacoba, enterada del propósito de los amantes, lo estorbase encerrando a la dama o conminándola con algún castigo. Paseo arriba, paseo abajo, sin quitar ojo del balcón, pensaba en aquella su mudanza súbita, tan semejante a la explosión de un volcán. Toda su vida era nueva; todas sus ideas habían cambiado, dispersándose las de ayer y entrando con empuje dominante las de hoy. Ningún sentimiento de los de ayer, refiérase a la política, a los amigos, a la sociedad, en él persistía. De aquel espacio luminoso, donde flotaba la ideal imagen de Aura, venían nuevos conceptos de todas las cosas. Impaciente por la tardanza de ella, ni por un momento pensó que pudiera burlarle: tenía confianza absoluta en su firmeza y lealtad. Tampoco le amargó la sospecha de que Aura hubiese conocido el amor antes de conocerle a él. Era mujer nueva, como la esposa de Adán. Dios les había criado destinándoles el uno al otro, y no estaba en el orden del universo que hubiesen precedido al feliz hallazgo otros encuentros, ni aun siquiera fortuitos y sin importancia. Tal era su ardor ciego y entusiasta, tal su fe en aquella felicísima obra de integración, dispuesta por el destino de ambos.
Al fin… oyó ruido en el balcón, y apareciose en él una forma blanca. Era principal el cuarto, y la distancia entre el balcón y la calle como de cuatro varas. Arrimose el galán a la pared, y Aura echaba medio cuerpo fuera del antepecho, doblándose como un junco, para que el espacio entre las enamoradas voces fuese lo más corto posible. Explicó primero su tardanza, motivada por lo que Jacoba tardara en dormirse, a causa de sus dolores, siendo preciso darle friegas y ponerle bayetas calientes. Ya parecía dormida, y Lopresti, fiel esclavo, quedaba encargado de la centinela, para avisar en caso de que la enferma remusgara. Recayó luego la conversación en un punto interesantísimo: «¿Tú quién eres? Conozco en ti al hombre que quiero, y me basta. Pero deseo saber quién eres para los demás. Lo mismo me da que seas noble, que seas plebeyo, que seas mucho, que no seas nada, pues siendo para mí el único, me basta… ¿Te enteras bien de lo que te pregunto?».
– Sí, vida y gloria mía… Yo no soy nadie. Ignoro quiénes son mis padres. Vivo de la protección misteriosa de una persona desconocida, por quien estoy en Madrid, por quien disfruto ese destinillo, y no sé más. ¿Verdad que es raro?
Contó en seguida concisamente su vida toda: su crianza en Vera, lo del padrino, la estancia en París, la traslación a Madrid y todo lo demás que ya se sabe, poniendo en su relato tal sinceridad y sencillez, que Aura se embelesaba oyéndole; y si no estuviera enamorada hasta la médula, es de creer que sólo con aquella historia tan poética y linda se prendaría locamente del pobre desheredado. Refirió ella que no había conocido a su padre ni a su madre: habíanla criado parientes egoístas que jamás la demostraron vivo afecto. Creíase sola en el mundo, hasta que Dios le deparó el compañero de su existencia, su salvador, su única familia. ¡Qué hermosura ser los dos solos en sí, reconocerse en medio de los espacios de la vida, como pajarito y pajarita que se encuentran en la espesura de la selva, y, saludándose con sus piquitos, se unen para siempre! No faltaba sino que se declararan libres, sin más obligaciones que las que cada uno para con el otro había contraído, por vía de unión divina, como si Dios les echara un lazo y les dijera lo que dicen los curas cuando casan. De pronto, Aura tuvo una idea, y la expresó al instante con infantil candidez: «¿No sabes?… Como aún no hemos tenido tiempo de decirnos todas las cosas, no te has enterado de que yo soy rica. Sí, hijo, sí. ¿Pensabas que éramos nosotros unos pobrecitos, dejados de la mano de Dios? Mi padre, Jenaro Negretti, dejó mucho dinero. Lo tiene guardado el Sr. de Mendizábal, que es quien le da a Jacoba para mis gastos… Con que ya ves. No hay que apurarse… Estamos en grande, y seremos los reyes del mundo».
– Pues yo – dijo el amante con tristeza – soy pobre: nada tengo; pero no me faltan alientos, ni tampoco, creo yo, disposiciones para trabajar… También te digo una cosa, Aura: bien podría suceder que de la noche a la mañana recibiera yo, como caída del cielo, una fortuna grande… Se han dado casos: yo he leído de algunos casos…
– Pues si sale lo que esperas, ¡oh Dios mío, cuánta felicidad!… Eso sería lo más lindo del mundo. Resultaríamos en posesión de unos dinerales que no nos harían maldita falta… Si quieres que te diga la verdad, a mí no me hace dichosa el dinero, ni creo que sirvan las riquezas más que para disgustos. Con poseerte a ti me basta; y si mañana viniera el señor Mendizábal y me dijera: «niña, no tienes ni un maravedí», yo me quedaría tan fresca. ¿Y tú?
– Pienso como tú piensas, y siento todo lo que tú sientes… Quien nos ha puesto hoy el uno junto al otro, se cuidaría de darnos lo necesario, si por nuestra parte no lo tuviéramos. Es hermosísimo, sí, lanzarse a la vida sin más alas que las inmensas del amor. Somos jóvenes, nos adoramos… Esto es la suma dicha. ¡Qué bueno es Dios!, ¡y la Naturaleza qué hermosa!, ¡y nosotros, qué bien hicimos en nacer!… Si tú o yo nos hubiéramos quedado por allá, ¡qué insigne tontería habríamos hecho!
