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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Mendizábal», sayfa 8

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XV

A los pocos momentos de quedarse solo Calpena en el despacho, entró Iglesias por la puerta interior, que comunicaba con la Secretaría. «En nombrando al ruin de Roma… No hace diez minutos, querido Nicomedes, que le recordábamos a usted».

– No sería para hablar mal.

– De ningún modo. Al contrario…

– Hace un siglo que no nos vemos, amigo Calpena. Ayer y hoy no he comido en casa. Tenemos usted y yo las horas encontradas, y lo siento, porque en estas circunstancias me conviene verle a usted con frecuencia. Por eso he venido.

– Estoy a sus órdenes.

– Ya sé – dijo Nicomedes dejando sobre la mesa su sombrero, que era de última moda, cilíndrico, enorme, un soberbio tubo de chimenea con alas planas, – ya sé que el Presidente le quiere a usted mucho… Eso se llama caer de pie. Usted es de los que se lo encuentran todo hecho. Bien haya quien tiene el padre alcalde… Pues yo, contando con su amabilidad, venía…

– Siéntese el buen Iglesias, y dígame en qué puedo servirle.

Sentose Nicomedes, y pasándose la mano por las melenas, que eran largas y copudas, parecía inquieto, caviloso, extenuado por el insomnio y las ansiedades de la ambición.

«Quisiera que el simpático Calpena, sin faltar lo más mínimo a la reserva que le impone su cargo en la Secretaría particular… ¡cuidado, que no trato de poner a prueba su discreción…!, pues quisiera que usted me dijese si ha escrito a D. Juan Álvarez en favor mío…».

– ¿Quién? Supongo que será recomendación para las elecciones.

– Justo. Pues se comprometió a escribir al Presidente, recomendándome con toda eficacia, imponiéndome más bien, quien menos puede usted figurarse.

– ¿Caballero, Trueba y Cossío?

– Esos son amigos míos, y bastante tienen con manipular su elección, el uno en Cuenca, el otro en Santander. A mí me habían prometido incluirme en la candidatura de Murcia. Quiroga me aseguró que allí me votarían hasta las piedras. Luego resulta que no las piedras, sino los electores, votan a Escalante. Al fin, me refugié en Villafranca del Bierzo, donde tengo algunos elementos.

– Por ese lado, Argüelles influye, también D. Martín…

– No cuento con esos… Ofreció apoyarme… vuelvo a decirlo, quien menos puede sospechar… En este juego de la política, los extremos se tocan. Pues me apadrina D. Francisco Martínez de la Rosa, es decir, prometió hacerlo… en virtud de concesiones mutuas que acordamos en Tepa, interviniendo por los moderados Ramón Narváez; por nosotros, mi amigo Palarea.

– Ya… comprendo… Y usted quiere saber si Martínez de la Rosa ha escrito… Lo ignoro: si algo supiera se lo diría, pues en ello no veo deslealtad. Por mi mano no ha pasado carta de D. Francisco; y si D. Juan la ha recibido, habrala contestado por sí propio.

– ¿Y su compañero de usted, ese viejo cegato…?

– No sé nada. Es hombre muy reservado.

– Bueno: desde ayer sospecho que esos malditos anilleros nos engañan. Siempre han sido lo mismo. Cuando están fuera del poder, nos buscan, nos agasajan, se arriman a la exaltación… Otra cosa: ¿No recuerda usted si entre las recomendaciones de candidatos, que hace diariamente este buen señor a Don Martín de los Heros, ha ido mi nombre?

– Tampoco lo recuerdo.

– Voy creyendo que Heros me engaña también. No puede esperarse otra cosa de quien no tiene iniciativa ni criterio para nada. Tanto a él como a Becerra les trata este señor como a criados.

