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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Napoleón en Chamartín», sayfa 13

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XXII

Al día siguiente Salmón me dio muy malas noticias.

– ¿Sabes lo que pasa, Gabriel? – me dijo entrando muy de mañana en la celda que se me había asignado. – Pues he sabido que el Gobierno francés, que ahora nos rige, ha nombrado alguacil, o como ahora dicen, oficial, jefe o no sé qué de policía, a ese mismo Santorcaz que quería prenderte. Esto tiene indignados a cuantos le conocían, y prueba a las claras que ya estaba vendido a los franceses desde antes del sitio. También es indudable que en los días del sitio fue nombrado alguacil por la Sala de Alcaldes, sin que nadie acierte a darse cuenta de cómo consiguió tal cosa. Le acompaña hoy como antes su escuadrón de gente de mal vivir, que como sabes, era la que días pasados acaloraba los ánimos contra los franceses en los barrios bajos, haciéndose pasar por ardientes patriotas. Pero di, ¿qué has hecho para que te quieran prender? Porque me han dicho que él y los suyos te buscan con verdadero frenesí, registrando todos los rincones de Madrid.

– En verdad que no sé en qué fundan su persecución – respondí; – pues por más que me devano los sesos, no puedo traer al pensamiento ninguna acción mía que a cien leguas se parezca a un delito. Pero esos hombres son muy malos, y no hay que buscar fuera de ellos la causa de sus maldades.

– Pues me han dicho que en todo el día de ayer, ese Santorcaz no ha hecho más que prender gente sospechosa, es decir, gente a quien supone hostil a los franceses.

– Es una venganza personal – dije, – o tal vez deseo de apoderarse de mí para una baja intriga.

– ¡Qué inmunda canalla! ¡Y de esta manera quieren el rey de Copas y su hermano hacerse amar de los españoles! Pues no es mal chubasco el que se nos viene encima. Dicen que Napoleón ha rasgado el acta de capitulación, expidiendo con fecha de ayer varios decretos contrarios a lo estipulado.

– Pues, padre mío – dije, – veo que me es preciso huir de Madrid a toda prisa.

– ¡Huir de Madrid! ¿Crees que es fácil ahora? Estate unos días más en esta casa, que el prior no tendrá inconveniente en ello, y después veremos cómo te sacamos de la villa. ¡Oh! Me han asegurado que la salida es muy difícil hasta para las ratas. Parece que la gente de los pueblos inmediatos a Madrid está levantada en armas. Temen los franceses que esto sea cosa urdida con los de aquí para favorecer un movimiento insurreccional dentro de la corte, y han resuelto incomunicar a Madrid. La vigilancia que hay en las puertas es peor que de inquisidores; no dejan salir a alma viviente sin registrarle y darle mil vueltas; y como el viajero no lleve un papelucho que llaman carta de seguridad, expedida por esa bendita superintendencia de policía, a quien vea yo comida de lobos, lo someten a un consejo de guerra. Conque, hijo, estás en peligro; no puedes vivir en Madrid, y la salida es muy difícil. ¡Ah! En este momento se me ocurre una cosa, y es que podemos solicitar el amparo de la señora condesa, en cuya casa estuviste el otro día, la cual me han dicho que es amiga de los franceses.

– ¡La señora condesa amiga de los franceses!

– Quiero decir partidaria. Su primo, el duque de Arión, que ha pasado toda su vida en Francia, entró en España con Bonaparte, de quien es muy devoto, y actualmente está en el cuartel general de Chamartín. Anteayer estuve en casa de la condesa, y le esperaban de un día a otro. Como haya venido, no nos sería difícil que aquella bondadosa señora te consiguiese una carta de seguridad para evadirte. Entretanto, hijo, aquí estás más seguro, y por sí o por no, vamos tú y yo ahora mismo a ver al prior del convento, que es hombre de mucho mundo, y de tanta trastienda, que sería capaz de pegársela al lucero del alba. Él nos dirá si lo que me ha ocurrido es razonable, o si hay otro medio más expedito para ponerte en salvo.

