Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Mendizábal», sayfa 7
XIII
Al quedarse solo, Mendizábal escribió una carta de cuatro pliegos a Córdoba, General en Jefe del ejército del Norte. Con nerviosa mano, sin cuidarse de la estructura gramatical, trazaba los conceptos, en algunos puntos ampulosos, pedestres en otros, fiel imagen de su pensamiento, que empezaba a ser desordenado y vacilante por el cansancio de la tremenda lucha. Anhelaba mostrarse amigo del que en su mano tenía la mayor fuerza existente en España, estar en su gracia, pues tomado el pulso al país y a la raza, si mucho temía D. Juan del paisanaje de levita y chaqueta, más temía de la tropa… Aunque aplicar quiso toda su atención a la escritura, no lo lograba: el pensamiento se dividía, fluctuaba, y dejando a la pluma formular con incorrecta sintaxis los conceptos epistolares, se escabullía por otros espacios. Trajo el ministro a su imaginación la historia de los últimos años, desde el 14, y veía las trifulcas, los sangrientos y bárbaros motines, las sediciones militares, siniestro brazo de la idea disolvente, ya se llamase liberal, ya realista… Con estas imágenes se confundía en su mente otra, que como un espectro familiar de continuo se le presentaba. Era su promesa de terminar la guerra civil en seis meses. ¡Lucido quedaría si no la cumplía; si el ejército cristino, reforzado pronto con los cien mil hombres de la quinta, no lograba sofocar la facción y restablecer la anhelada paz! Su ensueño era Córdoba, el caudillo denodado y caballeresco, y en medio de aquel trajín electoral, anuncio de las trapisondas parlamentarias y políticas que habían de sobrevenir con la apertura de los Estamentos, volvía D. Juan Álvarez sus inquietos ojos al Norte, mirando a lo que era su temor y su esperanza. Si el General no le ayudaba, su empresa de salvación nacional fallaría sin remedio. Y para que Córdoba coadyuvase a la gran obra, era preciso que venciera, o por lo menos que con rudos achuchones quebrantase a los carlistas; y para esto era indispensable enviarle recursos en hombres y dinero. La carta, en su difuso estilo, plagada de noticias de acá y de allá, de referencias diplomáticas y de rumores de intrigas, vino a parar en positivas promesas. «Dentro de quince días le mandaré a usted millón y medio. El mes próximo podré mandarle otro tanto, y si puedo más, más». Hablábale de remesas de vestuario y calzado, de arreglo de hospitales. Exponía también planes estratégicos que a él se le ocurrían. «Respetando su iniciativa, le diré que si usted lograra ocupar el Baztán con quince mil hombres, podría atacar a los facciosos por retaguardia… Eso usted verá…».
Concluía ofreciendo remesarle nueve millones antes de tres meses, y manifestaba viva intranquilidad por la lentitud de las operaciones. Aplicando a todo su febril genio de travesura y arbitrismo, habría querido que Córdoba moviese en tres días su grande ejército, que desalojase a los carlistas de sus formidables posiciones, que los arrollase, que los deshiciese, dispersando a unos, matando a los más, y cogiendo prisionero a Don Carlos con toda su trashumante Corte. ¡Qué hermoso sería esto, y con cuánto desahogo podría dedicarse entonces el Presidente a la reforma del país, que era su ilusión, su sueño!… Pero ¡ay!, al llegar a este punto, cruelísima duda le asaltaba. Si Córdoba obtenía una victoria rápida y decisiva, cortándole de una vez a la hidra todas sus patas y aplastándole la cabeza, Córdoba y no otro había de emprender y realizar la salvación de la infeliz patria. Buen tonto sería, juzgando el caso con el criterio genuinamente español, si siendo él el vencedor guerrero, dejaba a otro la gloria de la campaña política. Lógico era, no obstante, que el militar allanara el camino, y que el civil marchase por él desembarazadamente hacia la victoria política y social. Pero aunque poco ducho aún en artes de gobierno, D. Juan de Dios conocía la historia, más por lo que había visto que por lo que había leído, y no ignoraba que, en nuestra tierra de garbanzos y pronunciamientos, el guerrero victorioso es el único salvador posible en todos los órdenes.