– Pues mire usted – indicó Calpena esforzándose en hacer memoria, – yo tengo idea de haber visto el nombre de usted en alguna de las cartas que me ha dado D. Juan para contestarlas…

– A ver si recuerda, hombre, a ver si recuerda… – dijo Iglesias aproximando su silla para poder hablar en voz más queda. – ¿Sería en una carta de D. Fernando Muñoz?…

– ¿El marido de la Reina? No… D. Fernando estuvo aquí una noche, y habló con el Presidente, lo que no tiene nada de particular, y por eso puedo decirlo.

– ¿Y no ha pasado por aquí una carta de D. Juan Muñoz, Padre jesuita, hermano de D. Fernando? Me consta que le suplicó se interesase en favor mío la persona que le salvó la vida en el colegio de San Isidro el día del degüello, en Julio de 1834.

– Tampoco he visto carta alguna de ese señor jesuita.

– Pues no dudo que su hermano habrá dicho algo a Mendizábal. Sepa usted que en Palacio, de tiempo en tiempo, echan una mirada a la exaltación, y nos halagan para que no extrememos la guerra. Decididamente hemos vuelto la espalda al señor Dracón, que no nos sirve para nada. Ya sabe usted que en el actual momento histórico Doña Carlota y su hermana están a matar.

– No sabía… La verdad, me fijo poco en intrigas palatinas. Creo que mucho de lo que se cuenta es falso, embustes fraguados a gusto del que los pone en circulación.

– Lo que digo es el Evangelio. Están a matar… Nosotros hemos abandonado a la Carlota, y apoyando por el momento a Cristina, trabajamos en el extranjero para evitar la protección que dan a D. Carlos los legitimistas y vendeanos. Mendizábal hace la misma política: no me dirá usted que no escribe cartas a la hermana de estas señoras, Carolina, Duquesa de Berry.

– Nada sé, amigo mío – declaró Calpena, comprendiendo al fin que debía refugiarse en la discreción, y evitar revelaciones inconvenientes.

– Pues bien: decidido a minar la tierra para ocupar el lugar que me corresponde en el Estamento, y viéndome abandonado por algunos amigos, vendido por otros, por ninguno apoyado resueltamente, he pegado un brinco horroroso, solicitando el apoyo de un legitimista francés de gran empuje, para que recabe de la Duquesa de Berry una expresiva recomendación…

– Y ese legitimista es el señor Conde de la Pommeraye, ayudante que fue del Duque de Angulema. Ha escrito a Mendizábal; pero no hace referencia a la de Berry, y se limita a dar las gracias por el reconocimiento que se le ha hecho de varias cruces concedidas el año 23, asunto que quedó suspenso por error, o por olvido de ciertos trámites…

– Me consta que a la de Berry debe el de la Pommeraye que le hayan reconocido dos cruces pensionadas. Lo sé: es amigo de mi familia. Mi tío Andrés le salvó la vida en el ataque y toma de Pasajes… Por lo visto, usted no puede o no quiere darme ninguna luz. Cada día me afirmo más en la idea de que todos me abandonan, de que nadie se interesa por mí… ¡Y esto le pasa al hombre que ha consagrado toda su inteligencia, su vida toda, a la idea revolucionaria, a la redención de este pueblo… ¡Mátese usted, reviéntese, padezca hambres y persecuciones por la regeneración de un país, por ennoblecerle, por desasnarle, por sacarle de las uñas de la feroz tiranía… y cuando cree recibir el premio de su servicio, cuando usted humildemente dice a ese país: «Dame tu representación, dame tus poderes, pues quiero desgañitarme en tu defensa», vese usted desatendido, menospreciado, tratado como un loco… ¡Oh, esto no puede ser, esto clama al cielo!

Dio un porrazo en la mesa el iracundo Nicomedes, y se levantó, irguiéndose con fiera majestad y sacudiendo la melena. Quiso calmarle D. Fernando con frases de esperanza: «No desmaye usted tan pronto. Si no es ahora, otra vez será».