Y sin más dimes ni diretes, llevome a la celda del padre prior, que en aquel momento había vuelto de decir su misa y despabilaba dos onzas de chocolate. Era el padre Ximénez de Azofra un hombre pequeño, de edad madura, ojos muy vivos, sonrisa maliciosa, cortesanos modales y simpática conversación. Recibiome con mucha bondad, y cuando Salmón le expuso las apreturas en que yo me encontraba, dijo lo que sigue:

– En otras circunstancias, joven incauto, fácil nos habría sido socorreros poniéndoos al abrigo de esta casa. Pero ahora todo está del revés. El Gobierno intruso nos mira con muy malos ojos, y bastaría que le protegiéramos a usted para que se nos acusara de cómplices de la insurrección, que así llaman ellos a nuestra santa causa… En verdad que cada vez odio más a esa canalla. Ved lo que hacen ahora. Desde que Madrid se ha rendido, ya les ha faltado tiempo para quebrantar lo convenido, y si prometieron respetar las vidas, libertades y hacienda de este vecindario, ayer todo ha sido prender y encarcelar gentes honradas, a quienes se acusa de auxiliar a los insurgentes de Talavera y de Cuenca. Todo es sospechar, y acusar, y asustarse hasta de vanas sombras; y como los restos del ejército de San Juan y las tropas del de Castaños que se unieron al duque del Infantado andan por estas inmediaciones levantando los pueblos contra los franceses, estos ven un espía en cada vecino de Madrid, y han resuelto impedir toda comunicación entre los habitantes de esta villa y los de Ocaña, Toledo, Talavera e Illescas; por lo cual no permiten la entrada de los paletos, fruteros y verduleros, razón de la gran carestía que hoy tienen todos los artículos.

– Mala situación es esta – dijo Salmón. – ¿De modo, señor prior de mi alma, que en buenos tiempos no recibiremos nada de nuestras granjas de Leganés, Valmejado, Casarrubielos, Bayona de Tajuña y Santa Cruz del Romeral? ¡Bonito porvenir! ¿Y entonces quid manducaverunt vel manducavere?

– ¡Oh! amigo Salmón – contestó el prior con malicia; – aquí viene bien aquello de ventorumque regat pater, que quiere decir viento en panza, según traducía aquel gilito descalzo de quien tanto nos hemos reído. Es preciso hacer penitencia.

– Bien, retebién – exclamó Salmón bufando-Viva el emperador de los franceses, y Rey de Italia y protector de la confederación del Rhin! De esa manera conseguirá Vuestra Majestad Imperial y Real, que asada en parrillas vea yo, conquistar las simpatías del clero regular.

– No se cuida él de nuestras simpatías, amigo Salmón.

– Pero en resumidas cuentas, señor padre prior, este muchacho, de cuya moralidad y buen proceder respondo, necesita salir de Madrid, y no dudo que Vd. con su influencia le podrá sacar una carta de seguridad, con la cual y disfrazado…

– ¡Qué cosas tiene Salmón! – dijo Ximénez de Azofra. – ¿Qué puedo yo hacer? Conque en priesa me ve, y doncellez me demanda. ¿No le he dicho que desconfían de los regulares, y especialmente han tomado entre ojos a los de esta casa?

– No sabía tal cosa. Al contrario: oí decir que Vuestra Paternidad es de los que van a Chamartín a cumplimentar a mi señor D. Caco imperial, rey de los pillos, y protector de la congregación del Rin… conete y Cortadillo.