Terminada la carta, vagó su mente en aquel meditar triste. ¿Quién salva, quién no salva? ¿Sería un error suyo gravísimo haberse creído capaz de fundar una nación grande y rica sobre las ruinas de las facciones deshechas y de las banderías sojuzgadas? De Londres había salido con esta ilusión; con ella entró en Madrid. Sus entrevistas con la Reina Gobernadora la confirmaron. El entusiasmo patriótico, la fe en sí mismo y en la eficacia de sus manejos se avivaron cuando Su Majestad le encargó del teje-maneje gubernamental. Ya tenía la máquina en su mano. Ya era dueño de sus iniciativas. ¿No podría desarrollar libremente sus ideas, aplicar su voluntad potente a la grande obra?
Las cosas, y más que las cosas las personas, enfriaron su entusiasmo al mes de gobierno. Cierto que le ayudaba la opinión vocinglera; pero las principales figuras políticas no hacían nada en su favor. Los adictos de fila pedían destinos y actas, y esperaban que el jefe lo diera todo hecho. Los contrarios aparentaban una calma prudente, tras de la cual D. Juan de Dios creía sentir el sordo roer de las conspiraciones. Aún no había perdido la confianza en sí mismo; seguía creyendo en su papel providencial; pero ya le anunciaba el corazón que la empresa no era coser y cantar, y que tendría que tragar mucha quina antes de rematarla dignamente.
Conferenció con Galiano, a la hora convenida, sobre asuntos electorales; con Saavedra, sobre la probable benevolencia de los moderados Toreno y Martínez de la Rosa; con Olózaga, para ver de que las sociedades secretas hiciesen entender a las Juntas que había llegado la hora de poner fin a la bullanga, pues en Palacio comenzaban los infalibles síntomas de desconfianza y miedo. De esto le había hablado aquella misma tarde D. Fernando Muñoz, dándole una prueba de verdadero aprecio. Y, francamente, no había que esperar ninguna ventaja política, mientras no se diese a toda la gente de allá, real o morganática, una plácida confianza y un sueño tranquilo. Con Williers habló de asuntos diplomáticos y de eso que tiempo ha viene siendo la constante pesadilla de los pueblos débiles: la actitud de Inglaterra. Mendizábal era muy afecto al leopardo, y esperaba un apoyo más positivo que el de la prometida legión. El astuto representante de la Gran Bretaña repitió a nuestro Ministro sus recomendaciones de siempre: refrenar la anarquía, no temer la libertad practicada dentro de las leyes, poner en funciones regulares el Parlamento, acudir a la guerra con toda clase de recursos, y trazar las grandes líneas del porvenir efectuando la venta inmediata de toda la propiedad territorial de las Órdenes religiosas.
Cerca de la una, Mendizábal se quedó solo; mas no se resolvió a retirarse a su casa, porque el aposento ministerial le retenía, le agasajaba; temía dejarse allí las ideas si se iba, y con sus ideas la ilusión risueña y querida de salvar al país y hacerlo dichoso. No menos de media hora estuvo paseándose de un ángulo a otro, a la luz ya mortecina de los quinqués, entre los retratos de personas reales o de eminencias políticas: la Reina Amelia, clorótica y triste; Fernando, sanguíneo y echando a borbotones la perfidia por sus ojos de fuego, el sarcasmo por su belfo labio… más allá, personajes de peluca que habían gobernado la Hacienda y la Marina: Patiño, Ensenada; en un ángulo Riperdá, con su risa ladina; en otro Macanaz, con su hermosa cabeza poblada de ricitos.
Cansado de pasearse, Mendizábal sacó de su pupitre varios papeles, cartas que aún no había leído, de esas cuyo escaso interés se adivina por el sobrescrito, y que se dejan sin abrir por no desperdigar la atención; otras de letra bien conocida, que, positivamente, no eran de asuntos ministeriales, más bien pretensiones ridículas, jaquecas, extravagancias, anónimos quizás, llenos de injurias repugnantes, o denunciando algún proyecto terrorífico de las logias masónicas.
