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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Napoleón en Chamartín», sayfa 12

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XX

No valían razones contra él, y cuanto yo pudiera decirle habría sido predicar en desierto, razón por la cual determiné cesar en mi obstinación, reservándome el emplear después cualquier estratagema para impedir una desgracia. Como durante la visita a la casa había transcurrido mucho tiempo, cuando salimos principiaba ya a clarear la aurora, y advirtiendo por las calles más gente de la que en tales horas suele encontrarse, nos fuimos a curiosear un poco, antes de volver a los Pozos. Serían las seis cuando entrábamos en la calle de Fuencarral, y como era esta la hora señalada para la rendición, subían y bajaban por la citada vía numerosos grupos de hombres, armados unos, sin armas otros, pero todos puestos en mucha agitación. Había quien en alta voz declamaba contra lo capitulado, poniendo a Morla, a la Junta y a Castelar como ropa de pascua; otros se desahogaban insultando a Napoleón; muchos rompían las armas arrojándolas al arroyo; no faltaba quien disparase al aire los fusiles, aumentando así la general inquietud; y por último, hacia el Arco de Santa María, vimos algunos frailes dominicos y de la Merced que arengando a la muchedumbre procuraban calmarla.

– Vamos, corramos a nuestro puesto – dijo Fernández, – no sea que nos tengan preparada una sorpresa.

– Aún no es la hora designada – dije procurando entretenerle de modo que llegáramos tarde.

– ¿Cómo que no? – clamó con exaltación, avivando el paso. – Corramos, no sea que lleguemos tarde y entreguen los Pozos. Mal hemos hecho en abandonar nuestro puesto por una necia sensiblería. ¡Quién sabe lo que hará esa gente si no estoy yo por allí! Corramos, pues ya he dicho que se rendirá Madrid, que se rendirán los Pozos; que se rendirá el jardín de Bringas; pero que el Gran Capitán no se rinde.

Empezamos a correr, cuando detúvome de improviso un hombre que en opuesta dirección venía. Era Pujitos.

– Gabriel – me dijo muy sofocado; – vuelve atrás, no vayas a los Pozos; echa a correr y escapa como puedas.

– ¿Por qué? ¿Qué pasa? – preguntó mi amigo con la mayor zozobra. – ¿Ha venido Napoleón en persona?

– ¡Qué Napoleón ni qué Juan Lanas! – añadió Pujitos empujándome para que retrocediera. – Corre presto, que si llegas allá te echan mano. Ahora mismo han estado esos perros por ti.

– ¿Quién?

– ¿Quién ha de ser sino D. Luis Santorcaz, ese que llaman Román, y los tres o cuatro pillos que andan con ellos?

– ¿Y a mí para qué me buscan?

– Para prenderte.

– ¿Y quién es él para prenderme? – exclamé lleno de ira. – ¿Pero no dijeron por qué me quieren prender? ¿Qué he hecho yo?

– Sí dijeron, y es un aquel de traiciones que has hecho, y no sé qué diabluras. Conque a correr. Mira que vienen. Aire a los pies y buenos días.

– ¡Eh!… Basta de simplezas – dijo el Gran Capitán, – y no me detengo más, que hago falta en otra parte.

Y marchose resueltamente hacia arriba sin decir nada más. Luego que me quedé solo con Pujitos, proseguimos nuestro altercado, él queriendo obligarme a que retrocediera, y yo obstinándome en seguir, pues me parecía una fábula aquello de mi prisión y la mudanza de Santorcaz y Román en alguaciles, y sobre todo en perseguidores míos por traiciones que yo no había soñado en cometer. Pero al fin logró convencerme recordando pasados sucesos que podían explicar, ya que no justificar, aquel hecho como una venganza; creí prudente seguir el consejo de mi compañero de armas, hombre que no por ser tonto dejaba de ser honrado, y me escurrí a buen andar en dirección al Espíritu Santo.

Cerca de la calle Ancha tuve un feliz encuentro en la aparición de mi reverendo amigo el fraile mercenario, que seguido de mucha gente venía en dirección opuesta.

– ¿A dónde vas, Gabriel? – me dijo deteniéndome.

– Voy huyendo, padre – le respondí; – huyendo de infames enemigos que me persiguen sin motivo alguno.

– ¿Quién, quién es el atrevido que te acosa? – exclamó briosamente.