– ¿Yo? – exclamó Ximénez con asombro. – No he nacido para besar la mano que me azota. Español soy, y español seré mientras viva. He predicado en el púlpito de la Merced contra el Emperador, y no imitaré a los que siendo primero desaforados patriotas, ahora son patriotas tibios con vislumbres, amagos y pintas de afrancesados. Cierto es que va a Chamartín una diputación de todas las clases de la sociedad; cierto que me han invitado para ir, y vea su merced aquí la carta que sobre este punto me ha dirigido el corregidor, y que de haber justicia en la tierra, debería ser quemada por la mano del verdugo. ¿No es una vergüenza que de este modo se humillen los hombres? Ayer todo era inquina contra el ogro de Córcega, todo insultarle y ponerle por esos suelos; hoy todas son blanduras. El mismo señor corregidor de Madrid que en su bando del 25 de Noviembre decía: La España está invadida por el tirano que domina en Francia, el cual ha quebrantado pérfidamente las santas leyes, etc.; ese mismo señor corregidor don Pedro de Mora y Lomas, caballero de la orden de Carlos III, del consejo de Su Majestad, su secretario con ejercicio de decretos, intendente de los reales ejércitos y de esta provincia, corregidor de esta villa, subdelegado de Rentas reales, intendente de la real Regalía de Casa de aposento, superintendente general de Sisas reales y municipales de ella, y subdelegado de Montes y Pósitos, etc., etc., pues la retahíla de títulos no tienen fin; ese mismo corregidor, repito, es el que hoy dirige un llamamiento ante diem a todas las autoridades. ¿Para qué creerán Vds.? Pues nada menos que para hacer presente que la villa de Madrid habrá tenido el honor de ofrecerse a los pies de S. M. I. y R. para manifestarle el reconocimiento a la bondad e indulgencia con que ha tratado esta corte, felicitarse por tener a S. M. en su seno, y expresarle que si lograba merecer la dignación y aprecio de S. M. se contemplaría dichosa. ¿Qué tal? ¿Es este un lenguaje digno y patriótico? Además en la convocatoria – añadió recorriendo con la vista el papel, – se llama a Napoleón padre amoroso, y a sus atropellos benéficas miras, y el objeto es reunir un cierto número de personas respetables que piquen espuelas hacia Chamartín para pedir a Bonaparte se digne conceder la gracia de que vean en Madrid a su augusto hermano nuestro rey Josef. Vamos, vamos, no puedo leer más, porque tanta bajeza me saca los colores de la cara. Verdad es que los que esto han firmado lo han hecho cediendo a amenazas del comandante general Mr. Belliard que les pone el puñal al pecho; pero no por eso es disculpable, pues si no traición a la patria, debe imputárseles una debilidad y flaqueza que raya en crimen.

– ¿De modo que usted no va a Chamartín?

– ¿Yo? Ni por pienso. He oído que van en representación de los regulares el padre Amadeo, abad de San Bernardo, y el padre Calixto Núñez, abad de los Basilios. Ya se ve: ¿qué se puede esperar de esos infelices tan dejados de la mano de Dios? Caerán en el garlito los Mínimos, algunos pobres Franciscos, los desdichados Agonizantes, no pocos Agustinos, todos los Gilitos, los Hospitalarios, los Donados, los Carmelitas descalzos, y esos infelices Afligidos, que son los mayores mentecatos de la cristiandad; pero la Merced sostendrá su bandera, la Merced no adulará Emperadores, la Merced en unión con los Dominicos desafiará el poder del tirano, contra franceses ladrones y empecatados españoles.

– Y los víveres por esas nubes, y las puertas de Madrid cerradas al buen vino, al rico aceite, a los huevos, a las coles, al extremeño tocino y a los jamones de Candelario. Bueno, bueno, comamos ensalada de perejil y cañutillos de monjas mojados en agua de limón. ¡Viva la patria, Sr. Ximénez, viva el orgullito que nos pondrá como espátulas!

– Pues bien; lo que he dicho a Vd. – continuó el prior, – lo he dicho a los que vinieron a sonsacarme, y oídas mis palabras, tratáronme con tal acritud, que espero grandes desdichas para nuestra orden y nuestra casa. De modo que nada puedo hacer por este joven.

A esto llegaban cuando entró el padre Castillo acompañado de otros dos frailes. El uno supe después que se llamaba el padre Vargas, y aunque del mismo hábito y orden, pertenecía al convento de la Trinidad calzada, también de mercenarios redentores de cautivos, y el otro era dominico, del convento de Santo Tomás, y tenía por nombre el padre Luceño de Frías.