Era hombre D. Juan que a lo mejor transportaba toda su atención de lo grave a lo menudo, como espíritu aventurero, que gozara en suponer la existencia de cosas grandes, escondidas de un modo carnavalesco detrás de cualquier insignificancia. Su imaginación le llevaba a la puerilidad. Creía fácilmente en las posibles emergencias de sucesos importantísimos, efecto enorme engendrado por la menor cantidad posible de causa. No estaba exento su espíritu de superstición: esperaba bienes repentinos, no anunciados por la lógica; temía desventuras abrumadoras, caídas como el rayo, sin el antecedente natural de errores determinantes.
En aquella hora de calma y soledad, aplicando a los objetos secundarios más bien la curiosidad que la atención, fijose primero D. Juan en una cuenta de zapatero; después pasó la vista por un plan en que anónimo arbitrista ofrecía saldar toda la Deuda de España con una simple combinación de cifras; leyó en seguida una carta procedente de Londres, escrita en español de colegio inglés. En la primera carilla, una mano trémula había trazado quejas melancólicas, reproches agridulces; en la segunda, se lamentaba de un olvido semejante, de abandono; en la tercera, formulaba con indecisa escritura una protesta de firme constancia a prueba de desdenes, y en la última, pedía dinero. En la postdata suplicaba se le mandase inmediatamente orden contra la casa Tal… Esta epístola y los documentos anteriores fueron a parar, en pedazos, a la cesta de los papeles inútiles. Cogió luego otra carta, cuyo sobrescrito era un puro adefesio, y abierta, leyó con no poca dificultad: «Señor D. Juan excelentísimo: Por encargo de la señora Doña Jacoba Zahón, que permanece enferma en cama, le digo cómo la ropa de la niña importa mil setecientos y veinte y dos reales efectivos, que hará el favor de remitir a la mayor brevedad, para atender a las urgencias. Pues ha de saber que se debe lo del maestro de piano y baile viceversa, con lo demás que había pendiente del coste del mes pasado inclusive, y son por junto naturalmente trescientos y doce reales netos, con lo de medicinas trescientos ochenta y ocho. Doña Jacoba espera le suministre pronto la suma total de los expresados líquidos reales de vellón, como débitos naturales, y me encarga conjuntamente le diga que le besa las manos, y que tendrá el honor de visitarle en cuanto se alivie de sus reumas achacosos. Dios guarde a usted, excelentísimo, años muchos, y mande a su servidor, que lo es – Cayetano Lopresti».
Suspirando fuerte, señal inequívoca de lo desagradable del asunto, cogió la pizarrita en que anotar solía las obligaciones perentorias del día siguiente, ya fuesen políticas, ya del orden familiar y privado. Media pizarra estaba escrita ya con diversos recordatorios de varia importancia: «circular intendencias… ver Argüelles, proyecto electoral… recuento de frailes… relaciones de monjas… escribir Duque de Broglie…». Con mano enérgica, fruncido el ceño, apuntó debajo: «Asunto Negretti… Din. jor. (que quería decir: mandar dinero a la jorobada)».
Guardó unos pasteles en las gavetas; recogió otros, metiéndoselos en el bolsillo; tiró de la campanilla. El sonido lejano de esta produjo la aparición de un portero que surgió de entre los pliegues de la cortina. «Mi capa… el coche» dijo Su Excelencia dando pataditas en la alfombra, que aún era de verano. Se le habían enfriado los pies, calzados con zapatito mujeril.
Y con esto se fue Mendizábal a su casa de la calle de San Miguel. Durmió mal. Volteaba el cuerpo entre las sábanas, y en su cerebro enardecido por el trabajo se torcían las ideas y se enlazaban como queriendo formar una trenza: «Ley electoral… ¡Pobre Negretti!… La guerra… ¡Pero esa niña, esa fastidiosa niña… esa guerra, esa maldita guerra!…».
XIV
También el bueno de Calpena durmió mal, a causa de los sobresaltos de su amor propio, que aquella noche, al volver de la oficina, había sufrido nuevos golpes. La última carta de la mano oculta revelaba un espionaje fastidiosísimo. Era en verdad humillante no poder dar paso alguno de que no tuviera conocimiento la persona que le protegía. Cierto que agradecía la protección; pero habríala estimado más, si no significara para él la pérdida de toda la libertad. Al día siguiente, el anónimo corresponsal mostró detallado conocimiento de cuanto al señorito le había ocurrido en la oficina: le reprendió por la compañía del tísico Serrano; le incitaba a frecuentar menos los cafés y más la sociedad, pues en aquellos adquiriría hábito de grosería y desparpajo, y aprendería en ésta la finura y distinción de un perfecto caballero.