– Hombres pérfidos, hombres inicuos que han sido espías de los franceses, y ahora aparecen como oficiales de la justicia.

– ¿Pero de qué justicia? ¿Quién nos manda? Sepámoslo de una vez. ¿Nos manda aún nuestra Sala de Alcaldes, o nos manda un bigotudo general francés, en nombre de Napoladrón? ¿Ha capitulado ya la plaza?

– No lo sé, padre; pero es lo cierto que esos hombres me buscan para prenderme, y con autoridad o sin ella, llevan sus reales despachos en toda regla, que maldito sea el que se los dio para que satisfagan infames venganzas personales.

– Vamos a ver qué es eso…

– No, padre, yo no pienso ver nada más que la calle por donde corro, porque conozco la clase de gente en cuyas manos voy a caer.

– Por la Santísima Virgen del Carmen, que nadie te ha de tocar el pelo de la ropa, al menos yendo conmigo. Ea, señores – añadió Salmón volviéndose a los que le seguían, – me voy a mi casa. Se despide de Vds. el padre Salmón, de la orden de la Merced; ya no soy nada, hijos míos; ya no tenéis padrito Salmón; ya no tenéis quien os predique, ni quien os aconseje, ni quien os diga cosas alegres. Se acabó todo: España es de los franceses; adiós frailes y monjas, que a todos nos van a quitar de en medio, hijos míos, y no hagáis pucheros, que de nada valen ahora estos pucheros, pues no se defiende la religión con lagrimitas… No lloréis, que tarde piache, como dijo el otro, y sucumbamos. Adiós, hijos míos, que ahora os quieren hacer a todos herejes, y los religiosos estamos de más. Yo os echo la bendición, y cuidado, cuidadito con los pecados. Y tú, joven desgraciado, arrímate a mí, que aún nos queda un poquillo de influjo, y nadie te hará nada yendo en mi compañía. Ven conmigo a la Merced, y allí procuraremos ponerte en salvo.

Cuando marchamos juntos hacia la calle Ancha, oímos en derredor nuestro estentóreas y acaloradas voces de hombres y mujeres que gritaban: «¡Viva el padre Salmón! ¡Muera Napoleón! ¡Muera el rey de Copas!».

– En mi convento estarás seguro – me dijo luego el mercenario, – hasta que puedas salir de Madrid. ¿Piensas salir?

– En cuanto pueda, padre; no puedo ni debo estar más aquí.

– Haces bien: algunos compañeros míos piensan marcharse también a levantar por ahí el espíritu de los pueblos. Yo no saldré de Madrid, porque mi naturaleza es tan delicada y flatulenta, que no resiste los trabajos, hambres y estrecheces de una misión. A la casa de Madrid me atengo: ni quito ni pongo rey, y aunque dicen que el hermano de Copas nos quiere quitar, todo es filfa, hijito mío. Yo sé que andan por Madrid emisarios del Emperador que nos hacen la mamola a cencerros tapados para que le rindamos pleito-homenaje y transijamos con él, requisito indispensable para tratarnos a maravilla, por lo cual opino que tan bien se sirve con Pedro como con Juan, y adelante con los faroles, porque si tienes hogazas no pidas tortas, y si te dan la vaquilla acude con la soguilla, que como dijo el otro, mano que da mendrugo, buena es aunque sea de turco.

Tan sumergido estaba yo en mis pensamientos que no contesté a mi amigo, si bien mi silencio no fue parte a que dejara de seguir hablando por todo el trayecto, durante el cual no nos ocurrió desgracia alguna, ni tuvimos ningún mal encuentro.

– Ya estamos en casa – me dijo cuando entramos. – Sube y probarás de unas magritas de la olla de ayer que el refitolero me ha guardado para hoy, poniéndolas con arroz; y te advierto que en todo lo que sea de arroz soy una especialidad, y a mí se me debe la introducción de las almejas y de la canela en la valenciana paella.

Entramos en su celda, donde me dejó, volviendo al poco rato con un cazuelillo debajo del manteo, y con esto y una botella que sacara de la alacena juntamente con una cesta llena de pedazos de pan, higos, aceitunas, nueces, embutidos, queso, dátiles y otras viandas, aderezó un almuerzo que me vino de perillas.