– Ya, ya pareció aquello – exclamó Vargas con estrepitosa voz. – Ya no podemos dudar de la veracidad de esos decretos, porque por ahí los reparten impresos y aquí tengo un ejemplar. Todos los decretos llevan la fecha del 4, y son tales que podrían arder en un candil en noche de aquelarre.

– Veámoslos. ¿Es cierto que nos reducen a la tercera parte?

– Tan cierto, que… – dijo el dominico, – no nos reducen a la tercera parte, sino que nos parten por el eje, Sr. Ximénez de Azofra.

– Atención, que leo – dijo Vargas, poniendo ante los ojos, de verdes antiparras armados, un papel impreso. – Los decretos rezan lo siguiente: En nuestro Campo Imperial de Madrid a 4 de Diciembre de 1808. Napoleón Emperador de los etc… Considerando que el Consejo de Castilla se ha comportado en el ejercicio de sus funciones con tanta debilidad como superchería… que después de haber reconocido y proclamado nuestros legítimos derechos al trono, ha tenido la bajeza de declarar que había suscrito a estos diversos actos con restricciones secretas y pérfidas, hemos decretado y decretamos lo siguiente: Art. 1.º Los individuos del Consejo de Castilla quedan destituidos como cobardes e indignos de ser magistrados de una nación brava y generosa.

– Pues digo – exclamó Ximénez, – que eso está muy lindísimamente hecho.

– Es verdad – afirmó el dominico, – porque esos señores han estado jugando a dos juegos, y con todo el mundo quieren comer. Adelante.

– Otro – prosiguió Vargas. – En nuestro Campo Imperial, etc… Napoleón, etc… Este no hace exposición de motivos, ni considerando alguno, sino que dice simplemente: Artículo. 1.º El Tribunal de la Inquisición queda suprimido como atentatorio a la soberanía y a la autoridad civil. – Art. 2.º Los bienes pertenecientes a la Inquisición se secuestrarán y reunirán a la corona de España.

– Ya se ve – exclamó el dominico sin disimular su enojo. – Sin eso no podía pasar. Afuera Inquisición y vengan herejes, y lluevan masones, ¿qué les importa esto a los que no se cuidan de lo espiritual?

– Poco significa esto – dijo Castillo, – porque el Santo Tribunal casi no existe ya de hecho, abolido por la suavidad de las costumbres.

– Pero se conservan las fórmulas, señor mío – contestó con aspereza el dominico, – y las fórmulas tienen gran fuerza. Verdad es que no se quema, ni se descuartiza (lo cual dicho sea de paso es excesiva blandura, según estamos hoy comidos de herejía); pero hay todavía degradaciones y simulados tormentos, que tienen muy buen ver para los malos.

– Item – prosiguió Vargas. – Art. 1.º Un mismo individuo no puede poseer sino una sola encomienda.

– Adelante, que eso nos interesa poco.

– Item. – Art. 1.º El derecho feudal queda abolido en España. – Art. 2.º Toda carga personal, todos los derechos exclusivos de pesca, de almadrabas u otros derechos de la misma naturaleza, en ríos grandes y pequeños; todos los derechos sobre hornos, molinos y posadas, quedan suprimidos, y se permite a todos, conformándose a las leyes, dar una extensión libre a su industria.

– Eso no es nuevo – dijo Castillo, – y es lástima que nuestros gobernantes con su indolencia hayan permitido a los franceses el jactarse de promulgar una ley tan buena.

– Eso, eso es, ¡hágale su merced la mamola! – dijo Luceño de Frías con el mayor desabrimiento, sentándose a horcajadas en una silla para apoyar los brazos en el respaldo. – Me gustan las ideas del padre Castillo. Si para eso pasa Vuestra Paternidad la vida entre la polilla de los libros, buenas nos las de Dios.

Y sacando su tabaquera y alargando la mano hacia el prior, añadió:

– Señor Ximénez, un polvito, que los duelos con rapé son menos.

– No lo gasto – repuso el prior.

– Vamos, amigo Vargas, un polvito.