– Lo mismo me dijeron en las primeras Cortes del Estatuto… No, no he nacido yo para vestir imágenes… ni aun la imagen de la Libertad. No, ya no espero nada… La culpa tiene quien se desvive por sus ideas, olvidando que ha nacido en la tierra de la ingratitud… Créame usted, los carlistas lo entienden. Van tras de su objeto espada en mano; persiguen la realidad a sangre y fuego. Esos no se andan con remilgos, ni fían su éxito a las amistades, ni a los hinchados discursos, ni a recomendaciones impertinentes. ¡Hierro, y nada más que hierro!… Mientras nosotros no hagamos lo mismo, no iremos a ninguna parte.

Y cogiendo el enorme sombrero con tanta violencia, que a punto estuvo de romperle el ala (¡lástima grande, pues lo había comprado aquel día!), se lo encasquetó sobre la melena, diciendo: «Yo le aseguro a usted, querido Fernando, que me la pagan… ¡vaya si me la pagan!…».

Despidiéndole en la puerta, tuvo Calpena una idea feliz: «¿Por qué no se decide usted a hablar con el propio Mendizábal? El llanto sobre el difunto. Pídale usted audiencia ahora mismo».

– Ya hemos hablado… Me recibirá muy atento. A buenas palabras no le gana nadie. Pero todo se queda en agua de cerrajas… Déjele usted… déjele. Fracasará por no rodearse de los verdaderos patriotas… Morirá a manos de los santones… ¡Que muera, que se hunda!…

En aquel punto entró Milagro con un puñado de cartas, y preguntándole Calpena si el Presidente estaba solo, dijo que en aquel momento acababan de entrar D. Agustín Argüelles y D. Ramón de Calatrava.

«Ahí tiene a todo el santonismo – dijo Iglesias con sarcasmo. – Vienen a tomarle medida del féretro… y a cortarle los pies bonitos para que quepa… Es muy grandón D. Juan Álvarez Mendizábal… Pero quizás lo que le sobra no es por abajo, sino por arriba… Señores, conservarse».

No pudieron entretenerse los dos amigos en conversaciones, porque al punto se enfrascaron en el trabajo, que no era flojo aquel día. Milagro dio a su compañero algunas cartas, indicándole el sentido de la contestación, y al instante humilló su flácido rostro, paseando la punta de la nariz sobre el papel, al propio tiempo que la pluma. Contestó Calpena varias cartas de pura cortesía, de esas que no dicen nada y formulan vagas promesas, con arreglo al patrón usual en las secretarías familiares de los señores Ministros. Toda la tarde se la pasó el de Hacienda en conciliábulos con prohombres, en firmar asuntos importantísimos de Deuda, de Aduanas, algunos nombramientos, y en repasar el proyecto de discurso que había de leer la Reina en la próxima apertura de los Estamentos. A última hora llamó a Milagro. Dejando a un lado la política y apartando de sí todo el papelorio que delante tenía, se dispuso a despachar un asunto privado, que sin duda le causaba inquietud y fastidio, a juzgar por el tono con que dijo a su escribiente: «Otra vez esa pejiguera. Oiga, señor Milagro: mañana me hará usted el mismo favor del mes pasado».

– A las órdenes de Vuecencia.

– Nada: que esa maldita jorobada, que Dios confunda, ha vuelto a pedirme dinero. Y no tengo más remedio que mandárselo, aunque voy pensando que hay en esto mucho de socaliña… ¡Pobre Negretti! Como usted la conoce y trabaja en su casa, me hará el obsequio de llevarle esta cantidad que me pide… Vea usted qué letra y qué estilo… Cuide de hacerle firmar el recibo en la misma forma de la otra vez… «He recibido del Sr. Tal… testamentario del Sr. Negretti… la cantidad de tal, importe de alimentos y demás de…».