– Es verdad; porque no naciendo, ¿cómo podría yo quererte con toda mi alma?
– Oye otra cosa, vida mía… Si te parece, nos casaremos pronto, muy pronto.
– Sí, sí – dijo Aura con tan vivo movimiento de inclinación, que pareció querer arrojarse a la calle. – ¿Cuándo?
– Pronto. Mañana…
– ¿Mañana?… ¿Y hoy por qué no?… ¡Pero qué tonta soy! Eso no puede determinarse así en días, en horas. Tengamos paciencia y formalidad. Lo que acabo de decir es muy desvergonzado. ¿Me lo perdonas?
– Pues si el hoy te parece demasiado presuroso, diré: ahora mismo.
– Quita allá, hombre… ¿Acaso el casarse es cosa de un soplo? No, niño mío, no seas tan arrebatado. Ten juicio. Pues apenas hay que preparar cosas: ropa, papeles, y, ante todo, casa.
– ¡Casa! Tenemos el mundo por nuestro… Dime – añadió el galán, casi loco ya, señalando hacia la bóveda celeste, – ¿te gusta ese techo?
– Es precioso… Pero ahora, desde que te quiero, todo me parece cielo, y la obscuridad claridad, y la noche tan bonita como el día, casi más, y Jacoba me parece amable, y todas las personas muy buenas… Pero tengamos calma, y esperemos.
– Sí, esperemos. ¿Qué nos importa retrasar la felicidad, si la tenemos segura, si es nuestra ya?
Asaltado de una idea triste, cosa natural en aquella irradiación de ventura, Calpena no vaciló en expresarla: «Dime, amor mío, si Jacoba, que me parece persona egoísta… no sé en qué me fundo; pero me lo parece…».
– Y lo es: tú tienes mucho talento y todo lo aciertas. Sigue.
– Pues si Jacoba, y lo mismo podría decir de otro cualquier pariente tuyo, se opusiese, por móviles de interés, a que nosotros nos amáramos: no, no, a eso no pueden oponerse… quiero decir, que se opongan a que nos casemos…
– Eso no puede ser… porque nosotros saltaríamos por encima de todas sus artimañas, y pisoteándoles nos juntaríamos y nos casaríamos, ¿sí?
– Pero suponte tú que contra toda nuestra buena voluntad y contra las energías de nuestra pasión, lograran separarnos, imposibilitarnos materialmente de…
– No, no puede ser, no será – dijo la enamorada con expresión de voluntad tenacísima. – ¡Pues si Jacoba fuera tan mala que…! No, no quiero pensarlo.
– ¿Qué harías?
Aura se irguió, y apretando en su nervioso puño, con fuerza de mujer furiosa, el hierro del balcón, dijo: «¡La mataría!».
– No, no tendrías que tomarte ese trabajo, mi bien, mi vida, mi encanto, porque antes la habría matado yo.
– Y luego iríamos juntos al presidio, ¿sí?
– No pensemos en eso, que no ha de suceder. Yo digo: ¡qué más querrá Jacoba…!
– Claro: ¡qué más querrá ella! No te creas, Jacoba es buena, siempre que no la arrastra a la maldad la infame codicia. Por un brillante de buenas aguas, o por una docena de turquesas de roca vieja, sería capaz de sacrificar a su padre.
A todas estas se les iba pasando la noche. Las primeras claridades del alba trajeron a la calle alguna gente de los mercados próximos, y el sereno pasó varias veces, dirigiendo a Calpena miradas recelosas. Aquí y allá sonaban porrazos; los gallos del comercio de aves en la calle de la Caza cantaban anunciando el día. Sobre esto llamó Calpena la atención de Aura, indicándole con pena que ya era hora de retirarse.
«¿Qué prisa todavía?… Esos pobres gallos enjaulados están tan aburridos por la falta de libertad, que anuncian la aurora antes de tiempo».
– Ya es de día… ¿No lo ves?
– ¿Y qué? Mejor. Así podremos vernos las caras.
De improviso se abrió una de las puertas del piso bajo de la casa, y Calpena se vio sorprendido por un mozo, soñoliento, que salía con una escoba. Luego se abrieron dos puertas más: una cacharrería y un despacho de huevos. Imposible seguir más tiempo allí. Los hados fieros ordenaban la suspensión del coloquio dulcísimo, y que los amantes guardasen la ley del recato ante el público, pues cada cosa tiene su ocasión y lugar propios. ¡Bonita idea tendría de la señorita de Negretti el vecindario de Milaneses si la veía colgada al balcón, al amanecer de Dios, picoteando con su novio! Antes que ella comprendió él la inconveniencia de prolongar la alborada de amor, y así se lo dijo. Convenidos el cómo y cuándo de verse en el curso del día, Calpena se arrancó con esfuerzo del celestial muro. El día se recreaba iluminando con sus primeras claridades la ideal belleza de Aura, quien no se apartó del balcón hasta que hubo recibido el último saludo de D. Fernando. Se fue y volvió el galán como unas tres o cuatro veces, jugando al escondite en la esquina de la calle Mayor, hasta que al fin, siendo preciso poner término al juego… se arrancó de veras.