– Esta misma celda en que estás, y que es la mía – dijo mientras comíamos, – fue ocupada hace más de doscientos años, allá en los de 1620, por aquel insigne mercenario fray Gabriel Téllez, a quien generalmente se conoce por el maestro Tirso de Molina. Es fama que en este sitio, y quizás en esta misma mesa, escribió su célebre Crónica de la Orden, porque comedias se cree que no hizo ninguna después de meterse a fraile.

– ¿No le ha dado a Vuestra Paternidad por hacer comedias? – le pregunté.

– Hombre, algunas he hecho, y ahí están pudriéndose en aquella alacena. Mas no he intentado que se representen, porque el prior nos lo prohíbe, aunque son todas devotas. Una hice que no me parece mala, y se titula El Santo Niño de la Guardia. No deja de tener su sal otra que compuse con el rótulo de La tutora de la Iglesia y doctora de la Ley, toda en sonetos arreo, entreverados con lo que se llaman séptimas reales; y me daba tanto el naipe por estas obrillas que enjaretaba dos en una semana, y si no me lo prohibieran, le hubiera echado la zancadilla a Bustamante que escribió trescientas veintinueve comedias de santos.

– ¿Y en qué se ocupa ahora Vuestra Paternidad?

– ¿En qué me he de ocupar, muchacho, sino en hacer jaulas de grillos? ¿No sabes que soy el primer jaulista de Madrid? Pues a fe que me dan poco trabajo las tales obras. Mira cuántas hay allí. Aquella que tiene tres pisos, con dos hermosísimas torres y su reloj figurado en el centro, es para las monjas de Constantinopla; y aquella otra redonda que está por concluir, para las Carmelitas Descalzas que ha un mes me tienen loco con la dichosa obra.

En efecto, todo un rincón de la celda estaba lleno de jaulas hechas y por hacer, con todos los materiales y herramientas propias de aquel oficio. De libros no vi sino los folletos y papeles que días antes recogió en casa de Amaranta.

– Yo soy un hombre que abomina la holgazanería – continuó Salmón, – y no me parezco a otros de esta misma casa que no se ocupan en maldita la cosa; aunque hay algunos, la verdad sea dicha, como el padre Castillo, que noche y día están metidos en un mar de libros y papeles.

– Y en verdad, padre – le dije, – ya que no hay cautivos que redimir, todos Vds. deberían pasar el tiempo en algún útil menester.

– Pues hay frailes que como no sea tirar a la barra en la huerta y jugar al tute en la solana, no hacen nada. Y si no, en la celda de al lado tienes al padre Rubio que se pasa la vida haciendo acertijos y enigmas, los cuales envía a las monjas para que ellas le devuelvan la solución y nuevos problemas, y tienen establecidas ganancias y pérdidas para el que acierta y para el que yerra, las cuales pérdidas y ganancias consisten siempre en algo de condumio. ¿Pues y el padre Pacho, que se ha dedicado a hacer punto de media y labra unos primores?… Esto es andar a mujeriegas, lo cual no me gusta. Yo al menos he hecho en lo tocante al arte eminentísimo de las jaulas adelantos admirables, y además me dedico a la medicina, para lo cual, con aquel Dioscórides que está a la cabeza de mi cama tapando la escudilla, me basta y me sobra.

Por estos caminos siguió nuestra conversación, hasta que me entró gana de dormir. Mi amigo pidió permiso al prior para que me quedase allí todo el día y aun toda la noche, refugiado contra una injusta persecución, y me llevaron a una celda vacía, donde en lecho muy blando me acomodé, rindiéndome de tal modo el sueño, que hasta el siguiente día no di acuerdo de mí.

XXI

Cuando me levanté, y hube despachado el desayuno que con sus propias caritativas manos me llevó el padre Salmón, salí al claustro alto, donde mi amigo me dijo:

– Hay grandes novedades. Ayer a eso de las diez, se entregó la plaza a los franceses, una vez firmada la capitulación por el Emperador en su cuartel general de Chamartín.

– ¿Y ha habido algo en los Pozos? – pregunté acordándome pesaroso del Gran Capitán.

– Creo que es el único punto donde hubo alguna resistencia, pues de todos los demás se apoderó sin dificultad el general Belliard, gobernador de la plaza.

Salió al encuentro de Salmón un fraile pequeño y viejo, que se apoyaba en un palo; hombre al parecer enfermo y de mal genio, que dijo:

– ¿Sabe su merced, Sr. Salomón jaulista, las bases de la entrega?