– Descuide Vuecencia…

– Es un asunto que me desagrada, y en la posición que ahora ocupo, francamente, no me convienen estos tratos, aunque, bien mirada, la cosa es sencillísima, y nada tiene de particular… Usted, como buen gaditano, conocería al pobre Negretti.

– Sí, señor… Tratante en pedrerías y en metales preciosos. Si no recuerdo mal, era corso.

– No: hijo de padre corso. Oiría usted contar que en uno de sus viajes a Inglaterra conoció a la Montefiori. ¿Sabe usted quién era? Una mujer de historia, muy guapa, francesa o italiana, no lo sé a punto fijo, ni creo que lo supo nadie.

– Algo me contaron…

– A lo tonto, a lo tonto, empezando por galanteos de esos que allí, como en París, son la aventura de un día, o de una semana, sin consecuencias, Negretti se enamoró perdidamente de aquella prójima… Y a tanto llegó la ceguera del hombre, que se casó con ella. Crea usted que el día que me lo dijo, por poco le mato. De nada valieron los consejos, las exhortaciones de sus buenos amigos. Jenaro sentía el vértigo, y se arrojó a la sima.

– Ya, ya recuerdo la historia… Su mujer murió.

– Asesinada, al salir de un baile en Vauxhall, un sitio que hay en Londres, a donde concurre todo el mujerío… ya me entiende usted…

– Comprendo… mujeres guapas… pues… Esa señora dejó una niña.

– Que recogió Negretti, poniéndola en casa de los Montefioris de Halton Garden, una calle de Londres donde está todo el comercio de pedrería. A la muerte de Jenaro, la niña, por disposición testamentaria de este, fue puesta al cuidado del Montefiori de Mallorca, y luego de Zahón y Negretti.

– Y ha quedado al fin bajo el poder de Doña Jacoba, donde ahora se halla. La conozco, señor.

– ¿Qué tal es la chica? No la he visto desde que tenía tres años.

– Señor – respondió Milagro dando un suspiro, – Aurorita es preciosa…

– Sale a su madre, que era una divinidad – dijo el gran Mendizábal. Y se le encandilaron los ojos cuando repitió-: Es preciosa la niña…

– Pero muy revoltosa, señor… el carácter más desconcertado que Vuecencia puede imaginar.

– Tiene a quien salir… Pues bien, Negretti dejó en mi poder todo su dinero… No crea usted, pasa de un millón de reales lo que tenía, y con su fortuna me dejó el encargo de atender a la chiquilla durante su menor edad… Ello es enojoso, mayormente hallándose la joven en poder de los Zahones, de quienes tengo malas noticias.

– Puedo asegurar a Vuecencia que la niña de Negretti está muy mal educada y tiene los demonios en el cuerpo; pero merece vivir en mejor compañía, y yo sé que no ha de faltar quien la cuide, con el emolumento que percibe la urraca de Doña Jacoba.

– Autorizado estoy – indicó D. Juan Álvarez, distrayéndose ya de aquel asunto y empezando a pensar en cosas de más importancia, – para confiarla a otras personas de la familia; y si averiguar pudiera dónde ha ido a parar Ildefonso Negretti, que se estableció en Bayona, también en joyería, allá por el año 26, de seguro… En fin, señor Milagro, quedamos en que llevará usted a esa señora… Vea la nota, y aquí tiene el dinero… Cuidado con el recibo en regla… Y pueden ustedes retirarse… Yo me voy también, que hoy ha sido día de prueba.

XVI

Acompañado de su amigo y mentor D. Pedro Hillo, fue Calpena a las últimas funciones de Toros, y a la apertura de los Estamentos, que se efectuó a mitad de Noviembre con la solemnidad de costumbre, asistiendo la Reina Gobernadora. En la Plaza admiraron la pericia del afamado matador Francisco Montes, y el arrojo y gallardía de D. Rafael Pérez de Guzmán, oficial del Ejército, de la noble casa de Villamanrique, que había cambiado los laureles militares por las palmas toreras, y la espada por el estoque. Tomó la alternativa en Madrid en Junio del 31, y desde entonces fue la más grande notabilidad del arte en aquella década, después del maestro Montes. Con estos compartía el favor del público Roque Miranda, muy inferior a Montes y a D. Rafael en la suerte de matar, pero gran banderillero, capaz de poner pares en los cuernos de la luna.