«Hijo mío – decíale D. Pedro, resueltamente conforme con las opiniones de la incógnita, – no te importe esa vigilancia, que puede ser algo molesta, pero que sin duda te apartará de muchos peligros. Frecuenta la sociedad, pues ya tienes relaciones que te introduzcan en casas decentes, donde hallarás exquisito trato, buen comer y placeres honestos. En fin, te conviene mejorar el terreno. Es la única manera de irnos librando de este maldito romanticismo que pretende volvernos locos. No desobedezcas a quien quiere llevarte a la regularidad, a la buena escuela de tu padrino D. Narciso».
– Pues le diré a usted con franqueza, mi querido Hillo: la falta de libertad que me resulta de esta subordinación cargantísima a un poder misterioso, a un poder benéfico, lo reconozco, pero enteramente inquisitorial, a estilo veneciano, produce en mí un vivo anhelo de evadirme de tan enojosa tutela. No sabe usted cuánto deseo hacer algo que resulte ignorado por mi anónimo gobernante. ¿Por ventura, el servicio de policía que ha organizado para vigilarme ha de ser tan perfecto que no pueda yo burlarlo, siquiera para probar la habilidad con que lo burlo? En la oficina hay ojos que me observan; aquí, en casa, no digamos; en la calle, en el café, en los teatros, en las casas que visito, ya sabe usted lo que pasa. No respiro sin que allí lo sepan. Pues yo quisiera respirar a mis anchas, y decir: «te fastidias, que no lo sabes».
En el curso de Octubre fue introducido el venturoso mancebo por Mesonero Romanos en casa del médico Rivas, padre de tres niñas preciosas, muy saladas: Marianita, Mariquita y Juanita, conocidas en el mundo poético por Laura, Silvia y Rosaura, con que las designaban sus novios o pretendientes (en aquel tiempo se solían llaman amantes), que eran poetas de lo más granadito entonces. Las chicas, eso sí, descollaban por su picante belleza, así como por su ingenio; una de ellas también versificaba, otra pintaba, y las tres hacían en el canto y baile angélicos primores.
Recibido en palmitas fue Calpena en la casa del ilustre médico, y a la segunda noche echó de ver que la mayor de las niñas le gustaba extraordinariamente. A la noche tercera hubo de entender que era correspondido: a las miradas flamígeras siguió el tiroteo de florecillas verbales, y alguna breve y ardorosa promesa. Al fin de la semana, ya corría de sala en sala la opinión de que eran novios. Pero ¡ay!, el domingo recibió Calpena la carta anónima con el siguiente réspice: «Niño, me desagradan lo que no puedes figurarte tus revoloteos con la chica mayor del cirujano Rivas. Simple, ¿en qué estás pensando? ¿Sabes que haces un papel ridículo? Si estás ciego, caiga de tus ojos la venda. No digo que Silvia y sus hermanas no sean honestas: lo son. Pero ya en el nido de sus tiernos corazones ha batido sus alitas otro amor…».
– ¡Oh, qué figura tan linda! En el nido de sus tiernos… Adelante. Sigue leyendo.
Y Calpena, dándose a los demonios, continuaba la lectura: «Las tres tienen sus adoradores. Mesonero es el zagal de la tercera pastorcita, la linda Rosaura. En los altares de la segunda, Silvia bella, quema el incienso de su inspiración socarrona Bretón de los Herreros. Y, por último, escucha y tiembla… Ventura de la Vega, tu amigo, ese que te recita sus versos en el café para que convides a toda la partida, es el dichoso amante de Laura; la misma noche que os cantó la niña el aria de Elisabeth, del maestro Caraffa, quedó concertado entre Ventura y los padres encender pronto la antorcha de Himeneo… Con que ya ves…».
– ¡Qué elegancia de estilo: encender la antorcha!…
Concluía la carta con observaciones de otro orden, y la noticia de que ya se habían dado los pasos para redimirle de la quinta de cien mil hombres, mediante el pago de cuatro mil reales. En la del siguiente día se le ordenaba que no volviese a la tertulia del cirujano; que no pensara más en la bella Laura, y que procurase meter la cabeza, pues relaciones iba ganando para ello, en casas de más categoría, en los dorados salones aristocráticos. «Mira, tontín: Roca de Togores, que es un chico muy introducido, puede llevarte a casa de Campo-Alange, y el almibarado Clemencín (llamémosle D. Agapito) a casa de Castro-Terreño».