– No lo gasto, que eso es cosa de viejas. Aquí tengo unos cigarritos de la Habana, que merecen ser chupados por los ángeles del cielo. Si el señor prior me da su permiso…

– Vengan – gritó Salmón, – esos tabaquíferos incensarios y pebetes de Oriente, que tan bien matan el fastidio.

– Allá van – dijo Vargas. – Son regalo de la señora marquesa del Fresno, y fuéronme remitidos poniéndolos en la mano de un Niño Jesús, que me envió para que le diera una mano de pintura.

– Pues en lo relativo a ese decreto que acaba de leerse – dijo Castillo, – mi conciencia no me dicta sino alabanzas, y alabanzas le daré, aunque lo haya escrito el gran Tamerlán. ¿Por ventura no son esas las mismas ideas que han hecho célebre en toda la redondez de la tierra a nuestro gran Jovellanos? El mismo conde de Floridablanca, ¿no intentó algo en ese asunto? Y los sabios consejeros de Carlos III, ¿no se dieron de cabezadas por quitar esas trabas a la industria? Todos sabemos que a aquel eminente Rey se le pasaron ganas de promulgar este decreto.

– ¡Cosas de los jesuitas! – exclamó el dominico meciéndose en la silla. – Pero esos pelanduscas andan también al retortero de Napoleón, por ver si sacan tajada. Adelante con la lectura.

– Pues adelante – continuó Vargas. – Considerando que uno de los establecimientos que perjudican a la prosperidad de España son las aduanas y registros existentes de provincia a provincia, hemos decretado lo siguiente: Desde 1.º de Enero próximo, las aduanas y registros de provincia a provincia quedan suprimidos. Las aduanas se colocarán y establecerán en las fronteras.

– Tampoco eso tiene pero – observó Castillo, – y la Junta Central, ya que pensó decretarlo, no debió esperar a que lo hicieran los franceses.

– También esto le parece bocadito de ángeles al Reverendo Castillo – dijo Luceño. – Medrados estamos. ¿Tratan de eso los libros de Vuestra Merced?

– Atención – indicó Vargas haciendo un gesto dramático, – que ahora viene lo gordo. Considerando que los religiosos de las diversas órdenes monásticas en España se han multiplicado con exceso; que si un cierto número es útil para ayudar a los ministros del altar en la administración de los Sacramentos, la existencia de un número demasiado considerable es perjudicial a la prosperidad del Estado, decretamos lo siguiente: Art. 1.º El número de los conventos actualmente existentes en España se reducirá a una tercera parte. Esta reducción se ejecutará reuniendo los religiosos de muchos conventos de la misma orden en una sola casa. Art. 2.º No se admitirá ningún novicio ni permitirá que profese ninguno, hasta que el número de religiosos se reduzca a una tercera parte. Art. 3.º Los regulares que quieran renunciar a la vida común y vivir como eclesiásticos seculares, quedan en libertad de salir de sus conventos. Art. 4.º Los que renuncien a la vida común, gozarán de una pensión que se fijará en razón de su edad, y que no podrá ser menor de tres mil reales ni mayor de cuatro mil. Art. 5.º Del fondo de los bienes de los conventos que se supriman, se tomará la suma necesaria para aumentar la congrua de los curas. Art. 6.º Los bienes de los conventos suprimidos quedarán incorporados al dominio de España, y aplicados a la garantía de los vales y otros efectos de la Deuda pública.

Durante la lectura de este decreto, no se oyó en la celda de Ximénez otro rumor que el producido por el vuelo de una mosca, que andaba a vueltas tras los restos del chocolate prioral, como Bonaparte tras los reinos de España. Después de leído, aún duró bastante el silencio.

XXIII

– ¡Toquen castañuelas, repiquen panderos, machaquen almireces, punteen vihuelas y aporreen zambombas para celebrar el talento del sabio legislador, harto de bazofia y comido de piojos, que sacó de su cabeza ese pomposo y coruscante decreto! – exclamó al fin Luceño dando un porrazo en el respaldo de la silla y levantándose de ella.

– ¿Conque a la tercera parte? – dijo Salmón. – ¿De modo que de cada tres no ha de quedar más que uno?