Ya se comprende que con la compañía de Hillo en el fiero espectáculo aprendió Calpena, no sólo los terminachos, sino las reglas del toreo, adquiriendo el placer de la lidia. Algunas tardes convidó también a Milagro, grande y antiguo aficionado, sólo que la cortedad de su vista no le permitía enterarse bien de lo que pasaba. Hiciéronse amigos Hillo y D. José, y su amistad se consolidaba, lo mismo por la comunidad de afición que por la diferencia de criterio en el juicio de las suertes. Si coincidiendo, simpatizaban, disputando como energúmenos simpatizaban y se querían más. Entre los dos sentábase Calpena en el tendido, y a menudo tenía que intervenir para aplacar sus bulliciosos ardores de controversia. Era Hillo devotísimo adepto de la escuela rondeña, y el otro de la sevillana; enaltecía el clérigo el arte propiamente dicho, la destreza en el engaño, la burla ingeniosa del peligro, la distinción, la postura, la gallardía de la figura toreril delante de la fiera; encomiaba Milagro el valor, la brutal acometividad sin remilgos, mirando más a la eficacia de la suerte que al afán de pintarla y hacer arrumacos. Eran, pues, el uno clásico, romántico el otro. Disputaba Milagro por temperamento bullanguero y por llevar la contraria. Hillo, firme en el dogma rondeño, lo sostenía con seriedad, digna de una tesis escolástica. Tan pronto se arrancaba Milagro a sostener que D. Rafael era un chambón, que debía su boga a ser de la Grandeza, como le defendía resueltamente por su coraje ciego y sin arte. Consideraba a Montes por paisano, pues ambos eran de Chiclana; pero a lo mejor se complacía en llamarle gandul o figurero.

«Pero usted, señor alma de cántaro – le decía Hillo sin poder contener su enojo, – ¿se ha enterado de lo que ha hecho ese tío en el segundo toro? Sin duda tiene usted telarañas en los ojos cuando no ha visto ese sublime arte del engaño, cuando no ha visto con qué salero se lo pasó a la fiera por delante de la cara para componerla, para quitarle los resabios adquiridos durante la lidia, para igualarle… ¿O es que usted no sabe lo que es igualar al toro?… ¿Sabe acaso distinguir los pases? Para usted es lo mismo el natural que el redondo, el cambiado y el de pecho».

– Lo que le digo a zumercé – afirmó Milagro al concluir la lidia del tercero, – es que este pase de pecho de D. Rafael no lo hace mejor el Verbo Divino.

– ¡Pero si ha sido una gran patochada! ¡Usted no lo entiende! ¡Si no estaba perfilado D. Rafael cuando se le vino el toro encima, y en vez de adelantar el brazo de la muleta hacia el terreno de afuera en la rectitud del toro, lo que hizo fue…!

– Usted sí que no lo entiende. D. Rafael no movió los pies…

– ¡Pero si parecía un bailarín!

– Le digo a usted que no. Me han salido los dientes viendo matar toros. D. Rafael se estuvo quieto hasta que llegó la res a jurisdicción.

– ¡Pero si no llegó a jurisdicción…! ¡Por San Cornelio, que no!… Y el animal no tomó el engaño; y D. Rafael, con más coraje que conocimiento, en vez de darle salida por la derecha, se la dio por la izquierda, y no supo empaparle. Total, que cuando la res dio el hachazo…

– No hubo tal hachazo.