– Ya ves – decía Hillo cayéndosele la baba – con qué seguro dedo te marca tus altos destinos. Pero, tontín, digo yo ahora, ¿cómo has podido figurarte que te íbamos a permitir entroncar con la hija de un cirujano? ¡D. Fernando Calpena unido en desigual coyunda con una simple Laura, sin más títulos que los ovillejos que le endilgan poetas chirles!… No, hijo, tú no puedes encender la antorcha sino con damas de otro cuño; y aunque pienso que no habrá en Madrid las hijas de duques o archiduques que te corresponden, sigue por de pronto el consejo que te da quien darlo puede, y mete la cabeza en las áureas viviendas de los Abrantes y Veraguas, de los Oñates y Medinacelis.
Refunfuñando, Fernandito concluía por someterse a todo, y a fines de Octubre le introdujo un amigo (no se sabe fijamente si fue Ros de Olano o Miguel de los Santos Álvarez) en las casas de Almodóvar y de Campo-Alange. En la primera de estas mansiones conoció a una beldad fría y correcta, hija de un aristócrata, que era al propio tiempo general poco afortunado, la cual cautivaba a cuantos la veían, no sólo por su marmórea belleza, exenta, eso sí, de toda gracia, sino por su ingenio. Educada en Francia, se traía lecturas varias y admiración muy redicha por Chateaubriand, De Jouy y otros coetáneos, siendo también algo versada en Racine, Marmontel y Madama Genlis.
Con ella platicaba Calpena: notaba este que su conversación y figura eran del agrado de la marmórea, de lo cual vino que él también se sintiese cautivado por la linda estatua, y aun que se lo hiciese comprender en delicadas perífrasis. La oculta mano escribió: «Bien, bien, caballerito: ese es el camino. Recomiendo, no obstante, moderación, pausa, fino pulso, y no lanzarse con demasiados ímpetus por un terreno que, a tus inexpertos ojos, parecerá llano, y no lo es. En él hay asperezas y obstáculos enormes, que tú no ves, pobre niño. Habrás notado que nuestra sociedad es la más democrática del mundo, y que en las casas más linajudas no se niega el pase a ninguna persona bien vestida. Para recibirle y agasajarle, a nadie se le pregunta quién es, ni de dónde viene, ni a dónde va. Yo creo que tanta franqueza no conduce a nada bueno. Por más que sólo sea aparente, esa igualdad significa que nuestra aristocracia pierde el sentido de su misión y no sabe conservar el orgullo castizo, el cual sería un baluarte contra las confusiones que se anuncian, y que traerán un desquiciamiento social. Perdona mi pedantería».
– ¡Por San Cucufate!, no es pedantería – exclamó D. Pedro palmoteando, – sino profundísima filosofía de la historia. Sigue.
– «Esa igualdad es un mal síntoma, y nada más por ahora; una forma de cortesía tolerante… En el fondo, en los hechos, no hay tal igualdad. Por eso, al notar muchos que te aproximas a la marmórea, empiezan a preguntar: ese Calpena, ¿quién es? ¿De dónde ha salido ese barbilindo?… Y ya verás, ya verás cómo empiezan pronto los desdenes, las envidias… Para que nada de esto ocurriese y tus caminos fuesen llanos, sería preciso que en aquella misma esfera hubiese personas que evidentemente te protegieran, que respondiendo de ti, dijesen a quien deben decirlo: ese pobrete es digno de la niña, y cuando sea preciso demostrarlo se demostrará. Si ahora te digo que la estatua erudita, lectora de Chateaubriand y aun de Destut-Tracy, heredará tres millones y medio, no lo hago porque veas en la riqueza un incentivo a tu inclinación, no Ese Don Nadie no busca un enlace de conveniencia, ni necesita los millones ajenos, porque es de los que, por su gran mérito, pueden permitirse la libertad de ser pobres».
– ¡María Santísima, qué frase!… Adelante.