– Hermano Palomeque, no las sé; pero creo que ha llegado fray Agustín del Niño Jesús, el cual dicen tiene una copia que le suministró un individuo de la Junta.

– ¿Qué vuelta por el claustro, padre Palomeque? – dijo un frailito joven, barbilindo, ancho de cuello, pulcro de rostro, arrebolado de nariz, nimio de cerquillo y con cierto aire galán, el cual de improviso se unió a nuestro grupo.

– Lo que hay – contestó Palomeque con rabia, dando un fuerte bastonazo en el suelo, – es que anoche me han robado una gallina, de las seis que tenía en el corral, y ¡ay del pícaro zorrón si le descubro, que por nuestro santo hábito, si fuera cierta la sospecha que tengo de un fraile madamo y almibaradillo, yo le juro que me la ha de pagar!

– ¡Oh curas hominum! ¡Oh quantum est in rebus inane! ¡Oh cupidinitas gallinacea! ¿Y todo ese enfado es por una polla seca y encanijada, con cuyo caldo se podía administrar el bautismo?

– Basta de bromas; y si era encanijada, no la tenía yo para ningún zángano – exclamó Palomeque. – Pero a otra, y díganme de una vez en qué términos se ha hecho esa maldita capitulación. Por ahí asoma fray Agustín del Niño Jesús.

Llegó en efecto con paso grave el tal Niño Jesús, que era un fraile altísimo de estatura, moreno, de pelo en pecho, de aspecto temeroso, ojos fieros y una voz, por raro contraste, tan infantil y atiplada, que parecía salir de otra garganta que la suya. Seguíanle otros dos frailes.

– Vamos a ver, señor músico, ¿qué dice esa minuta? – le preguntó el fraile barbilindo.

– Ahora lo veredes dijo Agrages – fue la contestación del padre Agustín. – Creo que Napoleón ha aceptado todos los artículos, excepto dos o tres de los menos importantes.

– El primero – dijo Salmón, – habla de la conservación de la religión católica, sin que se consienta otra.

– Justo – respondió el Niño Jesús sacando un papel; – y el segundo de la libertad y seguridad de las vidas y propiedades de los vecinos de Madrid. Igualmente establece el respeto a las vidas, derechos y propiedades de los eclesiásticos seculares y regulares de ambos sexos, conservándose el respeto debido a los templos, todo con arreglo a nuestras leyes.

– Como no lo han de cumplir – indicó Palomeque, – excusado es que lo digan. Siga adelante.

– ¿Para qué ha de leer más? Lo que sigue poco interés tendrá y apuesto a que habla de que si las tropas saldrán de Madrid con los honores de la guerra o no.

– Justo – dijo fray Agustín, – y también hay otro artículo en que se establece que no se perseguirá a persona alguna por opinión ni escritos políticos.

– Eso está muy mal pensado y peor resuelto – dijo otro de los presentes que era el padre Rubio, fabricador y artífice de acertijos, – porque si no quitan de en medio a los franc-masones y diaristas…

Luego el frailito almibarado, que era nada menos que maestro de teología, llegose a Salmón y le dijo:

– ¿Se atreve Vuestra Paternidad a echar dos tantos a la barra esta tarde después de la siesta?

– ¿Pues no me he de atrever? – contestó. – Y tú, Gabriel, ¿juegas a la barra?

– Este joven – dijo el maestro de teología con bondad, – ¿es aquel portento de las humanidades, aquel consumado latinista de quien Vuestra Merced me habló?

– El mismo que viste y calza, o por mejor decir, el segundo Pico de la Mirandola. Puede examinarlo Vuestra Merced y verá lo que son castañas.

Yo repetí que no sabía palabra de latín, y que toda mi fama en dicha lengua provenía de una equivocación.

– Modestus es – dijo el teólogo. – Y puesto que es Vd. tan gran latino, contésteme a esto: ¿qué quiere decir Vino a lo que vino?

– Eso no es latín, sino castellano – dijo Salmón.

– ¡Oh! – exclamó el otro batiendo palmas. – Los dos se atascaron. ¿Conque castellano? Pues es tan latín como el Arma virumque. Vino a lo que vino, o lo que es lo mismo vi no aloque vino, que traducido literalmente, quiere decir con fuerza nado y me alimento con vino.

– Este fray Jacinto de los Traspasos de María es un pozo de ciencia – dijo Salmón. – Gabriel, te atascaste.