– Le digo a usted que sí…

– Pues, hijo, si Su Reverencia entiende de decir misa como de toros, lucida está la santa Iglesia.

– Quien no entiende una palotada sois vos.

– Paz, paz – les decía Calpena. – No se peleen por un golletazo de más o de menos. Tan difícil es matar bien un toro como gobernar a un país. Tanto mérito tiene el que se pone entre los cuernos de una fiera, como el que se cuadra ante las astas de una nación querenciosa. No disputemos, y aplaudamos a todos.

Salían tan amigos, y hablando de política, el clérigo y el funcionario confundían sus respectivos criterios en un escepticismo zumbón. Fueron también, como se ha dicho, a la apertura de las Cortes, en el Estamento de Procuradores, que tenía por alojamiento provisional la iglesia de Clérigos menores, (Carrera de San Jerónimo), convertida en redondel parlamentario. Aunque el día no era apacible, la multitud se agolpaba en las calles por ver a la Reina y su Corte, y por admirar el lujo de corceles empenachados, los lacayos y cocheros a la Federica, las carrozas de concha y marfil, y todo el elegante barroquismo que constituye el ceremonial palatino de calle. La hermosura de la Reina, su gracia y gentileza eran tales, que ante la realidad se achicaban las hipérboles que a su paso se oían. Vestía de negro. Su peinado de tres potencias, con la real diadema y el velo blanco que graciosamente le caía sobre los hombros; la pedrería que al cuello y entre los graciosos moños de su pelo ostentaba; la majestad de su rostro; la sonrisa hechicera con que agraciaba al pueblo dirigiendo sus miradas a un lado y otro, formaban un conjunto que difícilmente olvidaba el que una vez tenía la suerte de verlo. Contaba poco más de veintiocho años, y ya su nombre había fatigado a la Historia, por las circunstancias de su casamiento, de su corta vida matrimonial, de su viudez prematura, que puso en sus manos las riendas de una nación desbocada. Del bien y del mal que hizo se hablará en mejor ocasión. Por ahora se dice tan sólo que aquel día de Noviembre, camino de la ceremoniosa apertura, estaba guapísima. Era, sin disputa, la más salada de las reinas. Su venida fue un feliz suceso para España, y su belleza el resorte político a que debieron sus principales éxitos la Libertad y la Monarquía. Su gracia sonriente enloqueció a los españoles; muchos patriotas furibundos, a quienes las malas artes de Fernando habían hecho irreconciliables, desarrugaron el ceño. Antes de tener enemigos encarnizados, tuvo partidarios frenéticos. Difícilmente se encontrará en la Historia una Reina a la cual se hayan dedicado más versos: verdad que no todos los que se arrojaban a su paso para alfombrarle el camino eran inspirados. Lo que llamamos ángel teníalo Cristina en mayor grado que otras prendas eminentes de la realeza, y todos hallaban en ella un hechizo singular, un don sugestivo que encadenaba los ánimos. Por eso Quintana, afectando la confusión lírica, le decía:

 
«¿Quién te dio ese poder?… ¿De quién hubiste
La magia celestial?».
 

Y otro no menos famoso poeta, la saludaba de este modo:

 
«¡Cuán hermosa! ¡Sus ojos celestiales
Cuán apacibles miran!
Ved en su frente pura
La majestad grabada y la dulzura;
Mirad en su mejilla
La rosa del pudor encantadora.
Al Consorte Real, que en ella adora
No menos la virtud que la hermosura,
Ved ¡cuán tierno sonríe
Su labio de coral!…».
 

Y fue tal la prodigalidad de epítetos dulzones, angélica, divina, divinal, dulce, amorosa, celeste, etc., que la lengua se nos hizo empalagosa, y de ahí vino que por devolverle su tonicidad y fuerza la amargaran demasiado los románticos con sus acíbares, adelfas y cicutas.