– Eso es, y los demás a la calle, a pedir limosna, porque una pensión de tres mil reales para personas que han de vivir decentemente, es aquello de hártate comilón con pasa y media.

– Y afuera novicios.

– ¡Y no más profesar!

– Y con los bienes se aumentará la congrua de los curas.

– También eso está bien – dijo el dominico. – Alábelo su merced, padre Castillo. ¡Que nos quiten lo nuestro para darlo a los curas! ¿Quiénes son los curas, ni qué hacen esos zanguangos en bien de la cristiandad? Ya… como los curas son tan tibios patriotas… ¡Estoy que bufo!

– Lo mejorcito es que los bienes de los conventos suprimidos pasen al dominio de España.

– ¿Qué tiene que ver España, ni San España, ni Marizápalos, con esos bienes?

– ¿De modo que nuestras granjas de Leganés, de Valmojado…? – preguntó Salmón.

– ¡Ya se ve! De esto se ríen todos esos infelices Mínimo, Gilitos y Franciscos que nada tienen. A ellos, ¿qué les importa? Por eso van a hacerle el como la porta bu. Bien, retebién. Y lo mismo hacen los Afligidos, que son la cáfila de majaderos más desaforados que he visto.

– No murmurar, hermano – indicó Castillo.

– Dios me lo perdone – dijo Luceño, – y no lo digo por nada malo, que hay Afligidos de todas clases. ¿Pero creen vuestras mercedes que se llevará a cabo esto de las tercera partes?

– Yo creo que va a ser dificilillo.

– Pues yo temo que lo llevarán adelante – afirmó Luceño; – que esta mañana me ha dicho en confianza un regidor que va a Chamartín, que ya tienen hecho su plan, y que dentro de pocos días comenzará el restar y dividir, para dar principio a la demolición de los conventos.

– ¡La demolición!

– Sí: que todas estas casas las destinan a oficinas del Estado, y la primera que va a caer hecha pedazos es este monasterio de la Merced en que ahora estamos.

– ¡Cómo, la Merced! ¡Se atreverán a ello! – exclamó Ximénez de Azofra, dándose un golpe en el brazo de la silla. – ¡Cómo! ¿Se atreverán a derribar esta casa que lo fue del gran Tirso de Molina? ¿Y la gran devoción que inspira la Virgen de los Remedios que está en una de nuestras capillas? ¿Pues y el sepulcro de los nietos de Hernán-Cortés? No, no puede ser. Derriben en buen hora otras casas de religiosos, pero no esta por tantos títulos, además de su antigüedad, venerable.

– Y también está amenazada la Trinidad Calzada – apuntó Luceño, – si no de que la derriben, al menos de que la vacíen.

– Eso no puede ser – declaró Vargas, – que más glorias encierra mi casa que todos los demás claustros de Madrid reunidos. Díganlo si no el beato Simón de Rojas y el padre Hortensio de Paravicino, autor del libro De locis theologicis.

– Autor de las Oraciones evangélicas, de la Historia de Felipe III y de la España probada, querrá decir Vuestra Paternidad – indicó Castillo con malicia; – que el libro De locis theologicis, hasta los chicos de las calles saben que es de Melchor Cano.

– Tiene razón Castillo: me equivoqué. Pero sea lo que quiera, también tiene mi convento la honra de haber rescatado, mediante los padres Bella y Gil, al inmortal Cervantes, autor del Quijote, Sr. Castillo, pues yo también entiendo algo de autores. En caso de desalojar conventos para oficinas, ahí está Santo Tomás, donde caben todas.

– ¡Cómo es eso! ¡Santo Tomás! ¡Desalojar a Santo Tomás, el más ilustre de los conventos de Madrid! – exclamó impetuosamente el dominico. – ¿Y qué sería de este pueblo si te quitaran el espectáculo de las procesiones que de allí salen con motivo de las funciones del Santo Oficio? A fe que hartas casas hay en Madrid, si quieren hacer plazuelas, como dicen, aunque más vale que no se toque a ninguna, porque setenta y dos conventos para una población de 160.000 almas, me parece que no es mucho. Las casas de religiosos apenas ocupan un poco más de la mitad del perímetro de esta gran villa, lo cual no es nada desmedido, y de todas las casas que se alzan en ella, sólo cuatro quintas partes pertenecen a conventos, memorias pías, capellanías y otras fundaciones.