– Y díganme ustedes – prosiguió el otro, – ¿qué quiere decir Archiepiscopi toletani onerati sunt mulieribus?

– Eso más claro es que el agua, mi señor don teólogo – repuso Salmón. – Es una blasfemia y calumnia; pero valga lo que valiere, quiere decir, salva la intención, que los arzobispos de Toledo están cargados de mujeres.

– ¡Oh gansos, oh acémilas! Ya les cogí otra vez – dijo fray Jacinto. – El archiepiscopi que parece nominativo plural, es genitivo singular. De la palabra que suena mulieribus hago dos, a saber; muli æribus y resulta: los mulos del arzobispo de Toledo están cargados de riquezas. ¡Ajajá! Pues y lo de tú comes caracoles, ¿qué significa?

– ¡Oh! No estoy para quebraderos de cabeza – replicó Salmón. – Dejemos eso, y ya que en el latín me ha vencido, esta tarde le venceré a la barra.

– Esta tarde no – dijo Rubio, – pues fray Jacinto ha prometido venir conmigo a ver a las Constantinoplas, que están locas por conocerle.

– Y Castillo, ¿dónde está? – preguntó Palomeque.

– En misa.

– ¡Oh patres conscripti! – dijo otro fraile que vino a toda prisa por el claustro adelante. – ¡Grandes y estupendas novedades! Han llegado tres consejeros de Castilla, y están en conferencia con el prior.

– ¿Y a qué vienen esos consejeros del diantre?

– Según he olido, les manda Napoleón para que nos emboben, por ver si consigue que una diputación de regulares de todas las ordenes vaya a cumplimentarle y hacerle randibú en su cuartel de Chamartín.

– Antes al demonio.

– ¿Conque randibú al azote de los pueblos, al enemigo de la religión, al carcelero de nuestro Rey? Muy bien; tras de cornudo aporreado, y vengan palos, que con besar la mano que nos los da, todo queda concluido.

– Como se han de levantar contra Napoleón hasta las piedras, y al fin ha de marcharse con su hermano, excusado es andarse con mieles.

A esta sazón llegó el padre Castillo, que venía de decir su misa, aquel discreto y agudo fraile que en casa de la señora condesa había hecho el expurgo de libros.

– Padre Castillo, ¿conque tenemos visita de consejeros de Castilla, para que nos humillemos ante Napoleón?

– No sé nada de esto.

– Yo estoy determinado a salir de Madrid e irme por esas provincias a predicar la guerra, juntando gente armada – dijo Rubio.

– Y yo, como me suelte por tierra del Barco de Ávila y eche allá cuatro sermones, levanto hasta las piedras – afirmó el Niño Jesús.

– Yo no me moveré de aquí – dijo Castillo. – En esta casa me mandan los estatutos que resida, y aquí residiré mientras no me echen. Fundose nuestra orden para redimir cautivos, no para predicar guerra ni armar soldados.

– Muy bien dicho; mas tampoco se fundó para que la patearan Emperadores y la escupieran Juntas.

– Dios hará de nuestra orden lo que fuese servido – repuso Castillo. – En tanto, nosotros nos estamos mejor en nuestra casa, que por montes y valles incitando a los hombres a matarse. Y no es que dejemos de ser patriotas. Más harán las oraciones de un fraile piadoso en pro de nuestros ejércitos, que los sermones furibundos y crueles de esos desgraciados que con los hábitos al cinto se han lanzado a la guerra. Y dígame el buen Niño Jesús, ¿le parece meritoria y digna de un cristiano y de un sacerdote la conducta de ese dominico que no quiero nombrar y que se ha señalado por sus sanguinarias excitaciones a la matanza de franceses? No, nada que sea contrario a las generales leyes de la caridad debe sacarnos de nuestra ordinaria vida.

– Con buenas retóricas se viene ahora el padre Castillo – dijo otro de los presentes. – No, si no hagámonos miel, para que nos papen imperiales moscas.

– Dígame – preguntó un tercero, – ¿ha oído decir el Sr. D. Librote y Cata-pergaminos, que Napoleón va a reducir el número de regulares a la tercera parte? Pues sí, eso está muy bonito. Apláudalo el padre Castillo. Y nosotros veámoslo y callemos, ¿no? ¡Pues me gusta! De modo que si un conquistador atrevido pone en peligro nuestro instituto, lo daremos por bien hecho.