En otro orden hubo de manifestarse el mismo fenómeno de reacción. Es indudable que muchos se fueron al campo realista, no tanto por convencimiento, como porque estaban hastiados y apestados de tanta angélica Isabel, de tanta celestial Cristina; protestaban de la virilidad contra el feminismo.

Las tres serían cuando entraba la Reina en el Estamento, y si en el tránsito por las calles y Puerta del Sol los vivas no cesaban, ni las encantadoras sonrisas de la dama hermosísima, en la casa parlamentaria los aplausos y vítores fueron delirantes. Aclamando a la Gobernadora, se rendía tributo a la hermosura y a la ley, a la vida nueva, a la esperanza de un porvenir dichoso. El símbolo era tan bello, que encendía el fuego de la fe con más eficacia que las ideas. No es extraño, pues, que el historiador, o más bien el filósofo de la Historia, se preguntara: «¿Hasta qué punto y en qué medida influyó en la suerte de España el dulce mirar de aquella Reina?». Y un faccioso del orden civil, aficionado a las grandes síntesis, consolaba a D. Carlos, años adelante, en las soledades de Bourges: «No hay que culpar a nadie, señor, pues así lo ha dispuesto el que hace las criaturas. Todo habría pasado de distinta manera, si la augusta cuñada de Vuestra Majestad hubiera sido bizca».

Nuestro amigo Calpena, colocado entre los suyos D. Pedro Hillo y D. José del Milagro, vio desde una tribuna a la hermosa Reina, y la oyó leer el discurso. Era la primera vez que la veía, y maravillado de tanta majestad y gentileza, sus ojos no se saciaban de contemplarla. Milagro, renegando de su menguada vista, no hacía más que preguntar a Hillo: «¿Y dónde está Argüelles?… ¿Y Saavedra?… ¿Y los primerizos Pacheco y Donoso Cortés?». Poco fuerte en el conocimiento de personas, Hillo las iba señalando a capricho, y a Pita Pizarro le llamaba Conde de las Navas, y a D. Antonio González le confundía con D. José Landero y Corchado.

«Ahí tiene usted al Sr. D. Juan Álvarez y Méndez, tan orgulloso que parece el czar de Moscovia… – dijo D. Pedro cuando ya se retiraba Su Majestad. – Con su pelito rizado y su fraque de última moda, es el más guapo de los que se sientan en el banco negro.

– Ya, ya le veo – manifestó Milagro, que no veía nada. – Está arrogantísimo mi jefe… Ese, ese es el que os ha de poner a todos las peras a cuarto. Ya veréis cómo las gasta.

– Me parece a mí – dijo Hillo, – que trae buenos planes; pero no el trasteo que se necesita para ejecutarlos.

– Trasteo le sobra.

– Le falta mano izquierda.

– ¡Qué ha de faltarle, hombre!

– No sabe manejar el engaño. Hay aquí ganado de mucho sentido, voluntarioso, que hace por los Ministros, y no para hasta que los engancha. ¡Pobre D. Juan!… Él ha venido por palmas, y le van a dar…

– ¿Qué…?, ¿qué le van a dar?… – dijo Milagro, empezando a amoscarse.

– Nada, hombre: no se sulfure. De toros entiende usted poco; pero de este tinglado ni una patata.

– Quien no lo entiende es Su Señoría. Me han salido los dientes viendo Cortes…

– ¿En dónde, alma de Dios?

– En Cádiz… en San Felipe Neri.

– Ese santo no es de mi devoción.

– De la mía sí. En mi iglesia adoramos a los patriotas y abominamos de la clerigalla.

– Paz, caballeros – dijo Calpena con gracia. – No me riñan aquí o a los dos les mando a la calle.

– Es broma.

– Jugamos, nos divertimos.