– «De ser pobres… Te hablo de la presunta riqueza de la niña de mármol, para que sepas que tu marcha por ese camino ha de ser muy disputada. Pero no te acobardes. Sobre que tú no sabes si tendrás aún medios de apedrear con doblones a los que ahora hablan de tu nulidad y pobreza, sigue adelante, y no veas en la preciosa damisela más que su educación cristiana, la hidalguía de su familia y de su nombre, su honestidad, su talento instruidito, sus condiciones, en fin, de grandísimo precio, y las virtudes y méritos de sus padres, pues aunque el pobre General nunca ha sabido mandar cuatro soldados, eso no quita para que sea excelente persona, muy atenta a sus intereses; y en cuanto a su madre, bien sabes que no hay en Madrid quien la aventaje en nobleza y virtudes… No escribo más. Me duele la cabeza. ¿Pero qué importa si el espíritu está gozoso?».
Mucho dio que pensar a Calpena el contenido de esta carta, y tanto se entusiasmó Don Pedro oyéndola leer, que casi casi se le saltaron las lágrimas. «¿Ves, ves – le dijo – cómo yo tenía razón? Y que ha de ser una mujer de inaudito mérito esa marmórea chica. ¡Vaya que leer a Destut-Tracy!… ¡Y qué guapa será!… Hombre de Dios, un día iremos de paseo al Prado, a ver si la encontramos para que me la enseñes. Ya me figuro su belleza, su dignidad, su mirar grave, como de la diosa Minerva, su andar majestuoso. Bien, hijo, bien. Ese es el camino, ése… Y ya sabes, dejaré de ser tu amigo y mentor… si… Ya sabes mi tema: hay que rematar la suerte».
En tanto, Calpena continuaba prestando su servicio de secretario particular del primer Ministro, muy a gusto de este, al parecer, pues cada día le fiaba epístolas de mayor delicadeza, aun aquellas que contenían algún secretillo político, o en que desahogaba en la confianza de un buen amigo el recelo que en él iban despertando las dificultades de su magna empresa.
Por aquellos días ya no iba Fernandito a los cafés, y esquivaba todo lo posible la sociedad del tísico Serrano, cuyo pesimismo había llegado a serle odioso. Dos veces fueron juntos al teatro. Dábale Serrano los nombres de todas las personas que en palcos y butacas veían, sin que de esto pudiese sacar ninguna luz el aburrido joven. Y como a cada nombre que el tísico decía agregaba comentarios injuriosos, pues para él no había mujer honrada, ni madre que no vendiese a sus hijas, ni esposa que no imitara la conducta aleve de la señora de Oliván, Calpena no quiso más tal compañía, ni aquella erudición tan mentirosa como terrible.
Con Milagro, su compañero de secretaría, sí que hizo buenas migas Calpena, y en los cortos ratos libres platicaban de política o literatura contemporánea, que el viejo conocía medianamente, o bien de cosas familiares y domésticas. Todo franqueza y espontaneidad comunicativa, Milagro contaba los refunfuños y genialidades de su mujer, las bataholas de sus chiquillos menores, y las gracias habilidosas de sus dos niñas. «Es ridículo – decía – que a una persona como usted, introducida en la mejor sociedad, le invite yo a venir a pasar un rato en mi humilde casa, donde todo es pobreza… también alegría, eso sí… Pero yo creo que habría de gustarle oír tocar el arpa a mi hija María Luisa, discípula de Fagoaga, gran discípula, para que usted lo sepa… y el instrumento es de lo mejor que ha fabricado D. Tiburcio Martín, plazuela de Matute… Ni le desagradaría a usted echar un parrafito con mi hija segunda, Rafaela, que sabe francés y me ayuda a traducir Mujeres célebres. Lee todo lo que cae en sus manos, y ahora está agarrada noche y día a la Corina de Madama Stäel… Y en casa puede usted ver a una notabilidad, un chico poeta de mi pueblo, Chiclana, que aunque soldado de la última quinta, hace versos como los ángeles; sólo que es tan corto de genio y tan para poco, que cuesta Dios y ayuda hacerle leer lo que escribe. Se llama Antonio Gutiérrez, y ha compuesto un dramita que titula El Trovador o cosa así, y en casa nos ha parecido tan bueno, que yo mismo se lo he llevado a Guzmán para que lo lea, a ver si a él o a Carlos Latorre les da la ventolera de representarlo. Otro chicarrón va por allí, Pepe Díaz, que también hipa por la poesía y el teatro. No les falta más que apoyo, protección, y aquí, ya se sabe, no la hay más que para los necios enfatuados. Yo les digo: «Hijos míos, no os acobardéis, que a falta de otros protectores, aquí me tenéis a mí… ¡Milagro será que no os saque adelante Milagro!… je, je…».