– ¿Conque reducirnos a una tercera parte? – dijo Salmón. – ¡Bonita invención! Esas son las tan decantadas novedades de los filósofos y de todos esos masones a la francesa que hay ahora.

– No disputaré sobre si es conveniente o no reducir el número de conventos – dijo Castillo. – Cuestión es esta delicada y sobre la que se podría hablar mucho. Lo que sí afirmo es que la reducción del número de regulares, y las ideas de poner coto a tantas fundaciones son bastantes antiguas, y se han ocupado de ello mil eminentes repúblicos. Ya saben todos que en el siglo pasado se ha clamoreado bastante sobre esto. ¿Y qué más? A principios del décimo sétimo siglo, cuando aún no se soñaba en enciclopedias, ni en revoluciones, ni en logias, ni en filosofías, personajes respetables y entre ellos algunos españoles sapientísimos se expresaron en igual sentido. Como me dedico a buscar papeles viejos, ¡vean mis caros hermanos la casualidad! en estos días he encontrado dos que vienen como de molde a terciar en esta contienda.

Y al punto fue a su celda, que muy cerca estaba, y volviendo con dos libros viejos, los mostró a sus hermanos.

– Aquí están – dijo. – Uno es el Memorial que al Rey D. Phelipe III dio en su consejo de Estado fray Luis de Miranda, lector jubilado de la orden de San Francisco, acerca de la ruyna y destrucción que amenazaba a la república y monarquía de España, si con presteza no se acude al remedio. Las causas y razones que expone son: PRIMERA, la muchedumbre de hacienda que de secular se está convirtiendo en eclesiástica. SEGUNDA, las innumerables personas, que por sus particulares fines, de seglares se hacen religiosos, sin aver de ello necesidad, antes con daño de las mismas religiones. Esto se escribía en los primeros años del siglo décimo sétimo, y si el mal era cierto, juzguen vuestras paternidades si habrá aumentado, no habiendo nadie acudido al remedio. El otro libro se titula Discurso del doctor D. Gutiérrez, marqués de Careaga, en que intenta persuadir que la monarquía de España se va acabando y destruyendo a causa del estado eclesiástico, fundación de Religiones, Capellanías, Aniversarios y Mayorazgos. Esto está impreso en 1620. De modo, hermanos míos – añadió con zunga el buen Castillo, – que hace doscientos años hubo quien ya dio en la flor de decir que éramos muchos. Ahora, pues, carísimos, cada uno meta la mano en su pecho, consulte a su conciencia y pregúntese a sí mismo si cree estar de más: intelligenti pauca. ¿Y esas gallinas, padre Palomeque, cuántos huevos han puesto en la semana? ¿Y cómo van esas jaulas, padre Salmón? ¿Qué me dice Vuestra Paternidad de aquellos enigmillas tan reservados que le enviaron ayer las Constantinoplas, padre Rubio? ¿Halos acertado ya? ¿Y qué tal van esos toques de flauta, fray Agustín del Niño Jesús?

Y así fue dirigiendo a todos graciosas pullas, si bien ellos no se irritaban por esto, gracias al respeto que le tenían. Con esto y con la retirada de Castillo se desbarató el corro y casi todos fueron a husmear a la puerta de la celda del prior por ver si descubrían cuál era la misteriosa comisión de los consejeros de Castilla. Cuando Salmón y yo íbamos a espaciarnos un poco por la huerta, vimos un fraile anciano que leyendo devotamente su libro de oraciones se paseaba en el claustro bajo. Pregunté a mi amigo quién era aquel venerable sujeto, y me dijo:

– Este es el padre Chaves, el más piadoso y recogido de todos los frailes de este convento, si bien me parece que es algo mentecato. No hace más que rezar, leer libros santos y asistir a todos los enfermos de la casa. Hace catorce años que no ha salido una sola vez a la calle. No recibe regalos, sino aquellos que puede dar a los pobres. Apenas come, y cuanto le dan aquí lo guarda para repartirlo los sábados a una chusma que viene a la portería, porque según dice él, ya que no puede redimir cautivos, quiere redimir a los que padecen la peor esclavitud de todas, que es la miseria. Antes te dije que era un mentecato; pero la verdad, hijo, Chaves es un excelente hermano.

– Dios ha puesto de todo en el mundo – pensé yo, – y así como no hay nada perfecto, tampoco hay cosa alguna que sea rematadamente mala.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
280 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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