En esto salían ya de la tribuna, y empezaba el penoso descenso entre un gentío bullicioso, mareante, compuesto en su mayoría de señoras charlatanas y fastidiosas, a quienes todo el espacio de pasillos y escaleras les parecía poco para sus faldamentas, chales y cintajos. Cerca ya de la salida, tropezaron con Edipo, el polizonte, y Calpena, que ya estaba familiarizado con su presencia en calles, cafés y teatros, le dijo, permitiéndose tutearle: «Sí, aquí estoy… No me escapo, hombre… Puedes apuntar, por si no lo sabes, que esta mañana estuve con Iglesias en el café de Solís, y que hablamos de la inmortalidad del cangrejo y de la absoluta impertinencia de los empleados de la policía».

– No voy contra usted, Sr. D. Fernandito – replicó el corchete risueño y humilde. – Viva usted mil años, para que proteja a los pobres el día que venga alguna tremolina.

– ¡Lo que es a ti…! ¿A que no me aciertas dónde estuve hoy cuando salí del café de Solís?

– En la corbatería de Aguayo.

– ¿Y antes de ir al café?

– En la peluquería de Cortina.

– Maldito seas, y quiera Dios que te pase lo que al Rey de teatro que te ha dado su nombre.

– Era un Rey que padecía de la vista.

– Ciego te vea yo… Bueno. Pues si me aciertas a dónde iré esta tarde, te regalo una docena de puros.

– ¿De veras? Pues ya puede ir por ellos. Tráigamelos escogidos, de la fábrica de Sevilla, de a tres cuartos pieza.

– Antes adivíneme lo que haré esta tarde.

– No necesito adivinarlo, porque lo sé, y usted no.

– ¿Y cómo es eso de ignorar a dónde voy, teniendo el propósito de ir a una parte?

– Muy sencillo. Puede que usted tenga la intención de emplear la tarde en picos pardos, y puede que haya hablado de eso con Iglesias, que es muy aficionado a las madamas. Pero aunque el Sr. D. Fernando tenga esos planes, no irá a donde piensa, sino a donde yo sé.

– Explícame eso, Edipo maldito, o aquí perece un Rey de Tebas.

– Pues… esta mañana, mientras el señor andaba de ceca en meca… fue a buscarle a su casa, tres veces, D. Carlos Maturana. Me le encontré en la calle de Peligros, y me ha dicho que tiene precisión de cazarle a usted hoy, y que le cazará, aunque sea con perros.

– ¿A mí?… ¡Maturana! Sí, sí, es el pariente de mis amigos de Olorón, a quien me recomendaron. No le he visto aún, porque estaba ausente de Madrid cuando yo llegué.

– Ayer regresó de sus viajes por Italia y Suiza. Traerá relojes y abanicos… En fin, no sé… El motivo de buscarle con tanta prisa es porque usted trajo un encargo para la Zahón.

– El cual aún está en mi poder, porque esa señora, que me han dicho es muy cargada de espaldas, no ha ido a recogerlo.

– Pero va de orden suya el Sr. Maturana, no sólo por el gusto de verle a usted, sino por llevarle a la calle de Milaneses, donde le espera con la cajita Doña Jacoba, que no puede salir. Y como el encarguito será de valor, no tiene el Sr. D. Fernando más remedio que hacer la entrega por sí mismo, y fastidiarse, y echar la tarde a perros.

– Eso no… Con entregar la caja, pedir recibo, tomarlo…

– Puede que le entretengan a usted más de lo que piensa las joyas que hay en la casa.

– No soy aficionado…

– Eso se verá… cuando lo vea… Hay brillantes, perlas, corales, de los que pintan los poetas…

Y sin decir más, dio dos palmadas a Don Fernando, despidiéndose con palabras de premura: «Con Dios… Hago falta dentro… Mucha gente, y alguna no de lo mejor».

Reuniose Calpena con sus amigos, que en la puerta hablaban con dos sargentos de la Guardia Real, conocidos de Milagro, y se fueron hacia la calle de Alcalá, rumbo al Caballero de Gracia.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
310 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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