Cortés y agradecido Calpena, declaró que con mucho gusto aceptaría la invitación, visitándole una de las noches que tuviera libres. Al mismo tiempo recordó el conocimiento de Milagro con Doña Jacoba Zahón, añadiendo que para esta señora había traído de Francia un encargo que aún se hallaba en su poder. Por voluntad expresa del remitente, no lo entregaría más que a la misma persona a quien venía destinado, y esta debía presentarse a recogerlo.
«Seguramente – dijo Milagro – es una caja de pedrerías… ¿Por qué se asombra usted? La Zahón comercia en diamantes y perlas. La casa es muy conocida: Zahón y Negretti, calle de Milaneses. Hoy, por muerte de Zahón, se ha quedado al frente la viuda, para quien algunas noches trabajo, escribiéndole la correspondencia y poniéndole las cuentas en orden».
– No puede ser caja de piedras preciosas lo que traje y aún conservo – observó Calpena, – pues no habían de tardar tanto en recoger cosa de valor grande. ¿Acaso comercia esa señora en pedrería falsa?
– No, señor… Todo lo que compra y vende es de la mejor ley. Si no ha pasado Doña Jacoba a recoger su encargo, será porque ha estado enferma, o porque no tiene noticia exacta de la persona que lo ha traído.
– Debe de tenerla, porque al día siguiente de mi llegada, escribí a Olorón dando cuenta de mi domicilio. Por cierto que me dijeron que esa señora es jorobada.
– Cargadita de espaldas… Yo le hablaré del caso, y nos iremos a su casa si ella no puede salir. Verá usted una mujer lista y estrafalaria, genio desigual, mañas de urraca, agudezas de lince, toda uñas, toda desconfianza…
– Pues yo había creído que el paquete que traigo es de cartas o papeles políticos. Dígame usted… aquí en confianza, ¿esa señora conspira?
– ¡Conspirar la Zahón…! – dijo Milagro perplejo. – No…, que yo sepa, no… ¡Conspirar…! Para la Zahón no hay más política que ganar dinero, engañar a quien puede, y despojar a los infelices que caen en sus garras.
– Ello será como usted lo dice; pero yo puedo asegurarle que un compañero mío de hospedaje, que anda en las logias de la casa de Tepa, supo, a los pocos días de mi llegada a Madrid, que yo había traído ese encargo, y tanto él como sus amigos López y Caballero creían, y así me lo dijeron, que el paquete era de papeles políticos y venía destinado al eterno conspirador D. Eugenio Aviraneta.
– Observe usted, amigo Calpena, que los patriotas, de tanto andar al obscuro en logias y sublimes talleres soterráneos, ven visiones, y como la policía de aquí vive también palpando tinieblas, entre unos y otros le arman a usted unos enredos que le vuelven loco. El año del fusilamiento de Torrijos vine yo de Sevilla a Madrid en galera, y no acelerada, con mi familia, pasando los mayores trabajos que usted puede imaginar. Diéronme allí un encargo para la señora de D. Vicente González Arnao, el amigo de Moratín, la cual era muy obesa y padecía de estreñimiento. Por esto comprenderá usted que el encargo era una lavativa, gran pieza, modelo recién enviado de Inglaterra. Pues no puede usted figurarse la que se armó con el dichoso instrumento, en cuanto me lo descubrieron los de la policía. No le digo a usted más sino que me costó la broma cuatro meses de cárcel, y mi mujer y mis hijos no se murieron de hambre porque les recogió un pariente de Bertrán de Lis…
– ¿Y la señora de Arnao…?
– Reventó… naturalmente… Su muerte debió ser un nuevo cargo para la Superintendencia de Policía, como verdadero asesinato… político.
Campanillazo… Acudió Milagro presuroso al llamamiento del señor Ministro.