– Y dígame, Luceño – preguntó Ximénez, – ¿van dominicos a la reunión que convoca el corregidor?

– Creo que no. Según he oído, sólo se prestan a ir a Chamartín el prepósito de San Cayetano, el abad de Montserrat, dos Agonizantes, un par de Franciscos, un rector de Niñas de la Paz y un Afligido.

– Pues estos sacarán tajada, no lo duden vuestras mercedes. Sobre nosotros lloverán los decretos y las terceras partes.

– Mi opinión es – dijo Salmón, – que pues cuesta bien poco ir de aquí a Chamartín, nada se pierde con que vayan un par de padres, y yo me brindo a ello, que bueno es estar bien con todos, y el orgullo es pecado, y quien al cielo escupe en la cara le cae.

– No en mis días: de esta casa no irá nadie – aseguró Ximénez de Azofra, – y en cuanto a este joven, nada podemos hacer. Indigno sería pedir favores a quien nos trata mal, amenazándonos con terciarnos y partirnos como si fuéramos aranzadas de tierra. Conque busque usted quien le proporcione la carta de seguridad para salir de Madrid.

– Dificilillo es – afirmó Luceño, – pues entiendo que se miran mucho para dar las tales cartas, y sin ellas no es posible dar un paso de puertas afuera.

– Sin embargo – dijo el discreto Castillo, – hay multitud de personas que por estar en bien con los franceses, pueden socorrer a este joven. ¿No conoce Vd. ninguna persona de alta posición y de influencia?

– Sí, ya me ocurrió acudir a la señora condesa – indicó Salmón, – y confío en que su generosidad sacará a este joven del mal empeño en que se ve. El señor marqués se ha afrancesado y dicen que va a entrar en la alta servidumbre del rey José.

– El Sr. D. Felipe bebe los vientos porque cualquier Gobierno se acuerde de él – dijo Castillo. – Algo debe de haber de cierto en eso, pues hace tres días, después de haberse presentado a Belliard, fuese al Pardo, donde se ha instalado con su hija. Ayer creo que debió llegar a dicho real sitio el rey José. A pesar del influjo que en la botellesca corte tiene el señor marqués, yo no me fiaría de él para ningún delicado asunto. De más eficacia me parece en el caso presente el señor duque de Arión, pariente de esta familia y que goza de gran poder en el cuartel general.

– ¡Admirable idea! Veremos al señor duque.

– No ha llegado aún a Madrid, y como no sea exponiéndose a los peligros de un viaje a Chamartín, este joven no podría verle.

– Lo mejor – añadió Salmón, – es que veamos hoy mismo a la señora condesa. ¿Va hoy allá la Paternidad del Sr. Castillo?

– Dentro de un rato, pues la señora marquesa me ha mandado llamar hoy con toda premura. Si quiere este joven venir conmigo, le llevaré.

– Oportunísimo – añadió Salmón. – Yo iré también. Pero hijo, si en la calle acertamos a pasar por junto a esos cafres…

– Pues bien – dijo Ximénez; – para que vaya más seguro, yo les presto mi coche, que con sus dos gallardas mulas debe de estar ya en la huerta.

– Muy bien – declaró Salmón batiendo palmas. – Me parece buena idea la del coche; pero para mayor seguridad, te vestiremos de novicio. Venga la carroza prioral y a casa de la condesa.

– Pues entrareme también en ella, y me dejarán de paso en Santo Tomás – añadió Vargas.

– Pues allá voy también – dijo Luceño, – si me dejan en las Descalzas Reales.

Y así acabó la conferencia sin más resultas que las de mi improvisado disfraz de novicio y mi viaje a casa de la condesa, donde me pasó lo que el lector verá a continuación si tiene paciencia para seguir leyendo.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
280 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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